A
menudo, para conocer toda la verdad hay que observar de cerca a los personajes
secundarios, mirar lo que se oculta tras el decorado. Es lo que hace el
escritor francés Éric Vuillard en sus libros El orden del día y 14 de Julio,
dos ejemplos sensacionales de disección histórica en los que ilumina los
entresijos del triunfo del nazismo y de la revolución francesa. En el primero
de ellos (premio Goncourt 2017) hay una descripción impagable sobre la invasión
de Austria por las tropas alemanas el 12 de marzo de 1938, un fiasco muy
alejado de la fulgurante Blitzkrieg (guerra relámpago) con la que doblegó a
Francia dos años después.
En
aquel momento, sin embargo, lo único que había eran tanques averiados en medio
de la ruta, piezas de artillería en la cuneta, un colapso de tráfico
portentoso... “Hay que olvidar lo que creemos saber, olvidar la guerra,
desprenderse de las noticiarios de la época, de los montajes de Goebbels, de
toda su propaganda. Hay que recordar que en ese instante la Blitzkrieg no es
nada. No es más que un embotellamiento de Panzers. No es más que una avería
gigantesca de motores en las carreteras austriacas –escribe Vuillard– (...) Y
lo que sorprende en esta guerra es el éxito inaudito de la osadía, de lo cual
debemos deducir una cosa: el mundo cede ante el bluf”.
Ochenta
años después, el ejército alemán se encuentra en una situación muy parecida a
la del momento del Anschluss, la anexión de Austria: un informe presentado en
el Bundestag el pasado mes de enero alertaba de que, en un día normal, apenas están en disposición
de funcionar la mitad de sus carros de combate, buques y aviones. La
corresponsal de La Vanguardia en Berlín, María-Paz López, cuenta que hace unos
meses corría por Alemania un ácido chiste según el cual los tanques se
aguantaban gracias a la laca –utilizada generosamente– de Ursula von der Leyen,
entonces ministra de Defensa y hoy presidenta en ciernes de la Comisión
Europea. Que la dotación de las fuerzas armadas es precaria lo demuestra
también el estado lamentable de los aviones destinados a las altas autoridades
del Estado. En diciembre del año pasado, la canciller Angela Merkel llegó con
12 horas de retraso a la cumbre del G-20 en Buenos Aires por una avería. Incapaces
de encontrar un avión de repuesto, Merkel tuvo que coger en Madrid un vuelo
comercial de Iberia.
¿Es
el mito de la eficiencia y fiabilidad alemanas un bluf? Para los extranjeros
que residen en Alemania, no hay ninguna duda. Lo es. Los servicios funcionan
mal, la burocracia es ineficaz y las infraestructuras están que se caen de
viejas y mal mantenidas. Las advertencias se suceden desde hace años. Los
trenes, las autopistas, las carreteras, los puentes, las escuelas, el ejército,
así como la red de internet –una de las más lentas del continente–, presentan
deficiencias graves y necesitan una intervención drástica. Lo alertaban esta
primavera en una tribuna en el
Süddeutsche Zeitung el presidente del Instituto Económico de Colonia, Michael
Hüther, y el profesor del Instituto de Economía de Dusseldorf Jens Südekum.
Alertas como éstas se suceden regularmente –en el vacío, en vano– desde hace
años.
No
es un problema de desidia. Es un problema de cicatería. Mientras las
infraestructuras del país se desmoronan,
el Gobierno alemán muestra orgulloso un insolente superávit
presupuestario (que el año pasado alcanzó la cifra récord de 58.000 millones de
euros) En lugar de invertir, se vanagloria del dinero ahorrado, como el viejo
avaro de Molière. El nuevo tótem político y económico se llama schwarze null
(cero negro), que no quiere decir otra cosa que déficit cero. Obsesionados por
el rigor presupuestario hasta límites que rozan –si no entran de lleno en– el
más puro fundamentalismo, los dirigentes políticos alemanes, tanto
democristianos como socialdemócratas, se han autoinfligido e impuesto a todo el
continente una cura de austeridad de caballo, que ha agravado para millones de
europeos los efectos de la crisis y ha retrasado la ahora amenazada
recuperación económica, además de abrir la puerta a todo tipo de populismos antieuropeos.
Durante
años, responsables económicos europeos y norteamericanos han empujado a Alemania a abandonar su
“ruinosa obsesión por la deuda pública” –en palabras del economista estadounidense
Paul Krugman, premio Nobel 2008– y
gastar e invertir más. A no
fiarlo todo a las exportaciones y a estimular también su demanda interna. Entre
otras cosas, porque sus excedentes lo son a costa de los déficits de sus
socios. Pero Berlín nunca ha escuchado.
Ahora, con la inminente amenaza de recesión en Alemania –a causa de la caída de las
exportaciones de automóviles y la guerra comercial chino-americana–, se le está
insistiendo más que nunca.
La
hasta hace poco directora general del Fondo Monetario Internacional (FMI) y
próxima presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde –que
cuando era ministra de Economía de Nicolas Sarkozy ya se atrevió a amonestar a
Berlín, ¡y la que le cayó encima!–, lo planteó en su intervención ante el Parlamento
Europeo el pasado día 4: los gobiernos que tienen margen fiscal –dijo sin
señalar con el dedo– deben gastar más para estimular la economía y alejar la
recesión. Lo mismo ha subrayado Mario Draghi,
aún al frente del BCE: la
política monetaria ha llegado a su límite, ahora les toca a los políticos.
El
panorama es inquietante. La ralentización económica de Alemania –motor de la
zona euro– puede lastrar a toda Europa, que además tiene ante sí dos
potenciales amenazas añadidas: el riesgo de un Brexit duro y una eventual
guerra arancelaria con Estados Unidos, cuyo pulso con China ya ha empezado a
perjudicar a los intercambios comerciales en todo el mundo. La revisión a la
baja esta semana de las previsiones de la OCDE para la economía mundial –cuyo
crecimiento este año será el más bajo de la ultima década– ha sido el último
aldabonazo. ¿Lo escucharán en Berlín?
Nada es menos seguro. Cierto es que el debate sobre la necesidad de
flexibilizar el rigor presupuestario ha empezado a abrirse camino más allá del
Rhin. Pero si hemos de considerar una señal el plan contra la crisis climática
presentado el viernes por Merkel –flojo de ambición y de dotación–, no es muy
estimulante. Por ahora, nada indica que Alemania haya abandonado su aspiración
de acabar siendo el más rico del cementerio.