@Lluis_Uria
Si el espíritu de Europa pudiera encarnarse en una persona, el primer candidato hubiera sido –hasta ayer– el político francés Jacques Delors, el gran arquitecto del proyecto de integración europea que puso las bases de la actual Unión. Nacido en París en 1925, Delors murió ayer en la capital francesa a los 98 años de edad mientras dormía, según comunicó su hija, la exministra y alcaldesa de Lille Martine Aubry (quien, como tantas otras mujeres francesas, arrastra el apellido de un marido que ya dejó de formar parte de su vida)
La desaparición de Delors coincidió con el fallecimiento, el mismo día,
de otro gran europeísta, el exministro alemán Wolfgang Schäuble, mucho más
conocido por su inflexible apego a la austeridad presupuestaria, martillo
despiadado de los países del sur de Europa y, particularmente, de la sufrida
Grecia en la crisis económica del 2008.
Presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1995, la Unión Europea
que hoy conocemos debe mucho a la visión, el trabajo y el empuje de Jacques
Delors, cuya figura pasará sin duda a la Historia como una de las más
destacadas y decisivas del proyecto de construcción europea desde que los
padres fundadores, Jean Monnet y Robert Schuman, lanzaran la idea de una Europa
unida entre finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, en
plena posguerra.
Bajo su batuta se aprobó el Acta Única Europea (1986), que puso las
bases del mercado único e impulsó la integración que culminaría con la
aprobación (en 1991) del Tratado de Maastricht. Y, con él, de la unión
económica y monetaria –que permitiría el advenimiento del euro el 1 de enero
del 2002– y la constitución de la moderna Unión Europea. De su época datan dos
de las iniciativas que más –y más visiblemente– han cambiado la vida de los
europeos y más han hecho por traducir en lo concreto la idea abstracta de
Europa: los acuerdos de Schengen para la libre circulación de personas, que
acabaron con las fronteras interiores, y el programa de intercambio de
estudiantes Erasmus.
Delors fue también un firme partidario de dar voz a regiones y ciudades
en el seno de la UE –una reivindicación que, desde España, lideraban el
entonces presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, y el alcalde de Barcelona,
Pasqual Maragall, en ardua competición y rivalidad entre ellos– y que dio lugar
en
El éxito de Delors en Bruselas, adonde fue aupado más por el apoyo del
canciller alemán, Helmut Kohl, que el del propio presidente francés, François
Mitterrand, se debió en gran medida a su talante dialogante y constructivo,
siempre a la búsqueda de consensos y compromisos desde un pragmatismo realista.
Nacido en el seno de una familia católica, el joven Delors tuvo desde
siempre una acendrada inquietud social, que le llevó inicialmente a militar en
las organizaciones sindicales cristianas, para acercarse después al gaullismo
social –trabajando como consejero del entonces primer ministro Jacques Chaban
Delmas– y desembocar finalmente, ya en 1974, en el Partido Socialista. Él mismo
se definía básicamente como socialdemócrata.
Y sería finalmente, junto a François Mitterrand –en cuya campaña electoral
colaboró– con quien daría el salto a la alta política. Tras el triunfo de 1981,
Delors fue nombrado ministro de Economía y Finanzas, desde donde defendió una
política de rigor (que atrajo sobre sí el interés complaciente de Berlín). De
aquí daría el salto a Bruselas.
Pero si para los europeos Delors es, ante todo, el gran arquitecto de
la moderna UE, para los franceses es también el símbolo de una gran decepción,
el hombre de la renuncia suprema. En el momento en que su popularidad y
prestigio estaban en lo más alto, cuando la opinión pública le saludaba como el
hombre providencial, los comités de apoyo aparecían por doquier y su partido,
el PS, le apoyaba como su candidato al Elíseo en las elecciones presidenciales
del 1995, Delors dio la espantada.
Su sorpresiva renuncia, en directo ante 13 millones de telespectadores,
fue un shock. Y significaría, a la postre, su marginación política, condenado a
convertirse desde entonces en una especie de Pepito Grillo. Diez años atrás,
confesó al diario Le Monde cierto remordimiento: “A veces lamento no haberme
atrevido. Quizá me equivoqué”.