miércoles, 26 de diciembre de 2018

El veneno de la cobra


El sargento Jason Mitchell McClary, de 24 años, natural de Export (Pensilvania), un pueblo de nombre equívoco en la órbita metropolitana de Pittsburgh, murió el domingo 2 de diciembre en un hospital militar de Landstuhl (Alemania) a consecuencia de las heridas que había recibido cinco días antes en un atentado de los talibanes contra un convoy militar norteamericano en las afueras de la ciudad de Ghazni, en la peligrosa ruta que une Kabul con Kandahar. Procedente de Irak, llevaba ocho meses en Afganistán. El martes 27 de noviembre, el vehículo blindado en el que viajaba fue destruido por una potente bomba trampa de los talibanes. Tres de sus compañeros, miembros de las fuerzas especiales, murieron en el acto. El sargento McClary, de la 4.ª División de Infantería con base en Fort Carson (Colorado), resultó gravemente herido y acabó sucumbiendo muy poco después. Casado con su novia del instituto –Lilly– y padre de dos hijos de corta edad, Jett (3 años) y Jason James (11 meses), Jason Mitchell McClary es el último soldado de Estados Unidos caído en Afganistán. Hasta el momento...

En los 17 años que hace que dura esta guerra interminable, la más larga ya de la historia de Estados Unidos, han muerto más de 2.400 militares estadounidenses, además de otros 1.100 de la treintena de países aliados (la mayoría británicos y canadienses, así como 34 españoles). Pero la factura más grave en vidas humanas la ha pagado el propio país: en este tiempo han perecido del orden de 38.000 civiles y 58.600 soldados y policías. Sólo en el 2017 murieron o resultaron heridos 10.000 civiles a causa fundamentalmente de los atentados indiscriminados de los talibanes y del Estado Islámico –recién llegado procedente de Siria–, según un informe de la ONU.

 El sargento McClary tenía 7 años cuando el presidente George W. Bush ordenó en octubre del 2001 lanzar un ataque militar, con el apoyo de la OTAN, contra el Gobierno talibán de Afganistán por su complicidad en los atentados del 11 de septiembre, al proteger a Osama Bin Laden y la dirección de Al Qaeda. El régimen medieval y oscurantista de los Talibán se derrumbó inmediatamente –Bin Laden tardaría muchísimo tiempo más en caer,  diez años, en el 2011–, pero ni Estados Unidos ni sus aliados han llegado jamás a sofocar la resistencia ni dominar el país. No lo consiguieron los británicos en el siglo XIX ni los soviéticos a finales del siglo XX. ¿Por qué iba a ser diferente con EE.UU. en el siglo XXI? Tomar el poder en la capital, Kabul, es relativamente fácil. Domeñar a las tribus de las montañas es otra cosa.

En el 2014, el entonces presidente Barack Obama –quien había prometido acabar con la guerra de Afganistán– decidió poner oficialmente fin a las operaciones de combate, repatriar a la mayor parte de los más de 80.000 soldados estadounidenses desplegados en el país y poner velas a todos los santos para conseguir que el régimen de Kabul y el ejército regular afgano se demostraran capaces de controlar la situación, con el objetivo de retirar al último soldado en el 2016. No lo pudo cumplir. Su sucesor, Donald Trump, se planteó un objetivo similar, antes de verse forzado por la dura realidad a autorizar el año pasado el envío de entre 3.000 y 4.000 soldados suplementarios, hasta los 14.000 que aproximadamente hay ahora. Quien se lo puso sobre la mesa fue el general Jim Mattis, secretario de Defensa dimisionario y veterano de la guerra de Afganistán –dirigió como coronel los primeros combates sobre el terreno en el otoño del 2001 al frente del 7.º Regimiento de Marines–, quien ha renunciado ante la negativa del presidente de EE.UU. a tener en cuenta sus opiniones sobre Afganistán y sobre Siria. Así como respecto al trato con la OTAN –“No podemos proteger nuestros intereses (...) sin mantener fuertes alianzas y mostrar respeto por nuestros aliados”, declara en su carta de dimisión– y hacia los adversarios de Estados Unidos en el mundo, particularmente Rusia y China, con quienes defiende mostrarse “resolutivos e inequívocos”.  Algo que Trump evidentemente no ha hecho. Ni lo uno ni lo otro.

En un arranque de su imprevisible y caprichoso carácter, el presidente de EE.UU. ha decidido  una retirada repentina de Afganistán que puede acabar teniendo consecuencias catastróficas. El inminente nuevo jefe del Comando Central, el general Kenneth McKenzie, advirtió en su comparecencia ante el Senado el pasado día 4 que  las fuerzas afganas  no son capaces de garantizar la seguridad sin  la ayuda norteamericana. “Si nos vamos precipitadamente ahora mismo, no creo que sean capaces de defender su país”, advirtió. Trump, como si oyera llover.

