domingo, 19 de marzo de 2017

Holanda y el centro de gravedad

En una zona de dunas próxima a La Haya, la capital de los Países Bajos, se erige el memorial de Waalsdorpervlakte. En el lugar, una campana, cuatro sencillas cruces y una estela más austera todavía conmemoran la ejecución de 250 resistentes holandeses a manos de las tropas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. En el mismo lugar sería fusilado tiempo después, en 1946, el colaboracionista Anton Mussert, jefe del partido nacionalsocialista neerlandés, que colaboró activamente con los ocupantes y fue declarado culpable de alta traición.

También Holanda tuvo a sus nazis en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. ¡Quién no los tuvo! Ningún país de Europa se libró de movimientos de ultraderecha, de corte nacionalsocialista o fascista, en aquellos turbulentos y feroces tiempos. Fundado a finales de 1931 por Mussert, el Movimiento Nacionalsocialista en los Países Bajos (NSB) intentó como todos pescar en el río revuelto de la Gran Depresión –al principio, sin el rasgo antisemita que adquiriría después–, pero nunca logró sobrepasar el 4% de los votos en unas elecciones legislativas. Quizá por ello, cuando Hitler se hizo con el control del país en 1940 –en sólo cinco días– no hizo demasiado caso a su camarada neerlandés y, a diferencia de Francia con el régimen de Vichy, nombró una administración militar de ocupación, al frente de la cual colocó al  nazi austríaco Arthur Seyss-Inquart, dejando a Mussert el poco digno puesto de florero.

No es que no hubiera filonazis en Holanda. Como habitualmente sucede en estos casos, las afiliaciones al partido se multiplicaron bajo la ocupación alemana. Siempre hay gente con la suficiente clarividencia –y falta de escrúpulos– para saber qué debe hacer para medrar. Y como en tantos otros países europeos, quienes acabaron pagando el pato fueron sobre todo los judíos. La tristemente célebre Anna Frank, cuyo escondite en Amsterdam fue posiblemente descubierto por la denuncia de algún vecino desaprensivo, fue sólo una de los más de 100.000 judíos deportadas  desde Holanda a los campos de exterminio en el Este de Europa. Pero de ahí a pensar en los Países Bajos como un país colaboracionista va un largo trecho. Todavía hoy, en esas tierras bajas ganadas al mar, la opinión general sobre los alemanes está teñida de resentimiento.

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, probablemente no tuvo para nada en cuenta la historia cuando acusó a los holandeses de nazis y fascistas por prohibir la intervención de dos de sus ministros en mítines políticos en su país. Tampoco le importaba nada si su acusación era justa o injusta, cierta o incierta. Si algo tienen en común los populistas de todo el orbe es su olímpico desprecio por la verdad, un concepto que cotiza políticamente a la baja. Lo importante es la efectividad del mensaje –ya lo decía Goebbels– y a Erdogan le venía bien para movilizar a las masas de turcos residentes en Europa con el fin de que voten afirmativamente, en el referéndum del 16 de abril, a la reforma constitucional con la que pretende instaurar un régimen presidencialista en Turquía y tomar así  todo el control.

A pesar de que la campaña de improperios desde Ankara no ha cesado desde entonces, lo cierto es que los holandeses desmintieron rotundamente a Erdogan con su voto en las elecciones legislativas del pasado miércoles, al desechar los cantos de sirena del xenófobo Geert Wilders –líder del ultraderechista Partido por la Libertad– y votar masivamente por partidos de centro, con un respaldo especial a los más proeuropeos. Cierto, Wilders –con un 13% de los votos– tiene un apoyo con el que nunca soñó Anton Mussert, del que no deja de ser una versión edulcorada. Pero también lo es que, a pesar de todo el viento a favor, su avance electoral no le ha permitido recuperar los niveles que consiguió en el 2010 (15%) y que, aún siendo el segundo partido en sufragios, no deja de ser una formación minoritaria. Lo más significativo, lo fundamental del voto del miércoles, es que Holanda ha roto la terrible secuencia nacionalista-xenófoba iniciada en junio del 2016 con la victoria del Brexit en el Reino Unido y seguida en noviembre con la elección de Donald  Trump como presidente de Estados Unidos. Y que amenazaba, en una especie de efecto dominó, a  los Países Bajos y a Francia.

