martes, 25 de junio de 2019

Elogio de un traidor


Para Alexis Tsipras, la noche del domingo 12 al lunes 13 de julio del 2015 fue la más larga de su vida política. El primer ministro griego había acudido a Bruselas a negociar un nuevo plan de ayuda financiera para Grecia, decidido a arrancar una flexibilización de las estrictas condiciones que hasta entonces habían impuesto sus socios europeos a los gobiernos precedentes. Pero, tras 17 horas de áspera negociación, salió escaldado.

Hartos de los sacrificios impuestos por Europa,  los griegos habían votado mayoritariamente por el líder de Syriza en las elecciones del mes de enero por su promesa de acabar con la austeridad. Y casi dos terceras partes habían rechazado las condiciones planteadas por Bruselas como requisito para una nueva ayuda financiera en un referéndum celebrado una semana antes,  el 5 de julio, a iniciativa del nuevo jefe del gobierno heleno.

Tsipras pensaba sin duda utilizar el voto popular como un arma en la negociación, que se presumía larga y dura. Estaba preparado para ello. Acudía al combate presto a librar una  guerra convencional. Pero en Bruselas se encontró con que su principal adversario llegaba dispuesto –más que dispuesto, ¡deseoso!– de apretar el botón nuclear... El ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, había preparado un plan para forzar la salida de Grecia de la zona euro. Como si se tratara de extirpar un tumor maligno. Las dudas de la canciller Angela Merkel y la resistencia del presidente francés, François Hollande, contribuyeron a impedir el Grexit. Pero la cuestión decisiva fue la capitulación de Tsipras. El primer ministro griego tuvo que tragar todo lo imaginable y firmar un trato humillante (el presidente saliente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, lo acabaría reconociendo tiempo después) para evitar lo peor. Podía no haberlo hecho. Podía haber salvado su imagen, su reputación. Regresar a Grecia como un héroe, derrotado pero insumiso. Pero al precio de lanzar a Grecia al abismo, dejando al país a merced de los mercados financieros y la ayuda draconiana del Fondo Monetario Internacional (FMI) como último y desesperado recurso.

Alexis Tsipras prefirió endosar el traje de traidor y aplicar personalmente la amarga medicina recetada en Bruselas  –tratando, allí donde fuera posible, de aplicar remedios paliativos a las capas más expuestas de la población–. Tsipras perdió a una parte de sus seguidores en este lance, pero ganó el apoyo de muchos otros. Hasta el punto de que en las elecciones anticipadas convocadas a la vuelta del verano revalidó su victoria de nueve meses atrás.

En estos años, Tsipras  ha cumplido con creces sus compromisos económicos y financieros. Ha dejado de ser el radical de izquierdas con veleidades chavistas del principio para convertirse en un socialdemócrata pragmático, a quien sus pares celebran como un hombre de Estado. Como resultado, en agosto del año pasado, Grecia dejó de estar bajo la tutela de la troika y desde entonces vuela sola (que no libre, pues se la sigue vigilando de cerca)

El crecimiento de la economía –un 1,9% del PIB el año pasado, que se espera que sea del 2% este año, según la OCDE– y el saneamiento de las finanzas públicas –el año pasado el superávit primario, esto es, sin contar el coste de la deuda, alcanzó el 4,2%, por encima del 3,5% exigido– permitió al Gobierno griego abordar algunas mejoras sociales: empezó en febrero por el aumento del salario mínimo (de 586 a 650 euros) y en mayo anunció la restitución de la decimotercera paga a los jubilados y la reducción del IVA. “Es importante que los sacrificios que han hecho los griegos sean recompensados”, declaró el primer ministro. Tampoco muchas alegrías, no se vaya uno a pensar, porque la situación sigue siendo delicada. Grecia ha salido del pozo, pero ha perdido en la crisis una cuarta parte de su riqueza, sin que esta devaluación haya podido ser aprovechada para la exportación por una industria que es prácticamente inexistente. El paro sigue siendo muy elevado (19%) y el poder adquisitivo de los griegos se ha hundido. El futuro aún es gris.

