domingo, 31 de octubre de 2021

Lo que hay detrás del calamar


@Lluis_Uria

¿Hasta dónde estaríamos  dispuestos a llegar cada uno de nosotros para conseguir 33 millones de euros? ¿A arriesgar la vida? ¿A matar? Este es el dilema fundamental que plantea la exitosa serie surcoreana El juego del calamar, que ha roto todos los récords de la historia de Netflix y se ha convertido en un fenómeno mundial. De fondo, la serie dibuja una crítica feroz a la desigual y ultracompetitiva sociedad de Corea del Sur, a la que los desesperanzados jóvenes surcoreanos aluden desde hace unos años como Hell Joseon. Algo así como el infierno en la Tierra.

Los protagonistas de El juego del calamar –al igual que los del celebrado film surcoreano Parásitos, ganador del Oscar a la mejor película del 2019– son una banda de perdedores. Gente que vive en el filo de la exclusión social, ahogados por los préstamos y perseguidos por los acreedores. “Todos los que os encontráis aquí vivís al límite, con deudas que no podéis saldar”, les recuerdan los organizadores del sangriento juego a los participantes. El protagonista principal, interpretado por el actor Lee Jung-jae, es un antiguo trabajador de una factoría de automóviles en paro y alcoholizado, un padre divorciado que vive con su madre, a la que sablea para gastar penosamente el dinero apostando en las carreras de caballos en busca de un improbable golpe de suerte.

El planteamiento de la serie es simple: una misteriosa organización capta a varios centenares de desdichados para participar en un juego clandestino cuyo premio final es de 45.600 millones de wones (33 millones de euros). Los 456 participantes deben superar seis juegos infantiles tradicionales (el escondite inglés es el primero) y quienes no lo logran, van siendo eliminados. Lo que, de acuerdo con las particulares reglas del juego, quiere decir inmisericordemente asesinados. En la televisión surcoreana abundan los programas de televisión con concursos parecidos –como el popularísimo Running Man–, aunque en estos casos los castigos son sólo pequeñas humillaciones.

Más allá de las peripecias de los protagonistas, enfrentados a profundas elecciones morales, la serie refleja algunos de los graves problemas de fondo de la sociedad surcoreana. El primero de ellos, el descomunal endeudamiento de las familias, muchas de las cuales acaban cayendo en manos de prestamistas. La deuda de los hogares surcoreanos es una de las mayores del mundo: de 1,3 billones de euros, representa más del 100% del PIB (la media de los países del G-20 es del 69,5%). La mayor parte procede de hipotecas y créditos al consumo. La franja de edad en mayor dificultad, según un informe del Banco Central de Corea, es la de los jóvenes menores de 30 años, cuyos préstamos  representan el 270% de sus ingresos anuales. El montante sube año tras año y constituye, según los expertos, el mayor riesgo sistémico para la economía del país.

Es también el origen de un auténtico drama humano. Los surcoreanos se endeudan para comprar una vivienda, pero también –y mucho– para pagar la educación de sus hijos, única vía para ascender socialmente en una cultura extremadamente exigente: el negocio de las clases extraescolares mueve al año  16.000 millones de euros. La presión sobre niños y adolescentes es brutal. Cada año, miles de jóvenes acuden, como si fueran al cadalso, al crucial examen de ingreso en la universidad –conocido como suneung–, cuyo resultado puede marcar el rumbo de la vida.

El reverso del milagro surcoreano, que  a partir de los años 60 convirtió un país agrícola en un gigante industrial –con grandes conglomerados empresariales  como Samsung, LG o Hyundai, los llamados chaebol–, es una sociedad enferma de desigualdad donde el sentimiento de frustración  carcome sobre todo a los jóvenes. Y entre ellos, especialmente a las mujeres, doblemente castigadas por una tradición patriarcal y sexista que las discrimina.

Dos datos ilustran la falta de confianza en el futuro (y la escasez de recursos para formar una familia): el número de matrimonios –4,7 por 1.000 habitantes– es hoy el más bajo desde los años 70 del siglo pasado y la natalidad está materialmente hundida: 0,92 hijos por mujer. El elevado consumo de alcohol –superior al de Rusia– es otro síntoma de la descomposición social. Grandes aficionados al soju, un popular destilado que normalmente tiene 20º, los surcoreanos consumen 13,7 copas a la semana.

