sábado, 21 de enero de 2017

Trump como antídoto


Así pues, el gran proyecto de los nostálgicos del imperio británico es convertir el Reino Unido en un paraíso fiscal satélite de Estados Unidos. ¡Qué gran horizonte! Es difícil recordar un discurso tan pobre y triste como el pronunciado esta semana por la primera ministra británica, Theresa May, sobre sus planes para abandonar la Unión Europea. Cuando los alegres votantes del Brexit despierten de su embriaguez nacionalista, la resaca amenaza con ser extremadamente dura...
El Brexit había sido hasta ahora el principal motivo de angustia, la peor pesadilla, de la Unión Europea, temerosa de que en estos tiempos de europesimismo la iniciativa de Londres abriera la puerta a nuevas deserciones y, a largo plazo, quién sabe si a la desintegración de Europa. Pero la belicosa actitud británica y, sobre todo, la hostilidad antieuropea del nuevo presidente de Es­tados Unidos, Donald Trump –autoerigido en un hooligan del Brexit–, podrían acabar conjugándose como un antídoto contra las tensiones centrífugas. Nada une más que un adversario común.

De entrada, la insistencia de Trump en cuestionar la utilidad de la OTAN –que ha calificado de organización “obsoleta”– ha conseguido ya que los países del Este de Europa que habían formado parte del bloque soviético, atemorizados por la política agresiva de Rusia, se hayan decidido a abrazar la idea de potenciar la Europa de la defensa promovida por Alemania y Francia, lo que hasta ahora –fieles a los dictados de Washington– rechazaban de plano. ¡Cuán lejos queda la bronca que les lanzó en el 2013 el entonces presidente francés, Jacques Chirac, reprochándoles “haber perdido la oportunidad de callarse” por haber apoyado la invasión de Irak!
La suficiencia de que ha hecho gala Donald Trump desde que inició su carrera electoral es directamente proporcional a su ignorancia. Su impetuosidad, a su inexperiencia. Detrás de sus ataques a la Unión Europea, a la que calificó de forma reduccionista de construcción “al servicio de la potencia alemana” y por cuya integración demostró una militante indiferencia, hay probablemente muy poca reflexión, por no decir ninguna. Pero su postura es absolutamente coherente con los tics nacionalistas y aislacionistas que ha manifestado hasta ahora. Y, en este sentido, significa una abrupta y radical ruptura con la política de EE.UU. desde la Segunda Guerra Mundial.
Barack Obama, más preocupado por la emergente área del Pacífico que por la vieja Europa, marcó una cierta inflexión en este sentido. Pero nunca llegó a cuestionar el que ha sido hasta ahora uno de los pilares fundamentales de la política exterior estadounidense. Trump parece, de entrada, dispuesto a romper con todo ello. El nuevo presidente norteamericano no sólo cuestiona la utilidad de la Alianza Atlántica, sino que se muestra dispuesto incluso a alentar la disgregación de la UE, pensando sin duda que el debilitamiento de Europa –una “primera potencia mundial que se ignora”, en palabras de Jacques Attali– es beneficioso para Estados Unidos. Pero... ¿realmente lo es? Hasta ahora, Washington nunca había pensado así.
Finalizada la Segunda Guerra Mundial, el mundo entero se enfrentó a un problema crucial: Europa, absolutamente devastada, con su estructura económica aniquilada y sus poblaciones arruinadas y sin esperanza, se había convertido en el más peligroso foco de desestabilización y de amenaza a la prosperidad y la aún frágil paz mundial. El general George Marshall, una de las mentes más preclaras de la época, concluyó que la principal responsabilidad de Estados Unidos –por el bien de todos, pero también por el bien propio– debía impedir a toda costa el hundimiento del Viejo Continente. “Aparte de su efecto desmoralizador sobre el mundo entero y de los desórdenes que pueden surgir de la desesperación de los pueblos afectados, las consecuencias de esta situación para la economía norteamericana han de ser obvias para todos”, subrayó Marshall en un célebre discurso ­pronunciado el 5 de junio de 1947 en la Universidad de Harvard. “La solución –concluyó– está en romper el círculo vicioso y restaurar la confianza de los europeos en el futuro económico de sus propias naciones y en el de Europa en su integridad”.
A través del Plan Marshall, por el que Norteamérica repartió entre vencedores y vencidos una ayuda de 13.000 millones de dólares entre 1947 y 1952, Europa se levantó de su postración y EE.UU. afianzó su hegemonía política y económica. No fue replegándose en sí mismo al grito timorato de “American first” –Estados Unidos primero, como proclamó Trump en su discurso de toma de posesión– como el país se convirtió en la primera potencia.
Numerosas son las voces que han advertido a Trump sobre el grave error que se dispone a cometer. “Durante siete décadas, los sucesivos presidentes de EE.UU. trataron la integración europea y la cooperación en defensa como algo directamente vinculado a los intereses económicos de América”, escribía esta semana el Financial Times, que calificaba la deriva de Trump de “irresponsable y peligrosa”. Para The New York Times, menospreciar la importancia de la integración europea –el segundo mayor mercado del mundo– implica “ignorar la historia y rechazar el futuro”, además de regalar bazas –¿gratuitamente?– al presidente ruso, Vladímir Putin. Algunos analistas consideran que, confrontado a la realidad, Trump no tendrá más remedio –en este como en otros aspectos– que rectificar. Mientras, y si el periodo electoral que se abre en los principales países de la UE este año lo permite, los europeos podrían aprovechar este desafío para tratar de reforzar su cohesión.


