domingo, 31 de diciembre de 2023

Arquitecto de Europa


@Lluis_Uria

Si el espíritu de Europa pudiera encarnarse en una persona, el primer candidato hubiera sido –hasta ayer– el político francés Jacques Delors, el gran arquitecto del proyecto de integración europea que puso las bases de la actual Unión. Nacido en París en 1925, Delors murió ayer en la capital francesa a los 98 años de edad mientras dormía, según comunicó su hija, la exministra y alcaldesa de Lille Martine Aubry (quien, como tantas otras mujeres francesas, arrastra el apellido de un marido que  ya dejó de formar parte de su vida)

La desaparición de Delors coincidió con el fallecimiento, el mismo día, de otro gran europeísta, el exministro alemán Wolfgang Schäuble, mucho más conocido por su inflexible apego a la austeridad presupuestaria, martillo despiadado de los países del sur de Europa y, particularmente, de la sufrida Grecia en la crisis económica del 2008.

Presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1995, la Unión Europea que hoy conocemos debe mucho a la visión, el trabajo y el empuje de Jacques Delors, cuya figura pasará sin duda a la Historia como una de las más destacadas y decisivas del proyecto de construcción europea desde que los padres fundadores, Jean Monnet y Robert Schuman, lanzaran la idea de una Europa unida entre finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, en plena posguerra.

Bajo su batuta se aprobó el Acta Única Europea (1986), que puso las bases del mercado único e impulsó la integración que culminaría con la aprobación (en 1991) del Tratado de Maastricht. Y, con él, de la unión económica y monetaria –que permitiría el advenimiento del euro el 1 de enero del 2002– y la constitución de la moderna Unión Europea. De su época datan dos de las iniciativas que más –y más visiblemente– han cambiado la vida de los europeos y más han hecho por traducir en lo concreto la idea abstracta de Europa: los acuerdos de Schengen para la libre circulación de personas, que acabaron con las fronteras interiores, y el programa de intercambio de estudiantes Erasmus.

Delors fue también un firme partidario de dar voz a regiones y ciudades en el seno de la UE –una reivindicación que, desde España, lideraban el entonces presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, y el alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, en ardua competición y rivalidad entre ellos– y que dio lugar en 1994 a la creación del Comité de las Regiones. De carácter consultivo, este organismo sería presidido por Maragall entre 1996 y 1998.

El éxito de Delors en Bruselas, adonde fue aupado más por el apoyo del canciller alemán, Helmut Kohl, que el del propio presidente francés, François Mitterrand, se debió en gran medida a su talante dialogante y constructivo, siempre a la búsqueda de consensos y compromisos desde un pragmatismo realista.

Nacido en el seno de una familia católica, el joven Delors tuvo desde siempre una acendrada inquietud social, que le llevó inicialmente a militar en las organizaciones sindicales cristianas, para acercarse después al gaullismo social –trabajando como consejero del entonces primer ministro Jacques Chaban Delmas– y desembocar finalmente, ya en 1974, en el Partido Socialista. Él mismo se definía básicamente como socialdemócrata.

Y sería finalmente, junto a François Mitterrand –en cuya campaña electoral colaboró– con quien daría el salto a la alta política. Tras el triunfo de 1981, Delors fue nombrado ministro de Economía y Finanzas, desde donde defendió una política de rigor (que atrajo sobre sí el interés complaciente de Berlín). De aquí daría el salto a Bruselas.

Pero si para los europeos Delors es, ante todo, el gran arquitecto de la moderna UE, para los franceses es también el símbolo de una gran decepción, el hombre de la renuncia suprema. En el momento en que su popularidad y prestigio estaban en lo más alto, cuando la opinión pública le saludaba como el hombre providencial, los comités de apoyo aparecían por doquier y su partido, el PS, le apoyaba como su candidato al Elíseo en las elecciones presidenciales del 1995, Delors dio la espantada.

Su sorpresiva renuncia, en directo ante 13 millones de telespectadores, fue un shock. Y significaría, a la postre, su marginación política, condenado a convertirse desde entonces en una especie de Pepito Grillo. Diez años atrás, confesó al diario Le Monde cierto remordimiento: “A veces lamento no haberme atrevido. Quizá me equivoqué”.