El mismo miércoles, mientras los holandeses votaban contra la xenofobia, Trump visitaba la tumba del presidente Andrew Jackson (1767-1845),  en Nashville, para rendirle homenaje con motivo del 250 aniversario de su nacimiento. A Trump le gusta compararse con el general Jackson, séptimo presidente de EE.UU. (1829-1837), de quien tiene un retrato colgado en el despacho Oval. Conocido a la sazón como el presidente del pueblo, Jackson también desarboló con su elección al establishment de la época.

Pero puestos a buscar paralelismos, Andrew Jackson era también un racista integral, que después de haberse bregado como militar en las masacres de los indios creek pasó a la historia por haber decretado en 1830 la deportación masiva de los indios norteamericanos a reservas en el Oeste. Uno de los ejecutores más despiadados de esta política, responsable de la operación de destierro conocida como el Sendero de las Lágrimas –donde murieron 4.000 cheyennes– fue su sucesor en la Casa Blanca, Martin Van Buren. Ironías de la historia, el primer presidente de EE.UU. de lengua y origen neerlandés...

“La gran masa siempre se inclina hacia el lado donde se halla el centro de gravedad en cada momento”, escribió un abatido Stefan Zweig en 1941, en plena guerra mundial. El pasado miércoles, y para alivio de toda Europa, los holandeses acaso desplazaron el centro de gravedad.



lunes, 6 de marzo de 2017

“Europa debe avanzar a diferentes velocidades; si no, explotará”

ENTREVISTA
François Hollande, presidente de la República Francesa

A tres meses de abandonar el palacio del Elíseo,  François Hollande quiere contribuir a dar el empujón que Europa necesita para salir del atolladero. El presidente francés, que ha convocado hoy en el palacio de Versalles a los dirigentes de Alemania, Angela Merkel; Italia, Paolo Gentiloni, y España, Mariano Rajoy, para abordar el futuro de la Unión Europea, recibió el miércoles pasado a los representantes de cinco diarios europeos, entre ellos La Vanguardia.

- La posibilidad de una victoria de Marine Le Pen en la elección presidencial francesa alarma a los demás países europeos, que ven un peligro mortal para el proyecto europeo. ¿Lo comparte?

- La amenaza existe. La extrema derecha nunca ha llegado tan alto desde hace más de 30 años. Pero Francia no cederá. De entrada, porque Francia es Francia y es consciente de que el voto del 23 de abril y del 7 de mayo determinará no únicamente el destino de nuestro país sino también el futuro mismo de la construcción europea. Pues si por azar la candidata del Frente Nacional ganara, abriría inmediatamente un proceso de salida de la zona euro e incluso de la UE. Es el objetivo de todos los populistas: abandonar Europa, cerrarse al mundo e imaginar un futuro rodeado de barreras y fronteras vigiladas por torres. Mi último deber es hacer todo lo posible para que Francia no sea convencida por semejante proyecto ni asuma una responsabilidad tan grave.

- Pero Europa, que el 25 de marzo festejará su 60 aniversario, está en crisis…

- Sí, pero yo no me conformo con esta constatación y no cedo a la desesperanza. Quiero dar de Europa la imagen que se espera de ella: un proyecto, una fuerza, una potencia. Lo que piden los europeos es que la Unión les proteja más. Que la soberanía europea haga más seguras sus fronteras, prevenga el riesgo terrorista y, en definitiva, preserve un modo de vida, una cultura, una comunidad de espíritu.

- Para protegerse, ¿los europeos deben poder defenderse?

- La defensa es un tema que fue deliberadamente descartado en el momento de la firma del tratado de Roma. Europa hubiera podido empezar por ahí, pero fue Francia quien no quiso a principio de los años cincuenta. Hoy, Europa puede relanzarse a través de la defensa. Para garantizar su propia seguridad y también para actuar en el mundo, para buscar soluciones a los conflictos que la amenazan. Es algo que los europeos, en coherencia con la OTAN, deben tener como prioridad.

- ¿Cómo se articula con la OTAN?

