martes, 29 de diciembre de 2020

La maldición de Dayton

Los acuerdos para poner fin a la guerra de Bosnia, en 1995, han dejado un Estado fallido, ineficaz y corrupto, dominado por los nacionalistas de las tres etnias

@Lluis_Uria


En el puente de Vrbanja empezó la tragedia de Sarajevo. El 5 de abril de 1992, milicianos serbobosnios opuestos a la secesión de Bosnia-Herzegovina de Yugoslavia dispararon contra una manifestación en favor de la paz y acabaron con la vida de dos mujeres, Suada Dilverovic y Olga Sucic. El relato oficial las designa como las primeras víctimas de la guerra de Bosnia (1992-1995), que costó  100.000 vidas y desplazó a dos millones de personas más. Hoy el puente lleva su nombre en una placa, aunque también es conocido como el Puente de Romeo y Julieta porque en este mismo lugar cayeron el 19 de mayo de 1993 una pareja de novios interétnica: Admira Ismic (bosniaca musulmana) y  Bosko Brkic (serbobosnio)

El puente forma parte de los tours turísticos de la ciudad vinculados a la guerra, junto a la Biblioteca Nacional –reducida a cenizas por los bombardeos serbios y hoy reconstruida–, un fragmento del túnel que se abrió para poder llevar suministros a la ciudad sitiada y la antaño peligrosa avenida de los francotiradores, donde se levanta en primera línea el hotel Holiday Inn, cuartel general de periodistas durante el asedio. Renovado en el 2017, el rebautizado Hotel Holiday conserva su perfil y su característico color amarillo, pero poco más. Obtener una habitación apenas cuesta  hoy –consecuencia de la pandemia y el hundimiento del turismo– 57 euros la noche. Durante la guerra se pagaba casi a precio de oro.


En marzo de 1996, una delegación de políticos y periodistas catalanes encabezada por el entonces alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, viajó a Sarajevo para abrir una línea de apoyo a la capital bosnia y se alojó aquí. La fachada principal del hotel presentaba numerosos impactos de proyectiles y las habitaciones de ese lado era impracticables. En los pasillos había huellas de explosiones, con paredes tiznadas y boquetes que dejaban a la vista la armadura de hierro de los muros. Las habitaciones laterales eran seguras pero escuetas. Ninguna tenía cristales en las ventanas –sólo los plásticos suministrados por la ONU–, pero había agua caliente, un lujo reciente.

Hacía cuatro meses que las tres comunidades enfrentadas en la guerra civil de Bosnia –serbios ortodoxos, croatas católicos y bosniacos musulmanes– habían sellado los acuerdos de paz de Dayton (Ohio), negociados durante veintiún días en la base aérea norteamericana de Wright-Patterson. La ciudad había empezado a respirar, pero en sus calles la guerra seguía muy presente. Numerosos edificios estaban destruidos o dañados, y la presencia de los vehículos blindados de la OTAN, así como de grandes contenedores en los cruces –para proteger a los viandantes de los francotiradores–, recordaban que la seguridad era todavía un concepto frágil. La destrucción de Sarajevo era visiblemente física, pero también y sobre todo moral. La antigua ciudad cosmopolita, abierta y multiétnica había sucumbido –al igual que el conjunto del país– ante la furia nacionalista.


Los acuerdos de Dayton fueron firmados por los presidentes de Bosnia, Serbia y Croacia –sus dos peligrosos vecinos, padrinos de sus respectivas milicias– el 14 de diciembre de 1995 en el palacio del Elíseo, en París, con la presencia de los máximos dirigentes mundiales. Han pasado 25 años y el balance no puede ser más desolador. El pacto estableció la creación de un Estado con dos entidades –una república serbia y una federación croato-musulmana, a su vez dividida en dos entes autónomos–, tres nacionalidades y una presidencia tripartita rotatoria. Era la manera de garantizar que ninguno de los tres campos podría imponerse a los demás. Pero a la vez consolidó la división. Dayton puso fin a la efusión de sangre y a la limpieza étnica, pero a costa de profundizar la fractura entre comunidades  y reforzar el dominio de los nacionalistas. Bosnia es un Estado fallido, ineficaz y corrupto que ha perpetuado el inmovilismo y el estancamiento. Muchos jóvenes no ven otra salida que el éxodo: antes de la guerra, el país tenía 4,5 millones de habitantes, ahora apenas pasa de 3.

“Durante mucho tiempo, muchos líderes bosnios han visto la paz como la continuación de la guerra por otros medios. Pese a  los masivos esfuerzos internacionales, las fuerzas de la desintegración han continuado  haciéndose sentir en toda la región”, ha constatado un cuarto de siglo después el ex primer ministro sueco Carl Bildt, antiguo enviado especial a la ex Yugoslavia y copresidente de la conferencia de Dayton.  Las posiciones están tan enquistadas que todo intento de romper el actual statu quo podría despertar de nuevo la violencia.

En este paisaje de desolación hay, con todo, algunos destellos de cambio. En las elecciones locales del 15 de noviembre, una alianza de partidos de la oposición ganó en Sarajevo, cuyo próximo alcalde será un veterano socialdemócrata serbobosnio, Bogic Bogicevic, uno de los pocos que se opuso a la idea de la Gran Serbia y que se quedó en la ciudad durante el sitio. Su elección es un símbolo de que la convivencia aún es posible. En Mostar, la otra gran ciudad dividida –entre croatas y musulmanes–, las elecciones del pasado domingo, las primeras en 12 años, confirmaron la hegemonía de las fuerzas nacionalistas de unos y otros, pero dieron entrada con el 11% de los votos a una fuerza multiétnica: Nasa Stranka (Nuestro Partido)


En 1996, en el viaje de regreso hacia la costa adriática, la delegación catalana  se detuvo en Mostar para visitar al contingente militar español que, integrado por 1.800 soldados, velaba por el mantenimiento del alto el fuego e intentaba reconstruir los puentes entre ambas comunidades: el físico, sobre el río Neretva –más fácil–, y el moral. Las tropas españolas tenían su cuartel general en un abandonado concesionario de Volkswagen y la moneda de curso legal en la cantina era el marco alemán. A veces, los pequeños detalles anuncian los grandes cambios. Y allí, sobre las cenizas de la guerra de los Balcanes una nueva Europa alemana estaba naciendo.


sábado, 19 de diciembre de 2020

El otoño de los generales

@Lluis_Uria

Michael Flynn, laureado exgeneral del ejército de Estados Unidos y fugaz consejero de Seguridad Nacional del presidente Donald Trump, sin duda se considera un patriota. Todos los militares lo hacen, aunque luego algunos conviertan su amada patria en moneda de cambio y coartada de ambiciones menos honorables. Flynn, por ejemplo, firmemente comprometido en la carrera presidencial de Trump, no dudó en buscar complicidades con los rusos –¡los archienemigos de toda la vida!– durante la campaña del 2016.

A consecuencia de sus maquinaciones con el embajador ruso en Washington, tuvo que dimitir de su cargo en la Casa Blanca menos de un mes después de ser nombrado. Y acabó siendo el primer inculpado –por mentir al FBI– en el caso del Rusiagate, que investigaba la interferencia de Moscú en las elecciones norteamericanas. Su penitencia acabó este 25 de noviembre, cuando el presidente le concedió la gracia.

El exgeneral Flynn es un hombre agradecido, además de disciplinado. Así que nada más ser indultado por Trump –dispuesto a perdonar a todos los suyos de cualquier desliz, incluida su prole y él mismo si llegara el caso, antes de abandonar la Casa Blanca– salió en tromba a defender la tesis maliciosa de su jefe de que las elecciones presidenciales han sido una monstruosa manipulación de los demócratas para robarle la victoria.

Nadie, ni los agentes electorales republicanos, ni los jueces, ni el propio fiscal general y titular del Departamento de Justicia, William Barr, han visto el fraude por ninguna parte. Pero da igual. Trump se dispone a dejar el cargo con una mentira colosal que sin embargo medio país ha decidido tragarse sin pestañear.

A Michael Flynn le va la marcha –militar, por supuesto– y no se contentó con clamar al cielo y pedir la intervención de los tribunales. En un arranque de acentos ibéricos, el exgeneral pidió al presidente que suspendiera temporalmente la Constitución, decretara la ley marcial y encargara al ejército la supervisión de unas nuevas elecciones. Ya se encargarían ellos de poner las cosas en su sitio (haciendo desaparecer unos cuantos millones de votos para el  demócrata Joe Biden, se deduce)

Flynn no es un general del montón. Con rango de teniente general, dirigió la Agencia de Inteligencia de la Defensa entre el 2012 y el 2014, y antes tuvo altas responsabilidades en Afganistán e Irak. Es un hombre con formación universitaria, educado en una de las democracias más añejas del mundo. Así que, al menos, propone un golpe aparentando que guarda las formas.

No como Francisco Beca Casanova, exgeneral de División del Ejército del Aire español, quien ajeno a las sutilizas intelectuales de su homólogo norteamericano defendía en un chat de militares retirados  “fusilar a 26 millones de hijos de puta”. Para Beca, no basta con anular los votos de disidentes y traidores, hay que exterminarlos, en la mejor tradición franquista (Paul Preston consigna en su biografía de Franco la estupefacción de Hitler por la política de aniquilamiento aplicada por el caudillo)

Los alivios gástricos de un exmilitar no tendrían más trascendencia si su autor no se hubiera sumado a una carta colectiva de altos oficiales retirados de la XIX Promoción de la Academia General del Aire, dirigida al rey Felipe VI, con ataques  contra el Gobierno. Y si a ésta no se hubiera añadido un manifiesto, suscrito ya por varios centenares de exmilitares, en el que se censura al PSOE, acusándole de haberse entregado  a “comunistas, golpistas catalanes y proetarras vascos”, y alertando de que la unidad de España está “en peligro”.

