lunes, 22 de febrero de 2021

Dos vidas entre Irak y el Capitolio

@Lluis_Uria


Eugene Goodman y Ashli Babbit no tenían muchas cosas en común. Pero sí una fundamental: ambos habían prestado servicio en el ejército de Estados Unidos y habían formado parte del contingente desplegado en Irak. No se sabe si coincidieron allí, ni si se cruzaron algún día por azar en la base aérea norteamericana de Al Asad.

Sus vidas, en todo caso, volvieron a entrelazarse en la dramática jornada del 6 de enero en el Capitolio de Washington, cuando una turba de trumpistas y militantes de extrema derecha, espoleados por el expresidente Donald Trump, derrotado en las elecciones, asaltaron el Congreso para tratar de impedir la confirmación oficial de  Joe Biden como nuevo presidente de Estados Unidos. Los dos estuvieron allí, cada uno en una trinchera. Goodman salió vivo y aclamado como un héroe. Babbit acabó muerta y celebrada  por los suyos como una mártir.

La reconstrucción de los hechos y varias grabaciones de vídeo han revelado que la actuación de Eugene Goodman, de 40 años, agente del cuerpo de policía del Capitolio, fue esencial para evitar un enfrentamiento armado que podría haber causado  un número indeterminado de víctimas. Goodman se encaró en solitario con un grupo de asaltantes y logró desviar su atención para que le persiguieran escaleras arriba y les alejó de la cámara del Senado donde se encontraban todavía unos cuantos senadores son sus escoltas.

Otro vídeo muestra al mismo oficial alejando al senador republicano Mitt Romney –excandidato a la Casa Blanca odiado por los trumpistas por su actitud crítica con el expresidente– del sector donde se concentraban los asaltantes.

Goodman, que es negro, mostró un gran coraje y sangre fría al enfrentarse a un grupo de extremistas y supremacistas blancos, que enarbolaban símbolos confederados. Su acción podía haberle costado la vida. Como a su compañero Brian D. Sicknick, otro agente del Capitolio, quien murió a consecuencia de las heridas sufridas al enfrentarse a los asaltantes en la zona de la Cámara de Representantes (fue golpeado en la cabeza con un extintor)

Cinco personas murieron ese día en el Capitolio, cuatro de ellas entre los atacantes. Pero aún cabría añadir dos víctimas más: en los días posteriores, dos agentes del cuerpo de seguridad del Congreso se suicidaron, sin que las causas estén claras. No todos los oficiales estuvieron al pie del cañón. Hubo algunos que confraternizaron con los extremistas: seis de ellos han sido suspendidos de empleo y sueldo y otra decena están bajo investigación.

A Eugene Goodman, su valerosa acción le ha valido la concesión –por unanimidad del Senado– de la Medalla de Oro del Congreso. Y quizá algo que para él sea más importante: el homenaje de sus compañeros de la 101ª División Aerotransportada, con la que combatió en Irak (el agente del Capitolio dejó el ejército en el 2006, tras cuatro años de servicio, con el grado de sargento)

Su oponente simbólica del Día de Reyes –simbólica porque no llegaron a verse las caras en el edificio del Congreso–, Ashli Babbit, de 35 años, estuvo bastante más tiempo en el ejército, unos 12 años, aunque salió sin grado alguno. Alistada en la Fuerza Aérea en el 2004, se incorporó al cuerpo encargado de la vigilancia de las bases y fue desplegada en Irak y Afganistán. Posteriormente pasaría a la Guardia Nacional Aérea, que dejó en el 2016. Tras trabajar como guardia de seguridad en una central nuclear, estaba en la actualidad intentando sacar a flote –cargada de deudas– una empresa de piscinas en San Diego.

