domingo, 28 de enero de 2024

El festín de la ameba


@Lluis_Uria

Un centenar de personas se congregó la mañana del 3 de enero en la iglesia de Saint-Ferdinand-des-Ternes, en París, para asistir al funeral de un oscuro personaje: Patrick Buisson, ideólogo ultra y otrora influyente consejero de Nicolas Sarkozy en el Elíseo. A la ceremonia acudió lo más granado de la extrema derecha francesa, desde Marine Le Pen, presidenta del Regrupamiento Nacional (RN), a Éric Zemmour, líder de Reconquista, lo que en sí mismo bastaría para establecer la caracterización del sujeto.

Entre los años 2007 y 2012, Buisson marcó la línea ideológica de Sarkozy, empujándole hacia las tesis de la extrema derecha en materia de identidad nacional, inmigración y seguridad. Su sueño era agrupar a todas las derechas en una gran coalición con un programa radicalmente conservador. El fallecido consejero tenía un vicio feo, a falta de original:  grabar las conversaciones sin que sus interlocutores lo supieran. Así, merced a una filtración del año 2014, pudo conocerse hasta qué punto Buisson despreciaba a Sarkozy –a quien llamaba “el pequeño” o “el enano”– y cómo le manejaba a su antojo conduciéndole a endurecer sus políticas. 

La radicalización de la derecha gaullista impuesta por Sarkozy desde el Elíseo se demostró suicida. No sólo no logró ser reelegido él mismo como presidente de la República, sino que, quince años después, su partido es una sombra de lo que fue y ha cedido todo su terreno a la extrema derecha cuyo discurso contribuyó decisivamente a normalizar. La derecha republicana ha pasado en tres lustros de ser el primer partido de Francia, con el 45,6% de los votos y una confortable mayoría absoluta en la Asamblea Nacional (320 diputados sobre 577), a ser el cuarto, con el 11,3%  y 62 escaños. Pese a ello, la nueva orientación de Los Republicanos bajo el liderazgo de Éric Ciotti –¡a la derecha a toda máquina!– persiste en el mismo error.

Mientras tanto, el RN de Marine Le Pen  ascendió en 2022 al tercer puesto, con el 18,7% de los votos y 89 diputados, y los sondeos vaticinan que se convertirá en el primer partido de Francia en las elecciones europeas de junio próximo. Le Pen, que en la segunda vuelta de las presidenciales de hace dos años llegó a arrancar 13,3 millones de votos, podría acabar llevando a su partido –esta vez sí– al Elíseo en el 2027. Si alguien lo duda todavía, no hay más que ver cómo el RN está marcando la agenda política en Francia, hasta el punto de haber arrastrado al propio presidente Emmanuel Macron (¿Tú, también, Bruto?) a aprobar –con sus votos y sus tesis– una dura ley de Inmigración.

Francia no es una rareza. Al contrario. En los últimos tiempos, la derecha tradicional se ha ido aproximando y haciendo suyas las ideas de la extrema derecha, principalmente en cuanto a la inmigración, asunto al que se han añadido la guerra cultural anti woke y el climatoescepticismo, con el fin de atraerse a ese mundo rural descontento con las exigencias de la transición energética. Como en un efecto dominó, las derechas europeas se han puesto una tras otra a correr detrás de los ultras como si no hubiera un mañana. Se ha visto en los Países Bajos, donde finalmente el extremista Geert Wilders, del Partido por la Libertad (PVV), se llevó el gato al agua y ganó las elecciones del pasado noviembre. Se ha visto en Austria, en Bélgica, en Finlandia, en Suecia... Se está viendo también en España, donde un PP desnortado bebe los vientos por Vox.

En el año 2000, ¡no hace tanto!, la entrada del ultraderechista Partido de la Libertad de Austria (FPÖ), de Jörg Haider, en el gobierno federal provocó un seísmo político en Europa y la Unión Europea llegó a aplicar sanciones diplomáticas –más simbólicas que otra cosa, es cierto– a Viena. Nunca antes, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, se había visto a los herederos ideológicos del fascismo y el nazismo integrarse en el gobierno de un Estado miembro de la UE. Veinticuatro años después, se ha convertido en algo de lo más banal.