Entre los impulsores del manifiesto destacan el teniente general Emilio Pérez Alamán –condecorado con la Gran Cruz del Mérito Militar–; el también teniente general Juan Antonio Álvarez Giménez –exdirector de la Academia General Militar de Zaragoza–, y el almirante  José María Treviño –ex Representante Militar de España ante los comités militares de la OTAN y la Unión Europea–. No poca cosa.

Toda esta agitación otoñal castrense no se explica sin el malestar transversal que lleva tiempo incubándose en amplias capas de la sociedad y que se ha acrecentado con la crisis sanitaria y económica de la Covid-19. Y no quedaría completa sin añadir el mar de fondo que se percibe también en Francia. Por más que al otro lado de los Pirineos nadie haya planteado hasta ahora suspender la Constitución, declarar la ley marcial y anular las elecciones. Y mucho menos fusilar a medio país...

En los últimos días la prensa francesa  habla con fruición del exgeneral Pierre de Villiers, antiguo jefe del Estado Mayor de los Ejércitos, que en el 2017 se marchó dando un portazo por sus diferencias con el presidente Emmanuel Macron. Desde entonces, De Villiers no para de escribir libros, con no poco éxito, y ganar adeptos, hasta el punto de que hay quienes ven en él a una suerte de general De Gaulle –o general Bonaparte– redivivo.

El exjefe del Ejército francés juega con la ambigüedad cuando se le pregunta sobre sus aspiraciones presidenciales –algunos sondeos apuntan que un 20% de los franceses podrían votarle si presenta su candidatura, algo que llegaron a proponer los chalecos amarillos– y se deja querer, mientras realiza severas admoniciones  sobre la gravedad de la situación en Francia, que ve incluso al borde de “la guerra civil”.

Podría pensarse que todo estos frufrús de  entorchados, estos cling cling de medallas, simultáneamente en Estados Unidos, España y Francia constituyen hechos aislados sin conexión entre sí. Que cada caso es diferente y responde a una realidad nacional también diferente. Sin embargo, no habría que olvidar un dato fundamental: los tres países están extremadamente tensionados por una desmedida polarización política, que está poniendo seriamente a prueba la solidez del sistema democrático y la cohesión de la sociedad. Y es justamente en momentos así cuando puede emerger la tentación de un golpe de autoridad.




sábado, 5 de diciembre de 2020

Ese mar que se nos escapa

@Lluis_Uria


Sobre la arrogancia francesa se han escrito libros y estampado camisetas. Es un lugar común que casi nadie discute, ni siquiera los propios franceses (en un sondeo del Pew Research Center del 2013, ellos mismos designaban a Francia como el país más arrogante de Europa). Si hay un personaje que ha alimentado con ahínco este estereotipo, éste es Henri Guaino, ex alto funcionario y exdiputado conservador que, tras obtener un escuálido 4,5% de los votos en las elecciones locales en París en el 2017, declaró que el electorado de la circunscripción que le había dado la espalda era “para vomitar”.

Entre el 2007 y el 2012, Guaino era consejero especial –así como ideólogo y autor de la mayoría de los discursos– del presidente Nicolas Sarkozy  y uno de los principales promotores del plan de fundar una Unión del Mediterráneo. Guaino aseguraba con altivez que, estando Francia al frente, la iniciativa de integrar a los países de ambas riberas no acabaría fracasando miserablemente como el llamado Proceso de Barcelona, su precursor. La historia, sin embargo, vendría a poner las cosas en su sitio y el proyecto que Sarkozy lanzó a bombo y platillo en un solemne discurso en el palacio Marshan de Tánger (Marruecos) en octubre del 2007 acabaría encallando en las mismas aguas.

Este viernes se conmemoró con gran discreción –sólo un encuentro telemático a nivel ministerial– el 25º. aniversario del Proceso de Barcelona, nombre por el que se conoció el lanzamiento en 1995 del Partenariado Euromediterráneo (o Euromed) entre la Unión Europea y una docena de países de la ribera sur. La iniciativa, que se concretó en la Conferencia Euromediterránea de Barcelona, fue el fruto de un compromiso de Alemania con Francia y España para reequilibrar por el Sur la apertura de la UE al Este. 

El objetivo era abrir un foro de diálogo político, económico y cultural, y fomentar la paz, la estabilidad y la prosperidad en la zona. En aquel momento las negociaciones entre Israel y Palestina –tras los acuerdos de Oslo– parecían bien encaminadas y había esperanzas de desbloquear el conflicto que atenazaba a toda la región. El líder palestino Yasser Arafat y el entonces ministro de Exteriores israelí –y futuro primer ministro–, Ehud Barak, se erigieron en los protagonistas de la conferencia. Pero el espíritu de Barcelona duró poco. El diálogo israelo-palestino acabó naufragando en la cumbre de Camp David del 2000. Y ese foco de tensión permanente, junto al desinterés y las rivalidades, hicieron embarrancar el proceso.

La ambición de partida –se llegó a hablar de crear una zona de libre comercio en el Mediterráneo en el 2010 que nunca vio la luz– da la medida de la  decepción posterior. A partir del 2004 la nueva Política Europea de Vecindad propició los acuerdos de cooperación bilaterales, con  una liberalización comercial amputada, que excluía los ámbitos del trabajo y la agricultura (los más importantes para el Sur). Así que no es de extrañar que la cumbre del 10.º aniversario, de la que desertaron la mayoría de los líderes árabes, fuera deslucida y triste.

Y en eso llegó Sarkozy. En un viaje de Estado a Marruecos en el otoño del 2007 –con más de un centenar de periodistas de todo el mundo siguiéndole a bordo de un Airbus especial fletado por el Elíseo–, el presidente francés quiso emular a Jean Monnet y Robert Schuman, los padres fundadores de la Europa unida, y propuso poner los cimientos de una Unión del Mediterráneo integrada exclusivamente por los países ribereños. O sea, un Mediterráneo con inequívoco acento francés. (Sarkozy debería haber leído en aquel momento como un mal augurio el hecho de que su reciente divorcio excitara más a los periodistas franceses que su política exterior...)

Francia es mucha Francia –ahí hay que darle algo de razón a Henri Guaino– y en julio del 2008 logró reunir en una histórica cumbre fundacional en el Grand Palais de París a los jefes de Estado y de Gobierno de 43 países de Europa y el Mediterráneo, con las únicas excepciones del rey de Marruecos, Mohamed VI, que delegó, y el líder libio, Muamar el Gadafi. Pero  para entonces la Unión había permutado la preposición “del” por la de “por el”, una modificación nominal pero significativa que cambiaba el sentido de la nueva institución, y había dado entrada por presión de Alemania a toda la UE (lo que levantó no pocas suspicacias en la ribera sur)

 Todo aquel boato fue un bonito espejismo. Porque lo cierto es que lo nuevo se parecía mucho a lo viejo.  Lo cual quedó rubricado simbólicamente con la elección de Barcelona como sede de la secretaría general de la flamante Unión por el Mediterráneo, discretamente radicada desde entonces en el Palau de Pedralbes.

En estos doce años la UPM ha apadrinado numerosos proyectos en ámbitos tan dispares como la gestión del agua, el empleo o la enseñanza superior. Pero el grueso de la cooperación europea no pasa por aquí. Y la institución –que nunca más ha organizado una cumbre del nivel de la de París, ni siquiera en su décimo aniversario– ha quedado políticamente raquítica y al margen de los grandes problemas y conflictos de la región.

Hoy, un cuarto de siglo después del arranque del Proceso de Barcelona, el Mediterráneo está mucho peor que entonces. A los desafíos  ya existentes –el eterno conflicto israelo-palestino y la división de Chipre– se han sumado la guerra de Siria y la desintegración de Libia, efecto sísmico de las primaveras árabes; la aparición del terrorismo islamista de Al Qaeda y el Estado Islámico; la crisis migratoria, que se ha cobrado y se cobra la vida de miles de personas en el mar; la desestabilización del Líbano; las tensiones entre Europa y Turquía; la intervención creciente de potencias exteriores como Rusia y China, o la pandemia de Covid-19, que amenaza con ahondar las ya profundas desigualdades... Frente a todo esto, la modesta UPM está absolutamente inerme. Pero eso no la convierte en algo superfluo. Por el contrario, subraya la necesidad de darle auténtica ambición.

 

sábado, 21 de noviembre de 2020

Un golpista en la Casa Blanca


@Lluis_Uria

No lleva tricornio, sino gorra –Make America great again–, y por ahora no empuña una pistola, sino sólo sus palos de golf. Pero la voluntad última de Donald Trump, atrincherado en  el despacho oval y negándose a reconocer su derrota electoral frente al demócrata Joe Biden, no difiere tanto de la que condujo al teniente coronel Tejero a asaltar el Congreso de los Diputados un triste 23 de febrero de 1981: dar un golpe de Estado para subvertir el orden democrático y tomar o –en el caso del presidente de Estados Unidos– retener el poder. Trump quizá no tenga los medios para poner de rodillas a la democracia americana –aunque la purga decidida estos días en el Pentágono es algo más que inquietante–, pero ese es su anhelo inequívoco. Y lo más grave es la complicidad del antaño respetable Partido Republicano, convertido en un club de hooligans de extrema derecha.

