lunes, 23 de septiembre de 2019

El más rico del cementerio


A menudo, para conocer toda la verdad hay que observar de cerca a los personajes secundarios, mirar lo que se oculta tras el decorado. Es lo que hace el escritor francés Éric Vuillard en sus libros El orden del día y 14 de Julio, dos ejemplos sensacionales de disección histórica en los que ilumina los entresijos del triunfo del nazismo y de la revolución francesa. En el primero de ellos (premio Goncourt 2017) hay una descripción impagable sobre la invasión de Austria por las tropas alemanas el 12 de marzo de 1938, un fiasco muy alejado de la fulgurante Blitzkrieg (guerra relámpago) con la que doblegó a Francia dos años después.

En aquel momento, sin embargo, lo único que había eran tanques averiados en medio de la ruta, piezas de artillería en la cuneta, un colapso de tráfico portentoso... “Hay que olvidar lo que creemos saber, olvidar la guerra, desprenderse de las noticiarios de la época, de los montajes de Goebbels, de toda su propaganda. Hay que recordar que en ese instante la Blitzkrieg no es nada. No es más que un embotellamiento de Panzers. No es más que una avería gigantesca de motores en las carreteras austriacas –escribe Vuillard– (...) Y lo que sorprende en esta guerra es el éxito inaudito de la osadía, de lo cual debemos deducir una cosa: el mundo cede ante el bluf”.

Ochenta años después, el ejército alemán se encuentra en una situación muy parecida a la del momento del Anschluss, la anexión de Austria: un informe presentado en el Bundestag el pasado mes de enero alertaba de que,  en un día normal, apenas están en disposición de funcionar la mitad de sus carros de combate, buques y aviones. La corresponsal de La Vanguardia en Berlín, María-Paz López, cuenta que hace unos meses corría por Alemania un ácido chiste según el cual los tanques se aguantaban gracias a la laca –utilizada generosamente– de Ursula von der Leyen, entonces ministra de Defensa y hoy presidenta en ciernes de la Comisión Europea. Que la dotación de las fuerzas armadas es precaria lo demuestra también el estado lamentable de los aviones destinados a las altas autoridades del Estado. En diciembre del año pasado, la canciller Angela Merkel llegó con 12 horas de retraso a la cumbre del G-20 en Buenos Aires por una avería. Incapaces de encontrar un avión de repuesto, Merkel tuvo que coger en Madrid un vuelo comercial de Iberia.

¿Es el mito de la eficiencia y fiabilidad alemanas un bluf? Para los extranjeros que residen en Alemania, no hay ninguna duda. Lo es. Los servicios funcionan mal, la burocracia es ineficaz y las infraestructuras están que se caen de viejas y mal mantenidas. Las advertencias se suceden desde hace años. Los trenes, las autopistas, las carreteras, los puentes, las escuelas, el ejército, así como la red de internet –una de las más lentas del continente–, presentan deficiencias graves y necesitan una intervención drástica. Lo alertaban esta primavera en una  tribuna en el Süddeutsche Zeitung el presidente del Instituto Económico de Colonia, Michael Hüther, y el profesor del Instituto de Economía de Dusseldorf Jens Südekum. Alertas como éstas se suceden regularmente –en el vacío, en vano– desde hace años.

No es un problema de desidia. Es un problema de cicatería. Mientras las infraestructuras del país se desmoronan,  el Gobierno alemán muestra orgulloso un insolente superávit presupuestario (que el año pasado alcanzó la cifra récord de 58.000 millones de euros) En lugar de invertir, se vanagloria del dinero ahorrado, como el viejo avaro de Molière. El nuevo tótem político y económico se llama schwarze null (cero negro), que no quiere decir otra cosa que déficit cero. Obsesionados por el rigor presupuestario hasta límites que rozan –si no entran de lleno en– el más puro fundamentalismo, los dirigentes políticos alemanes, tanto democristianos como socialdemócratas, se han autoinfligido e impuesto a todo el continente una cura de austeridad de caballo, que ha agravado para millones de europeos los efectos de la crisis y ha retrasado la ahora amenazada recuperación económica, además de abrir la puerta a todo tipo de  populismos antieuropeos.

