domingo, 27 de marzo de 2016

El legado de los liberadores

19/09/2915

La puerta del salón Napoleón III del palacio del Elíseo se abrió y, desde el fondo, Nicolas Sarkozy avanzó con paso firme hacia el atril, en una escenografía mil veces copiada y reproducida en todos los centros de poder –reales o imaginarios– del mundo. Era el 19 de marzo del 2011. Y, con voz pausada y grave, el entonces presidente francés anunció que los aviones de combate Rafale surcaban en ese momento el cielo de Libia prestos a impedir el avance de una columna de blindados del coronel Muamar el Gadafi sobre la ciudad rebelde de Bengasi. La guerra no tiene nada de épica, es sucia y miserable. Así que no hay gobernante que, enredado en una escalada bélica, no se esfuerce en echarle algunas gotas de lirismo, así se esté invadiendo –al alba y con viento de levante– un mero islote poblado de cabras. Al frente de una coalición internacional liderada por Francia y el Reino Unido –Estados Unidos se quedó prudentemente en segundo plano–, Sarkozy fue aquella tarde en el ­palacio del Elíseo todo lo grandilocuente que cabía esperar de un político que nunca ha brillado por su carácter contenido y ­austero.

Apenas seis meses después de aquel anuncio, el 15 de septiembre, Sarkozy y el primer ministro británico, David Cameron eran vitoreados y aclamados como liberadores en Bengasi por una muchedumbre agradecida. Derrotado y en fuga, a Gadafi le quedaba poco más de un mes de vida. Su dictadura había caído.

Cuatro años después, no queda ni rastro de aquel entusiasmo. El balance de la aventura es devastador. Los países europeos, que hicieron de todo por derribar a Gadafi –hasta arrojar lanzamisiles en paracaídas a las milicias rebeldes sin preguntar sus apellidos– se desentendieron después. Enviar una fuerza militar de estabilización era, además de oneroso, demasiado arriesgado. (Los franceses fueron, por cierto, los primeros en pagarlo con la ofensiva islamista en el Sahel, que les forzó en el 2013 a una intervención militar terrestre en Mali)

El resultado: Libia es hoy un país roto, fragmentado, donde dos gobiernos se disputan la hegemonía –el Gobierno legítimo, reconocido internacionalmente, refugiado en Tobruk, y el Congreso Nacional General, controlado por los islamistas, en Trípoli–, mientras las milicias yihadistas de Ansar al Sharia y del Estado Islámico afianzan sus reinos de taifas. Las dos grandes facciones enfrentadas ultiman estos días en la ciudad marroquí de Sjirat unas negociaciones de paz impulsadas con denuedo por el enviado especial de la ONU Bernardino León. Pero aún llegando a un acuerdo, Libia tardará todavía mucho tiempo en recobrar una mínima estabilidad.

Hoy decenas de miles de refugiados de la guerra en Siria llaman a las fronteras de Europa a través de Grecia y Hungría. Pero no hay que olvidar que antes de desencadenarse el tsunami humano de este verano a través del Egeo, el alud de personas que, huyendo de la guerra, las persecuciones y el hambre, trataban de alcanzar las costas europeas partían –y aún lo siguen haciendo– de Libia.
El drama de los refugiados, que tan duramente está poniendo a prueba la solidaridad y cohesión de la Unión Europea, no es –sólo– un problema europeo. Ni una responsabilidad –únicamente– europea. Pero lo que está sucediendo no es en absoluto ajeno a las inconsecuencias de la política exterior occidental. En el caso de Libia, desde luego. Pero en el de Siria también.

El expresidente finlandés Marti Ahtisaari –premio Nobel de la Paz– recordaba esta semana, no sin pesadumbre, que los países occidentales desdeñaron en el 2012 una propuesta de paz de Rusia para Siria –su gran aliado en Oriente Medio– que incluía, entre otras medidas, la retirada de Bashar el Asad. Estaban persuadidos de que el dictador sirio estaba ya en las últimas y no querían regalar ninguna baza al Kremlin. Un grave error de cálculo. Tres años después, Asad sigue ahí. Y la cruenta guerra civil siria, que ha expulsado del país a más de cuatro millones de refugiados –y desplazado a siete millones más–, se ha visto agravada por la aparición del siniestro Estado Islámico y la proclamación, en junio del 2014, del llamado califato. Los yihadistas controlan hoy buena parte del territorio de Siria y el oeste de Iraq, sin que los bombardeos aéreos de la coalición internacional hayan podido hasta el momento revertir el curso de la guerra.

Que el EI reciba apoyo financiero de países del Golfo, o que se haya podido beneficiar del aliento solapado del régimen sirio, no oculta el hecho de que el monstruo es un hijo directo de la azarosa intervención militar en Iraq decidida por George W. Bush –apoyado por la claque de las Azores– para derribar a Sadam Hussein en el 2003. Si tras la victoria, Estados Unidos no hubiera tomado la imprudente decisión de desmantelar el ejército iraquí; si hubiera sido capaz de frenar las ansias de venganza de los chiíes –liberados tras años de sometimiento– sobre la minoría suní... el EI no tendría hoy la fuerza que tiene.

La solución al intrincado conflicto sirio será pactada o no será. Y señales hay, desde Moscú a Washington pasando por Teherán, de que las potencias con intereses en la zona están determinadas a resucitar la vía diplomática. Pero ningún acuerdo será suficiente si no se derrota al Estado Islámico. Una tarea que todo el mundo prevé larga y difícil. En fin, todo el mundo no... Un dirigente político europeo sostenía la semana pasada que se puede vencer al EI “en unos meses” si se ponen los medios necesarios. “No se puede, se debe”, subrayó vigorosamente. ¿Su nombre? Nicolas Sarkozy.

No hay comentarios:

Publicar un comentario