Nada en la actitud de Trump es sorprendente. Lo que pretendía hacer lo anunció, de hecho, hace ya cuatro años. En las  elecciones del 2016 ya advirtió que sólo aceptaría el resultado si ganaba. Como ganó –gracias a un sistema electoral trucado y poco democrático–, no hubo cuestión. De cara a las elecciones del pasado 3 de noviembre hizo exactamente lo mismo y mucho antes de esa fecha ya denunció un supuesto fraude masivo en favor de su rival. Constatada su derrota –insoportable para él–, Trump no ha hecho más que profundizar esta vía: desacreditando la limpieza de la elección, asegurando que él es el ganador  y que es víctima de un robo –esta semana aún sostenía que el sistema “borró 2,7 millones de votos” en su favor y “decenas de miles” se los dieron a Biden– y negándose a reconocer la victoria de su adversario.

De hecho, la Administración de Servicios Generales, el organismo encargado de certificar el resultado de la elección y de activar la transición de poder –algo que acostumbra a cumplimentar en horas– se resiste a hacerlo, por más que la victoria de Biden sea ya indiscutible: el viernes se confirmó que había ganado también en Arizona y Georgia, de modo que finalmente cuenta con 306 delegados frente a los 232 del republicano.

Pese a tal contundencia, Trump y su partido han movilizado a cientos de abogados para tratar de impugnar los resultados en aquellos estados donde las fuerzas estaban más equilibradas –hasta el momento, sin éxito ante los tribunales– e incluso activado al fiscal general, Villiam P. Barr, para que se investiguen posibles fraudes electorales a nivel federal. Todo ello sin que exista la más mínima prueba al respecto. Más bien al contrario. El jueves, en una declaración difundida por la Agencia de Ciberseguridad, dependiente del Departamento de Seguridad Interior, responsables electorales locales, estatales y federales aseguraron que no existe “ninguna evidencia” de manipulación y que esta elección “ha sido una de las más seguras de la historia”.

Poco importa. Trump y la mayoría de los republicanos –los pocos que disienten son aún  excepción– insisten en sus mentiras con el objetivo de deslegitimar las elecciones y la victoria de Biden, con la aquiescencia de millones de seguidores para quienes hace tiempo la verdad dejó de importar.

Lamentablemente, también hace tiempo que la voluntad del pueblo norteamericano ha dejado de importar. Estados Unidos, que tanto se enorgullece de su sistema democrático –y con razón–, falla miserablemente en el examen principal: la elección del presidente del país es profundamente sesgada. El sistema de elección indirecta a través de delegados –con una representación desequilibrada en favor de los estados menos poblados– lleva décadas adulterando la voluntad popular: desde 1992, los demócratas han sido los más votados en todas las elecciones presidenciales salvo en una –la del 2004– y, sin embargo, en los últimos veinte años los republicanos han disfrutado de tres mandatos en la Casa Blanca, o sea, han gobernado doce, más de la mitad.

George W. Bush alcanzó la presidencia en las disputadas elecciones del 2000 pese a obtener 600.000 votos menos que Al Gore –lo que le permitió repetir en el 2004, esta vez sí, ganando en buena lid– y Donald Trump fue declarado vencedor en el 2016 aún quedando casi tres millones de votos por detrás de Hillary Clinton.  Para el politólogo de la Universidad de Harvard Steven Levistky,  muy crítico con el sistema, éste debería ser reformado, por más que el partido republicano –el gran beneficiado– nunca lo permitirá. En una entrevista en la BBC, ofreció una dura conclusión: “No es una democracia cuando un partido gana sistemáticamente el voto popular y pierde el poder”.

Con el recuento finalizado, en estas elecciones Trump ha recibido una enormidad de votos, casi 72,8 millones, algo nunca visto antes. Pero Joe Biden ha logrado todavía más, 78,2 millones, un récord histórico, y aventaja al presidente en más de cinco millones de sufragios. No es un puñado de papeletas. Cualquier intento  de apartarle de la presidencia sería lo más parecido a un golpe de Estado. “Lo que hemos visto del presidente esta última semana se parece mucho a las tácticas de un líder autoritario”, alertó al respecto el presidente de la Freedom House, Michael Abramowitz, en  el diario The New York Times.

El secretario de Estado, Mike Pompeo, aseguró días atrás con gran desparpajo que habrá una “transición suave a una segunda administración Trump”. Podría resultar patético, si no fuera alarmante. Sobre todo después de que Trump haya destituido al secretario de Defensa, Mark T. Esper –quien se negó a movilizar al ejército frente a las protestas del Black Lives Matter–, y lo haya reemplazado por el general retirado Antohny Tata, un extremista, además de ex comentarista conspiranoico de la Fox. Hay quien cree –o quiere creer– que todos estos humos bajarán. Y que un hombre que a la mínima que tiene un rato libre se va a jugar al golf no parece estar dedicándose a urdir un complot contra la democracia americana. Habrá que verlo.




sábado, 7 de noviembre de 2020

El voto de los ‘hillbillies’


@Lluis_Uria

“Todo tiene un límite, hasta en la política”, argumenta el tío Jed para frenar a la abuela de la familia Clampett cuando se dirige, escopeta en mano, contra su rival para ser elegida reina de los mapaches.

La escena pertenece a una serie de televisión de humor rústico emitida por la CBS  que hizo furor en los años 60 en Estados Unidos. The Beverly Hillbillies –que en España se retituló Los nuevos ricos– presentaba las peripecias de una familia, blanca y pobre, del medio Oeste que se trasladaba a California tras hacerse rica por el hallazgo de petróleo en sus tierras, y retrataba de forma hilarante el contraste entre las costumbres agrestes de los protagonistas y la sofisticación de Beverly Hills.

La serie era simpática y los personajes, entrañables. Pero el término hillbily no lo es. Es más bien despectivo. Alude a la población blanca trabajadora, pobre e inculta, de hábitos rudos y un tanto pendencieros, que se asienta en el eje de la cordillera de los Apalaches y que buscó la prosperidad en las grandes industrias –hoy cerradas– del llamado cinturón del óxido. Esta América maltratada y olvidada es la que en el 2016 dio el triunfo –ayudada por un sistema electoral sesgado– a Donald Trump.

La elección del nuevo inquilino de la Casa Blanca –que Trump amenazaba con impugnar por fraude sin ninguna prueba en pleno recuento– ha vuelto a jugarse en gran medida en tres estados de ese cinturón industrial en declive: Michigan, Pensilvania y Wisconsin, donde estaban en disputa 36 votos electorales, fundamentales –dado el equilibrio de fuerzas entre Trump y el demócrata Joe Biden– para obtener los 270 delegados necesarios sobre 538 para hacerse con la presidencia del país. Joe Biden ha conseguido ya recuperar para los demócratas Michigan y Wisconsin por unas decenas de miles de votos.



J.D. Vance, un empresario de Silicon Valley que consiguió salir del medio de pobreza y marginación social en el que nació, en el estado de Ohio, escribió en el 2016 una suerte de biografía familiar –Hillbily, una elegía rural (Deusto)– profundamente esclarecedora sobre el sustrato que compone la base electoral de Trump. Vance retrata, con amor, una América rural y postindustrial donde “la pobreza es una tradición familiar”, ideológica y religiosamente conservadora, rudimentariamente patriota, alérgica a los extraños y forasteros, desconfiada hacia las élites, integrada por trabajadores sin estudios castigados por la desindustrialización y el paro, llena de familias disfuncionales y diezmadas por la pandemia de los opiáceos, inclinada a hablar sin tapujos y pronta a llegar a las manos (o las armas) por cualquier litigio, profundamente pesimista y resentida, y con una irrefrenable “disposición a culpar a todos los demás excepto a uno mismo” de sus males.

Esta es la América de Trump. La América cuyos más bajos sentimientos se ha dedicado a excitar con ahínco el todavía presidente de Estados Unidos, haciéndose pasar por uno de ellos cuando en realidad es un rico heredero –ni siquiera un hombre de negocios hecho a sí mismo– de Nueva York.

Joe Biden está camino de llevarse la victoria en las elecciones. Pero en cualquiera de los casos y sea cual se el desenlace, Trump ha demostrado conservar un amplio apoyo en todo el país, fundamentalmente en el centro y en el sur.

Cuatro años después de acceder a la Casa Blanca, a pesar de todos los pesares, a pesar de sus mentiras colosales, a pesar de su nefasta gestión de la pandemia de Covid-19 y de la crisis económica, a pesar de su ostentosa ignorancia, su lenguaje ofensivo, su bravuconería y su agresividad –o quizá justamente por ello–, la América profunda, la América de los hillbillies, sigue entregada a Trump. Quien, a diferencia del tío Jed, no cree que haya límites para nada.


La mano que empuña el cuchillo


@Lluis_Uria

Contaba Marco Polo en su Libro de las Maravillas que en la fortaleza del Alamut, al norte del actual Irán, un líder religioso conocido como el Viejo de la Montaña drogaba a sus seguidores y les mostraba un anticipo de los placeres del paraíso –hermosos jardines, bellas mujeres– antes de enviarlos a jugarse la vida en misiones suicidas. El viajero italiano se hacía eco aquí de viejas leyendas de lo que se conoció como la secta de los asesinos, objeto de antiguas fábulas y modernos videojuegos.

Entre los siglos XI y XII, una secta chií de la corriente del ismailismo, los nizaríes, practicó  la resistencia violenta contra el sultanato turco de la dinastía selyúcida, que se había extendido por gran parte de Oriente Medio. Sus dirigentes levantaron una red de castillos difícilmente accesibles en las montañas –el más importante, el del Alamut– y se dedicaron a hostigar al régimen suní a través de asesinatos selectivos.