Durante años, responsables económicos europeos y norteamericanos  han empujado a Alemania a abandonar su “ruinosa obsesión por la deuda pública” –en palabras del economista estadounidense Paul Krugman, premio Nobel 2008– y  gastar e invertir más.  A no fiarlo todo a las exportaciones y a estimular también su demanda interna. Entre otras cosas, porque sus excedentes lo son a costa de los déficits de sus socios. Pero Berlín nunca ha escuchado.  Ahora, con la inminente amenaza de recesión  en Alemania –a causa de la caída de las exportaciones de automóviles y la guerra comercial chino-americana–, se le está insistiendo más que nunca.

La hasta hace poco directora general del Fondo Monetario Internacional (FMI) y próxima presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde –que cuando era ministra de Economía de Nicolas Sarkozy ya se atrevió a amonestar a Berlín, ¡y la que le cayó encima!–, lo planteó en su intervención ante el Parlamento Europeo el pasado día 4: los gobiernos que tienen margen fiscal –dijo sin señalar con el dedo– deben gastar más para estimular la economía y alejar la recesión. Lo mismo ha subrayado Mario Draghi,  aún al frente del  BCE: la política monetaria ha llegado a su límite, ahora les toca a los políticos.

El panorama es inquietante. La ralentización económica de Alemania –motor de la zona euro– puede lastrar a toda Europa, que además tiene ante sí dos potenciales amenazas añadidas: el riesgo de un Brexit duro y una eventual guerra arancelaria con Estados Unidos, cuyo pulso con China ya ha empezado a perjudicar a los intercambios comerciales en todo el mundo. La revisión a la baja esta semana de las previsiones de la OCDE para la economía mundial –cuyo crecimiento este año será el más bajo de la ultima década– ha sido el último aldabonazo.  ¿Lo escucharán en Berlín? Nada es menos seguro. Cierto es que el debate sobre la necesidad de flexibilizar el rigor presupuestario ha empezado a abrirse camino más allá del Rhin. Pero si hemos de considerar una señal el plan contra la crisis climática presentado el viernes por Merkel –flojo de ambición y de dotación–, no es muy estimulante. Por ahora, nada indica que Alemania haya abandonado su aspiración de acabar siendo el más rico del cementerio.


lunes, 9 de septiembre de 2019

El Capitán Trueno en Groenlandia


Thule... Para los aficionados al cómic y a las aventuras fantásticas, evoca un frío y legendario territorio del Norte. En los años treinta fue uno de los reinos ficticios imaginados por el escritor norteamericano Robert E. Howard, creador del mítico Conan el Bárbaro. En los cincuenta y sesenta, en España, era la isla de Sigrid, la bella y rubia reina vikinga convertida en la novia eterna del Capitán Trueno, el popular héroe creado por Víctor Mora. En realidad, Thule es el nombre de una antigua población del noroeste de Groenlandia, 1.000 kilómetros al norte del Círculo Polar, donde Estados Unidos mantiene desde 1943 una base aérea militar. Un símbolo del interés que históricamente ha manifestado Washington por esa gran isla de hielos otrora perennes, de 2.166.000 km2 y 56.000 habitantes, que pertenece a Dinamarca.

Cuando el presidente Donald Trump, con los modos y la mentalidad propias del promotor inmobiliario que es, propuso de malas maneras el pasado mes de agosto comprar Groenlandia a los daneses estaba haciendo algo más que desbarrar. La compraventa de territorios ya no forma parte de los usos y costumbres internacionales, como sí lo fue en el pasado –Luisiana y Alaska, por ejemplo, fueron compradas por EE.UU. a Francia y Rusia respectivamente–. Pero la iniciativa de Trump, aunque anacrónica, no carecía totalmente de sentido. De hecho, no fue el primero a quien se le ocurrió la idea. EE.UU. ya lo intentó en la segunda mitad del siglo XIX, bajo la presidencia de Andrew Johnson, y nuevamente en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, aprovechando que las tropas norteamericanas habían ocupado la isla, de acuerdo con el gobernador danés –el Gobierno de Copenhague estaba cautivo–, para evitar que cayera en manos de la Alemania nazi.