- La Alianza es necesaria, y la Europa de la defensa no es de ningún modo contradictoria o competidora. La Alianza está fundada en la solidaridad: cuando un país es agredido, todos los demás deben prestarle ayuda. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha parecido dudar, pero, finalmente, acaba de reafirmar su respaldo a la OTAN para discutir mejor el reparto de la carga. La nueva Administración norteamericana también tiene deberes para con sus aliados europeos, no se trata sólo de un asunto de presupuesto, es la concepción misma de los valores que defendemos en el mundo. Queda que los europeos deben aumentar su esfuerzo en defensa. Francia ha decidido elevarlo al 2% del PIB en los cinco próximos años.

-¿Donald Trump es, pues, el acelerador de la defensa europea?

- ¡Sí! Nuestra convicción es anterior a su elección. Ya habíamos avanzado mucho con Alemania. Pero es cierto que el anuncio de un desentendimiento americano ha suscitado una toma de conciencia. Europa debe evitar toda dependencia que la situaría en la sumisión, lo cual sería grave, o en el abandono, lo que sería peor. La conciencia existe, lo que hace falta es traducirla en mejorar la coordinación de nuestras políticas de defensa y la integración de nuestras fuerzas, reforzar nuestras capacidades de armamento y nuestros instrumentos de proyección militar.

- ¿El Reino Unido debe tener un papel en esta Europa de la defensa?

- Sí. Francia y el Reino Unido tienen relaciones fuertes en materia de defensa, incluido el terreno estratégico de la disuasión nuclear. Tratándose de la Europa de la defensa, no todos los países de la UE tienen por qué ser miembros, algunos no tienen esta tradición, aunque la puerta debe estar abierta a todos. Yo propongo, pues, una cooperación estructurada, para federar a los países que quieren ir mucho más lejos. En mi mente, el Reino Unido, incluso fuera de la Unión, debe estar asociado.

- Usted recibe en Versalles a los dirigentes de Alemania, Italia y España. ¿Por qué reunir a estos cuatro países?

- Angela Merkel y yo mismo nos consultamos regularmente. Antes de todos los consejos europeos y sobre todos los asuntos. Es en el interés de Europa. Pero no es una relación exclusiva. Celebrándose el 60.º aniversario del tratado en Roma el 25 de marzo, nos parecía lógico asociar a Italia e invitar a España. No se trata de imponer el punto de vista de los cuatro países más poblados de la zona euro, se trata de hacer avanzar a Europa con una determinación y un compromiso que van más allá de nuestros mandatos respectivos, en el momento en que el presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, presenta sus escenarios sobre el futuro de la Unión.

- El eje francoalemán ya no basta?

- Es indispensable. Hablo por experiencia, si no hay confianza y unión entre Francia y Alemania sobre los principales temas, Europa no puede avanzar. Pero no es suficiente. Cuando Merkel y yo encontramos un acuerdo, no lo imponemos autoritariamente al resto, debemos convencer.

- Hay quienes encuentran el eje francoalemán desequilibrado. Le acusan de ser demasiado débil ante la canciller.

- Francia ha llevado a Alemania más lejos de lo que había previsto ir, por ejemplo en la unión bancaria. Otro ejemplo, Grecia: Francia puso en evidencia el coste que hubiera tenido la salida de Grecia de la zona euro, y Alemania, en la discusión, fijó las reglas, compromisos que por otra parte han sido respetados por Alexis Tsipras.

- ¿Frenó usted a Wolfgang Schäuble (ministro de Finanzas alemán)?

- Digamos que él lo comprendió solo. Yo hubiera podido cantar victoria, pero no es el buen método, porque a base de fórmulas como “Francia gana a Alemania” o “Alemania obliga a ceder a Francia”, todos acabaremos perdiendo. Cuando Francia abordaba reformas estructurales para mejorar su competitividad, Alemania también aceptó que nos dejaran tiempo para reducir nuestro déficit público, con el objetivo de situarlo por debajo del 3% del PIB en el 2017. En ello estamos. Tuve razón al no provocar una crisis que hubiera desarticulado a Europa. Necesitábamos, Alemania y Francia, estar juntos por la zona euro, por el presupuesto europeo, por la cuestión de los refugiados, por Ucrania, por el acuerdo del clima.