Durante años, según explica el orientalista Bernard Lewis en su libro El Oriente Proximo, “los grandes maestros de la secta mandaron a una banda de seguidores devotos y fanáticos a realizar una campaña de terror”, que se concretó en “una serie de crímenes espantosos de destacados hombres de Estado y generales del islam”. Entre sus víctimas sobresalió el gran visir Nizam al Mulk, acuchillado en 1092 mientras viajaba de Isfahán a Bagdad. Terrorismo avant la lettre.

Los miembros de esta suerte de comandos chiíes medievales, cuyo instrumento principal era la daga, acabaron siendo conocidos despectivamente en árabe como haššašin –lo que según algunas versiones aludiría a su hábito de consumir cannabis–. La palabra derivaría después en numerosas lenguas en la moderna acepción de “asesino”: el que mata a alguien con alevosía, ensañamiento o por una recompensa.

Entre los antiguos nizaríes y los yihadistas que diez siglos después siembran la muerte cuchillo en mano –como en Francia estas últimas semanas– hay  un indudable vínculo. Es el mismo fanatismo, los mismos métodos. Y también el mismo objetivo: desestabilizar al poder establecido mediante el terror con el objetivo  –más o menos quimérico– de derribarlo. En el caso de los ataques yihadistas en los países europeos, los islamistas buscan imponer su agenda política a base de ahondar la fractura –y azuzar el enfrentamiento– con las poblaciones de confesión musulmana.

El pasado 25 de septiembre, un joven pakistaní que había llegado a Francia tres años antes simulando ser menor de edad, Zaheer Hassan Mahmoud, atacó e hirió de gravedad con un cuchillo de carnicero a dos periodistas que se encontraban fumando a las puertas de la antigua sede parisina del semanario satírico Charlie Hebdo –objeto de un bárbaro atentado en el 2015 en que murieron 12 personas– por haber vuelto a publicar caricaturas de Mahoma (equivocándose de lugar). El 16 de octubre, un joven refugiado ruso de origen checheno, Abdoullakh Abouyezidovitch Anzorov, decapitó salvajemente con un cuchillo a un profesor de secundaria de Conflans-Sainte-Honorine, Samuel Paty, por haber osado suscitar en clase un debate sobre las caricaturas de Charlie Hebdo y la libertad de expresión. Y el jueves 29 otro joven tunecino, Ibrahim Issaoui, llegado en una patera a la isla italiana de Lampedusa hace apenas mes y medio, asesinó con un  cuchillo a tres personas en la basílica de Notre-Dame-de-l’Assomption, en Niza, por el mero hecho de ser cristianas.

Probablemente, encontraríamos muchas similitudes en la trayectoria vital de estos tres jóvenes desarraigados. Y podríamos llegar a comprender el mecanismo por el cual cayeron en la telaraña del fanatismo religioso. Pero no es eso lo esencial. A fin de cuentas no son más que peones, como los asesinos nizaríes. Ellos empuñan el cuchillo, pero otros dirigen su brazo.

El caso del profesor Samuel Paty es ilustrativo. El asesino, previamente dopado por una violenta propaganda islamista a través de internet y con contactos en Siria –adonde llamó por teléfono antes de ser muerto por la policía–, no llegó hasta su víctima por casualidad. Previamente, el padre de una alumna del instituto, escoltado por un conocido islamista, había lanzado una virulenta campaña de acoso contra el profesor en las redes sociales, de la que se hicieron eco en foros y mezquitas. Fue su sentencia de muerte. El ejecutor, un chaval de 18 años, fue sólo el último eslabón.

Los Anzorov que hay, ha habido y habrá, constituyen un grave problema. Pero atacar los tentáculos del monstruo no es suficiente. Ciertamente, es fundamental abordar las condiciones sociales que hacen posible el caldo de cultivo del islamismo radical entre la población musulmana europea. Pero hay otro frente primordial: hay que combatir sin complejos el islamismo, una ideología totalitaria –más política que religiosa, aunque utilice el islam como estandarte– que  de forma organizada intenta acabar con la democracia para imponer un régimen teocrático autoritario y represivo.  Paty representaba la libertad y la razón. Por eso le asesinaron.

El presidente francés, Emmanuel Macron, ha decidido asumirlo sin medias tintas  y el pasado mes de septiembre presentó un proyecto de ley contra el separatismo islamista con medidas que pretenden acabar con los intentos de imponer reglas islámicas por encima de las leyes republicanas, sobre todo en la enseñanza, así como frenar la injerencia extranjera en los centros de culto. Por eso está siendo objeto de furibundos ataques en el mundo islámico y por eso Francia se ha convertido de nuevo en escenario de una ofensiva terrorista. El primer paso, tras el asesinato del profesor Paty, ha sido la clausura de una mezquita y de varias asociaciones islamistas...

Lo que está claro, como apuntaba  días atrás en Le Monde el profesor Gilles Kepel, es que la política actual, centrada en la lucha antiterrorista, ya no  basta para combatir el fenómeno. Hay que ir más allá. Hay que asaltar el castillo del Alamut.


martes, 20 de octubre de 2020

Una ‘sirvienta’ en el Supremo


@Lluis_Uria

Perdido en un pequeño pueblo en las montañas de Auvernia, en el corazón de Francia, se levanta un viejo caserón de piedra edificado en la primera mitad del siglo XVII. En su jardín, rodeado de un grueso muro, se alza una haya plantada por un ancestro de los propietarios en 1793, año en que los revolucionarios dieron el paso dramático y decisivo de ejecutar al rey Luis XVI en la guillotina. El lugar, convertido en ocasional casa de huéspedes, transpira los ideales de la libertad y la razón.

Cada día, al atardecer, el matrimonio anfitrión invita a los huéspedes a tomar un aperitivo en el jardín y a cenar todos juntos en la gran mesa familiar, mientras se charla y discute sobre todo lo imaginable. Uno tarda muy poco en apreciar la inteligencia y cultura de sus interlocutores, y un poco más en enterarse –gracias a la confidencia de un cliente fijo– de que el marido es en realidad un alto cargo del Consejo de Europa (además de hostelero a tiempo parcial durante el verano)

Estamos en 2018 y la conversación acaba dirigiéndose inevitablemente al conflicto catalán –que todos los presentes siguen con interés– y al papel protagonista que la incuria política ha acabado dejando a la justicia. En ese momento, la vista del 1-O ni siquiera ha empezado en el Tribunal Supremo y uno se atreve a especular sobre la interpretación que los jueces pueden hacer sobre los delitos de rebelión y sedición... Como un resorte interviene entonces la hija mayor del matrimonio, magistrada, amable pero tajante:

–Los jueces no interpretan la ley, la aplican.

No es una opinión, es una sentencia.

Sin embargo, interpretar la ley y evaluar su ajuste a los hechos juzgados es lo que hace habitualmente la justicia. Con enorme disparidad de opiniones, por otra parte, como se puede constatar en los votos disonantes de los jueces en el seno de los tribunales y entre las diferentes instancias. Si la interpretación –y aplicación– de la ley fuera unívoca, si la subjetividad e incluso ideología de los jueces no tuviera ningún peso, no tendrían tampoco ningún sentido las batallas políticas para la renovación del Consejo del Poder Judicial en España y del Tribunal Supremo en Estados Unidos.

Esta semana el Senado norteamericano ha examinado a la juez Amy Coney Barrett, candidata del presidente Donald Trump para cubrir la vacante dejada en el Supremo  por la muerte de la carismática Ruth Bader Ginsburg el pasado 18 de septiembre. Una católica conservadora para sustituir a una feminista liberal. El sistema estadounidense es muy particular: en la medida en que los nueve miembros del Tribunal Supremo son cargos vitalicios, cualquier relevo –sobre todo si se incorporan jueces jóvenes, como Barrett, que tiene 48 años– puede alterar el equilibrio ideológico del tribunal durante décadas. La probable confirmación de Barrett lo decantaría del lado conservador desproporcionadamente por 6 a 3. De ahí la batalla política.

Hay que decir que los republicanos, temerosos de perder la Casa Blanca y el Senado en las elecciones del próximo 3 de noviembre –como vaticinan las encuestas–, han acelerado el trámite de la nominación de Barrett, en un obsceno ejercicio de doble moral: en el 2016 la mayoría republicana en el Senado bloqueó la nominación de un candidato de Barack Obama al Supremo alegando que faltaban nueve meses para las elecciones y era impropio avanzarse a las urnas. Ahora, con un plazo de seis semanas, los mismos protagonistas –en particular el líder de la mayoría conservadora, Mitch McConnell–, defienden lo contrario sin sonrojarse. (Lo que confirma que el obstruccionismo institucional cuando se trata de garantizarse tribunales afines es una práctica que no distingue fronteras)

En su examen ante el Senado, la juez Barrett ha asegurado esta semana que no llega al tribunal con apriorismos sobre ningún asunto –los demócratas le han inquirido principalmente sobre el aborto y la reforma sanitaria, el Obamacare–, que no ha adquirido ningún compromiso con nadie y que su fe católica y sus ideas políticas no influirán para nada en sus decisiones. Sea...