Y después de destruir Gaza... ¿qué?


@Lluis_Uria

Israel parece un toro embistiendo a ciegas, arrollándolo todo a su paso sin saber a dónde va. Desde que lanzó su ofensiva militar para aniquilar a la organización terrorista Hamas, en represalia por el salvaje ataque del 7 de octubre contra el sur de Israel –en el que 1.200 personas, la mayoría civiles, fueron asesinadas y otras 240, secuestradas–, Gaza se ha convertido en un infierno. Más de  20.000 palestinos –la mayoría también civiles, muchos niños entre ellos– han muerto y cientos de miles –el 85% de los 1,9 millones de habitantes de la franja, según la ONU– han abandonado sus hogares huyendo de los bombardeos y los combates, asediados por el hambre. Miles de edificios han sido destruidos o dañados. Cuando la guerra llegue a su fin, no quedará nada en pie.

Sin duda, las operaciones militares responden a una estrategia. Pero más allá de eso, ¿qué hay? Aparentemente nada, ningún plan, ninguna visión política. Israel se ha lanzado a la venganza sin pensar en el día después. Y si alguien lo ha pensado, quizá sea un plan inconfesable: la expulsión de los palestinos de Gaza, el retorno de las colonias judías desmanteladas unilateralmente por Ariel Sharon en la “desconexión” del año 2005. Hay quien lo sospecha, así en la ONU como entre los vecinos países árabes, donde temen un éxodo incontrolado de refugiados palestinos hacia Egipto.

La expulsión de los palestinos de Gaza, que los fundamentalistas judíos defienden abiertamente, significaría el entierro, por la fuerza de los hechos y de las armas, de la solución de los dos estados establecida por la ONU y presentida en los acuerdos de Oslo de 1993. La hostilidad de Netanyahu a la creación de un Estado palestino junto a Israel es de sobra conocida. Y todos sus movimientos hasta ahora han tenido como objetivo hacerlo inviable, como confirma la proliferación de nuevos asentamientos en Cisjordania en los últimos años y, más recientemente, el hostigamiento violento de los campesinos palestinos por los colonos extremistas –con el apoyo vergonzante del ejército– para expulsarlos de sus tierras.

Cuando la guerra contra Hamas acabe –lo que, según el propio ejército israelí, llevará meses–, solo quedará un campo de ruinas. Y un resentimiento y un odio inmensos. Hamas será derrotada, pero la brutal guerra de Gaza alimentará la aparición de nuevas generaciones de combatientes palestinos. Israel nunca conseguirá así la paz y la seguridad que anhela. Y, por el camino, habrá perdido su alma.

En estas últimas once semanas, el gobierno de extrema derecha dirigido por Beniamin Netanyahu ha arruinado ante el mundo todo su capital político, su legitimidad moral. Ni siquiera su más firme y fiel aliado, Estados Unidos, avala –aunque hasta ahora la haya tolerado a regañadientes– su actuación. El propio presidente Joe Biden le ha reprochado en público los bombardeos indiscriminados en Gaza y la enorme cantidad de víctimas civiles que siguen causando(la mitad de las casi 30.000 bombas lanzadas hasta hoy no eran guiadas, según la inteligencia norteamericana). La muerte de tres rehenes israelíes, que ondeaban bandera blanca, a manos de su propio ejército muestra a las claras el modus operandi: primero disparar y después preguntar.

Washington, el gran puntal de Israel en el mundo, donde cada vez está más aislado –como puede verse recurrentemente en la ONU–, teme verse arrastrado por el descrédito en un momento en que su papel como potencia hegemónica es más contestado que nunca. Y presiona para abrir una nueva fase de la guerra más selectiva, más digerible. Pero Netanyahu, cuyo objetivo principal es su supervivencia política, hace oídos sordos e intenta ganar tiempo, en la esperanza –que comparte con el presidente ruso, Vladímir Putin, embarrancado en la guerra de Ucrania– de que una victoria de Donald Trump en las elecciones del 2004 cambie por completo el escenario.

EE.UU. tiene en sus manos el arma definitiva para doblegar a su díscolo aliado: su decisiva ayuda económica y militar, evaluada por al Grupo Eurasia en 160.000 millones de dólares desde la fundación del Estado de Israel en 1948. Pero eso sería, simbólicamente, como apretar el botón nuclear.