- ¿Ha logrado “reorientar Europa”, como había prometido?

- Sí, la reorientación se ha producido. Se introdujo flexibilidad en la interpretación de las reglas del tratado presupuestario europeo. Esta inflexión permitió a Italia y a España escapar a toda sanción, y a Francia, evitar una austeridad destructora. La unión bancaria ha permitido acabar con las crisis bancarias. Hoy, si un establecimiento bancario quebrara, serían los bancos los llamados a reflotarlo y no los contribuyentes. En fin, el plan Juncker de inversiones constituye una reorientación en favor del crecimiento. Quienes dicen que no ha habido una reorientación son quienes, de hecho, recusan las reglas.

- ¡Al menos son la mitad de los candidatos a las presidenciales en Francia!

- Sí. Pero lo que más me inquieta en Europa  hoy es el retorno de los egoísmos nacionales, que cada país venga a buscar su interés inmediato sin defender una ambición común. Para unos, las ganancias de los fondos estructurales; para otros, la ventaja de una moneda única; para muchos, los beneficios de un mercado único y la movilidad de los trabajadores. Nadie está satisfecho, y Europa es la que pierde. Sin un nuevo espíritu europeo, la Unión caerá en la dilución y, a la larga, en la dislocación.

- ¿Está hablando de la ayuda a Grecia?

- No solamente. El principio de solidaridad resulta afectado cuando hay países que rechazan asumir compromisos sobre los refugiados, cuando se apartan de las obligaciones vinculadas al acuerdo del clima, cuando están dispuestos a excluir a un país de la zona euro para no contribuir más. Y escucho cada vez más a menudo, desde que se evoca una nueva política, este requerimiento de “no queremos pagar más de lo que recibimos”. Es el regreso de la fórmula de Margaret Thatcher: “I want my money back” (¡quiero que me devuelvan mi dinero!). ¡Gran Bretaña se ha ido, pero el mal espíritu se ha quedado! Si cada cual viene a buscar lo que ha pagado, es el fin de la pasión común.

- ¿Qué relanzamiento se puede vislumbrar con países que, como Polonia o Hungría, contestan la autoridad de las instituciones europeas?

- Europa no es un mostrador comercial, es un sistema de valores. Es, pues, legítimo que la Comisión Europea vigile el respeto de los principios de la Unión. Es posible imponer sanciones, incluso financieras. Pero no puede suspenderse a un país en función de su gobierno para reintegrarlo después. Las instituciones europeas tienen el deber de asegurar la cohesión y de hacer prevalecer los tratados. Pero más allá de esas dificultades, soy consciente de que llegamos a un momento crucial. El relanzamiento europeo supone una elección clara sobre su forma de organización. La Europa de 27 ya no puede ser la Europa uniforme de los 27. Durante mucho tiempo, la idea de una Europa diferenciada, con velocidades diferentes, ritmos distintos para progresar, ha suscitado mucha resistencia. Pero hoy es una idea que se impone. Si no, Europa explotará.

- ¿No hay alternativa?

- No. O hacemos las cosas de forma diferente, o no haremos nada más juntos. En el futuro, habrá un pacto común, un mercado interior con –para algunos– una moneda única. Pero sobre esta base será posible, para los estados miembros que quieran, ir más lejos en la defensa, en la armonización fiscal o social, más lejos en la investigación, la cultura, la juventud. Debemos imaginar grados de integración.

- ¿Pero sin detener la integración?

- Ningún país debe impedir a otros ir más deprisa. Seamos francos: algunos estados miembros no se incorporarán jamas a la zona euro. Tomemos nota. Y no les esperemos para profundizar la unión económica y monetaria. De ahí la propuesta de un presupuesto de la zona euro. A fuerza de querer hacer siempre todo a 27, el riesgo es no hacer nada en absoluto.

- ¿Y los que no quieren refugiados?

- En el otoño del 2015, cuando la discusión se tensó en el Consejo Europeo, dije a los países recalcitrantes: “Ustedes no quieren acoger refugiados, no los tendrán, pero asumirán políticamente esta situación”. Se prefirió una fórmula basada en la voluntariedad. ¿Y hoy constatamos que los objetivos no han sido alcanzados? ¿De qué asombrarse? Europa es capaz de imponer sanciones en caso de falta respecto a la disciplina presupuestaria o a las reglas de la competencia, pero parece desarmada frente a estados que pisotean los principios de solidaridad y toleran los abusos en materia de trabajadores desplazados. Europa debe establecer con más fuerza su jerarquía de prioridades.