Pero si hay un problema que quita el sueño es el elevadísimo índice de suicidios –cerca de 30 por 100.000 habitantes, el mayor de la OCDE–, que desde el 2007 se ha convertido en la primera causa de muerte entre los jóvenes. Los últimos años han batido tristes récords en este terreno (en el 2020, el año de la pandemia, aumentaron un 36%). La plaga es tal que el ayuntamiento de Seúl ha desplegado un sistema de control por videocámaras y un programa de inteligencia artificial para monitorizar y detectar actitudes suicidas en los 27 puentes de la ciudad. El principal de ellos, el Mapo, que atraviesa el río Han, es conocido como el puente de la muerte.

En una de las escenas de El Juego del calamar, uno de los participantes que ha abandonado la competición se encuentra con otro por la calle y comparten lo poco que tienen: una botella de soju y un paquete de ramyeon (un plato de fideos parecido al ramen japonés). El de más edad le dice al otro: “He decidido volver. Después de salir me he dado cuenta de que la vida de aquí fuera es una tortura aún peor”.


domingo, 17 de octubre de 2021

Con el aliento de Trump en el cogote


@Lluis_Uria

Apenas han pasado nueve meses desde que Donald Trump abandonó –a regañadientes– la Casa Blanca y Joe Biden se hizo con la presidencia de Estados Unidos. Parece una eternidad. Acostumbrados a los sobresaltos cotidianos, la nueva normalidad que emana de Washington ha actuado como un lenitivo que parece haber multiplicado la elasticidad del tiempo. Pero nueve meses son un suspiro y han bastado para que la opinión pública haya dado la vuelta. Olvidados ya el vértigo y la ansiedad –o quizá añorándolos–, el 51% de los norteamericanos considera hoy que Trump fue mejor presidente de lo que lo es Biden. Así lo constata un  sondeo de Harvard CAPS/Harris para el periódico político The Hill.

Una proporción de 51% a 49% no representa una mayoría abrumadora, confirma más bien el enquistamiento de la fractura política y cultural que divide al país. Pero el resultado sí es indicativo de la rápida erosión que ha sufrido Joe Biden. Otros sondeos confirman el suspenso de los ciudadanos a la gestión del presidente demócrata –con una aprobación de entre el 43% y el 46%– y dan ventaja a los republicanos si hubiera elecciones hoy.

¿Qué ha podido pasar para que las cosas se le hayan torcido tan pronto? La respuesta tiene un nombre: Afganistán. La retirada total de las tropas estadounidenses del país asiático, después de veinte años de guerra, era algo deseado por la opinión pública norteamericana. Pero el caos de la evacuación –con la imagen de ese avión al que se agarraban desesperadamente decenas de afganos tratando de huir–, unido al vertiginoso desmoronamiento del ejército y el gobierno de Kabul, y el retorno al poder de los talibanes, ha representado un duro golpe. La popularidad de Biden empezó a caer justo en ese momento, a mediados de verano.

Afganistán ha sido el primer gran tropiezo de Biden en política exterior (aunque gran culpa del desenlace final la tuvo Trump al pactar la retirada con los talibanes a espaldas del gobierno afgano). En todo caso, ha sido con Biden que EE.UU. se ha ido de Afganistán desentendiéndose de todo, ninguneando a sus aliados y ofreciendo ante el mundo la penosa imagen de una superpotencia de poco fiar.

Trump menospreciaba a los europeos y a la OTAN. Biden no lo hace. Pero el resultado no difiere mucho. El comportamiento demostrado en Afganistán volvió a percibirse en la preparación a hurtadillas del acuerdo de defensa tripartito con Australia y el Reino Unido (Aukus), cuyo principal fruto ha sido la venta a Canberra de submarinos de propulsión nuclear, que arruinó un contrato previo de submarinos convencionales firmado con Francia. El ambiente entre Washington y París no había sido tan gélido desde la guerra de Irak del 2003, que Chirac se negó a secundar. La iniciativa, que confirma el desplazamiento del centro de gravedad de la política exterior hacia la región Indo-Pacífico –ya iniciada con Obama– agrava el clima de guerra fría con China y alimenta el riesgo de proliferación nuclear.