A falta de quedarse Groenlandia, Washington consiguió al menos consolidar su presencia militar en la isla –lo que le permitía, y le permite, tener un pie en la zona ártica europea–, y la base aérea de Thule se convirtió en un importante eslabón del sistema de defensa de EE.UU., no sólo por su capacidad para acoger grandes bombarderos sino por albergar parte del sistema de alerta en caso de ataque con misiles balísticos. Fundamental durante la guerra fría con la extinta Unión Soviética, los cambios que se están produciendo en el Ártico a causa del deshielo provocado por la crisis climática están revalorizando su importancia. La progresiva pérdida de masa helada a causa del aumento de las temperaturas –desde 1979 ha desaparecido un 40% del hielo marino– está abriendo nuevas posibilidades de navegación marítima y de explotación de los recursos naturales. Y despertando todo tipo de apetitos.

En un informe remitido al Congreso el pasado mes de junio, el Pentágono alertaba de los nuevos riesgos que amenazan a la región e identificaba a Rusia –país con mayor extensión de costa ártica– y a China –que se ha autodeclarado país “próximo al Ártico”– como los dos principales peligros. Para prevenir amenazas militares y atentados contra la libre navegación, el Departamento de Defensa propone desplegar una “fuerza de disuasión creíble”. En su programa: la modernización de los sistemas antimisiles, el reforzamiento de las bases aéreas en Alaska y Groenlandia, la movilización de la 2.ª Flota –suprimida prematuramente en el 2001 y reactivada el año pasado– y el entrenamiento y equipamiento especial de una fuerza de 39.000 marines capaz de operar en condiciones extremas en un territorio con temperaturas de -30ºC y que pasa la mitad del año a oscuras.

No se trata de especulaciones sin base. En los últimos cinco años, Rusia ha tomado la iniciativa y se ha colocado en una posición hegemónica en el Ártico, donde domina la llamada ruta del Mar del Norte –navegable ahora tres meses al año pero que los expertos calculan que puede estarlo de forma permanente en la década del 2040–. Para su protección y control, Moscú ha adoptado asimismo importantes medidas en materia de defensa, como la constitución del Comando Estratégico Conjunto de la Flota del Norte y la creación de siete nuevas bases militares a lo largo de la costa. La navegación por esta ruta –que ahorra un 40% del tiempo de viaje en barco entre Asia y Europa– está bajo control de Rosatom (la corporación estatal atómica rusa) y sus potentes rompehielos nucleares, que dicta sus normas. “La ruta del Mar del Norte es nuestra arteria nacional de transporte. Es como las normas de tráfico. Si tú vas a otro país y conduces, acatas sus normas”, sostuvo el ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, en una conferencia en abril en San Petersburgo sobre el Ártico, según el F inancial Times. EE.UU. lo contesta.

Uno de los grandes interesados en esta ruta marítima es China, que la ha incorporado a su ambicioso proyecto de la Belt and Road Initiative (BRI), también conocida como la Nueva Ruta de la Seda. Pekín está interesada en la navegación, pero al igual que los estados ribereños, también en posicionarse de cara a la futura explotación de los recursos de petróleo y gas natural que se presumen escondidos bajo el manto de hielo. Con este fin, ha conseguido introducirse como observador en el Consejo del Ártico, ha llegado a acuerdos de cooperación con Moscú en materia energética, y ha empezado a colocar algunas piezas –estaciones de investigación– en la zona, en Islandia y Noruega.

En el marco de esta estrategia, los chinos posaron su mirada en Groenlandia, llegando a proponer a Dinamarca la compra –eso sí, sin anunciarlo por Twitter– de una antigua base naval y la construcción de varios aeropuertos internacionales. Washington, según una información de Politico, reaccionó inmediatamente y empujó a Copenhague a frenar las ambiciones chinas. Un informe del Parlamento Europeo del año pasado alertaba ya de las maniobras de China en Groenlandia y apuntaba el riesgo de que Pekín pudiera alentar un posible movimiento de independencia inuit...

Al Capitán Trueno, presto a defender la justicia y deshacer entuertos, se le empieza a acumular el trabajo en tierras de Sigrid.