Washington multiplica mientras tanto sus gestiones pensando en el día después, tratando de conseguir que, tras la guerra –y después de un periodo de transición por determinar–, el gobierno de Gaza sea asumido por la Autoridad Nacional Palestina (ANP), expulsada de la franja en 2006 por los islamistas de Hamas (lo que pasaría inevitablemente por remozar la desprestigiada institución que hoy dirige el octogenario Mahmud Abas). Su apuesta es clara: reactivar la solución de los dos estados. Pero Netanyahu, quien había jugado a aprendiz de brujo fomentando a Hamas en detrimento de la ANP justamente para mantener divididos a los palestinos, no quiere ni escucharlo. De hecho, no quiere nada que signifique reforzar el camino hacia un Estado palestino.

Y, sin embargo, por difícil que sea, ¿qué otra alternativa hay? La que sueñan los ultras mesiánicos que están hoy en el Gobierno de Israel –esto es, quedarse todo el territorio entre el mar y el Jordán– implicaría reforzar y mantener in aeternum la ocupación y el sometimiento de los palestinos. Y convertiría a Israel en lo más parecido a la Sudáfrica del apartheid.


domingo, 17 de diciembre de 2023

‘Frankenstein’ en Varsovia


@Lluis_Uria

En Europa, quien más quien menos se reivindica como la cuna de la democracia moderna. Basta desempolvar viejas leyes o instituciones medievales –de cuando los monarcas todavía no eran absolutistas y debían hacer frente a límites y contrapesos– para sustentar una candidatura. Por estos lares, sin ir más lejos, podemos elegir entre los usatges en Catalunya, las Cortes de León  o la Ley Perpetua de los Comuneros de Castilla... Si extendiéramos la búsqueda a toda Europa, el catálogo debería empezar forzosamente por el añejo parlamento de Inglaterra.

En Polonia, que también se presenta como uno de los focos originales de las libertades en el continente, tienen su propio referente medieval: la Neminem captivabimus, una ley promulgada en 1433 por la cual nadie podía ser encarcelado sin un veredicto judicial válido. En todo caso, sin ir tan lejos en el tiempo, lo que sí es cierto es que Polonia fue uno de los primeros países europeos en instaurar un régimen parlamentario y de separación de poderes análogo a los que conocemos hoy. Lo hizo a través de la Constitución del 3 de mayo de 1791, aprobada cuatro años después de la americana (1787) pero unos meses antes de la francesa y con casi una década de antelación respecto a la Constitución de Cádiz (1812)

La Carta Magna polaca, que entonces se extendía al antiguo Ducado de Lituania, tuvo una fugaz existencia: sucumbió  dos años después, a raíz del hundimiento de la propia Polonia, con la partición y la severa amputación de su territorio por parte de sus vecinos, Prusia y Rusia.

El todavía primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, publicó en mayo un artículo reivindicando la herencia democrática de la Constitución de 1791 y sus principios fundamentales: “el derecho, la libertad y el cristianismo”. Lo cual no deja de ser paradójico, o directamente hipócrita, viniendo de uno de los máximos representantes del partido –el ultraconservador y nacional-católico Ley y Justicia (PiS)– que más ha hecho por adulterar y erosionar la democracia en Polonia, y en especial la independencia judicial, hasta el punto de haber sido amonestado y sancionado por la Unión Europea.

Durante los últimos ocho años en el poder, la fuerza política liderada por el populista Jaroslaw Kaczynski –viceprimer ministro pero verdadero hombre fuerte–, ha tratado de controlar los medios de comunicación, coaccionar a la oposición y maniatar a la justicia, con un paquete de medidas que en la práctica han sometido al poder judicial. Estos últimos años la Justicia europea ha tumbado, una tras otra, las reformas judiciales del Gobierno polaco –creación de una Cámara Disciplinaria Judicial, nuevo sistema de designación del Consejo de la Magistratura...–, al que acusa de atentar contra los principios del Estado de derecho. Y Bruselas tiene bloqueados más de 34.000 millones de euros de los fondos de recuperación Next Generation que le corresponden a Polonia por su contumacia en este terreno. Ahora, todo esto va a empezar a cambiar.

