lunes, 25 de enero de 2021

Trump, fin de la primera temporada


@Lluis_Uria

Un helicóptero se recorta contra el cielo invernal de Washington mientras se aleja hacia el horizonte con rumbo desconocido. Un primer plano muestra a través de la ventanilla a su principal pasajero, Donald Trump, el semblante serio, mientras una sonrisa pérfida amaga con dibujarse en la comisura de sus labios. De fondo suena una música inquietante. Fundido en negro. Fin.

¿Fin? La partida de Donald Trump de la Casa Blanca hacia su retiro provisional de Mar-a-Lago, en Florida, podría ser un final digno de la mejor serie de televisión. De esos que dejan abiertas todas las puertas.  Y que alimentan la esperanza o el temor –según quien lo juzgue– de una segunda y aún más excitante temporada. “Volveré, de alguna forma”, prometió (¿amenazó?) el miércoles en un discurso de despedida y autobombo en la base de Andrews junto a su ávida prole.

Querer no es poder, evidentemente. Por querer, Donald Trump se hubiera encastillado en la Casa Blanca, aferrándose al cargo por la fuerza en último extremo. Es lo que esperaban las milicias de extrema derecha que asaltaron el Capitolio el  día de Reyes –jaleadas por el propio presidente– y los miles de conspiranoicos seguidores de Qanon, la principal plataforma de agitación ultra que opera hoy en Estados Unidos.

Quizá el golpe de Estado acariciado por los trumpistas no estuvo tan lejos de hacerse realidad. La reconstrucción de los sucesos en el interior del Congreso ha permitido confirmar que los insurrectos, muchos de ellos armados y dispuestos a asesinar o secuestrar a congresistas demócratas –y republicanos “traidores”, incluido el propio ex vicepresidente, Mike Pence–, estuvieron realmente muy cerca de sus potenciales víctimas. En el caso de que  hubieran alcanzado su objetivo, Trump –que se resistió a enviar a la Guardia Nacional en auxilio del Capitolio– hubiera tenido la excusa para decretar el estado de excepción y suspender la transmisión del poder. Muy posiblemente fue la ausencia de apoyo en el ejército  lo que le hizo dar marcha atrás.

Querer no es poder. Pero parece difícil que Trump vaya a renunciar voluntariamente a sus ambiciones políticas y  retirarse a su vida anterior sin intentar la revancha. De entrada, sus negocios privados –nunca tan boyantes como el multimillonario neoyorquino siempre ha pretendido– se enfrentan en este momento a serios problemas. Su inducción del asalto al Congreso ha empezado a pasarle factura. El Deutsche Bank y el Signature Bank han decidido romper relaciones con él. La marca Trump ya no vende, ahuyenta.  Y varias grandes empresas –Airbnb, AT&T, Coca-cola,  General Motors, Marriott, Walmart– han decidido no volver a financiar sus campañas ni, en algunos casos, las de los congresistas afines que intentaron boicotear la ratificación de Joe Biden como presidente.

Pese a la condena casi unánime del establishment –o quizá precisamente por ello–, Trump sigue conservando un fuerte apoyo entre el electorado republicano. Los más fanáticos y radicales de sus seguidores, las huestes fascistas de Qanon, que había vaticinado un golpe de fuerza definitivo de Trump el día de la toma de posesión de Biden –para acabar con los “satánicos” y “pedófilos” de los demócratas, que serían detenidos y ejecutados–, ya han empezado a darle la espalda por no haber llegado hasta el final y revelarse un flojo y un vendido.

Pero no dejan de ser una  minoría. Eran las fuerzas de choque, no el grueso del ejército de Trump. La inmensa mayoría  de sus  más de 74 millones de votantes rechazan el asalto al Capitolio –del que, por cierto, tienden a exonerarle– pero una parte muy importante sigue pensando –entre el 52% y el 65%, según los sondeos– que él fue el vencedor real de las elecciones y que Biden se impuso a causa de un fraude masivo.

Trump aún tiene a su gente en el bolsillo y, con ella, a gran parte de su partido. Sus principales dirigentes, con el líder de la hasta ahora mayoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, a la cabeza, ya han empezado a disociarse de su figura. Pero no les va a ser fácil enterrarle. En el 2016, cuando era un outsider, se impuso contra todo pronóstico. Ahora es más fuerte.