Pero tampoco es un lienzo en blanco (nadie lo es). Barrett parte ya de unas doctrinas jurídicas que determinan el modo de abordar los asuntos. La juez, que actualmente ejerce en el Tribunal de Apelación del 7º circuito en Chicago, pertenece a las corrientes textualista y originalista, que defienden una lectura textual de la Constitución de acuerdo con lo que se supone que era la intención de quienes la redactaron en aquel momento (siglo XVIII). Frente a esta, hay otra corriente que defiende que el texto debe interpretarse desde las condiciones de hoy en día. ¿Los jueces sólo aplican la ley? Es evidente que no.

Y, no nos engañemos, de la misma manera que la ideología de Ginsburg contribuyó a orientar los pronunciamientos del Supremo en favor de los derechos de las mujeres, la de su sucesora puede impulsar un sesgo contrario. Casada con un abogado y exfiscal del distrito en Indiana, y madre de siete hijos –uno de ellos con síndrome de Down y otros dos, adoptados en Haití–,  Barrett ha demostrado ser una jurista de prestigio, una mujer más que capaz con una carrera profesional propia.

Pero tiene la visión de la vida que tiene: la candidata de Trump mantiene vínculos con una organización cristiana llamada People of Praise, que junto al objetivo de crear una comunidad de base que comparte su fe y se ayuda mutuamente, predica una idea de la mujer supeditada al hombre. “La mujer está llamada a someterse a su marido, no como esclava sino como compañera”, escribió uno de sus fundadores, Kevin Ranaghan. La juez Barrett, según el Washington Post, figuraba en esta comunidad como una de las “mujeres líderes”, apelación que fue adoptada apresuradamente en el 2017  para evitar toda connotación negativa con la serie de televisión El cuento de la criada. Antes, eran conocidas justamente como handmaids. Esto es, sirvientas.

 

lunes, 5 de octubre de 2020

La sombra de Solimán el Magnífico

 


@Lluis_Uria

 Señor de los señores de este mundo, Rey de reyes, Emperador de Oriente y Occidente, Príncipe y señor de la más feliz constelación, Sultán de los otomanos, Diputado de Alá en la Tierra, Poseedor de los cuellos de los hombres, Refugio de todas las personas en todo el mundo... Los títulos otorgados a Solimán el Magnífico –en Oriente, El Legislador–, el mítico sultán que condujo a su apogeo el imperio otomano en el siglo XVI, llegan a aturdir. Y dan una idea de la grandeza que le reconocieron sus contemporáneos europeos, seducidos por la magnificencia de la Sublime Puerta. Hace justo 500 años –el aniversario se cumplió el pasado miércoles–, Solimán cruzó el Bósforo  en una embarcación dorada con 36 remeros para ser proclamado sultán. A su muerte, 46 años después de su ascensión al trono, el imperio se extendía desde Oriente Medio y el norte de África –Siria, Líbano, Israel, Palestina, Irak, parte de Arabia, Egipto, Libia, Túnez y Argelia– hasta Europa –Bulgaria, Grecia, Hungría, Rumanía y los Balcanes–, habiendo llegado a las mismas puertas de Viena, que se le resistió por dos veces.

(Obsérvese que el otomano, el mayor y más contemporáneo imperio islámico, nunca ha sido reivindicado por los modernos yihadistas. El saudí Ossama Bin Laden, fundador de Al Qaeda, y el iraquí Abu Bakr al Bagdadi, del Estado Islámico, siempre expresaron su voluntad de reconquistar Al Ándalus, lo que tiene más que ver con el imperialismo árabe que con el proselitismo religioso)

Todas las posesiones de Solimán el Magnífico se perdieron tras la hecatombe de la Primera Guerra Mundial, que supuso el fin de los grandes imperios continentales y redujo el territorio de Turquía a poco más que la península de Anatolia. Las nuevas fronteras quedaron definitivamente dibujadas en el tratado de Lausana de 1923, un documento que casi un siglo después  el régimen islamo-nacionalista del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, percibe como un corsé que hay que hacer saltar.

El creciente intervencionismo militar de Ankara en los conflictos de la región –Siria, Irak, Libia, al que podría añadirse ahora Nagorno-Karabaj– y la tensión que desde este verano se ha instalado en  el Mediterráneo Oriental a causa de la presión turca en la disputa por la soberanía de las aguas territoriales –y de los yacimientos de gas que se encuentran a gran profundidad– podrían evocar de algún modo los tiempos del expansionismo otomano de Solimán el Magnífico y sus antecesores. Nadie piensa, obviamente, que Erdogan sueñe con reconstituir el viejo y glorioso imperio. Pero sin duda se trata de algo más que de un modo de consolidar su poder interno agitando el nacionalismo turco (aunque también lo sea). Turquía busca sobre todo reafirmarse como potencia regional, en lo que constituye una apuesta geoestratégica de primer orden. Y, desde luego, no quiere quedarse fuera en el reparto del pastel gasístico en unas aguas de las que se considera injustamente despojada.

El tratado de Lausana de 1923 dejó a Turquía sin la posesión de las islas del Dodecaneso –situadas frente a sus costas y actualmente en manos de Grecia– y de la isla de Chipre, lo que desde entonces ha sido un constante objeto de fricción. La aparición en los últimos años de nuevos yacimientos de gas natural en la zona –Israel (2010), Chipre (2011), Egipto (2015)– no ha hecho sino profundizar el sentimiento de agravio de Turquía, donde se ha revitalizado el concepto de la patria azul, que no significa otra cosa que la voluntad de expandir sus amputados derechos marítimos.

Para Ankara, el acuerdo de creación del Foro del Gas del Mediterráneo Oriental –con la participación de Egipto, Jordania, Palestina, Israel, Chipre, Grecia e Italia, a quienes se ha querido añadir después Francia,  así como la UE y Estados Unidos en tanto que observadores– en enero del 2019, marginando a Turquía, fue casi como una declaración de guerra. Los integrantes del Foro se proponen explotar de forma concertada los recursos energéticos de la zona, donde ya están actuando grandes compañías occidentales (la italiana ENI, la francesa Total y la americana ExxonMobil), y utilizar a Egipto como vía de exportación del gas.

Esto precipitó la escalada. Erdogan respondió en noviembre con un acuerdo de reparto de aguas territoriales con la lejana Libia a cambio del apoyo militar turco –que ha resultado decisivo– al gobierno de Trípoli, ignorando olímpicamente la existencia de las islas griegas –entre ellas, Creta–. Era una forma, jurídicamente más que discutible, de meterse a la fuerza en el terreno de juego. A la vista de esta maniobra, Grecia hizo lo mismo y el pasado 6 de agosto firmó un acuerdo de demarcación marítima parecido con Egipto. Sólo cuatro días después, Ankara envió a las cercanías de la isla griega de Kastelorizo un barco de prospección –el Oruç-Reis– con escolta militar que desató la tensión: Grecia puso a sus fuerzas armadas en estado de alerta y Francia envió a la zona buques de guerra, mientras la UE amenazaba con sanciones. Desde entonces, Ankara se dice dispuesta al diálogo, pero las espadas siguen en alto.

La diplomacia militarizada de Turquía y sus prácticas coercitivas –disruptivas, las llaman también– han suscitado inquietud, cuando no irritación, en Europa y en Oriente Medio. Turquía no es tan potente como para imponerse por la fuerza. Pero como subrayaba recientemente en un artículo del think tank German Marshall Fund el politólogo turco Saban Kardas, ha demostrado suficiente capacidad para cambiar el curso de los acontecimientos “aunque sea a base de  bloquear los movimientos de sus adversarios o alterar sus cálculos”. El mensaje de Erdogan es evidente: si no se cuenta con Turquía, todo será mucho más difícil para todos. El problema es que, en esta zona del mundo, la diplomacia guerrera tiene un enorme riesgo.



lunes, 21 de septiembre de 2020

Los hermanos Marx en Downing Street


@Lluis_Uria

La delirante escena del camarote abarrotado en la película Una noche en la ópera es probablemente una de las más celebradas de la filmografía de los hermanos Marx. Todo el humor disparatado y corrosivo de Groucho y su familia de cómicos está ahí condensado. Pero en el mismo filme hay otra que no le va a la zaga: aquélla en la que Groucho y Chico Marx discuten sobre el contenido de un contrato, que acaban rompiendo en pedazos hasta dejarlo en un mínimo fragmento de papel. El absurdo diálogo entre ambos –“La parte contratante de la primera parte será considerada la parte contratante de la primera parte...”– acaba con el siguiente intercambio:

 -De todos modos estamos de acuerdo, ¿no? Entonces ponga su firma ahí y el contrato será legal.

 –Me olvidé de decirle que no sé escribir...

 –Es igual, mi estilográfica no tiene tinta. Pero tenemos un contrato, por pequeño que sea...

 –¡Eh, un momento! ¿Qué pone aquí? ¿Qué es esto?

 –Oh, esto es una cláusula habitual... Dice: ‘Si alguna de las partes firmantes en este contrato demuestra no estar en su sano juicio, el contrato será nulo’.

Parece difícil superar el surrealismo de esta escena. Sin embargo, Boris Johnson está consiguiendo llevar la política británica a niveles de desatino similares. El último golpe de efecto del primer ministro en el vibrante culebrón del Brexit –lleno de  emoción y sobresaltos desde que los británicos decidieran salir de la Unión Europea en el referéndum del 2016– ha sido romper de facto el acuerdo de divorcio arduamente alcanzado con Bruselas cuando faltan poco más de tres meses para que se consume. Un acuerdo que él mismo suscribió e hizo aprobar por el Parlamento en diciembre.