La resistencia al giro autoritario del gobierno nacionalista la iniciaron las grandes ciudades del país, ganadas para la oposición en 2018 y encabezadas por el alcalde de Varsovia, el europeísta Rafal Trzaskowski (premiado este año por el Cercle d’Economia por su compromiso con la construcción europea, la defensa del Estado de derecho y los derechos de las minorías y la acogida a los refugiados)

El movimiento fue ganando amplitud hasta culminar en la victoria de la oposición en las elecciones del pasado 15 de octubre, a pesar de las furibundas campañas contra su principal líder, Donald Tusk –ex primer ministro de Polonia (2007-2014) y expresidente del Consejo Europeo (2014-2019)–, a quien acusaban de ser un títere de Berlín y de Moscú (y cuya candidatura trataron de hacer capotar con una ley específica)

El 15 de octubre, el PiS fue el partido más votado, pero perdió la mayoría absoluta en la Cámara baja (Sejm) –donde obtuvo 194 escaños frente a 248 de la oposición– y el Senado. Haciendo caso omiso del resultado, el presidente Andrzej Duda (PiS) encargó de nuevo el Gobierno a Mateusz Morawiecki, al grito de “Donald Tusk no será mi primer  ministro”. Pero la maniobra, a no ser que se produzca un golpe de mano, tiene poco recorrido. Morawiecki perderá mañana el voto de confianza del Parlamento, lo que abocará al jefe del Estado a pasar el testigo a la oposición.

La responsabilidad de devolver Polonia a la senda democrática correrá a cargo de un auténtico gobierno Frankenstien, por recurrir a la jerga política española, integrado por una decena de formaciones políticas de todos los colores agrupadas en tres bloques: la Plataforma Cívica (KO, liberal) de Tusk, la Tercera Vía (formada por el democristiano Polonia 2050 y el partido campesino PSL) y la Nueva Izquierda (Nowa Lewica, socialdemócrata). Todos estos grupos firmaron el 10 de noviembre un acuerdo de gobierno de 24 puntos en el que se comprometen a restaurar el Estado de derecho y fortalecer la posición del país en la UE y la OTAN. A partir de aquí, las diferencias –como en el tema del aborto– no son pocas.

La oposición, que tiene el control del Parlamento, ha tomado ya sus primeras iniciativas, entre ellas nombrar a sus nuevos representantes en el Consejo de la Magistratura –lo que contrarresta, sin llegar a alterar, la actual mayoría nacionalista–. El camino no será fácil. Y, por si alguien tenía alguna sospecha, el presidente Duda –aplicando la legislación aún vigente– nombró este jueves a 76 nuevos jueces, entre ellos media docena del Tribunal Supremo. El pulso acaba de empezar.


domingo, 3 de diciembre de 2023

Con patillas y a lo loco


@Lluis_Uria

Viva la libertad, carajo!”. Con su habitual grito de guerra, Javier Milei, presidente electo de Argentina, despidió esta semana la retransmisión por las redes del 23º y último sorteo de su sueldo como diputado. Así, como suena. Una especie de lotería anarcocapitalista –por utilizar el término con el que él mismo se define– que presentó como promesa de campaña en el 2021 y que instauró en enero del año siguiente tras ser elegido parlamentario. Milei, teléfono móvil en mano, era el animador del sorteo, celebrado cada mes y supervisado por un notario.  Hasta ahora. Se supone que, en la presidencia, no tendrá más remedio que vivir de su remuneración oficial. En la  última rifa, el pasado miércoles, 2.850.000 personas optaron al premio, que ascendía a 1.762.835 pesos (lo que, al cierre de este artículo, equivalía a 4.509 euros)

Milei, con sus patillas al estilo de Curro Jiménez, repartiendo su propio salario entre los pobres... Como gesto populista, no tiene parangón. Ni siquiera su idolatrado Donald Trump –igual de demagogo, pero más avaro– llegó a tanto.