El anuncio de mayo tenía una inequívoca tonalidad electoralista, lo cual no evitó que Syriza recibiera un fuerte correctivo en las elecciones europeas, donde con el  23,8% de los votos quedó muy por detrás del centroderecha de Nueva Democracia (33,3%) ¿El peaje a pagar por la austeridad? No está ni mucho menos claro.

Alexis Tsipras se incomodó con los griegos en un asunto mucho más delicado, puesto que atañe a los sentimientos y ya se ha visto –aquí y allá– que en momentos de crisis los sentimientos brutos es lo más fácilmente explotable. En otra muestra de osadía, el primer ministro griego, con la complicidad de su homólogo de la antigua república yugoslava de Macedonia, el socialdemócrata Zoran Zaev, urdió un acuerdo para cerrar la disputa histórica entre ambos países por el nombre del primero, que a juicio de los griegos usurpaba el de su región septentrional. Ambos dirigentes, empujados por la UE y la OTAN, acordaron en enero una solución salomónica –llamar al nuevo país  Macedonia del Norte– que convenció a muy pocos a un lado y otro de la frontera pero tuvo la gran virtud de desbloquear un litigio que parecía insoluble. Tsipras tuvo el coraje de desafiar a la opinión pública –mayoritariamente contraria al acuerdo– y se puso a merced de una derecha que se lanzó sin medida a atizar los sentimientos nacionalistas. Pero consideró, una vez más, que era lo que debía hacer.

A diez puntos de distancia de la derecha –los sondeos otorgan a Nueva Democracia el 39% de intención de voto, por un 29% a Syriza–, es probable que Tsipras sea descabalgado del gobierno en las elecciones anticipadas del próximo 7 de julio. Sería un error, sin embargo, darle por amortizado.
En cualquier caso, el tiempo acabará por aquilatar su figura. Y se verá que, a veces, lo que más necesita un país es un traidor.



lunes, 3 de junio de 2019

La banda del 8%


¡Al centro, por Dios, al centro! Los analistas más preclaros gritaban desaforadamente desde la banda –cual frustrados entrenadores– al entonces líder de la derecha francesa, Nicolas Sarkozy, para que frenara su deriva derechista. Era el año 2102 y el presidente de la República, enfrentado al reto de la reelección, no hizo el menor caso. “Una elección se gana en el centro. Por eso François Hollande (socialista) va a ganar, porque está en el centro”. Lo vaticinó, no sin pesadumbre, el politólogo Dominique Reynié, director de la Fundación para la Renovación Política –uno de los think tanks de referencia de la derecha francesa, entonces y ahora–, que observaba con impotencia cómo Sarkozy se echaba al monte siguiendo el rastro del Frente Nacional de Marine Le Pen, aconsejado por un oscuro personaje procedente de la ultraderecha llamado Patrick Buisson. Lo mismo que Donald Trump y Steve Bannon, pero con cuatro años de adelanto. Como es sabido, Sarkozy fracasó, se convirtió en el segundo presidente de la V República en no ser reelegido –después de Valéry Giscard d’Estaing– y entregó el Elíseo a un François Hollande por quien un año antes nadie daba un duro. Tampoco después, por otra parte...

Nadie aprendió la lección. Tras varios años de desconcierto y guerras internas, dando tumbos sin demasiado sentido, la derecha francesa se reencarnó en un nuevo partido, Los Republicanos (LR), liderado desde el 2017 por un joven dirigente, Laurent Wauquiez, que creyó descubrir  que el camino de la salvación era seguir trotando ideológicamente detrás de la extrema derecha. Por el camino, muchos se marcharon. El resultado, si malo fue en el 2012, en el 2019 ha resultado catastrófico: en las elecciones europeas del domingo el peso de la derecha francesa quedó reducido al 8,5%. Lo nunca visto.