Un centenar largo de congresistas republicanos están a muerte con él. Como Marjorie Taylor Green, representante por Georgia, que desde Twitter difunde ya un nuevo hashtag promoviendo la destitución de Biden (#ImpeachBiden). El primogénito del expresidente, Donald Trump Jr., alentaba también a través de un tuit –donde un vídeo manipulado presentaba a un Biden aparentemente senil– la idea de que el nuevo Gobierno debería aplicar el artículo 25 de la Constitución y destituirle por incapacidad. Por aquí van a venir sin duda los ataques contra el nuevo presidente.

Pero para regresar Trump tendrá que superar la delicada prueba de su segundo impeachment, que en los próximos días empezará a ser debatido en el Senado. Como la primera vez, es improbable que sea declarado culpable –en este caso, de inducir el asalto al Capitolio–, dado que sería preciso el voto favorable de dos tercios de la cámara. El mayor riesgo para él viene de la posibilidad –abierta por el mero hecho de ser su segundo proceso– de que se vote posteriormente una resolución para inhabilitarle políticamente: aquí basta la mayoría simple, que los demócratas tienen ahora gracias al voto de calidad de la vicepresidenta, Kamala Harris. Pero aún y así no se puede dar por sentado el resultado.

John Bolton, quien fuera su consejero de Seguridad Nacional, un halcón republicano que ha roto definitivamente con él, considera que Trump es una “anomalía”, una “aberración en la historia de Estados Unidos”. ¿Lo es? ¿Ha sido realmente un paréntesis? ¿El asalto al Capitolio ha sido su epitafio? ¿O, como apuntaba el historiador Michael Brenner en el Washington Post, los hechos del 6 de enero pueden ser solamente un preludio de lo que podría venir, como el fallido Putsch de la cervecería de Munich de Adolf Hitler en 1923?


lunes, 18 de enero de 2021

Hijos de la guerra, hijos del amor

@Lluis_Uria


Cuando en 1959 se estrenó la película Hiroshima, mon amour, dirigida por Alain Resnais a partir de un guión de Marguerite Duras, provocó un gran impacto –artístico– y una no menos notable polémica –política–. Su visión crítica sobre el lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Japón en 1945, en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, aún resultaba indigesta para los vencedores. El filme tenía también otro aspecto incómodo: relataba en flash-backs el pasado traumático de la mujer protagonista, también víctima de la guerra, pero a manos de los suyos.

Junto a su fugaz amante japonés, una mujer francesa recuerda  la muerte de otro amante anterior, en Nevers, un soldado alemán de la Wehrmacht asesinado por la Resistencia en el momento de la Liberación. Señalada y humillada por haber mantenido relaciones sentimentales y sexuales con el ocupante, la protagonista es maltratada y rapada al cero por una horda vengativa y forzada a abandonar su pueblo.

Miles de mujeres en Francia, y en otros países europeos, sufrieron vejaciones semejantes. Acusadas de “colaboración horizontal” con el enemigo,  fueron  las víctimas propiciatorias de la venganza impotente de hombres que en su mayoría nunca tuvieron el coraje de enfrentarse a los ocupantes. Los jóvenes soldados de las fuerzas estadounidenses desembarcadas en Normandía asistían atónitos y avergonzados a estos autos de fe, perpetrados  muchas veces por individuos que se limitaban a cometer innobles ajustes de cuentas personales.

De estos amores de guerra –prohibidos, condenados– nacieron muchos niños en Europa, a un lado y el otro del frente. También los hubo, desgraciadamente, de violaciones... En total se calcula que en los años cuarenta nacieron en Europa unos 800.000 hijos de la guerra. Primero en los países ocupados por el ejército alemán:  Francia (con unos 200.000 niños), Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega... Y, tras la capitulación y la ocupación aliada, en Alemania (entre 200.000 y 400.000) y Austria.

