Así pues, el gran proyecto
de los nostálgicos del imperio británico es convertir el Reino Unido en un
paraíso fiscal satélite de Estados Unidos. ¡Qué gran horizonte! Es difícil
recordar un discurso tan pobre y triste como el pronunciado esta semana por la
primera ministra británica, Theresa May, sobre sus planes para abandonar la
Unión Europea. Cuando los alegres votantes del Brexit despierten de su
embriaguez nacionalista, la resaca amenaza con ser extremadamente dura...
El Brexit había sido hasta ahora el principal motivo de angustia,
la peor pesadilla, de la Unión Europea, temerosa de que en estos tiempos de
europesimismo la iniciativa de Londres abriera la puerta a nuevas deserciones
y, a largo plazo, quién sabe si a la desintegración de Europa. Pero la belicosa
actitud británica y, sobre todo, la hostilidad antieuropea del nuevo presidente
de Estados Unidos, Donald Trump –autoerigido en un hooligan del Brexit–, podrían acabar conjugándose como un antídoto contra
las tensiones centrífugas. Nada une más que un adversario común.
De entrada, la insistencia
de Trump en cuestionar la utilidad de la OTAN –que ha calificado de
organización “obsoleta”– ha conseguido ya que los países del Este de Europa que
habían formado parte del bloque soviético, atemorizados por la política
agresiva de Rusia, se hayan decidido a abrazar la idea de potenciar la Europa
de la defensa promovida por Alemania y Francia, lo que hasta ahora –fieles a
los dictados de Washington– rechazaban de plano. ¡Cuán lejos queda la bronca
que les lanzó en el 2013 el entonces presidente francés, Jacques Chirac,
reprochándoles “haber perdido la oportunidad de callarse” por haber apoyado la
invasión de Irak!
La suficiencia de que ha
hecho gala Donald Trump desde que inició su carrera electoral es directamente
proporcional a su ignorancia. Su impetuosidad, a su inexperiencia. Detrás de
sus ataques a la Unión Europea, a la que calificó de forma reduccionista de
construcción “al servicio de la potencia alemana” y por cuya integración
demostró una militante indiferencia, hay probablemente muy poca reflexión, por
no decir ninguna. Pero su postura es absolutamente coherente con los tics
nacionalistas y aislacionistas que ha manifestado hasta ahora. Y, en este
sentido, significa una abrupta y radical ruptura con la política de EE.UU.
desde la Segunda Guerra Mundial.
Barack Obama, más
preocupado por la emergente área del Pacífico que por la vieja Europa, marcó
una cierta inflexión en este sentido. Pero nunca llegó a cuestionar el que ha
sido hasta ahora uno de los pilares fundamentales de la política exterior
estadounidense. Trump parece, de entrada, dispuesto a romper con todo ello. El
nuevo presidente norteamericano no sólo cuestiona la utilidad de la Alianza
Atlántica, sino que se muestra dispuesto incluso a alentar la disgregación de
la UE, pensando sin duda que el debilitamiento de Europa –una “primera potencia
mundial que se ignora”, en palabras de Jacques Attali– es beneficioso para
Estados Unidos. Pero... ¿realmente lo es? Hasta ahora, Washington nunca había
pensado así.
Finalizada la Segunda
Guerra Mundial, el mundo entero se enfrentó a un problema crucial: Europa,
absolutamente devastada, con su estructura económica aniquilada y sus
poblaciones arruinadas y sin esperanza, se había convertido en el más peligroso
foco de desestabilización y de amenaza a la prosperidad y la aún frágil paz
mundial. El general George Marshall, una de las mentes más preclaras de la
época, concluyó que la principal responsabilidad de Estados Unidos –por el bien
de todos, pero también por el bien propio– debía impedir a toda costa el
hundimiento del Viejo Continente. “Aparte de su efecto desmoralizador sobre el
mundo entero y de los desórdenes que pueden surgir de la desesperación de los
pueblos afectados, las consecuencias de esta situación para la economía
norteamericana han de ser obvias para todos”, subrayó Marshall en un célebre
discurso pronunciado el 5 de junio de 1947 en la Universidad de Harvard. “La
solución –concluyó– está en romper el círculo vicioso y restaurar la confianza
de los europeos en el futuro económico de sus propias naciones y en el de
Europa en su integridad”.
A través del Plan Marshall,
por el que Norteamérica repartió entre vencedores y vencidos una ayuda de
13.000 millones de dólares entre 1947 y 1952, Europa se levantó de su
postración y EE.UU. afianzó su hegemonía política y económica. No fue
replegándose en sí mismo al grito timorato de “American first” –Estados Unidos primero, como proclamó Trump en su
discurso de toma de posesión– como el país se convirtió en la primera potencia.
Numerosas son las voces que han advertido a Trump sobre el grave
error que se dispone a cometer. “Durante siete décadas, los sucesivos
presidentes de EE.UU. trataron la integración europea y la cooperación en
defensa como algo directamente vinculado a los intereses económicos de
América”, escribía esta semana el Financial Times, que calificaba la deriva
de Trump de “irresponsable y peligrosa”. Para The New York Times, menospreciar la
importancia de la integración europea –el segundo mayor mercado del mundo–
implica “ignorar la historia y rechazar el futuro”, además de regalar bazas
–¿gratuitamente?– al presidente ruso, Vladímir Putin. Algunos analistas
consideran que, confrontado a la realidad, Trump no tendrá más remedio –en este
como en otros aspectos– que rectificar. Mientras, y si el periodo electoral que
se abre en los principales países de la UE este año lo permite, los europeos
podrían aprovechar este desafío para tratar de reforzar su cohesión.