sábado, 18 de febrero de 2017

Todo menos un accidente

En diciembre del 2015, un hombre juzgado por un delito de violación en un tribunal del centro de Londres, Southwark Crown Court, tuvo la desfachatez de argumentar en su defensa que todo fue un lamentable accidente. Por accidente se cayó sobre la chica tras perder el equilibrio, por accidente su pene asomaba en ese momento por fuera de sus calzoncillos (se supone que también accidentalmente erecto) y por accidente la penetró... Podría ser un gag machista y soez de Benny Hill. Pero funcionó. Si el acusado hubiera sido un pakistaní llamado Imran, residente en Bricklane, con toda seguridad estaría hoy pudriéndose en una cárcel británica. Pero se llamaba Ehsan Abdulaziz, era un millonario promotor inmobiliario saudí y el tribunal –tras apenas media hora de deliberación– le absolvió.

El  pasado 2 de febrero, un joven negro de 22 años de Aulnay-sous-Bois (en la periferia noreste de París), Théo L., acabó en el hospital con un profundo desgarro interno después de que, en el transcurso de una violenta detención con la intervención de cuatro policías, uno de ellos le introdujera su porra en el ano. El agente ha sido imputado por el juez por violación, y sus tres compañeros por violencias voluntarias. Todos han sido suspendidos temporalmente en sus funciones.

La justicia ha actuado con diligencia.  Y el poder ejecutivo también. El presidente François Hollande, sin cargar por ello las tintas contra la policía, acudió presto a visitar al hospital a la víctima, en un gesto inédito que por un momento hizo confiar a las gentes de la banlieue en que el hecho no iba a quedar impune. Sin embargo, a las primeras de cambio, la Inspección General de la Policía Nacional (IGPN) –lo que sería la división de asuntos internos– envió al juez un informe en el que abonaba la tesis del accidente. Por accidente a Théo se le bajaron solos los pantalones –algo posible en medio de una refriega– y, por accidente también, la porra telescópica del policía se introdujo en su recto... Lo cual ya parece más incierto. La IGPN sostiene, como  hiciera Ehsan Abdulaziz ante el tribunal de Londres, que el gesto del funcionario de policía “no fue intencional”. Algo que contradice la declaración de la víctima. Y que ha hecho desatar la ira en los barrios de los suburbios de París, donde se teme que una vez más el asunto quede oficialmente enterrado.

“La mentira repetida mil veces no se convertirá en una verdad”, escribió indignada en su cuenta de Facebook Dolores Bakèla, una amiga francesa de origen congoleño a la que le gusta más escribir sobre música –particularmente hip-hop– que tener que bajar a la calle a defender lo obvio. “Bajo el pretexto  de que el policía no tenía la intención deliberada de introducir la porra, ¿no es una violación? No llego a comprender el matiz...”, se subleva. La indignación no ha hecho más que crecer conforme han ido apareciendo otras denuncias sobre brutalidad policial. Y en algunas ciudades del extrarradio se han vivido durante una semana noches de disturbios y enfrentamientos con la policía, agitando el fantasma de la revuelta de las banlieues del otoño del 2005. En aquel entonces fue también la actuación de la policía, ni que fuera por omisión, la que desencadenó la rabia, después de que dos muchachos que nada habían hecho murieran electrocutados en una subestación eléctrica cuando trataban de esconderse de los agentes que les perseguían. Los policías implicados fueron absueltos diez años después.

