lunes, 29 de junio de 2020

No somos ángeles


@Lluis_Uria

Hubo un tiempo en que las estatuas de Lenin, el padre de la revolución bolchevique, poblaban las ciudades de Rusia y de los países comunistas del este de Europa. Todo empezó a derrumbarse con la caída del Muro de Berlín en 1989. Y, tras él, cayeron miles de monumentos soviéticos. En las poblaciones del norte obrero de París –ciudad donde vivió exiliado entre 1908 y 1912–, también se rindió homenaje al revolucionario ruso. Pero sus efigies acabaron asimismo retiradas. Una de estas estatuas, de bronce y tamaño natural, acabaría años después en uno de los mercadillos de antigüedades del Marché des Puces, a un precio sobre el que el vendedor guardaba calculada discreción. No tardó en venderla. Otras esculturas similares acabaron en los vertederos.

La suerte de las estatuas de Lenin la han seguido las de miles de personajes a lo largo de la Historia. Templos, estatuas y monumentos erigidos por el poder del momento para honrar a sus dioses y a sus prohombres –promujeres, muy pocas– han sido derribados por quienes han venido después, que a su vez han levantado sus propios ídolos. No hay de qué extrañarse. Ni tampoco lamentar (al margen de las barrabasadas contra el patrimonio artístico). La memoria colectiva es tan cambiante y caprichosa con sus olvidos como la individual. Y el reparto de honores, discutible.

El movimiento de protesta provocado en Estados Unidos por el asesinato de un ciudadano negro, George Floyd, a manos de un policía blanco en Minneapolis ha generado un amplio movimiento para desterrar del espacio público aquellos monumentos erigidos en honor de los dirigentes y jefes militares de los estados confederados del Sur, que en la guerra civil norteamericana defendieron la esclavitud de los negros. Pero pronto se ha extendido, en todo el mundo, a todas aquellas figuras que mantuvieron comportamientos racistas.

En este juicio popular y sumarísimo  contra el racismo sucede, sin embargo,  que la complejidad cede su espacio a la simplificación. Y que la discusión en profundidad que podría abrirse sobre algunas actitudes y el estado de opinión de determinadas épocas –como defendía hace unos años la exministra francesa Christiane Taubira, negra de origen guyanés, militante contra el racismo y contra los debates simplistas– queda barrido por las proclamas facilonas. Dos de los personajes históricos recientemente denunciados en este proceso –el presidente de EE.UU. entre 1901 y 1909, Theodore Roosevelt, y el ministro principal del rey Luis XIV de Francia de 1661 a 1683, Jean-Baptiste Colbert– muestran la complejidad de las cosas, donde ni los buenos son tan buenos, ni los malos tan malos.

Las protestas han llevado al Museo de Historia Natural de Nueva York a acceder a retirar de su entrada una estatua ecuestre de Roosevelt escoltado por dos figuras, a pie, de un negro y un nativo americano que de algún modo subraya la superioridad blanca. Es una decisión, sin duda, acertada. Pero ¿era el presidente un racista como la escultura sugiere? Probablemente. Los prejuicios contra los negros eran moneda corriente entre la clase alta norteamericana a la que Roosevelt pertenecía. Pese a lo cual fue el primer presidente en invitar a cenar en la  Casa Blanca a un líder de la comunidad negra, el pedagogo Booker T. Washington. Por lo demás, si Roosevelt ha sido objeto de numerosos monumentos –entre ellos el del monte Rushmore– y es hoy reconocido como uno de los más importantes presidentes de la historia de EE.UU., es porque hizo una política social progresista –gracias a su intervención, los mineros vieron reducida su jornada laboral a 8 horas–, reguló la actividad económica y puso coto a los monopolios, reforzó el poder federal, aplicó por primera vez una amplia política  conservacionista –creó una quincena larga de monumentos nacionales para proteger espacios naturales, entre ellos el Gran Cañón– y en 1906 recibió el premio Nobel de la Paz por mediar para poner fin a la guerra entre Rusia y Japón.