- El jefe del partido en el poder en Polonia, Jaroslaw Kaczynski, dice que se opondría a la renovación de su compatriota Donald Tusk al frente del Consejo Europeo. ¿Es  un problema?

- Yo mismo defendí hace dos años y medio la candidatura de Tusk a la presidencia del Consejo. No tengo razones para ponerla en cuestión. ¿Un país puede impedir a uno de sus ciudadanos ser presidente de una institución europea? Jurídicamente, no, ya que la decisión se toma por mayoría cualificada. Corresponde al Consejo Europeo debatir políticamente la cuestión. Hay la posibilidad de elegir a un candidato rechazado por su propio país. En lo que a mí respecta, no participaré en este cese.

- ¿Cómo explica usted el desencanto sobre Europa? ¿Se ha subestimado la reivindicación de identidad nacional?, ¿el resentimiento por la globalización? ¿Qué errores se han cometido?

- La ampliación de Europa se ha llevado a cabo en nombre de principios políticos totalmente respetables, pero ha permitido que unos países vengan a hacer la competencia a otros, en condiciones muy ventajosas. ¿No hubiera sido necesaria una fase de transición más prolongada? Seguramente. Pero es demasiado tarde. Y resulta fácil para los populistas en el oeste denunciar las deslocalizaciones y en el este defender a todo precio la libertad de circulación. Luego, Europa no ha parecido defender suficientemente sus intereses comerciales en el mundo. Ha querido ser un ejemplo de apertura porque cree en el intercambio, pero ha podido dar la impresión de que concedía demasiado a los países emergentes. No vamos a ­caer en el proteccionismo. Pero es necesario luchar contra todas las formas de dumping. En fin, el problema fundamental de Europa no es el sentido de sus decisiones, es la lentitud a la hora de decidir. Europa actúa bastante bien, ¡pero siempre demasiado tarde! Así pasó con Grecia: ¡cuánto tiempo hizo falta esperar para llegar al acuerdo de julio del 2015! Y desde esa noche de negociación en el Consejo Europeo, ¡cuántas reuniones del Eurogrupo para pagar a Grecia lo que se le había prometido! Sobre la unión bancaria, hicieron falta tres años para introducir las reglas e instalar a las autoridades. Sobre los refugiados, ¡cuánto tiempo otra vez para poner en marcha los guardacostas, los centros hot-spot y concluir el acuerdo con Turquía! ¿Y para reforzar nuestros instrumentos de lucha contra el terrorismo? Los modos de decisión de Europa ya no están adaptados para el mundo actual, que es el mundo de la urgencia. Los populistas se sitúan en la inmediatez de los tuits. Cuando  Trump aprobó sus decretos contra la inmigración que han levantado la indignación general, su objetivo era menos su efectividad práctica que su efecto mediático. Una UE eficaz quiere decir unas autoridades que decidan rápido. Es la gran lección de estos años de crisis.

- ¿Qué mensaje desearía dirigir al Reino Unido, que quiere abandonar la Unión pero conservar las ventajas?

- Que no es posible y que, en consecuencia, va a devenir un país tercero para la Unión. Este es el problema del Reino Unido: había pensado que dejando la Unión iba a atar una asociación estratégica con Estados Unidos. Pero se encuentra con que América se encierra respecto al mundo. El Reino Unido ha tomado la decisión mala en el mal momento. Yo lo lamento.

- ¿El presidente Trump le inquieta?

- No se trata solamente de un asunto de emoción o de temor. Es una realidad política para cuatro años. Conocemos ahora sus líneas de conducta: el aislacionismo, el proteccionismo, el cierre a la inmigración y la huida presupuestaria hacia adelante. La inquietud ha dado paso a la incertidumbre, y la euforia de los mercados financieros me parece muy prematura. En cuanto a su desconocimiento de lo que es la Unión Europea, nos obliga a demostrarle su cohesión política, su peso económico y su autonomía estratégica.