Las aguas parecen haberse calmado un tanto en los últimos días, a falta de lo que pueda pasar este fin de semana (los weekends son siempre proclives a la quema de coches en las barriadas desestructuradas), pero el problema que subyace permanece fuertemente enraizado. Los barrios de la banlieue se han convertido en el escenario de una guerra sorda entre los jóvenes –muchos de ellos sin trabajo ni horizonte, y no pocos viviendo de la pequeña delincuencia– y la policía, que a falta de poder controlar efectivamente lo que sucede en sus calles, realiza regulares incursiones para subrayar a veces de malas maneras su autoridad. Los repetidos controles  de identidad –preferentemente sobre negros y árabes– se han convertido en fuente permanente de humillación, y fácilmente pueden degenerar en violencia, como con Théo. Sería muy fácil, sin embargo, cargar todas las culpas sobre la policía y  esquivar el hecho de que  las bandas de facinerosos –ahora también en su vertiente islamista– imponen su ley en las cités ante la impotencia  de los agentes, la mayoría jóvenes e inexpertos, enviados a batirse en territorio comanche.

El gran problema de Francia, la gran enfermedad social que la carcome, está en las banlieues, con barrios que han devenido verdaderos guetos –un concepto utilizado por el propio ex primer ministro Manuel Valls– donde se concentra la población de origen inmigrante y  los problemas de fracaso escolar, paro, delincuencia, discriminación étnica, precariedad y exclusión. La nueva política urbana aprobada en el 2015 contabiliza 1.436 barrios con dificultades, en los que viven 5,3 millones de personas (el 8,4% de la población), con una elevada proporción de extranjeros (18,6%) y un paro que casi triplica la media nacional (27%). Es todo menos un problema menor, por más que sólo salga a la superficie cuando estallan disturbios o surgen lobos solitarios dispuestos a dar rienda suelta a su nihilismo asesino utilizando el  nombre de Alá.

 Durante décadas, los sucesivos gobiernos, de derecha y de izquierda, han invertido miles de millones en mejorar la realidad urbanística de estos barrios. Pero la sustancia del problema sigue sin resolverse. “Todos somos hijos de la República”, claman los nuevos franceses en las manifestaciones. No es una constatación, es un grito. Porque la República proclama una igualdad que en realidad les hurta.



sábado, 4 de febrero de 2017

Ultraderecha milenial

Cuando François Hollande dirigía el Partido Socialista francés era conocido como el rey de la síntesis. O sea, de los apaños. Sólo él era capaz de concluir un congreso del PS aunando a la práctica totalidad de las corrientes del partido bajo su mando –a base de aprobar una declaración programática hecha de pedazos y colocar a todo el mundo en un puesto u otro–. En el momento de llegar al Elíseo, en el 2012, aplicó la misma receta y situó en el Gobierno a todos sus adversarios potenciales o declarados (incluido aquél que le sacó el humillante mote de Flanby), para controlarlos.

Entre ellos estaba Benoît Hamon, en aquel momento figura ascendente de la izquierda presuntamente irredenta del PS. Vencedor inopinado de las recientes primarias socialistas para designar a su candidato al Elíseo en las elecciones de la próxima primavera, Hamon ocupó sucesivamente, hasta el 2014, las carteras de Economía Social y de Educación Nacional sin aportar grandes cosas ni aparecer como el enfant terrible que pretende ser. Hasta que se desenganchó de una nave a la deriva. Su reciente elección como presidenciable ha desarbolado a todos los analistas. Nadie se lo esperaba. Empezando por el propio interesado.

Las posibilidades del PS en las elecciones presidenciales con alguien como el ex primer ministro Manuel Valls –a priori, el favorito– como cabeza de cartel eran una absoluta incógnita. Pero en su favor tenía la capacidad de llegar a los sectores moderados del electorado –del centroizquierda al centroderecha– y, a la vez, a los sectores populares a quienes seduce un discurso de firmeza en materia de seguridad y control de la inmigración. Hamon, cuya principal promesa electoral es crear una “renta universal” pública de 750 euros mensuales para garantizar unos ingresos básicos a cada persona, no tendrá dificultad en pescar votos en los sectores de izquierda (para desespero del histórico Jean-Luc Mélenchon). Pero el resto será mucho más cuesta arriba.