Jean-Baptiste Colbert, asimismo procedente de una familia acaudalada, tuvo también en la historia de Francia un papel de una relevancia que va más allá de las querellas actuales. Cierto, en 1682 y por encargo de Luis XIV empezó la elaboración del llamado Código Negro –aprobado tres años más tarde, ya sin su concurso–, que por primera vez regulaba las condiciones de la esclavitud en las colonias francesas. También las suavizó, en comparación con las prácticas originales. En todo caso, si Colbert ha pasado a la Historia no es por el Código Negro, sino porque saneó las finanzas del reino, puso coto a la impunidad de los nobles –obligados a partir de entonces a pagar impuestos–, promovió el comercio y la industria, impulsó las artes y las ciencias, y reforzó el patrimonio forestal público. Su política, bautizada como colbertismo, que otorgaba al Estado un papel fundamental en la dirección de la economía, impregna todavía hoy las políticas públicas.

Si atendemos principalmente al comportamiento de Roosevelt y Colbert hacia los negros y la esclavitud, puede mantenerse la conclusión, ¿por qué no?, de que deben retirarse todos sus monumentos. Pero no podemos conformarnos con una caricatura. Roosevelt y Colbert no eran, sin duda, unos ángeles. Ninguno lo somos. Los que piden su excomunión, tampoco.

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martes, 16 de junio de 2020

El paseíllo


@Lluis_Uria

Una pequeña caminata puede bastar para retratar a una persona. Los cinco minutos que Donald Trump empleó en cubrir a pie los 300 metros que separan la Casa Blanca de la iglesia episcopal de Saint John –conocida en Washington como la iglesia de los presidentes–, el Lunes de Pentecostés, se han convertido en uno de esos momentos definitorios.

Para recorrer esos 300 metros, el presidente de Estados Unidos pisoteó los principios democráticos consagrados en la Constitución norteamericana –al ordenar la dispersión violenta de una manifestación legal y pacífica con el único fin de abrirse paso–. Y remató su fatuo paseíllo con una  Biblia en la mano apelando a “la ley y el orden”, amenazando con movilizar al ejército contra quienes han gritado en todo el país su rabia por la enésima muerte de un ciudadano negro –George Floyd, en Minneapolis– por la violencia racista de  un policía blanco y atizar una vez más las fracturas que dividen a la sociedad norteamericana. El presidente, que calificó a los participantes en los disturbios de “terroristas”, incitó implícitamente al enfrentamiento civil al invocar la Segunda enmienda, que otorga a los ciudadanos el derecho a llevar –y utilizar– armas de fuego. Trump pretendía hacer un acto de desagravio al templo, que la víspera había sufrido un incendio intencionado. En realidad, lo ultrajó.

La visita causó consternación y desagrado en la Iglesia. La obispa Mariann Edgar Brudde fue muy dura: “El presidente ha usado la Biblia, nuestro texto sagrado, y una de las iglesias de nuestra diócesis, sin permiso, como fondo para  lanzar un mensaje antitético a las enseñanzas de Jesús”. “No mencionó a George Floyd –añadió–, no habló de la agonía de la gente que ha sido sometida por esta horrible muestra de racismo y supremacía blanca durante cientos de años. Necesitamos un presidente que pueda unir y sanar, él ha hecho todo lo contrario”. La reprobación de las autoridades eclesiásticas no ha sido la única. En todo EE.UU. se han alzado críticas contra la deriva sectaria y autoritaria de Trump. Pero lo más inaudito ha sido la censura pública de varios altos mandos del ejército de EE.UU. a la pretensión del presidente de utilizar las fuerzas armadas para combatir las protestas.

La voz más potente ha sido la del general de los marines Jim Mattis, de 69 años, veterano de las guerras de Irak y Afganistán y cuyo apodo –mat dog (perro rabioso)– es en realidad más aplicable a su comandante en jefe que a él mismo. “Donald Trump es el primer presidente en toda mi vida que no intenta unir a los ciudadanos americanos, que ni siquiera pretende intentarlo. Por el contrario, trata de dividirnos –dijo–. Estamos viendo las consecuencias de tres años de este deliberado esfuerzo, de tres años de un liderazgo inmaduro”. Y amoral, cabría decir.

Mattis sabe muy bien de lo que habla, porque entre enero del 2017 y diciembre del 2018 –en que dimitió– fue su secretario de Defensa. Y uno de los altos cargos del Gobierno y de la Casa Blanca que todavía eran capaces de moderar las ocurrencias y desenfrenos que el presidente incuba mientras traga horas y horas de televisión –leer, no lee ni los informes de Inteligencia– y se excita con las tertulias políticas.