- ¿Desconocimiento o menosprecio?

- Algunas personas de su entorno lo han expresado en su lugar. Pero ofrece a Europa un espacio y una oportunidad considerables. Un espacio, puesto que Estados Unidos no quiere seguir representando al mismo nivel su rol a escala internacional. Una oportunidad, ya que somos la primera potencia económica del mundo y tenemos los medios para actuar. ¿Tienen los europeos la voluntad? Todo dependerá de las elecciones de los próximos meses en Francia, Alemania y quizá en Italia.

- ¿La victoria de Trump refuerza a los partidos populistas o va en su contra?

- Ambas cosas. Por un lado, Trump da crédito a los populistas y a los nacionalistas. Les dice: “Es posible, puesto que yo lo hago”. Por otro lado, da a quienes son abiertos, progresistas en el sentido más amplio del término, y europeos, la ocasión de poder mostrar claramente su proyecto. En cierta forma, contribuye a la clarificación.

- ¿Qué nivel de amenaza representa Rusia actualmente, para las democracias y en el panorama internacional?

- ¿Qué busca Rusia? Busca tener peso en los espacios que antes eran suyos, en la época de la Unión Soviética. Es lo que ha intentado particularmente en Ucrania. Rusia quiere participar en la resolución de los conflictos en el mundo, para sacar ventaja. Lo vemos en Siria. Rusia se afirma como una potencia. Prueba nuestras resistencias y mide en cada instante las relaciones de fuerza. Al mismo tiempo, utiliza todos los medios para influir en las opiniones públicas. Ya no es la misma ideología que en los tiempos de la URSS, pero sí a veces los mismos procedimientos, con el añadido de las tecnologías. No hace falta exagerar, pero hay que estar vigilantes. Me preguntan a menudo: “¿Por qué no dialoga más a menudo con Vladímir Putin?”. ¡Nunca he cesado de dialogar! Con la canciller, por otra parte. Y está bien. Putin está al frente de un gran país vinculado a Francia por una larga historia. Pero hablar no es ceder, hablar no es aceptar los hechos consumados. También aquí Europa está contra la pared. Si Europa es fuerte y está unida, Rusia querrá mantener una relación duradera y equilibrada. En cuanto a las operaciones ideológicas, hay que desenmascararlas. Hay que decir muy claramente quién está con quién, quién está financiado por quién. Porque todos los movimientos de extrema derecha están más o menos ligados a Rusia.

- Después del Elíseo, ¿se imagina un proyecto europeo?

- Yo soy presidente de la República hasta  final del mes de mayo. No puedo estar más que en esta perspectiva y en esta tarea.

domingo, 5 de marzo de 2017

Un inquietante resplandor

"Obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época”. Así escribía en 1941, poco antes de suicidarse en su exilio brasileño, el malogrado escritor e intelectual austríaco Stefan Zweig en su magnífica y estremecedora obra póstuma El mundo de ayer (Die Welt von Gestern), donde relata consternado el derrumbe moral de Europa y su suicidio en las dos guerras mundiales. Para Zweig, un hombre de la Europa ilustrada de finales del siglo XIX, tras cuatro décadas de paz y en plena etapa de prosperidad, el continente parecía  definitivamente ganado para la causa de la razón. Sin embargo, el mecanismo que había de conducir al cataclismo se había puesto ya inadvertidamente a funcionar.

“Nunca he amado tanto a nuestro Viejo Mundo como en los últimos años antes de la Primera Guerra Mundial, nunca he confiado tanto en la unidad de Europa, nunca he creído tanto en su futuro como en aquella época, en la que nos parecía vislumbrar una nueva aurora. Pero en realidad era ya el resplandor del incendio mundial que se acercaba”, confesó Zweig, que murió convencido de que todos sus sueños habían quedado definitivamente arruinados.