Hay que admitir que aquel Acuerdo de Retirada estaba preñado de ambigüedad. Pese a todas sus proclamas patrioteras –esas que excitan a las masas pro Brexit con automatismo pavloviano–, lo cierto es que hace tan sólo nueve meses Johnson aceptó lo que hasta entonces había rechazado: con el fin de salvaguardar los Acuerdos de Viernes Santo y el proceso de paz en Irlanda del Norte, accedió a que el Ulster se mantuviera temporalmente alineado con las normas y regulaciones europeas, de forma que no hiciera falta levantar de nuevo una frontera entre las dos Irlandas. Mientras tanto, se daba margen para negociar y acordar un futuro tratado comercial entre el Reino Unido y los 27. Esa transacción implicaba, de hecho, algo a priori inaceptable para Londres: colocar temporalmente una frontera aduanera en el mar que separa  las islas de Irlanda y Gran Bretaña.

Pero el tiempo ha pasado sin que las negociaciones sobre la futura relación con el continente hayan avanzado un ápice. El reloj del Brexit se echa encima. Y antes de tener que hacer lo que no quiere hacer, Johnson ha empezado a dar marcha atrás... El proyecto de ley destinado a garantizar la integridad del mercado interior del Reino Unido –aprobado en primera lectura por la Cámara de los Comunes esta semana– representa en la práctica una ruptura unilateral del acuerdo con la UE en lo relativo a Irlanda del Norte. ¿No me gusta una cláusula? Pues rasgo el papel del contrato como los hermanos Marx. ¡Ras!

La maniobra es arriesgada. Boris Johnson, a quien podría aplicársele otra máxima atribuida dudosamente a Groucho Marx –“Estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros”–, no ha enloquecido. Ha hecho una jugada tan impúdica como las que se ha habituado a poner en práctica su sosias del otro lado del Atlántico, Donald Trump, especialista en romper tratados internacionales y saltarse las reglas acordadas por la comunidad mundial para chantajear a socios y rivales comerciales con el fin de obtener un trato más beneficioso. Lo hizo con sus aliados México y Canadá, a quienes forzó a revisar el tratado de libre comercio  entre los tres países. Y lo hace con China: la Organización Mundial del Comercio declaró ilegales esta misma semana las tarifas aprobadas por Trump para gravar las importaciones chinas (aunque eso en la práctica no vaya a servir de mucho a Pekín, dada la incapacidad de imponer medidas coercitivas a Washington)

Boris Johnson está haciendo exactamente lo mismo. Su objetivo no es romper la baraja. Un Brexit sin acuerdo, a la brava, y sin un nuevo acuerdo comercial bilateral entre ambas partes sería enormemente perjudicial para Europa, pero para el Reino Unido –el 43% de cuyas exportaciones tienen como mercado la UE– sería literalmente catastrófico. El crecimiento económico, según todos los cálculos hechos hasta ahora –los del Gobierno incluido–, quedaría severamente amputado, lo que en un momento de crisis grave como el actual a causa de la pandemia de Covid-19 dibuja un panorama sombrío.

No, Boris Johnson no quiere romper. Lo que quiere, con meridiana claridad, es extorsionar a la UE para obtener mejores condiciones. Lo que buscan los británicos no es ningún secreto: quieren seguir teniendo libre acceso al mercado único europeo sin restricciones. Es decir, conservar todas las ventajas de estar dentro de la UE pero sin pagar ninguno de los peajes. Lo que los franceses expresan con el adagio “tener la mantequilla y el dinero de la mantequilla”.

El riesgo, claro está, es que esta jugada le salga mal. Que arruine las posibilidades –ya pequeñas– de alcanzar un nuevo acuerdo comercial con los 27 antes de final de año  y que, en un daño colateral no calculado, bloquee también el nuevo acuerdo comercial que Londres quiere suscribir con Washington (los demócratas Joe Biden y Nancy Pelosi ya han advertido de las graves consecuencias que tendría para ese objetivo la decisión de sacrificar por el Brexit el proceso de paz en Irlanda del Norte) Mientras el reloj avanza y los equipos negociadores se encallan en la letra pequeña –y en la ya no tan pequeña–, una voz parece salir del número 10 de Downing Street con la voz de Chico Marx añadiendo a cada ronda una nueva y última petición: “¡Y también dos huevos duros!”.

 

 

martes, 8 de septiembre de 2020

Un país en armas


@Lluis_Uria

Tiene cara de ser un chaval majo. Sus compañeros dicen de él que es un “buen tipo”, un chico agradable que ingresó en la policía para seguir los pasos de su abuelo y “servir a la gente”, y al que le gusta de vez en cuando poner la sirena para divertir a los niños del barrio. En las fotos en las que posa con su uniforme de la unidad ciclista de la Policía de Kenosha (Wisconsin), de patrulla por la ribera del lago Michigan, se ve a un hombre afable y simpático. Y, sin embargo, el  pasado 23 de agosto, el agente Rusten Sheskey disparó a bocajarro siete tiros en la espalda a un ciudadano negro, Jacob Blake, cuando iba a entrar en su coche –en el que estaban sus hijos menores– haciendo caso omiso de las indicaciones de los policías.

La acción de Sheskey ha puesto a Kenosha –una ciudad dormitorio a medio camino entre Chicago y Milwaukee, y villa natal de Orson Welles– en el epicentro del seísmo racial que sacude a Estados Unidos, colocando al país al borde de un enfrentamiento civil violento.

Jacob Blake, que yace en el hospital paralizado de cintura para abajo, no representaba una amenaza. La policía había sido llamada por una banal disputa doméstica y el sospechoso no esgrimía ningún arma en el momento del intento de detención (aunque se encontró un cuchillo en el suelo del interior del coche).  Donald Trump ha declarado que Sheskey probablemente “se atascó” ante la situación y erró en su reacción al disparar (“como en el golf cuando fallas a un metro del hoyo”, añadió el presidente de Estados Unidos en una disparatada comparación)

Quizá sí, quizá el policía de Kenosha  se atascó y temió que Blake fuera a buscar un arma en el interior del vehículo. Su reacción en todo caso fue absolutamente desproporcionada. Y es pertinente preguntarse si el agente Sheskey hubiera actuado de la misma manera de haber sido el sospechoso un hombre blanco y si, en el fondo, no le salieron ahí –incluso aunque él mismo no lo admita– los prejuicios  racistas que siguen fuertemente arraigados en la sociedad norteamericana.

La policía en EE.UU. –un país plagado de armas– tiene el gatillo fácil, cualquier encuentro fútil con los uniformados puede acabar en tragedia por un mal gesto o una confusión. En lo que llevamos del año 2020, los agentes han matado –según el recuento de Mapping Police Violence hasta el pasado 30 de agosto– a 765 personas. Una enormidad. Y en esta tragedia, los negros pagan el peaje más elevado: representan el 28% de las víctimas, cuando no son más que el 13% de la población.

El doble rasero de la policía norteamericana quedó obscenamente de manifiesto en la misma Kenosha dos días después. Mientras la mera sospecha de que Jacob Blake se estaba introduciendo en su coche en busca de un arma le valió siete tiros por la espalda, el jovencito Kyle Rittenhouse –un chaval de 17 años de Antioch, en el vecino estado de Illinois– se paseó impunemente delante de la policía armado con un rifle semiautomático AR-15, tras haber matado a dos personas y malherido a una tercera, sin que ningún agente le considerara una amenaza y procediera al menos a su arresto. Claro que era percibido como uno de los suyos... Fue detenido horas después, ya en su casa.

Rittenhouse, declarado seguidor de Trump y del movimiento en favor de las fuerzas del orden bautizado como Blue Lives Matter –en oposición al Black Lives Matter–, se apuntó a un llamamiento realizado a través de las redes sociales que incitaba a acudir a Kenosha para proteger viviendas y comercios frente a los grupos violentos incrustados entre los manifestantes que protestaban por el tiroteo a Jacob Blake. La ciudad estaba esa noche llena de civiles armados sin ningún control. Rittenhouse era uno de ellos. Cerca de medianoche, y en circunstancias no del todo aclaradas, mató a un primer manifestante (Joseph Rosenbaum) y después, tras caer al suelo en su carrera, volvió a disparar contra un grupo que le perseguía (matando a Anthony M. Huber y malhiriendo a Gaige Grosskreutz) Ninguna de sus víctimas iba armada.

En lugar de tratar de apaciguar la tensión creciente en la sociedad norteamericana, el presidente –cuyo objetivo de ganar la reelección el 3 de noviembre pasa por encima de toda consideración moral o ética– se ha dedicado a profundizar en la fractura social y racial, e incluso a instigar implícitamente la violencia que formalmente pretende combatir (Ley y orden es su nuevo lema). Pero no es sólo él. Su partido, el otrora respetable GOP –convertido hoy en un hooligan de la Casa Blanca–, también. Cuando en la reciente convención republicana se ensalzó y puso como ejemplo la actitud del matrimonio McCloskey –que el 28 de junio amenazaron con sus armas a los manifestantes en San Luis– se estaba empujando a todos los Rittenhouse del país a salir a la calle y disparar.

Donald Trump visitó Kenosha y no tuvo la delicadeza (o los arrestos) de ir a ver a Jacob Blake y su familia en el hospital, pero sí fue a reconfortar a la policía. No ha tenido palabras de consuelo para la víctima del atascado agente Sheskey, ni para las del joven extremista  Rittenhouse, pero se apresuró a disculpar a ambos. “Creo que actuó en defensa propia”, aventuró sobre este último. En cambio, le faltó tiempo para dar el pésame vía Twitter por la muerte de un miembro de las milicias ultras tiroteado en Portland por un manifestante izquierdista la noche del sábado 20 de agosto. Hay dos Américas enfrentadas –de forma cada vez más violenta– y Trump ha decidido  erigirse en el  señor de la guerra de una de ellas.