En el 2017, Trump ya incendió medio país al mostrarse comprensivo con los supremacistas blancos que se enfrentaron a grupos antifascistas en Charlottesville y mataron a una mujer. Entonces, sus colaboradores lograron compensar sus inclinaciones naturales haciéndole leer un discurso condenatorio de la violencia racista y llamando a la unidad del país. Tres años después, nadie parece ya capaz de frenarle.

A cinco meses de las elecciones presidenciales de noviembre, el panorama se ha oscurecido para el aspirante a la reelección. A la crisis sanitaria y económica de la Covid-19 –cuya desastrosa gestión ha dejado hasta el momento un rastro de dos millones de infectados, más de 113.000 muertos y 40 millones de desempleados– se ha sumado la crisis racial, mientras su rival, el demócrata Joe Biden, le saca ocho puntos de ventaja en los sondeos. Así que Trump trata de recuperarse electoralmente agitando la cara oscura de su electorado. Esta táctica, basada en “inflamar la división, a riesgo de una mayor inestabilidad y violencia”, plantea una “grave amenaza para la democracia americana”, alerta en un análisis para el think tank británico Chatham House la politóloga Leslie Vinjamuri.

La amenaza es, en realidad, Trump en sí mismo, un hombre caprichoso y ególatra, con pulsiones tiránicas, que gobierna utilizando la mentira y el miedo, y a quien le gustaría ejercer el poder sin más trabas que las que tienen sus admirados autócratas Vladímir Putin, Recep Tayyip Erdogan e incluso Kim Jong Un. El último informe anual de la organización norteamericana Freedom House alertaba justamente de la erosión que puede sufrir la democracia en EE.UU. a causa de un presidente que busca –afortunadamente sin demasiado éxito hasta ahora– “romper las salvaguardas institucionales” y que ignora los derechos de la oposición y las minorías.

 El mayor problema es que Trump no está solo, tiene a su partido detrás. Indignamente callado, el GOP ha renunciado a sus principios. “El Partido Republicano está traicionando la democracia, está demostrando que ya no le interesa una democracia multipartidista, sino que sólo le preocupa consolidar el poder”, advertía recientemente Jason Stanley, profesor de filosofía de la Univerdidad de Yale, en el Washington Post. Y cuando todo vale, la dictadura puede estar a la vuelta de la esquina.




lunes, 1 de junio de 2020

Guerra de religión en la UE


La división de Europa ante la pandemia de la Covid-19 es un reflejo contemporáneo de la fractura entre protestantes y católicos

@Lluis_Uria

El cuadro que ilustra esta página, pintado a finales del siglo XIX por Henri-Paul Motte –popular autor de temas históricos–, presenta al cardenal Richelieu, el todopoderoso primer ministro del rey Luis XIII, mitad monje mitad soldado, supervisando el sitio de La Rochelle en 1628. El ejército del rey de Francia buscaba poner fin a la sublevación de los protestantes de este importante puerto de la costa atlántica, que siete años antes habían proclamado la independencia y contaban con el apoyo militar de Inglaterra. El cardenal Richelieu, obispo y –por encima de todo– estadista, consideró que se había traspasado la frontera de lo admisible: “Hay que cortar la cabeza del dragón”, declaró. O así cuenta la leyenda.

El asedio de La Rochelle, que fue bloqueada por mar con la construcción de un gran  dique, se prolongó durante un año y acabó con la victoria de las tropas reales, dejando tras de sí la muerte de la mayoría de los 28.000 habitantes de la ciudad. El desenlace fue decisivo para el futuro de Francia, pues comportó el sometimiento –y posterior expulsión– de la comunidad protestante y la consolidación definitiva del país como una potencia católica.

La caída de La Rochelle fue un golpe determinante para los hugonotes, los seguidores del fundador del calvinismo, el teólogo francés Juan Calvino. La derrota de los calvinistas puso fin a las concesiones territoriales que mediante el Edicto de Nantes  habían recibido del rey Enrique IV –quien había reconocido el establecimiento de una cincuentena de plazas fuertes para los protestantes– y abrió el camino para que en 1685 el rey Luis XIV revocara  completamente el edicto y suprimiera la libertad de culto en Francia. Aquella decisión precipitó el éxodo de miles de hugonotes, que buscaron refugio en los países protestantes, entre ellos la recién independizada Holanda, convertida en la nueva patria del calvinismo.