La extrema derecha y los populismos ultraconservadores están al alza hoy en Europa. Gobiernan en Eslovaquia, Finlandia, Hungría e Italia, forman parte de la mayoría que apoya al gobierno en Suecia (lo que hubiera pasado en España con Vox si hubieran sumado la mayoría con el PP) y encabezan los sondeos de intención de voto en Bélgica y Francia. En Alemania la cada vez más radical AfD va en segundo lugar. Y en Polonia, pese a perder el gobierno, fueron los más votados en las elecciones de octubre. Hay quien no duda en hablar de mainstream, de corriente dominante.

Las elecciones europeas convocadas del 6 al 9 de junio serán un termómetro de la situación. Y todo indica que va a subir bastante la temperatura. Los sondeos auguran un ascenso notable de las fuerzas de derecha radical reunidas en los grupos Identidad y Democracia (ID) –donde están los partidos de Le Pen y Wilders, la Liga de Salvini y la AfD, entre otros– y Conservadores y Reformistas Europeos (CRE) –con los posfascistas Fratelli de Giorgia Meloni, los polacos de Ley y Justicia... y Vox–, que juntos podrían alcanzar 160 escaños y, si no llegar a forjar una mayoría alternativa con los populares, sí acaso constituir una minoría de bloqueo en el Parlamento Europeo. El líder del PPE, el bávaro Manfred Weber, coquetea descaradamente desde hace tiempo con pactar con los segundos...

La extrema derecha es como una peligrosa y gigantesca ameba en proceso de fagocitar a las derechas tradicionales. A la vista del banquete que se está dando en todo el continente, debe ser de una de las variedades más letales, la Naegleria fowleri. También conocida por “comecerebros”.



 

domingo, 14 de enero de 2024

El legado escondido del ‘supertacañón’


@Lluis_Uria

Era el supertacañón por excelencia, el genuino inspirador de la troika, los temidos hombres de negro que a raíz de la crisis económico-financiera del 2008 fueron enviados por la Unión Europea a poner en cintura las finanzas de los países rescatados (Portugal, Grecia, Irlanda) a costa de imponer terribles sacrificios a la población y lastrar de forma duradera sus economías. Grecia, en particular, nunca olvidará su nombre: Wolfgang Schäuble. El entonces poderoso ministro de Finanzas de Alemania aplicó a Europa una violenta cura de austeridad de la que tardó años en levantarse. A Grecia, más que a ningún otro. Y, si no hubiera sido por el rechazo de Francia –y la rendición incondicional del primer ministro griego, Alexis Tsipras, que tragó con todo– habría expulsado a Atenas del euro.

Liberal ortodoxo y de intransigente moral protestante, Schäuble fue el padre del dogma del déficit cero (Schwarze null, o cero negro) y de la limitación constitucional al endeudamiento público en Alemania, que tanto ha frenado las inversiones –las infraestructuras están que se caen– y el crecimiento de la economía de este país. En alemán, no porque sí, deuda y culpa tiene el mismo vocablo: schuld.

Wolfgang Schäuble murió el pasado 26 de diciembre –festividad de San Esteban, patrón de los carpinteros  (el oficio de su abuelo)–, el mismo día en que desapareció uno de los grandes tótems de Europa, el francés Jacques Delors, arquitecto de la UE que hoy conocemos, de la que puso las bases como presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1995. Podría pensarse que eran dos personalidades opuestas. Y, sin embargo, tenían mucho en común. Detrás del hombre de negro, Schäuble escondía también un ferviente europeísta.