Durante décadas, un manto de silencio cubrió a estos hijos del pecado, cruelmente señalados como “malditos” o “bastardos”. Y hubo que esperar al siglo XXI para que las familias se atrevieran a sacar su historia a la luz. Desde el 2009 una asociación francoalemana, Corazones sin Fronteras, trabaja por el reconocimiento legal de estas personas –han conseguido que los dos principales beligerantes, Alemania y Francia, les reconozcan la doble nacionalidad– y ayudan en las búsquedas genealógicas de los interesados.

Thierry Soudan, nacido en 1942 en París, consiguió a través de esta asociación identificar a su padre, Ludwig Christ, un soldado alemán de Munich –ya fallecido–que tras la guerra formó una nueva familia en su país natal. Gracias a una nota dejada sobre su tumba, Thierry logró contactar y conocer a sus hermanos alemanes, tan estupefactos como él al descubrir el secreto familiar. Al otro lado, en Empfingen, Jürgen Baiker se enteró por su madre, quien le reveló la verdad poco antes de morir, que su padre había sido un soldado francés, Simon Megevand. Enviado a Indochina, se le perdió la pista, hasta que años después Jürgen pudo saber que regresó a Francia, formó también otra familia y murió en 1981.

La belga Gerlinda Swiller, profesora de Historia y  portavoz de una asociación internacional de hijos de la guerra,  nació en 1942 en Ostende y su padre fue también un soldado alemán, Karl Weigert, que intentó en vano obtener el permiso paterno para casarse con su madre y acabó teniendo otra vida en su país. Gerlinda obtuvo en el 2016 su doctorado con una tesis sobre los hijos de la guerra, que se publicó posteriormente bajo el título La maleta olvidada. Sepultada la vergüenza original, reivindicaba su origen mixto con orgullo: “Después de todo, somos los primeros europeos”.

Hoy los nuevos europeos ya no nacen de la guerra, aunque siguen siendo fruto del amor. Enterradas las fronteras, la unidad europea ha alumbrado  decenas de miles de parejas binacionales. La principal partera –en un efecto secundario no buscado– ha sido el programa de becas universitarias Erasmus, al que en los últimos treinta años se atribuye el nacimiento de un millón de bebés europeos. Instaurado –no sin dificultad– en 1987, Erasmus ha hecho más que ninguna otra iniciativa comunitaria por generar una auténtica identidad europea.

Desde su creación, más de cuatro millones de jóvenes de toda Europa han seguido estudios superiores en otro país de la Unión. Han conocido a otros jóvenes, otras lenguas, otras culturas. Y  han encontrado pareja. Han dejado atrás el ombliguismo de sus pequeñas patrias para mirar más lejos. Las estadísticas dicen que los erasmus tienen más facilidades para encontrar empleo, pero desde una perspectiva global no es esto lo más importante. Lo fundamental es que Erasmus está construyendo Europa.

Quizá por eso, entre los más de 2.000 folios del acuerdo comercial que desde el 1 de enero rige las relaciones entre la Unión Europea y el ya desgajado Reino Unido, la herida más sangrante es la renuncia británica a seguir integrando el programa Erasmus (en el que en el 2019 participaron 54.619 de sus estudiantes). Como si se tratara de un peligroso caballo de Troya que pudiera socavar a largo plazo la solidez del Brexit.

En el 2002, una película de Cédric Kaplisch retrataba la vida de un grupo de estudiantes erasmus en Barcelona. Conocida en España como Una casa de locos, el título original era L’auberge espagnole, cuya traducción literal sería “el albergue español”, pero que en francés  designa un lugar donde cada uno aporta lo suyo y encuentra gente de todas partes. En el filme se forman y rompen parejas, y se forjan amistades indestructibles. Hoy, el francés Xavier, el italiano Alessandro, la española Soledad, el danés Lars, la belga Isabelle y el alemán Tobias se quedarían sin poder conocer a una pelirroja inglesa llamada Wendy...


 

Cómplices del golpe

@Lluis_Uria


Donald Trump es culpable de sedición. Como mínimo. Su grave responsabilidad en la instigación del asalto al Capitolio le valdría en España, por lo bajo, 13 años de cárcel, atendiendo a la línea del Tribunal Supremo. Está por ver qué pensará la justicia norteamericana. Pero Trump no es el único culpable, no está solo. Su fallido golpe de mano del Día de Reyes contra los representantes de la soberanía popular –con el objetivo de abortar la oficialización de Joe Biden como nuevo presidente de Estados Unidos– contaba con numerosos cómplices dentro mismo del Congreso.