Algunos analistas, como el ensayista francés Alain Minc –un influyente asesor de los presidentes Nicolas Sarkozy y François Hollande–, opinan que la expulsión de los hugonotes tuvo nefastas consecuencias para Francia, que de este modo se vio privada de una “burguesía de los negocios” que a su juicio el catolicismo engendró con mayor dificultad, mientras que este éxodo alimentó el nuevo capitalismo en Holanda y Prusia. “Sin la revocación (del Edicto de Nantes), Francia se hubiera industrializado mucho más rápidamente”, sostiene.

Lo que Francia perdió lo ganó Holanda, que en el siglo XVII se convirtió en la gran  potencia  comercial y marítima continental con el concurso decisivo de los refugiados hugonotes. El economista alemán decimonónico Eberhard Gothein no dudó en calificar la diáspora calvinista como el “vivero de la economía capitalista”.

El papel  que el protestantismo en sus diferentes ramas  –anglicanismo, luteranismo, calvinismo...– tuvo en el surgimiento del capitalismo en Europa ha sido ampliamente documentado. En su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de 1905, el filósofo germano Max Weber sostiene que la concepción protestante sobre el valor del trabajo, y la legitimación de la búsqueda del provecho, contribuyó de forma determinante a la aparición del capitalismo. Y también a la formación de una ética que conjuga ascetismo y puritanismo –especialmente en el calvinismo, que rechaza todo tipo de frivolidad y disfrute, así como el “derroche ocioso del dinero y del tiempo”– y que ha modelado la manera de vivir y de pensar de media Europa.

Cuando el ministro de Finanzas neerlandés, Wopke Hoekstra, rechazó recientemente la emisión de deuda pública europea para ayudar a los países más afectados por la pandemia de Covid-19 –España e Italia– acusándoles de haberse quedado sin margen de maniobra presupuestaria por haber despilfarrado el dinero en su momento, estaba actuando como un auténtico calvinista, cuyo apego a la austeridad va parejo al hábito de hablar con ruda franqueza. Lo mismo había hecho su antecesor, Jeroen Dijsselbloem, a raíz de la crisis financiera del 2008 cuando acusó a los países meridionales europeos de actuar como las cigarras: “No se puede gastar todo el dinero en copas y mujeres y luego pedir que te ayuden”, declaró, abonando un prejuicio que ha vuelto a aparecer estos días en la portada del semanario holandés Elsevier.

Holanda lidera hoy el grupo de los llamados “países frugales”, que rechazan conceder ayudas a fondo perdido y mutualizar deuda en la Unión Europea.  Es una división entre el Norte y el Sur, entre países ricos y pobres,  pero también –y fundamentalmente– entre protestantes y católicos.
Hablando de la crisis griega en una entrevista con La Libre Belgique en el 2017, el historiador  neerlandés Luuk van Middelaar sostenía que en Europa se enfrentan “dos concepciones de la vida política”, donde se reflejan “los mismos debates que durante las guerras de religión”. “Los protestantes –decía– insisten en el respeto a las reglas y a la ley, apelan a la verdad y acusan a los otros de hipócritas, mientras que el catolicismo está más centrado en el amor, lo que hoy se traduce por solidaridad, y deja más margen a la discrecionalidad en la aplicación de las reglas”. Europa no ha superado aún esta dicotomía entre sus dos almas.

El presidente francés, Emmanuel Macron, ha hablado en estos mismos términos en varias ocasiones. “Hemos vuelto a la guerra de religión que opone a la Europa católica y la Europa calvinista, y que históricamente ha conducido siempre a Europa a su perdición”, alertaba hace cuatro años.
Hoy, la pandemia de la Covid-19 ha vuelto a poner esta fractura sobre el tapete. La gran diferencia respecto a la crisis financiera del 2008 es que en esta ocasión Alemania –históricamente alineada con Holanda– ha asumido por primera vez, de la mano de  Francia, el principio de la solidaridad europea sin condiciones. Y ha sido la hija de un pastor luterano, la canciller Angela Merkel, quien ha roto el tabú.

https://www.lavanguardia.com/internacional/20200531/481472342235/europa-ue-covid-19-francia-alemania-protestantes-catolicos-calvinistas-holanda.html