sábado, 7 de enero de 2017

El gobierno de los millonarios

Desde su barroco y vulgar apartamento dorado del piso 66 de la Torre Trump, en la Quinta Avenida de Manhattan, el presidente electo de Estados Unidos otea el mundo y espera impaciente, a golpe de compulsivos tuits, el momento de asumir efectivamente el mando. El mundo también espera. En algunos lugares –en muchos– con más inquietud y aprensión que en otros. Donald Trump ganó las elecciones del 8 de noviembre –con casi tres millones menos de votos que Hillary Clinton, todo hay que decirlo– con la promesa de romper la baraja. Y ya ha empezado a hacerlo: con sus declaraciones, con sus nombramientos. Como también ha empezado rápidamente a confirmar aquel aserto de Jacques Chirac según el cual las promesas de campaña electoral sólo comprometen a quienes las escuchan. Y a quienes se las creen...

Que un multimillonario promotor inmobiliario osara presentarse ante el electorado como el adalid anti establishment y anti Wall Street es menos asombroso que la credulidad del empobrecido obrero blanco de Michigan dispuesto a ver en el magnate al caballero redentor de la clase trabajadora. Qué importa que Barack Obama, con su política económica –radicalmente opuesta a la europea–, haya conseguido bajar el paro al 4,7% –datos de ayer mismo–, donde haya una buena y barata demagogia ¡que se quite todo lo demás!

En cualquiera de los casos, el desengaño no ha tardado en llegar: el nuevo equipo de gobierno de Trump está integrado por un grupo de generales ultramontanos y una decena de millonarios, entre los cuales varios tiburones de las finanzas, con acusada presencia de antiguos dirigentes de Goldman Sachs, un banco comprometido en el escándalo de las subprimes –que desencadenaron la crisis financiera y económica del 2008–; responsable de la ocultación, a través de la contabilidad creativa,  de la magnitud de la deuda pública de Grecia y recientemente multado por manipular los tipos de interés entre el 2007 y el 2012...

De este ejemplo de capitalismo escualo proceden el futuro secretario del Tesoro, Steven Mnuchin (con una fortuna personal estimada en 300 millones de dólares); el director de Estrategia del presidente y uno de los más influyentes consejeros de Trump, el ultraderechista Stephen Bannon, fundador del portal Breitbart (10 millones), y el futuro responsables del Consejo Nacional Económico, Gary Cohn (123 millones), el número uno del banco.

Y del mundo de las finanzas proceden también Wilbur Ross, futuro secretario de Comercio (2.500 millones de dólares, ganados en gran medida gracias a los préstamos hipotecarios); Carl Icahn, un hombre de Wall Street con participaciones en numerosísimas sociedades y 16.700 millones de patrimonio, que será consejero de Trump ¡en materia regulatoria!; y Vincent Viola (1.780 millones), inminente jefe de los ejércitos, pionero del trading bursátil de alta frecuencia...

Completando este particular club de los multimillonarios que amenaza –de hecho, es más que una amenaza, una certeza– con controlar el Gobierno de Estados Unidos están Todd Rickets, secretario adjunto de Comercio (4.500 millones), y Betsy Devos, secretaria de Educación (1.250 millones). A quienes cabe añadir, aunque más modesto (45 millones), al futuro secretario de Trabajo, Andrew Puzder, propietario de la cadena de restaurantes de comida rápida CKE, que a buen seguro hará las delicias de los obreros de Detroit con sus posturas contrarias al salario mínimo y el reconocimiento de las bajas  por enfermedad...

Que Trump, en la mejor tradición de poner a los zorros a vigilar el gallinero,  haya decidido colocar a un empresario contrario a los derechos de los trabajadores al frente de Trabajo es comparable a la decisión de encargar la Agencia de Protección del Medio ambiente a un negacionista del cambio climático –Scott Pruitt– o el Departamento de Justicia a un racista simpatizante del Ku Klux Klan –Jeff Sessions–. Y, la guinda del pastel: al frente de la diplomacia estadounidense, a un hombre muy cercano al presidente de Rusia, Vladímir Putin, acusado por las agencias de inteligencia de EE.UU. de haber dirigido ciberataques durante la campaña electoral norteamericana para apoyar la candidatura de Trump (a base de demolir a Hillary Clinton con la complicidad activa del oscuro Wilileaks)

Situando en el crucial Departamento de  Estado a Rex Tillerson, ex presidente de la petrolera ExxonMobil –de la que acaba de cobrar una indemnización por jubilación de 180 millones, a sumar a un patrimonio de más de 300–, con quien hizo  importantes inversiones en Rusia, Donald Trump ha rizado el rizo de  la colisión entre intereses privados y públicos (algo de lo que él no está en absoluto libre). Y sobre todo rompe drásticamente con la política exterior de Washington   hacia Moscú. Tillerson es abiertamente contrario a las sanciones económicas contra Rusia por la anexión de Crimea –ExxonMobile fue una de las compañías más perjudicadas– y coincide con su nuevo jefe en la conveniencia de reorientar las relaciones con el hasta ahora adversario ruso.


En el Kremlin, rodeado también de molduras doradas, Vladímir Putin espera confiado (en fin, todo lo confiado que puede hacerlo un antiguo espía) a que su amigo  Trump llegue a la Casa Blanca,  dentro de menos de quince días. Y hasta se ha permitido dejar temporalmente sin respuesta la agresiva decisión de Obama de expulsar a 35 diplomáticos rusos en represalia por los ciberataques. Putin sabe que a partir del día 20, en Washington no tendrá ningún oponente ideológico. Sólo millonarios hombres de negocios.