Tras llegar a la Casa Blanca, Biden tomó importantes decisiones en materia de política exterior, para corregir a su predecesor: regreso de EE.UU. al Acuerdo del Clima de París, intento de resucitar el acuerdo nuclear con Irán... Señales de un retorno al multilateralismo que apenas ocultan el hecho de que Washington sigue moviéndose ante todo por sus propios intereses. America first con otro talante.

De puertas adentro, Biden tampoco ha conseguido hasta ahora coronar con éxito el otro gran reto que tiene ante sí: frenar la pandemia de covid, de la que han muerto más de 700.000 norteamericanos (más que en la gripe española de 1918) Biden, que se multiplica estos días dando mítines aquí y allá,  ha chocado con una fuerte resistencia a vacunarse en los sectores conservadores –con la complicidad criminal de algunos estados republicanos del sur–, de modo que el nivel de inmunización total de la población sólo alcanza el 65%.

Todas estas dificultades iniciales pueden marcar su presidencia o, por el contrario, quedar como una anécdota si supera el obstáculo mayor. El momento de la verdad llega ahora. El presidente estadounidense se juega su legado con la presentación de un ambicioso plan de gasto público de 3,5 billones de dólares –con importantes medidas en materia económica, fiscal, social, educativa y climática– y un programa de inversión en infraestructuras de 1 billón, con los que busca cambiar la faz de EE.UU., revitalizando la economía y reduciendo las desigualdades. Una intervención ingente del gobierno federal que algunos han comparado con el new deal de Roosevelt en los años treinta y que, de triunfar, representaría el entierro de la doctrina ultraliberal del reaganismo.

Biden no tiene mucho margen. La mayoría demócrata en el Congreso es muy frágil –en el Senado, depende del voto de calidad de la vicepresidenta Kamala Harris– y podría perderla fácilmente en las elecciones legislativas mid-term del año que viene. Así que es ahora o nunca. Sin embargo, el proyecto está bloqueado por la pertinaz disidencia de dos senadores demócratas, Joe Manchin y Kyrsten Sinema, cuyos argumentos en favor de la frugalidad presupuestaria disimulan mal otros intereses menos confesables. Para salvar su plan, Biden puede verse forzado a rebajarlo. ¿Hasta el punto de desnaturalizarlo? Ahí radica el mayor riesgo.

Mientras tanto, los seguidores de Donald Trump, incluidos algunos exdisidentes de renombre –como el ex vicepresidente Mike Pence–, empiezan a alinearse ya de cara a las elecciones del 2024.


sábado, 2 de octubre de 2021

El hombre de Cromañón y el Elíseo


@Lluis_Uria

"La feminización del hombre es una catástrofe. Hay que recuperar la virilidad. Por negarla, estamos creando generaciones de impotentes y de homosexuales, y se están masificando los divorcios”. La primera vez que oí hablar a Éric Zemmour fue en el otoño del 2006. Acababa de publicar su libro El primer sexo, un panfleto antifeminista y provocador –una suerte de respuesta dilatada en el tiempo al segundo sexo de Simone de Beauvoir–, en el que defendía la figura tradicional masculina, el hombre fuerte y viril. En plena promoción, su voz y su imagen se multiplicaban por radio y televisión.

Hasta ese momento, Zemmour era un periodista político puro. Cronista del diario conservador Le Figaro, había escrito un par de libros sin gran eco sobre dos figuras políticas de la derecha francesa, Jacques Chirac y Édouard Balladur, y poco más. La publicación de El primer sexo fue su destape. Quince años después, convertido ya en un auténtico monstruo mediático, Éric Zemmour se ha erigido en el estandarte de la ultraderecha más radical y amenaza con hacer saltar el tablero político presentándose como candidato al Elíseo en las elecciones presidenciales del año que viene. Un sondeo de Harris Interactive le da una expectativa de voto, aún sin haberse lanzado a la arena, del 11%.