Entre el presidente electo de Argentina –que tomará posesión el próximo 10 de diciembre– y el expresidente de Estados Unidos –en plena campaña para volver a la Casa Blanca– hay enormes similitudes, más allá de sus notables composiciones capilares. Además de una común admiración. Para Milei, Trump ha sido “uno de los mejores presidentes de la historia de EE.UU.” y éste se apresuró a felicitar al argentino por su victoria del pasado domingo asegurando sentirse “muy orgulloso” y augurando que su sosias sureño “hará Argentina grande otra vez”. Make Argentina Great Again...

Trump y Milei, Milei y Trump, ambos personajes guardan bastantes semejanzas, por más que uno sea millonario de verdad y el otro no (aunque regale el dinero como si lo fuera). Uno y otro son outsiders de la política, lanzados a la arena después de labrarse una popularidad a través de la radio y la televisión (en formatos bastante dispares, pero similares en desfachatez). Ambos se dirigen al pueblo llano, a los excluidos, a los olvidados, a los resentidos con el sistema. Y les ofrecen un virulento discurso contra el establishment, la casta, así en Washington como en Buenos Aires. En el caso del argentino, blandiendo una motosierra –en plan Leatherface en La matanza de Texas– para simbolizar la promesa de cortar por lo sano.

Ambos pretenden hablar también el supuesto lenguaje del pueblo. Esto es, grosero y sin tapujos. Su brusquedad y ordinariez encandilan a sus seguidores. Y si median insultos y palabras soeces, tanto mejor. En esto último, el presidente electo argentino es difícil de batir, está en su temperamento. En el 2013 ya fue despedido de la Universidad Argentina de la Empresa (UADE) –donde impartía la materia de política monetaria y fiscal– por maltratar e insultar a sus alumnos. Luego empezó a hacerlo en las tertulias de radio y televisión y fue un exitazo. Cuando uno se atreve a llamar “imbécil” al papa Francisco y le designa como “el representante del Maligno en la Tierra” demuestra que no se detiene ante nada ni ante nadie.

Extravagante y desmesurado, agresivo y faltón, sus adversarios han puesto repetidamente en duda su equilibrio mental, a lo que han contribuido algunas intervenciones televisivas en las que parecía un perturbado. Y, también, algunas de sus más radicales –e inquietantes– propuestas económicas. Pero, enloquecido o no, Milei ha conseguido seducir a amplias capas de la sociedad argentina, especialmente las más empobrecidas, castigadas por una gravísima crisis económica y una inflación insoportable (de más del 140%) que ha fundido sus ahorros.

“Su mayor fuerza parece ser haber representado la antítesis de la política tradicional y haber interpretado el hartazgo de una buena parte de la sociedad”, escribió Luciano Román en La Nación. El apoyo a Milei es un voto de protesta, una patada, un desahogo, desde la convicción de que nada puede ir peor. Pero no es cierto. Todo es siempre susceptible de empeorar.

Populista de extrema derecha, Milei es partidario de flexibilizar la legislación sobre la tenencia de armas, ha justificado la dictadura militar de 1976-1983 –que dejó 30.000 asesinados y desaparecidos–, rechaza el aborto y se muestra escéptico ante el cambio climático, que atribuye a la propaganda izquierdista. En plan cruzado, defiende la ruptura con Rusia y China, pese a que este último país representa el 21,5% de las importaciones argentinas y el 9% de sus exportaciones.

Pero quizá lo que más preocupa sean sus heterodoxas y radicales recetas económicas. Inspirado en la llamada escuela austriaca, Milei aborrece al Estado, que considera un “enemigo”, frente al que propugna la libertad casi absoluta del individuo. En su agenda está una privatización masiva de empresas públicas, un recorte drástico del gasto estatal, con supresión de ministerios enteros, como los de Educación o Salud, y un parón de las obras públicas. La medida estrella es la dolarización de la economía, esto es, la sustitución del peso argentino –que calificó de “excremento”– por el dólar norteamericano. En consecuencia, planea abolir el Banco Central... ¡Total, ya tomará las decisiones monetarias la reserva federal de EE.UU.!

Es pronto para saber hasta dónde podrá llegar Milei con su programa. Pero muchos de sus votantes no tardarán en comprobar que no hay soluciones mágicas y que –de entrada– probablemente acaben peor de lo que estaban. También es muy posible que, como a los votantes de Trump, les dé completamente igual.