No se trata en absoluto de una excepcionalidad francesa. Sólo hay que mirar lo que ha pasado en otros dos grandes países europeos para comprobar que cuando la derecha tradicional se apunta a las recetas de la extrema derecha –nacionalismo, xenofobia, euroescepticismo– acaba devorada por el monstruo que se ha dedicado a alimentar. Convertida en una fuerza superflua. En el Reino Unido, los conservadores –que al calor del Brexit se han apuntado a los argumentos políticos de los extremistas– obtuvieron en las elecciones europeas el 8,7%. Y en Italia, el incombustible Silvio Berlusconi, aliado hace un año con la Liga, se ha quedado reducido también a un 8,8%. La derecha europea parece víctima de una pulsión suicida incontrolable.

 Es ya un axioma que, ante dos ofertas políticas similares, los votantes se decantan preferentemente por la auténtica, la original, y desechan la copia. Al alinearse con las tesis de los ultras para tratar de evitar la sangría de votos por su flanco derecho, los grandes partidos conservadores del continente lo que han hecho ha sido agravar la hemorragia y, al desertar el centro, han dejado el terreno abierto y expedito a sus adversarios.

En Francia, el discurso radical de Los Republicanos de Wauquiez ha reforzado y dado credibilidad democrática al refundado Reagrupamiento Nacional de Le Pen, que ha vuelto a ganar en unas europeas (23,3%). Mientras, el presidente Emmanuel Macron, al frente de un artefacto político híbrido –liberal y vagamente socialdemócrata–, ha quedado segundo, a pocas décimas (22,4%), consolidando su partido como única alternativa a la extrema derecha. La República en Marcha (LREM), que se ha enseñoreado del centro,  se ha hecho con buena parte del electorado moderado de derechas, que se había quedado huérfano: según un estudio postelectoral, Macron se ha apoderado de una cuarta parte larga de los electores que en las presidenciales el 2017 votaron por François Fillon. Y si no ha ganado al RN es porque, por el camino, ha perdido una parte de sus apoyos originales de la izquierda socialista –que han engrosado sobre todo a los Verdes, convertidos en tercera fuerza–.

En el Reino Unido, la incompetente gestión del Brexit por Theresa May y la deriva eurófoba de los tories –que aún podrían empeorar su situación encomendando su salud a los más radicales y cínicos, tipo Boris Johnson– ha sustentado el apoyo a un personaje tan inquietante como Nigel Farage  y su Partido del Brexit (31,7%), mientras ha dejado campo libre a los liberal-demócratas (segundo partido con el 18,5%) para ocupar el espacio del centro europeísta, que los desorientados laboristas también han abandonado.
La Forza Italia del ex primer ministro Berlusconi ha corrido una suerte parecida, después de haberse aliado con los liguistas en el 2018. Matteo Salvini, cuyo partido se llevó el domingo el 34,3% de los votos, no sólo ha reducido a la derecha a la mínima expresión sino que, de paso, ha jibarizado a su extraño socio de gobierno, el populista Movimiento 5 Estrellas de Luigi di Maio. Pero la naturaleza tiene horror al vacío. Y el vacío del centro ha permitido la incipiente recuperación del Partido Demócrata (22,7%)

Si no se ha producido un proceso similar en Alemania, donde la CDU resiste como primer partido pese a haber perdido bastante respaldo, es porque Angela Merkel ha marcado severas distancias con los ultras de Alternativa para Alemania (veremos qué pasa si, como parece predicar su sucesora, Annegret Kramp-Karrenbauer, los democristianos empiezan a girar hacia la derecha).  Y si en España tampoco se ha verificado la misma tendencia –el PP se mantiene como la primera fuerza de la derecha, pese a la derrota en generales y europeas– es porque la política de acercamiento a Vox impulsada por Pablo Casado es todavía muy tierna. Pero si sigue así, acabará indefectiblemente integrando la banda del 8%. Tan sólo es cuestión de tiempo. Y a tenor del CIS,  que ya atribuye ahora al PP una escuálida intención de voto del 11,4%, de no mucho tiempo.