Aaron Danielson, conocido también como Jay Bishop, era según sus amigos “una buena persona que amaba la naturaleza y los animales”. Era también miembro de una milicia extremista pro Trump, los Patriot Prayer, que desde hace meses hostiga a los manifestantes que semanalmente protestan en Portland por la muerte de otro ciudadano negro, George Floyd, muerto en mayo en Minneapolis bajo la rodilla de un policía. Danielson iba en una caravana de vehículos con banderas americanas desde donde hombres armados disparaban paintballs a los manifestantes. Uno de ellos, tras una discusión en la calzada, le mató.

El autor de los disparos, Michael Reinoehl, apenas tuvo tiempo de declarar el jueves al canal digital Vice News que había disparado en defensa propia –“No tuve elección, podía haberme quedado sentado y ver cómo mataban a un amigo mío de color, pero no iba a hacer eso”, dijo– antes de que la policía le matara a su vez pocas horas después en Lacey (Washington) cuando iba a detenerle. La investigación ha confirmado que su oponente en Portland, Aaron Danielson, iba también armado con una pistola Glock cargada.

La espiral es enormemente peligrosa. Estados Unidos se encuentra al borde de un grave enfrentamiento civil. No es inevitable, pero tampoco inverosímil. Las armas han empezado a hablar por ambos bandos. Y desde los altos despachos  de la nación, en lugar de lanzar mensajes de apaciguamiento, se reparte munición.


lunes, 24 de agosto de 2020

¿Nos besamos?

@Lluis_Uria

 Condado de Logan, Illinois (Estados Unidos). Clara Morison habla con el doctor Macgregor de la llegada de sus sobrinos, a los que debe cuidar durante unos días: “Cuando James me ha llamado le he dicho que me trajera a los niños cuanto antes. El señor Paisley y yo íbamos a pasar la fiesta de Acción de Gracias en Vandalia, pero con esto de la epidemia y tanta gente enferma como hay, hemos decidido quedarnos en casa”. La tía Clara es un personaje de ficción. Pero podría ser  perfectamente real, al igual que la conversación. ¡Cuántas veces habrán llegado a pronunciarse frases semejantes estos meses en todo el mundo! Sin embargo, el comentario de Clara Morison no alude a la actual epidemia de Covid-19, sino a la de  gripe española de 1918...

 El diálogo está entresacado  de la novela Vinieron como golondrinas, una pequeña joya publicada en 1937 por William Maxwell, menos conocido por su trayectoria como novelista que como editor literario de The New Yorker, donde trabajó durante cuarenta años convirtiéndose en un referente para muchos otros escritores, de Salinger a Updike.

 La novela de Maxwell, relato minimalista del impacto sobre una familia del Medio Oeste de la llegada de la enfermedad y la muerte, es un eco de su propia biografía, pues el escritor –nacido justamente en Lincoln, capital del condado de Logan– perdió a su madre a causa de la gripe española cuando tenía 10 años. Su lectura, además del placer que suscita, proyecta turbadores paralelismos con la crisis sanitaria actual.

Empezando por los síntomas de la enfermedad que describen los diarios de la época y que el padre lee en voz alta para toda la familia –“Es una clase muy contagiosa de catarro, acompañada de fiebre, dolores de cabeza, ojos, espalda y otras partes del cuerpo, además de una sensación de profundo malestar. En la mayoría de los casos los síntomas desaparecen al cabo de tres o cuatro días y el paciente se recupera rápidamente. Algunos de los pacientes, sin embargo, desarrollan una neumonía (...) y se produce la muerte”–. Y siguiendo por las medidas adoptadas por las autoridades de la época para frenar la epidemia –cierre de las escuelas, suspensión de los oficios religiosos, recomendaciones para evitar las reuniones de grandes grupos o viajar en tren “si no es estrictamente necesario”–. Todo recuerda vivamente lo que estamos pasando hoy.

 “La junta escolar y el consejero de sanidad han puesto carteles en los colegios y en varios lugares de la ciudad anunciando que los centros de enseñanza estarán cerrados hasta nuevo aviso’... Robert notó un cosquilleo muy leve en la columna vertebral. Leyó la primera frase dos veces, para asegurarse de que no se trataba de un error. Su madre no podía tenerle metido en casa indefinidamente. Era imposible que pasara algo así de horrible”, le hace reflexionar William Maxwell en su novela al primogénito de los Morison. ¿Quién no reconocería en él a los adolescentes de hoy frente al confinamiento forzoso?

 El propio debate sobre la conveniencia o no del uso de la mascarilla es también un eco del de 1918. En la imagen que ilustra esta página puede verse a dos ciudadanos franceses en las calles de París animando a utilizar la mascarilla con los lemas: “El boche (alemán) ha sido vencido, la gripe no” –en alusión a la victoria aliada en la Primera Guerra Mundial– y “Enmascárense los unos a los otros, probarlo es adoptarlo”.

 La gran diferencia entre 1918 y 2020, naturalmente, es la mortandad. La gripe española –llamada así porque España, al ser neutral, fue de los primeros países en informar de la epidemia, al no aplicar la censura militar– fue detectada por primera vez en marzo de 1918 en la base militar norteamericana de Fort Riley (Kansas), base de la Primera División de Infantería, aunque no está claro su origen real. En todo caso, los ejércitos movilizados en la Gran Guerra  fueron el canal idóneo para su expansión, y en un par de años –no duró más– la gripe infectó a un tercio de la población mundial y mató a unos 50 millones de personas, siendo la segunda oleada más letal que la primera.

 Hoy, la epidemia de Covid-19 lleva ya 22 millones de personas contagiadas en todo el mundo y se ha cobrado cerca de 800.000 muertos. Los servicios de salud y los recursos médicos actuales son infinitamente mejores que hace un siglo, pero las medidas básicas que se están adoptando –desinfección de espacios colectivos, confinamientos, suspensión de eventos, cierres de fronteras– no han cambiado apenas.

 Y tampoco son tan diferentes  las actitudes y comportamientos de las personas. Miremos a nuestro alrededor. Todos somos, en alguna medida, como la tía Clara. Mucha gente ha optado este verano por quedarse prudentemente en casa o hacer viajes cercanos, evitar las grandes concentraciones de personas y cumplir a rajatabla con la obligación de llevar la mascarilla puesta por la calle... Pero, al igual que Clara Morison con sus sobrinos, todas estas precauciones saltan por los aires con la familia y los amigos cercanos. “Con esto de la epidemia, hemos decidido quedarnos en casa”, dice... ¡Pero que traigan a los niños cuanto antes!

 Con parientes y amigos caen las mascarillas y la distancia social se hace añicos, como si la enfermedad sólo pudiera venir de fuera y ser contagiada por extraños. No hay más que ver las terrazas de los bares, los grupos en las calles, las reuniones en los domicilios particulares... Es aquí donde se producen entre el 50% y el 75% de las infecciones.

 Afueras de París (Francia). Un grupo de amigos se reencuentra este verano después de semanas sin haberse visto a causa de la Covid-19. Hay un primer momento de duda... ¿Cómo deben saludarse? ¿Por gestos? ¿O dándose dos besos como siempre? Las mascarillas ya han sido retiradas cuando uno de ellos rompe el hielo y se acerca a los otros con los brazos extendidos exclamando: “On s’embrasse?”.


También en La Vanguardia digital:

https://www.lavanguardia.com/internacional/20200823/482923114602/epidemia-pandemia-covid-19-gripe-espanola-william-maxwell.html



 

lunes, 13 de julio de 2020

Bienvenidos al Norte


@Lluis_Uria

Hace unos años, en algunos puntos de la frontera francoespañola, como el del Coll dels Belitres, entre Portbou y Cerbère, aparecieron unos nuevos carteles informativos del departamento francés de los Pirineos Orientales dando la bienvenida a la “Catalunya Nord”. Al conductor avisado, sabedor de hasta qué punto esta apelación geográfica levanta ampollas a este lado de la cordillera, no podía dejar de sorprenderle la iniciativa, aun más viniendo de un país tan centralista como Francia, donde la palabra Catalogne ni siquiera aparece en la nomenclatura oficial (intentos ha habido, pero siempre han fracasado: la última oportunidad se perdió con la reciente integración de las regiones de Languedoc-Rossellón y Midi-Pirineos, que ha acabado denominándose simplemente Occitania). De todos modos, la extrañeza duró poco: en París tampoco debió gustar, porque el cartel del Coll dels Belitres no tardó en desaparecer.

No hace falta un cartel para constatar que la Catalunya Nord existe. Como referencia geográfica. Como hecho histórico. Como herencia cultural y lingüística. ¿Como realidad? Eso ya es otra cosa. Más de tres siglos y medio después del tratado de los Pirineos (1659) –por el que España cedió a Francia el Rosellón, el Conflent, el Vallespir y parte de la Cerdanya–, la Catalunya francesa tiene más de lo segundo que de lo primero. Y todo intento, con los parámetros del sur, de comprender el norte –donde el catalán apenas se habla, el sentimiento catalanista está reducido a sus aspectos más folclóricos y la identidad regional se expresa en aficiones como el rugby y los toros– está abocado al fracaso.