Pequeño, delgado, de orejas grandes y nariz afilada –una imagen un tanto alejada del prototipo de una estrella catódica–, el Zemmour del año 2006 irradiaba ya sin embargo en la pantalla las cualidades que le habrían de lanzar al firmamento televisivo. Inteligente, culto, brillante, incisivo, irónico, provocador, el periodista se reveló un orador y un polemista de talla. Zemmour entró a partir de entonces en el carrusel de las tertulias y su cotización acabó subiendo como la espuma. Su último programa en antena –ahora temporalmente suspendido por condicionantes electorales–, en CNews, congregaba a 900.000 telespectadores diarios.

Declaradamente “reaccionario” –como él mismo se ha definido, asimilándolo a ser antisistema–, Zemmour ha ido construyendo con los años un discurso radical contra la inmigración extranjera y el islam de una manera que la ultraderecha tradicional hace tiempo que ha abandonado en su afán de hacerse presentable.

Para Zemmour, más xenófobo que racista, la única manera posible de ser francés es a través de la asimilación, la asunción total y absoluta de los valores y referentes culturales de los franceses de souche (de pura cepa) Nacido en el seno de una familia judía procedente de Argelia, él mismo se ha aplicado la receta. Y exhibe con fiereza la fe del converso: “El racista jerarquiza a los individuos en función de su raza; el francés piensa que cualquier extranjero, sean cuales sean su origen, su raza o su religión, puede acceder al nirvana de la civilización francesa. Actitud una pizca arrogante, xenófoba incluso, pero en ningún caso racista”.

Éric Zemmour es uno de los grandes publicistas de la tesis conspiracionista  del “gran reemplazo”, según la cual habría en marcha una gran operación para sustituir a la población blanca europea –a través de la inmigración masiva y el crecimiento demográfico– por población árabe y africana de confesión islámica. “El hijab y la chilaba son los uniformes de un ejército de ocupación”, dice. Para combatir esta “guerra de exterminio del hombre blanco heterosexual católico”, ha llegado a proponer la “reemigración” de cinco millones de musulmanes residentes o nacidos en Francia hacia sus países de origen –propios o de sus ancestros–, algo muy parecido a la deportación (palabra que evitó pronunciar, librándose así de una condena judicial) Mientras tanto, defiende prohibir que se ponga a los niños nombres de pila extranjeros, como Mohamed o Ali.

Sus diatribas le han valido numerosas denuncias y, hasta el momento, dos condenas: en el 2011 por incitación a la discriminación racial –por haber dicho que “la mayor parte de los traficantes son negros y árabes”– y otra en el 2018 por incitación al odio contra los musulmanes –a quienes atribuyó simpatía por los yihadistas–.

Zemmour se ha lanzado ahora a una amplia campaña de promoción por todo el país de su último libro, Francia no ha dicho su última palabra (esta vez autoeditado, después de que su editorial, Albin Michel, le haya dado la espalda), que más parece un manifiesto electoral que otra cosa. El periodista mantiene la ambigüedad sobre su candidatura, aunque hay una plataforma –la asociación Amigos de Éric Zemmour– que ya va preparando el terreno y buscando los 500 padrinazgos (de cargos electos) que necesita para presentarse. Sus pasos son tan descarados que el Consejo Superior Audiovisual obligó a las televisiones a incluirlo en la contabilidad de espacios electorales (razón por la que CNews  suspendió su programa)

Zemmour ha logrado atraerse a disidentes radicales del Reagrupamiento (antiguo Frente) Nacional de Marine Le Pen, disgustados con el giro republicano del partido y es la líder ultraderechista a la que su eventual candidatura puede hacer más daño, restándole fuerza en su duelo con Emmanuel Macron. Aunque –y eso es lo más preocupante– las expectativas de voto de ambos sumarían hasta un 30%...

En sus filípicas antifeministas de quince años atrás, Zemmour defendía el principio de que el hombre es “un ser primario”. “El hombre nunca ha dejado de ser un hombre de Cromañón”, decía. Y lo que hoy busca con descaro, con sus discursos agresivos y fórmulas populistas, es seducir a los espíritus primitivos excitando sus instintos tribales más rudimentarios.