Es el fruto de la degeneración de una buena parte del partido republicano, que en estos años ha sido modelado por Trump a su imagen y semejanza, hasta convertirlo en un grupo de hooligans de extrema derecha con inclinaciones autoritarias.

Minutos antes de que las hordas trumpistas asaltaran el Capitolio, el líder de la mayoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, intervino para rechazar las objeciones presentadas por un grupo de sus correligionarios contra los resultados en varios estados en los que Biden fue dado ganador. “Los votantes, los tribunales, los estados, han hablado. Si anulamos (el resultado del voto), dañaremos nuestra república para siempre”, advirtió.

¡A buenas horas! Porque McConnell, un cínico que ha convertido la Cámara Alta en una trinchera sectaria, estuvo hasta el último momento alimentando con medias palabras las mentiras de Trump de que la victoria del candidato demócrata se debió a un pucherazo masivo.

McConnell, de 78 años, es un gato viejo, dispuesto a cambiar de chaqueta cuando haga falta. Pero es también un político prácticamente amortizado, después de que la victoria demócrata en las elecciones senatoriales parciales de Georgia haya arrebatado a los republicanos el control de la Cámara alta.

El hombre al que hay que prestar atención es Ted Cruz, el senador de Texas que ha liderado desde el Congreso la contestación a los resultados electorales y ha orquestado las maniobras que buscaban obstaculizar la certificación oficial de la victoria de Biden y deslegitimar su presidencia alimentando las acusaciones de fraude.

Cruz es el cabecilla de un nutrido grupo de republicanos dispuestos a seguir la estrategia destructora de Trump sin miramientos. En la madrugada de ayer, una vez desalojado el Capitolio y devuelta la tranquilidad a las calles de Washington, la Cámara de Representantes y el Senado votaron la validación de Biden y rechazaron las objeciones a los resultados de Arizona y Pensilvania. Pero la contestación no fue menor. Algunos congresistas cambiaron su voto a la vista de la gravedad de la situación. Pero 145 republicanos (138 representantes y 7 senadores) se encastillaron en la denuncia del supuesto fraude. ¡Nada menos que 145! El Great Old Party está gangrenado hasta el tuétano.

La trayectoria de Ted Cruz –ex candidato a las elecciones presidenciales en las primarias del 2016, en las que se enfrentó a Trump– es ilustrativa de la deriva del partido republicano. Nacido hace 50 años en Canadá, de padre cubano y madre estadounidense, el senador de Texas ha estado siempre situado en el ala más derechista de la formación. Anti aborto, anti matrimonio homosexual, pro armas, furibundo anti Obama… es un jurista reconocido que participó en la acusación contra Bill Clinton por el caso Lewinsky en 1998 y en el equipo de George W. Bush que disputó en el Supremo los polémicos resultados electorales en Florida que hurtaron la presidencia a Al Gore en el 2000.

En el 2016 fue uno de los aspirantes republicanos que más guerra dio a Donald Trump en la disputa por la nominación como candidato a la Casa Blanca. De hecho, ganó en nueve estados y fue el segundo en la obtención de delegados para la convención republicana.

Cruz, que pasaba por ser un conservador serio frente a un candidato tarambana, tuvo gruesos cruces de insultos con el futuro presidente. Mientras Trump le llamaba “Ted el mentiroso” o “pequeño bebé”, sugería que su progenitor tuvo algo que ver con el asesinato de Kennedy (“Su padre estuvo con Lee Harvey Oswald antes de que le disparara”) y le amenazaba con hablar sobre su esposa, Cruz le respondía llamándole “cobarde llorón”, “mentiroso patológico”, “hombre completamente amoral” y “un narcisista a un nivel que no creo que este país haya visto nunca”.

Cuatro años después,  Ted Cruz es el más trumpista entre los trumpistas. Su transmutación ha sido la del partido republicano, abocado ahora a una guerra entre sus dos almas. Ayer, tras la accidentada sesión del Congreso, Cruz defendió haber “hecho lo correcto”. Toda una declaración de intenciones.