Lo mismo sucede en el terreno político. La victoria del candidato del Reagrupamiento Nacional (RN) –extrema derecha– a la alcaldía de Perpiñán, Louis Aliot, en la segunda vuelta de las elecciones municipales el 28 de junio tiene muy poco que ver con la correlación de fuerzas y los movimientos de fondo de la política catalana. En el norte, el procés es observado con simpatía, pero con una inmensa distancia. Y cuando Louis Aliot va por los barrios acariciando los sentimientos identitarios de sus diferentes clientelas electorales, lo hace siempre desde la identidad francesa, que la renovada ultraderecha de Marine Le Pen presenta como asediada por la inmigración musulmana de origen magrebí.

Hace seis años, cuando Aliot lanzó el primer gran asalto a la alcaldía de la capital –ganó en la primera vuelta, pero perdió en la segunda–, le dijo a este periodista en su cuartel general del bulevar Wilson: “La verdadera amenaza para la identidad catalana es la inmigración masiva; en las escuelas de Perpiñán se ofrece a los niños la posibilidad de aprender árabe, pero no catalán”. Esta vez no le ha hecho falta blandir el espectro de la inmigración –su posición está más que acreditada– para ganar.

Para entender la victoria del Regrupamiento Nacional hace falta entender lo que es Perpiñán, una ciudad-mosaico de senyeres y quebabs donde conviven sin mezclarse catalanes de origen –menos de la mitad–, pied-noirs repatriados de Argelia en 1962, gitanos, magrebíes y otros inmigrantes venidos del norte de Francia (muchos jubilados modestos en busca de sol y vivienda asequible). Y cuyo máximo éxito reciente fue la victoria del equipo de la USAP en el campeonato francés de rugby del 2010 en un Camp Nou adaptado para la ocasión (Campions de França, tituló en catalán su portada el diario L’Équipe)

Nada que haya podido hacer olvidar los arraigados problemas de la ciudad: declive económico, paro, pobreza, tensiones étnicas, delincuencia –aumentada con la llegada reciente de bandas de narcotraficantes marselleses– y el agotamiento definitivo de un sistema político clientelar que había dominado la municipalidad desde finales de los años 50.  Todo ello ha alimentado el descontento de una población que se siente olvidada por el poder político y que se ha traducido en la victoria de una extrema derecha oportunamente reconvertida y despojada de sus aristas más afiladas.

El triunfo de Aliot tenía algo de “inevitable”. Así lo juzga el geógrafo David Giband, profesor de la Universidad de Perpiñán, que ve en el nuevo alcalde de la capital catalano-francesa y en su camarada Robert Ménard –reelegido por mayoría aplastante en Béziers– a “los nuevos Señores del Sur”. Lejos de ser general, el triunfo de la ultraderecha en estos comicios se ha focalizado en esta zona y particularmente en estas dos ciudades, la cuarta y la primera más pobres de Francia.

“Perpiñán es históricamente un terreno fértil para la extrema derecha –desde la llegada de los pied-noirs– y el antiguo Frente Nacional (hoy Reagrupamiento) está implantado aquí desde los años noventa. Aliot además ha hecho una buena campaña, presentándose como una persona independiente y sensata. Pero su victoria es sobre todo la derrota de Jean-Marc Pujol (el alcalde saliente), heredero del clan Alduy”, reflexiona Giband al otro lado del teléfono, aludiendo al político conservador Paul Alduy (alcalde de 1959 a 1993) y su  hijo Jean-Paul (que le sucedió entre 1993 y el 2009). “La gente estaba harta del sistema”, concluye.

Hace diez años, Jean-Paul Alduy –entonces senador–, cantaba las alabanzas de la inminente conexión transpirenáica de alta velocidad, a la que apostaba el futuro de su ciudad. “Perpiñán, que ha sido hasta ahora un cul-de-sac, pasará a ser una ciudad-puente, rótula de enlace de la península Ibérica con el resto de Europa, habrá un cambio de escala”, contaba con entusiasmo a este –entonces– corresponsal. Los TGV pasan diariamente por Perpiñán desde diciembre del 2013. Apenas baja gente. El tren de alta velocidad no ha sido el factor dinamizador de la economía que algunos esperaban. Ni ha convertido a Perpiñán en el centro del mundo. Por más que el nombre del centro comercial de la nueva estación –bautizado con el aserto daliniano– intente convencer de lo contrario.



En La Vanguardia:
https://www.lavanguardia.com/internacional/20200712/482244242523/francia-perpinan-catalunya-nord-louis-aliot-reagrupamiento-nacional.html?utm_term=botones_sociales_app&utm_source=social-otros&utm_medium=social

lunes, 29 de junio de 2020

No somos ángeles


@Lluis_Uria

Hubo un tiempo en que las estatuas de Lenin, el padre de la revolución bolchevique, poblaban las ciudades de Rusia y de los países comunistas del este de Europa. Todo empezó a derrumbarse con la caída del Muro de Berlín en 1989. Y, tras él, cayeron miles de monumentos soviéticos. En las poblaciones del norte obrero de París –ciudad donde vivió exiliado entre 1908 y 1912–, también se rindió homenaje al revolucionario ruso. Pero sus efigies acabaron asimismo retiradas. Una de estas estatuas, de bronce y tamaño natural, acabaría años después en uno de los mercadillos de antigüedades del Marché des Puces, a un precio sobre el que el vendedor guardaba calculada discreción. No tardó en venderla. Otras esculturas similares acabaron en los vertederos.

La suerte de las estatuas de Lenin la han seguido las de miles de personajes a lo largo de la Historia. Templos, estatuas y monumentos erigidos por el poder del momento para honrar a sus dioses y a sus prohombres –promujeres, muy pocas– han sido derribados por quienes han venido después, que a su vez han levantado sus propios ídolos. No hay de qué extrañarse. Ni tampoco lamentar (al margen de las barrabasadas contra el patrimonio artístico). La memoria colectiva es tan cambiante y caprichosa con sus olvidos como la individual. Y el reparto de honores, discutible.

El movimiento de protesta provocado en Estados Unidos por el asesinato de un ciudadano negro, George Floyd, a manos de un policía blanco en Minneapolis ha generado un amplio movimiento para desterrar del espacio público aquellos monumentos erigidos en honor de los dirigentes y jefes militares de los estados confederados del Sur, que en la guerra civil norteamericana defendieron la esclavitud de los negros. Pero pronto se ha extendido, en todo el mundo, a todas aquellas figuras que mantuvieron comportamientos racistas.

En este juicio popular y sumarísimo  contra el racismo sucede, sin embargo,  que la complejidad cede su espacio a la simplificación. Y que la discusión en profundidad que podría abrirse sobre algunas actitudes y el estado de opinión de determinadas épocas –como defendía hace unos años la exministra francesa Christiane Taubira, negra de origen guyanés, militante contra el racismo y contra los debates simplistas– queda barrido por las proclamas facilonas. Dos de los personajes históricos recientemente denunciados en este proceso –el presidente de EE.UU. entre 1901 y 1909, Theodore Roosevelt, y el ministro principal del rey Luis XIV de Francia de 1661 a 1683, Jean-Baptiste Colbert– muestran la complejidad de las cosas, donde ni los buenos son tan buenos, ni los malos tan malos.

Las protestas han llevado al Museo de Historia Natural de Nueva York a acceder a retirar de su entrada una estatua ecuestre de Roosevelt escoltado por dos figuras, a pie, de un negro y un nativo americano que de algún modo subraya la superioridad blanca. Es una decisión, sin duda, acertada. Pero ¿era el presidente un racista como la escultura sugiere? Probablemente. Los prejuicios contra los negros eran moneda corriente entre la clase alta norteamericana a la que Roosevelt pertenecía. Pese a lo cual fue el primer presidente en invitar a cenar en la  Casa Blanca a un líder de la comunidad negra, el pedagogo Booker T. Washington. Por lo demás, si Roosevelt ha sido objeto de numerosos monumentos –entre ellos el del monte Rushmore– y es hoy reconocido como uno de los más importantes presidentes de la historia de EE.UU., es porque hizo una política social progresista –gracias a su intervención, los mineros vieron reducida su jornada laboral a 8 horas–, reguló la actividad económica y puso coto a los monopolios, reforzó el poder federal, aplicó por primera vez una amplia política  conservacionista –creó una quincena larga de monumentos nacionales para proteger espacios naturales, entre ellos el Gran Cañón– y en 1906 recibió el premio Nobel de la Paz por mediar para poner fin a la guerra entre Rusia y Japón.

Jean-Baptiste Colbert, asimismo procedente de una familia acaudalada, tuvo también en la historia de Francia un papel de una relevancia que va más allá de las querellas actuales. Cierto, en 1682 y por encargo de Luis XIV empezó la elaboración del llamado Código Negro –aprobado tres años más tarde, ya sin su concurso–, que por primera vez regulaba las condiciones de la esclavitud en las colonias francesas. También las suavizó, en comparación con las prácticas originales. En todo caso, si Colbert ha pasado a la Historia no es por el Código Negro, sino porque saneó las finanzas del reino, puso coto a la impunidad de los nobles –obligados a partir de entonces a pagar impuestos–, promovió el comercio y la industria, impulsó las artes y las ciencias, y reforzó el patrimonio forestal público. Su política, bautizada como colbertismo, que otorgaba al Estado un papel fundamental en la dirección de la economía, impregna todavía hoy las políticas públicas.

Si atendemos principalmente al comportamiento de Roosevelt y Colbert hacia los negros y la esclavitud, puede mantenerse la conclusión, ¿por qué no?, de que deben retirarse todos sus monumentos. Pero no podemos conformarnos con una caricatura. Roosevelt y Colbert no eran, sin duda, unos ángeles. Ninguno lo somos. Los que piden su excomunión, tampoco.

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