Nacido en 1942 en Friburgo de Brisgovia, a orillas del Rhin –y, por consiguiente, de Francia–, Schäuble era bilingüe y manifestó siempre un sólido apego a la amistad franco-alemana, núcleo duro de la Europa con la que soñaba. En cuanto al futuro de la UE, siempre fue mucho más allá que su partido, la democristiana CDU, y ya no digamos que su canciller, Angela Merkel. A mediados de los años noventa, Schäuble abogaba ya –como haría el presidente francés, Emmanuel Macron, años después– por potenciar un núcleo duro, en torno a Alemania y Francia, para profundizar en la integración europea y alcanzar una verdadera “unión política”. Una exigencia que tras la pandemia de covid del 2020 consideró ya improrrogable.

El político alemán defendía reformar los tratados para que el Parlamento Europeo tuviera capacidad de iniciativa legislativa –de la que ahora carece– y que la Comisión se convirtiera en un auténtico Gobierno europeo, dejando el Consejo –integrado por los primeros ministros y jefes de Estado de los países miembros– como una segunda cámara,  una suerte de Senado. Schäuble llegó a hacer propuestas muy atrevidas, como la de que los europeos pudieran votar directamente al presidente de la UE... algo que, sólo de pensarlo, debía poner los pelos de punta a los mandatarios europeos (felizmente acomodados a una dinámica intergubernamental que les garantiza el control último). No se precisa mucha imaginación para intuir la revolución que supondrían cambios de tal calibre. El legado de Schäuble no se limitó a la austeridad.

Artífice de la reunificación de Alemania –fue el encargado de la negociación con el Este–, fugaz presidente de la CDU –sacrificado por el escándalo de la financiación irregular del partido–,Wolfgang Schäuble pudo haber sido canciller de Alemania. Era el favorito, el presentido, para suceder a Helmut Kohl, al que finalmente sustituyó una entonces desconocida dirigente procedente de la extinta RDA, Angela Merkel, cuyo europeísmo se iría construyendo de forma pragmática a golpe de crisis. Quién sabe hasta dónde podría haber avanzado Europa con Schäuble. Su visión y su ambición, en todo caso, son hoy más perentorias que nunca.

Europa se encuentra ante un momento crucial. Embarcada en un largo y complejo proceso de ampliación, que puede llevarle a acabar agrupando a 30 e incluso 36 países, la actual UE es una potencia económica y demográfica, pero es un actor secundario desde el punto de vista geopolítico y estratégico. Y, si nada cambia, se arriesga a acabar en la más absoluta insignificancia. No se trata solo de reformar su gobernanza, por otro lado imprescindible –es imperativo eliminar el principio de unanimidad, que coarta las decisiones en materia de política exterior, y reforzar el papel del Parlamento–, sino de dar un salto cualitativo en la unión política y económica. La respuesta a la crisis de la covid y la guerra de Ucrania desbordó los estrechos cauces marcados inicialmente a Bruselas –que pasó de regular a actuar como brazo ejecutivo– y mostró el camino  por el que se puede avanzar. El ex primer ministro italiano y expresidente del Banco Central Europeo (BCE) Mario Draghi, a quien la prensa italiana atribuye ambiciones europeas, lo ha planteado sin tapujos: “Europa debe convertirse en un Estado”.

A priori, los relojes parecen marcar hoy la misma hora en Berlín y París. El acuerdo de coalición que llevó hace poco más de dos años al socialdemócrata Olaf Scholz a la Cancillería apostaba explícitamente por un “Estado federal europeo” y en el discurso que el canciller pronunció en agosto del 2022 en la Universidad de Praga se acercó –cinco años después– a muchos de los postulados defendidos por el presidente francés, Emmanuel Macron, en su histórico discurso de septiembre del 2017 en la Sorbona, con el que se erigió en líder de los europeístas del continente. Sin embargo, esta sintonía no llega en el mejor momento. Tanto Scholz como Macron, al frente de gobiernos inestables, se enfrentan a serios problemas políticos internos, lo que ofrece una base poco sólida para según qué aventuras. Más allá de Alemania y Francia, el conjunto de Europa afronta el próximo mes de junio una cita crucial con las urnas: el previsible ascenso de las fuerzas de extrema derecha –soberanistas y euroescépticas– en las elecciones al Parlamento Europeo podría hacer bascular las actuales mayorías y arrojar un frío polar sobre esta incierta primavera.