"La visión de la economía que tiene el Gobierno podría resumirse en
unas pocas y breves frases: Si se mueve, cóbrale impuestos. Si se sigue
moviendo, regúlalo. Y si se para, subvenciónalo”. Con ésta y otras frases
similares, el entonces candidato
republicano a la Casa Blanca Ronald Reagan fustigaba en 1980 a la administración
demócrata de Jimmy Carter y adelantaba la revolución neoconservadora que –con
la acción paralela de Margaret Thatcher en Londres– iba a poner el mundo patas arriba. La nueva era de la
desregulación financiera, de los regalos fiscales a los ricos y el recorte de
las prestaciones sociales empezó hace más de tres décadas, beneficiándose a la
postre de que la caída de la Unión
Soviética –un derrumbe que se debió más al colapso interno del sistema
comunista que a la acción exterior– dejó
al capitalismo sin ningún oponente serio.
El resultado de aquella
contrarrevolución, que iba contra el espíritu igualitarista fundacional
de Estados Unidos, ha arrojado una fractura social sin precedentes y ha
ahondado la brecha que separa a los cada vez más ricos de los más pobres y de
unas clases medias progresivamente empobrecidas. Una falla que Donald Trump se
apresta ahora a profundizar con su controvertida reforma fiscal.
Un macroestudio internacional elaborado por un centenar de
economistas de todo el mundo –reunidos en el grupo World Wealth and Income
Database y coordinado por un equipo en el que está Thomas Piketty, célebre
autor de El capital en el siglo XXI– ha contabilizado por primera vez el
aumento de las desigualdades en el mundo desde los años ochenta hasta hoy y sus
conclusiones son espeluznantes: en las
últimas décadas el 1% de los más ricos del planeta han captado el 27% de la
riqueza mundial creada, mientras que el 50% más pobre se ha repartido un
escuálido 12%.
Las desigualdades no son uniformes entre las diversas regiones del
mundo y son más acusadas en Oriente Medio, Asia y Rusia que en los países
occidentales democráticos (aunque en Asia, a diferencia de Occidente, las
clases medias han aumentado sensiblemente sus rentas). Las diferencias son
también muy acusadas entre Europa y Estados Unidos: si en 1980 ese 1% de los
más ricos disponía a ambos lados del Atlántico del 10% de la riqueza, en el
2016 en Europa –protegida por un Estado del bienestar que, aunque renqueante,
ha sido salvado– había aumentado al 12%, mientras que en Estados Unidos se
disparó hasta el 20%. En el mismo periodo, la renta del 50% de los americanos más
pobres cayó del 20% al 12,5%. ¿Un dato reciente que enturbia los datos
macroeconómicos de la recuperación?: el año pasado el número de personas sin
techo en las calles de las ciudades norteamericanas volvió a subir por primera
vez desde el 2010, hasta alcanzar las 554.000 (63.000 en Nueva York, 55.000 en
Los Ángeles). El reverso de la torre Trump.
En todo este tiempo, mientras la riqueza global crecía, los
estados se han ido empobreciendo –privatizaciones, deuda al alza–, lo que ha
restado margen de maniobra a su función reequilibradora. Difícilmente se pueden
afrontar las exigencias de la cohesión social –que precisa de transferencias de
renta a través de inversiones públicas y prestaciones sociales– si los ingresos
de cada Estado se van reduciendo. La situación, de nuevo, es más dramática en
Estados Unidos, donde los ingresos fiscales brutos apenas representan el 26%
del PIB (datos del año pasado), mientras que en Alemania o Francia se elevan al
44,1% y 45,6%. La educación y la sanidad siguen siendo en Europa los pilares de
una política de equidad social que en EE.UU. ha ido desapareciendo a marchas
forzadas.
Para mayor escándalo, cada año 350.000 millones de euros son
sustraídos a las arcas de los estados (120.000 millones sólo en la Unión
Europea) –según cálculos del economista francés Gabriel Zucman, profesor de la
Universidad de Berkeley, en California– por la evasión fiscal de las grandes
empresas y grandes fortunas a través de sociedades pantalla situadas en
paraísos fiscales. Un fraude colosal que no puede sino agravar el resentimiento
de los contribuyentes de a pie a quienes –a ellos sí– no se les perdona ni un
euro, ni un dólar.
El resquemor y la animosidad de los obreros y las clases medias
norteamericanas empobrecidas –los damnificados de la globalización– explican
el apoyo masivo que prestaron hace un año al entonces candidato Donald
Trump, un voto de protesta contra el establishment pero también de adhesión a
sus promesas de recuperar el esplendor y la riqueza perdidas al grito de
America first! En pago a su entrega, el presidente de Estados Unidos –con el
aplauso entusiasta del partido republicano– ha impulsado una reforma fiscal,
aprobada por el Congreso esta misma semana, que beneficiará esencialmente a las
grandes empresas y a las mayores rentas
y que amenaza con agravar de forma notable el déficit público (hasta en un
billón de dólares). Así que , además de desmontar el Obamacare, EE.UU. ya puede
empezar a prepararse para nuevos recortes en los programas sociales.
En Twitter, Trump aseguraba ayer que “el 95% de los americanos van
a pagar menos o, en el peor de los casos, la misma cuantía de impuestos (la
mayoría mucho menos)”. Desde luego, no en la misma medida. Según el Centro de
Política Fiscal, quienes ganan menos de 25.000 dólares al año se ahorrarán en
impuestos 60 dólares, los que ganan más de 733.000, se ahorrarán 51.000. Como
subrayaba el economista Richard Reeves, de la Brookings Institution, en Libération: “El 5% de los más ricos van a ganar decenas de miles
de millones de dólares al año, para ellos será un festín, mientras que los
trabajadores de la clase media sólo obtendrán migajas”.
El panorama, en la medida en que este proceso no amenaza sino con
agravarse, no puede ser más sombrío. Branko Milanovic, autor de Global Innequality
y padre del gráfico llamado curva del elefante, ha vaticinado que poco a poco
las clases medias occidentales –hasta ahora mundialmente privilegiadas– irán
perdiendo poder adquisitivo y acabarán superadas económicamente por las clases
medias asiáticas. Con amplias capas de población convertidas en nuevos pobres,
los países occidentales se enfrentarán a un riesgo de “desarticulación social”
que podría poner en peligro los propios regímenes democráticos.