Hamon se encuentra ante la disyuntiva irresoluble de mantenerse a la izquierda,  y tratar de arañar votos a radicales y comunistas, o de intentar una difícil síntesis que le permita sumar a los moderados del PS. Es más que una ardua tarea. De momento, algunos diputados ideológicamente próximos a Hollande y a Valls han empezado a desertar y no es descartable que algunos busquen refugio a la sombra de la nueva estrella ascendente de la política francesa: el disidente exministro de Economía Emmanuel Macron. En todo caso, con una expectativa de voto del 16,5%, el pase de Hamon a la segunda vuelta parece casi imposible.

Enfrente, el gran partido de la derecha, Los Republicanos,  no tiene mejor panorama. El ex primer ministro François Fillon, su imprevisible candidato –una vez más, todos los pronósticos quedaron arruinados por la realidad–, está gravemente lastrado por el escándalo de los presuntos empleos ficticios que, cuando era diputado, atribuyó a su esposa y sus dos hijos –pagados con dinero público presumiblemente para no hacer nada–, hasta el punto de que sus propios compañeros de filas ya han empezado a buscarle posibles recambios...

Fillon se resiste como gato panza arriba. Pero si aguanta la embestida, acudirá a las urnas gravemente disminuido. Porque a sus recetas ultraconservadoras en lo social y ultraliberales –directamente thatcheristas– en lo económico, que le hurtan el voto de las clases populares, se añadirá el desprestigio personal: a ojos de la opinión, además de aprovechado, pasará por mentiroso. Sus expectativas de voto han caído al 19,5%, lo que le dejaría fuera de juego.

Es como si conservadores y socialistas, que –con unas u otras siglas– se han repartido la presidencia y el Gobierno ininterrumpidamente durante la V República, hubieran decidido suicidarse... “Lo que se perfila es la ausencia de los dos grandes partidos de gobierno en la segunda vuelta. Le Pen descorcha el champán”, escribió en un tuit esta semana el filósofo Luc Ferry, una de las voces más independientes y preclaras de la derecha sociológica francesa. Para Ferry, que no da un duro por Macron, sólo el alcalde de Burdeos, Alain Juppé, podría salvar al país de la debacle.

Los sondeos, con todo el riesgo que supone a estas alturas seguirlos al pie de la letra, vaticinan que Emmanuel Macron (independiente a la cabeza de un pequeño partido hecho a medida, En Marcha), con una intención de voto del 22,5%, disputaría la presidencia a Marine le Pen (del ultraderechista Frente Nacional), con el 26,5%, en la segunda vuelta. Y que, en tal caso, ganaría...

Sin embargo, nada hay menos seguro. Macron, que hasta ahora no ha querido desvelar su programa, es un ovni de la política. No se sabe si es carne o pescado. Él mismo, que ha mostrado su proximidad al español Albert Rivera, declara no ser “ni de derechas ni de izquierdas”. O sea, de derechas... Demasiado de derechas en lo económico para atraerse el voto de izquierdas defraudado por el posibilismo de Hollande. Y demasiado progresista en lo social para atraer a los conservadores –ese movimiento católico articulado contra el matrimonio homosexual– que tenían su esperanza puesta en Fillon. Y eso a falta de que alguien le saque algún trapo sucio de su etapa como banquero en la banca Rostchild.


Le Pen, con un discurso antisistema, antiglobalización y antieuropeo, además de nacionalista, xenófobo y de mano dura contra la delincuencia, saca en cambio una abultada ventaja a todos los demás candidatos en los sectores de la sociedad más castigados y encolerizados. Como los votantes del Brexit. O los de Donald Trump. O los que darán previsiblemente la victoria al extremista Geert Wilders en Holanda en marzo... Le Pen es la candidata de los más pobres (35%) y de la gente con menos educación (35%). Y también de los más jóvenes: un 35% en la franja de edad de 18 a 24 años y del 30% entre los de 25 a 34, y de 35 a 49. Lo ultra es milenial.