Babbitt había votado en su momento a Barack Obama pero, al igual que otros muchos, su rechazo de Hillary Clinton la echó en brazos de Donald Trump. Autodefinida en las redes sociales como “patriota” y “libertaria”, poco a poco se fue convirtiendo en una fan del multimillonario presidente –el día de su muerte llevaba una bandera de Trump a modo de capa– y se fue tragando los groseros bulos conspiracionistas de la plataforma ultra Qanon, incluida la mentira de que las elecciones habían sido robadas por los demócratas merced a un fraude masivo. El día antes de viajar a Washington escribió en Twitter: “Nada nos detendrá”.

A ella la detuvo en seco una bala en el cuello. Junto a un grupo de asaltantes, Ashli Babbitt intentaba franquear la puerta de cristal –atrancada– que daba paso al vestíbulo donde estaba el despacho de la presidenta de la Cámara de Representantes (speaker), la demócrata Nancy Pelosi –satanizada por los trumpistas–, cuando un agente de seguridad le disparó con su pistola reglamentaria. El vídeo es estremecedor. Murió poco después en el hospital.

La muerte de Babbitt –y de las otras cuatro personas que perdieron la vida ese día en el Capitolio– ha de ponerse sin duda en la cuenta de Donald Trump, que alentó la insurrección. Que el Senado le haya absuelto políticamente de su segundo impeachment –en el que estaba acusado precisamente de atizar la revuelta– no le exime lo más mínimo de su inmensa responsabilidad moral. Por más que le resbale.

Pero culpar a Trump, aun siendo legítimo e incluso necesario, no basta. Más allá de las arengas populistas, de las mentiras y las manipulaciones de las redes sociales, de la base donde fermentan el descontento social, la ira y el resentimiento, al final lo único que cuenta es la responsabilidad individual. “La libertad supone responsabilidad. Por eso la mayor parte de los hombres la temen”, escribió  George Bernard Shaw. Cuando llega el momento decisivo, uno tiene que optar. Y decidir si quiere ser Eugene Goodman o Ashli Babbit.


lunes, 8 de febrero de 2021

La pataleta de las vacunas


@Lluis_Uria

El neoyorquino Oliver Stone, oscarizado director de películas como Platoon, Wall Street o Nacido el 4 de julio, aprovechó una reciente estancia en Rusia –donde prepara un documental sobre el cambio climático– para arremangarse la camisa y darse un pinchazo de la Sputnik V, la vacuna rusa contra la covid. “No comprendo por qué esta vacuna es ignorada en Occidente”, declaró en televisión. El  martes la revista científica The Lancet le daba la razón y corroboraba que la Sputnik V, desarrollada por el Centro Nacional Gamaleya de Epidemiología, es segura y su eficacia ronda el 92%.

Moscú ha presentado ya ante la Agencia Europea del Medicamento (EMA) su vacuna y no sería de extrañar que en poco tiempo –Alemania está a favor– pudiera sumarse a las que la Unión Europea tiene ya aprobadas y en fase de suministro (las occidentales BioNTech/Pfizer, Moderna y AstraZeneca), compensando así la presunta penuria que padecemos... Vladímir Putin se ha apresurado a ofrecer 100 millones de dosis a la UE y el euroescéptico primer ministro húngaro, Viktor Orbán, ha sido el primero en firmar un pedido. ¡Pobres europeos! ¡Salvados por los rusos!

¿En serio? Todas las vacunas son bienvenidas, también la rusa. Pero si dejamos de mirarnos el ombligo y observamos el resto del mundo, comprobaremos que no hace falta que nos salve nadie, que los europeos somos unos privilegiados y que la histeria generada por el retraso que ha sufrido el suministro de algunas de las vacunas contratadas por la Comisión Europea es ridícula. Es la pataleta de unos niños ricos, mimados y egoístas.

Es cierto que Estados Unidos y el Reino Unido nos han pasado la mano por la cara y que su ritmo de vacunación es más alto que el nuestro (otra cosa es la catastrófica gestión de la pandemia que hicieron antes). Y que Bruselas, que por primera vez en la historia ha asumido la responsabilidad de una operación conjunta de este calibre en materia de salud pública, ha cometido algunos fallos. Según Guntram B. Wolff, director del think tank europeo Bruegel, la Comisión encargó y autorizó las vacunas demasiado tarde, entre otras cosas.

