En diciembre del 2015, un hombre juzgado por un delito de violación en un
tribunal del centro de Londres, Southwark Crown Court, tuvo la desfachatez de
argumentar en su defensa que todo fue un lamentable accidente. Por accidente se
cayó sobre la chica tras perder el equilibrio, por accidente su pene asomaba en
ese momento por fuera de sus calzoncillos (se supone que también
accidentalmente erecto) y por accidente la penetró... Podría ser un gag machista
y soez de Benny Hill. Pero funcionó. Si el acusado hubiera sido un pakistaní
llamado Imran, residente en Bricklane, con toda seguridad estaría hoy
pudriéndose en una cárcel británica. Pero se llamaba Ehsan Abdulaziz, era un
millonario promotor inmobiliario saudí y el tribunal –tras apenas media hora de
deliberación– le absolvió.
El pasado 2 de febrero, un joven
negro de 22 años de Aulnay-sous-Bois (en la periferia noreste de París), Théo
L., acabó en el hospital con un profundo desgarro interno después de que, en el
transcurso de una violenta detención con la intervención de cuatro policías,
uno de ellos le introdujera su porra en el ano. El agente ha sido imputado por
el juez por violación, y sus tres compañeros por violencias voluntarias. Todos
han sido suspendidos temporalmente en sus funciones.
La justicia ha actuado con diligencia.
Y el poder ejecutivo también. El presidente François Hollande, sin
cargar por ello las tintas contra la policía, acudió presto a visitar al
hospital a la víctima, en un gesto inédito que por un momento hizo confiar a
las gentes de la banlieue en que el hecho no iba a quedar impune. Sin embargo,
a las primeras de cambio, la Inspección General de la Policía Nacional (IGPN)
–lo que sería la división de asuntos internos– envió al juez un informe en el
que abonaba la tesis del accidente. Por accidente a Théo se le bajaron solos
los pantalones –algo posible en medio de una refriega– y, por accidente
también, la porra telescópica del policía se introdujo en su recto... Lo cual ya
parece más incierto. La IGPN sostiene, como
hiciera Ehsan Abdulaziz ante el tribunal de Londres, que el gesto del
funcionario de policía “no fue intencional”. Algo que contradice la declaración
de la víctima. Y que ha hecho desatar la ira en los barrios de los suburbios de
París, donde se teme que una vez más el asunto quede oficialmente enterrado.
“La mentira repetida mil veces no se convertirá en una verdad”, escribió
indignada en su cuenta de Facebook Dolores Bakèla, una amiga francesa de origen
congoleño a la que le gusta más escribir sobre música –particularmente hip-hop–
que tener que bajar a la calle a defender lo obvio. “Bajo el pretexto de que el policía no tenía la intención
deliberada de introducir la porra, ¿no es una violación? No llego a comprender
el matiz...”, se subleva. La indignación no ha hecho más que crecer conforme
han ido apareciendo otras denuncias sobre brutalidad policial. Y en algunas
ciudades del extrarradio se han vivido durante una semana noches de disturbios
y enfrentamientos con la policía, agitando el fantasma de la revuelta de las
banlieues del otoño del 2005. En aquel entonces fue también la actuación de la
policía, ni que fuera por omisión, la que desencadenó la rabia, después de que
dos muchachos que nada habían hecho murieran electrocutados en una subestación
eléctrica cuando trataban de esconderse de los agentes que les perseguían. Los
policías implicados fueron absueltos diez años después.
Las aguas parecen haberse calmado un tanto en los últimos días, a falta
de lo que pueda pasar este fin de semana (los weekends son siempre proclives a
la quema de coches en las barriadas desestructuradas), pero el problema que
subyace permanece fuertemente enraizado. Los barrios de la banlieue se han
convertido en el escenario de una guerra sorda entre los jóvenes –muchos de
ellos sin trabajo ni horizonte, y no pocos viviendo de la pequeña delincuencia–
y la policía, que a falta de poder controlar efectivamente lo que sucede en sus
calles, realiza regulares incursiones para subrayar a veces de malas maneras su
autoridad. Los repetidos controles de
identidad –preferentemente sobre negros y árabes– se han convertido en fuente
permanente de humillación, y fácilmente pueden degenerar en violencia, como con
Théo. Sería muy fácil, sin embargo, cargar todas las culpas sobre la policía
y esquivar el hecho de que las bandas de facinerosos –ahora también en
su vertiente islamista– imponen su ley en las cités ante la impotencia de los agentes, la mayoría jóvenes e
inexpertos, enviados a batirse en territorio comanche.
El gran problema de Francia, la gran enfermedad social que la carcome,
está en las banlieues, con barrios que
han devenido verdaderos guetos –un concepto utilizado por el propio ex primer
ministro Manuel Valls– donde se concentra la población de origen inmigrante
y los problemas de fracaso escolar,
paro, delincuencia, discriminación étnica, precariedad y exclusión. La nueva política urbana aprobada en el 2015 contabiliza 1.436 barrios
con dificultades, en los que viven 5,3 millones de personas (el 8,4% de la
población), con una elevada proporción de extranjeros (18,6%) y un paro que
casi triplica la media nacional (27%). Es todo menos un problema menor, por más
que sólo salga a la superficie cuando estallan disturbios o surgen lobos
solitarios dispuestos a dar rienda suelta a su nihilismo asesino utilizando
el nombre de Alá.
Durante décadas, los sucesivos
gobiernos, de derecha y de izquierda, han invertido miles de millones en
mejorar la realidad urbanística de estos barrios. Pero la sustancia del
problema sigue sin resolverse. “Todos somos hijos de la República”, claman los
nuevos franceses en las manifestaciones. No es una constatación, es un grito.
Porque la República proclama una igualdad que en realidad les hurta.