domingo, 27 de marzo de 2016

Acento hispano

06/02/2016

La escena transcurre en el histórico barrio de The Mission, en San Francisco (California), a mediados de los años noventa. Dos ejecutivos en pleno asueto dominical juegan al tenis en una pista de tierra batida. En un momento, uno de ellos mira su reloj de pulsera y anuncia a su contrincante: “In five minutes me voy!”. Seguramente, Rubén Darío habría sonreído... 
Corría el año 1905 cuando vio la luz Cantos de vida y esperanza, una de las obras cumbre de Rubén Darío. En ella, el poeta nicaragüense dejaba traslucir su inquietud ante el fenomenal avance de la lengua inglesa de la mano del nuevo poderío económico y militar de Estados Unidos, que tras desalojar a España de Cuba en 1898 empezaba a imponer su hegemonía sobre el continente. “¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? / ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés? /¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros? / ¿Callaremos ahora para llorar después?”, clamaba en su poema Los cisnes, dedicado a Juan Ramón Jiménez. Más de un siglo después, efectivamente, cientos de millones de personas hablan –o chapurrean– el inglés, convertido en el gran idioma global. Pero el español, por cuyo futuro tanto temía Darío, late cada vez con más fuerza en el corazón mismo del imperio. 

“Ya hay más personas que hablan español en Estados Unidos que en España”, subrayaba recientemente con una sonrisa de oreja a oreja el nuevo cónsul general de EE.UU. en Barcelona, Marcos Mandojana, un norteamericano grande y afable nacido en Puerto Rico de padres argentinos y raíces vascas –“de Vitoria”, precisa–, convencido de que lo hispano forma ya parte esencial del ADN de su país. También el idioma.

El español no es una lengua extranjera en Norteamérica. Los conquistadores españoles lo introdujeron en lo que hoy es el sur de Estados Unidos –así como en México– hace ya siglos. En el delta del Misisipi, en la zona de marismas que se extiende al sur de Nueva Orleans, hay una comunidad descendiente de colonizadores canarios –los isleños de Luisiana, les llaman– que han hablado ininterrumpidamente español desde los años 1780 hasta hoy. Pero si en la actualidad hay casi 53 millones de hispanohablantes en EE.UU. –según datos del Instituto Cervantes– no es por los herederos de los hidalgos ni los soldados españoles que invadieron estas tierras en los siglos XVI y XVII, sino por los inmigrantes latinoamericanos, fundamentalmente mexicanos –además de puertorriqueños y cubanos–, que buscaron mejor vida al norte de Río Grande a partir, sobre todo, de las dos décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Y después.

Si dos de los principales aspirantes republicanos a la Casa Blanca, Ted Cruz y Marco Rubio –ambos de 44 años, ambos de origen cubano–, son hoy latinos se debe justamente al peso creciente que la minoría hispana tiene en la vida, la economía y la política estadounidenses. Tres senadores –dos de ellos, Cruz y Rubio, justamente– y 28 representantes en el Congreso de EE.UU. muestran su presencia creciente en las instituciones.

En este momento, los hispanos –diseminados por todo el país pero concentrados mayoritariamente en los estados de California, Texas y Florida– constituyen de largo la primera minoría y representan casi el 18% de la población total. Si en 1970 eran 9,6 millones de personas, hoy son ya 55,4 millones y, aunque su crecimiento se ha ido ralentizando en los últimos años, las proyecciones –como las del Pew Research Center– indican que en el 2065 serán unos 105 millones, el 24% de la población (mientras que los blancos anglosajones pasarán del 62% al 46%). Una revolución.

El oscuro estratega Karl Rove, quien fuera asesor de George W. Bush –además de delator de espías por venganza en sus horas libres–, advertía en un artículo publicado en el 2013 en The Wall Street Journal que para ganar las elecciones presidenciales del 2016 el Partido Republicano debía “hacerlo mejor con los hispanos”. “La realidad es que la proporción del voto no-blanco seguirá creciendo”, advertía Rove, quien concluía que “sólo más votos blancos no salvarán al Grand Old Party”.
El peso electoral de los hispanos, tradicionalmente decantados hacia el campo demócrata, se ha situado hasta ahora por debajo de su peso demográfico, debido a su baja participación electoral y al hecho de que gran parte de ese voto se concentra en estados que, por estar ya muy decantados, no desequilibran la balanza. Pero el electorado hispano es cada vez más numeroso. Y menos joven... Lo que puede cambiar esta dinámica e incrementar aún más su importancia.

Eso explica que el establishment republicano ande de los nervios con el empuje del multimillonario Donald Trump, dispuesto a enajenarse el apoyo de los hispanos y de medio mundo –mujeres, musulmanes, discapacitados...– con su discurso demagogo y extremista con tal de hacerse con la nominación republicana. Y, de ser así, acabar perdiendo la elección presidencial ante –es de esperar– Hillary Clinton. Poco más o menos como Ted Cruz, hijo de padre cubano –de lo que no gusta alardear precisamente–, pero también un reaccionario del Tea Party que se ha sumado con gran entusiasmo a la idea de levantar un muro en la frontera con México. A su lado, Marco Rubio, ultraconservador en muchos aspectos, parece una hermanita de la caridad. Y la gran esperanza blanca del partido, después de que en el caucus de Iowa se colocara en tercer lugar, por detrás de Cruz y Trump, pero no demasiado alejado de ninguno de los dos.

Después de haber roto en el 2008 un tabú al elegir a Barack Obama, el primer presidente negro –en realidad, mulato– del país, los estadounidenses podrían volver a hacer historia el próximo mes de noviembre llevando a un hispano a la Casa Blanca. O eligiendo, claro está, a una mujer...

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