Europa hubo de desangrarse dos veces para encontrar el camino de la unidad y de la redención.  Sin embargo, tras más de setenta años de paz, las fuerzas oscuras vuelven a agitarse en el horizonte. Y lo que es peor: no sólo en Europa, sino también en América. Proteccionismo a ultranza, nacionalismo excluyente, xenofobia furiosa, reaparecen con renovadas fuerzas en todos los rincones a caballo de nuevas fuerzas populistas, de Estados Unidos a Hungría, de Polonia al Reino Unido, de Francia a los Países Bajos... Este auge del populismo, basado en una defensa de la identidad y una demonización del otro, al que se “deshumaniza”, como denunciaba recientemente el secretario general de Amnistía Internacional, Salil Shetty, está llegando a “una escala no vista desde los años treinta del siglo pasado”. Mientras, el repliegue en los intereses nacionales está imponiendo “un orden mundial más agresivo y belicoso”.

Fiel a su retórica tabernaria, Donald Trump proclamó a principios de esta semana su determinación de que Estados Unidos “vuelva a ganar guerras otra vez”, mientras anunciaba su voluntad de aumentar en 54.000 millones de dólares (casi un 10%) el presupuesto de defensa. Pero no ha hecho falta que llegara el nuevo presidente norteamericano, empeñado también en que los aliados europeos de la OTAN aumenten sus gastos militares hasta llegar al 2% del PIB, para que el mundo se rearme. De hecho, hay países que llevan ya unos años haciéndolo, sobre todo en la región de Asia-Pacífico, una de las más calientes del globo, y la compraventa de armas en el mundo ha alcanzado niveles no vistos desde la Segunda Guerra Mundial.

Ahora bien, en este preocupante escenario, hay un factor fundamental que pesará de forma decisiva en la evolución de los acontecimientos: el papel de  Estados Unidos. La retórica bélica de Donald Trump y toda la parafernalia que rodeó su visita el jueves al superportaviones Gerald R. Ford, apenas enmascara el hecho de que el presidente de EE.UU. (America first!) defiende en realidad una política aislacionista, que rompe con la doctrina histórica de la política exterior estadounidense. Una ruptura en lo general y en lo particular, pues para la nueva administración de Washington la Rusia de Vladímir Putin ha dejado de ser el enemigo número uno –ni siquiera había una mención a Moscú en el memorándum de las prioridades de defensa que se empezó a discutir durante el periodo de transición– para pasar a ser un posible cómplice.

Muchas son las suspicacias que rodean las oscuras relaciones del equipo de Trump con los rusos, pero aun siendo graves no es lo que más inquieta a algunos analistas, que pese a toda la palabrería ven más elevado que nunca el riesgo de una confrontación militar con Rusia. O con China...

El historiador y ensayista Robert Kagan, un neoconservador que sirvió en la Administración Reagan y asesoró a John McCain para acabar abominando de Trump y apoyando a Hillary Clinton, escribió un artículo  el mes pasado en Foreign Policy titulado dramáticamente  Regreso a la Tercera Guerra Mundial, en el cual alertaba de que   el abandono por Estados Unidos de su papel  de garante del actual orden mundial, el debilitamiento de los países democráticos y la aceptación de esferas de influencia de potencias  como Rusia o China –cuyas ambiciones tenderán a crecer–, pueden acabar conduciendo a la guerra.  De hecho, apunta, fue el repliegue iniciado ya por Obama el que permitió a Moscú llegar adonde llegó en Georgia, en Ucrania y en Siria.

“Aceptar el retorno a las esferas de influencia no calmaría las aguas internacionales. Simplemente retornaría al mundo a las condiciones en que estaba a finales del siglo XIX, con grandes potencias compitiendo y chocando”, lo cual acabó desembocando en las dos guerras mundiales. Para Kagan, es urgente frenar esta deriva ahora mismo y no esperar a ver las orejas del lobo: “Fue en los años veinte, y no en los treinta, cuando las potencias democráticas tomaron las más importantes y, en última instancia, fatales decisiones”, recuerda.

En una novela titulada 2017. War with Russia, el general británico Richard Shirref  –ex comandante de la OTAN en Europa– imagina a Moscú, envalentonado por la pasividad occidental, invadiendo las repúblicas bálticas y desencadenando una guerra fatal. Para el autor, no se trata de un escenario inverosímil. Al contrario. Entrevistado el año pasado en Newsweek por Alexander Nazaryan, el general alertaba, sombrío: “Estoy preocupado, muy preocupado, de que vamos como sonámbulos hacia algo absolutamente catastrófico”.