Pero el problema principal es probablemente que se han vendido unas expectativas exageradas. Como apuntaba en estas páginas el epidemiólogo Rafael Vilasanjuan, director de análisis del Institut de Salut Global (ISGlobal) de Barcelona, las farmacéuticas prometieron más de lo que podían cumplir y “los políticos se agarraron (a ello) como un clavo ardiendo”.

Las presiones políticas y la ansiedad de la opinión pública –cuando no bastardos intereses por erosionar una iniciativa europea que profundiza la unión– explican más la crisis de las vacunas que los retrasos en su producción. Y probablemente el peor error de Bruselas no haya sido tanto subestimar las complicaciones esperables en la fabricación de los sueros –tal como reconocía la presidenta de la CE, Ursula von der Leyen, en una entrevista con La Vanguardia– como haber cedido a la paranoia ambiental y haber llegado al punto de activar irreflexivamente una cláusula del Brexit para controlar las exportaciones de vacunas –algo que después rectificó– que ha estado a punto de abrir una  grave e innecesaria crisis en Irlanda del Norte.

Quizá no esté el 70% de la población europea vacunada antes de finales del verano como insisten en prometer los políticos de los 27 con distinto énfasis. Pero sí parece claro, como concluye un estudio de The Economist Intelligence Unit, que Europa, al igual que Israel, EE.UU. y el Reino Unido, habrán culminado una vacunación masiva de su población a finales de año. Mientras, los países más pobres deberán esperar al 2024... Los ricos estamos acaparando las vacunas (Europa ha reservado para sí misma 1.600 millones de dosis) y los que vengan detrás, que se espabilen.

Mientras tanto, dos potencias han salido a ocupar el espacio que hemos dejado vacío, en una auténtica diplomacia de la vacuna que pretende ampliar o profundizar sus áreas de influencia. Se trata de Rusia, con su Sputnik V,  y de China, con las vacunas de Sinopharma y Sinovac, que han lanzado la caña en África y América Latina.

Moscú ha colocado ya su vacuna en Arabia Saudí, Argelia, Argentina, Bielorrusia, Bolivia, Guinea, Egipto, Hungría, Irán, Kazajistán, México, Palestina, Paraguay, Serbia o Venezuela. Pekín lo ha hecho en Arabia Saudí, Azerbaiyán, Bahrein, Brasil, Camboya, Chile, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Filipinas, Indonesia, Irak, Jordania, Malasia, Marruecos, México, Pakistán, Perú, Serbia, Senegal, Tailandia, Turquía, Ucrania...

A chinos y rusos se ha sumado también India, que sin haber acabado de desarrollar todavía  una vacuna propia es uno de los mayores productores farmacéuticos y ha empezado a distribuir gratuitamente millones de dosis de las occidentales en Bangladesh, Birmania, Bután, Maldivas, Mauricio, Nepal o Seychelles.

Los europeos, hasta ahora, se han limitado a contribuir al programa Covax, la iniciativa de la Organización Mundial de la salud (OMS) para garantizar que las vacunas de la covid llegan a todo el mundo. EE.UU. ni eso... El jueves, los responsables de Covax anunciaron la distribución, en el primer semestre de este año, de  330 millones de dosis en 145 países, lo que permitirá vacunar al 3,3% de la población. Pero este dispositivo, que aún no ha logrado recaudar todo el dinero necesario, sólo garantizará en el mejor de los casos inmunizar al 20% de la población. Una protección insuficiente que puede fácilmente volverse en contra nuestra.

Como subrayaba en Foreign Policy el politólogo Jonathan Tepperman, el retraso en la inmunización general puede costar 9 billones de dólares a la economía mundial a causa de la retracción de la demanda y la ruptura de las cadenas de suministro. Y puede dar tiempo para que el virus de la covid, el taimado SARS-CoV-2, siga mutando y adopte variantes más peligrosas. Que tarde o temprano nos llegarían a todos.