Las estrategia llevada a cabo en Afganistán por EE.UU. desde que sus soldados pasaron a segundo plano hace cuatro años  –consistente en realizar bombardeos aéreos intensivos contra los combatientes talibanes y  sus plantas de elaboración de opio, para cortar sus fuentes de financiación–  apenas han logrado contener la situación. Según el último informe del Sigar (Special Inspector General for Afghan Reconstruction), en el 2017 los talibanes no sólo no recularon en el negocio del narcotráfico sino que aumentaron la exportación de opio un 65%, al igual que la superficie cultivada, mientras sus combatientes –de 40.000 a 60.000, según diferentes estimaciones– han extendido sus acciones a la mayor parte del país. Y no sólo a través de atentados terroristas, como demostró la ofensiva militar de este verano sobre Ghazni, rechazada gracias a la aviación y las fuerzas especiales de EE.UU. Hoy, el Gobierno afgano controla plenamente poco más de la mitad del territorio.
Ante esta situación, Washington decidió hace unos meses buscar una vía de negociación con los talibanes para poner fin al conflicto. Y en julio pasado  representantes norteamericanos y talibanes se reunieron cara a cara en Qatar para explorar la posibilidad de un diálogo...  Sólo con anunciar una retirada inminente, unilateral e incondicional, Trump ha arruinado ahora esta vía.

Si quiere aprender de la historia reciente, debería recordar que tres años después de la retirada de la URSS de Afganistán, en 1989, los muyahidines derribaron el régimen aliado de Moscú y cuatro años más tarde los talibanes se hicieron con el poder. Afganistán no es una tierra fácil de doblegar. A Alejandro Magno, que hace más de dos mil años extendió su imperio hasta los confines de la India, se le atribuye esta sentencia: “Que los dioses nos libren del veneno de la cobra, de los colmillos del tigre y de la venganza de los afganos”.


lunes, 10 de diciembre de 2018

Revuelta contra Júpiter


Philippe y Nathalie, provinciales de nacimiento y parisinos de vocación, abandonaron hace años el popular distrito XV de París hartos de la falta de espacio y la incuria del propietario del inmueble donde vivían –que no gastaba un céntimo en el mantenimiento del edificio– para instalarse en un piso de propiedad en una gris y fea ciudad de la banlieue sur de la capital, donde contaban con el doble de espacio y había una estación de metro al alcance de la mano. No duraron mucho allí.  El día en que cerró la última carnicería no halal del barrio, Nathalie –una mujer profundamente de izquierdas y ecologista– decidió que no podía seguir viviendo  en un lugar donde una religión invasiva imponía sus normas a todo el mundo. Aprovechando la jubilación de Philippe, la pareja y sus gatos se instalaron entonces en un pueblo de la campiña, en el Mediodía francés. En esa Francia que hoy se levanta airada contra el Gobierno del presidente Emmanuel Macron.

Philippe y Nathalie, que se definen como “ferozmente anti neoliberales”,  no se han calzado el chaleco amarillo ni han integrado ninguno de los piquetes que desde hace semanas cortan el tráfico en las rotondas y los peajes de las autopistas de todo el país. Pero apoyan decididamente el movimiento. “Están desmantelando los servicios públicos en todas partes, cierran hospitales, estaciones de tren, oficinas de correos... amenazan con convertir a Francia en un desierto”, denuncia Philippe, quien considera más que justificado que la gente haya acabado explotando  (no así la violencia, de la que abomina)

Francia arde, y esta vez no son las temidas banlieues, los guetos –la palabra la utilizó Manuel Valls siendo primer ministro– de los grandes suburbios urbanos donde se concentra la población extranjera y de origen inmigrante, y que acumulan los más graves problemas de exclusión social. Una explosión ahí, como la del 2005, es posible en cualquier momento. Pero no es esa Francia la que, esta vez, ha salido a la calle y se está dejando llevar por al embriaguez de la insurgencia. Es la Francia rural, la Francia periurbana, la Francia que vive en tierra de nadie, esa que nunca sale en los telediarios –obsesivamente focalizados en París–, la que hoy se hace escuchar a gritos. Quien crea que la protesta se reduce al aumento de varios céntimos en el precio de la gasolina y el gasoil –la polémica ecotasa ahora retirada– no ha entendido nada. El Gobierno ha tardado mucho en entenderlo. Y ha respondido demasiado tarde.

La ecotasa ha sido la gota que ha colmado el vaso de un malestar mucho más profundo. A veces hace falta muy poco, menos que nada, para prender la mecha. Unos céntimos de más en el carburante, una nueva limitación de la velocidad por carretera –a 80 km/h con profusión de radares de control–, y la gente de la tierra de nadie, dependiente del vehículo privado para sus desplazamientos y que a duras penas consigue llegar a fin de mes, se lo acaba tomando como algo personal. Y si además ve que el esfuerzo fiscal no es equitativo –ahí está el caso actual del presidente de Renault, Carlos Ghosn, con sus retribuciones millonarias y sus escaqueos fiscales, para recordarlo– su malestar se convierte en cólera. Que los chalecos amarillos reclamen, entre otras muchas cosas, el restablecimiento del Impuesto de Solidaridad sobre la Fortuna –suprimido por Macron– no es una casualidad. Existe un profundo sentimiento de agravio. Francia, con un potente Estado social, sigue siendo consecuentemente  un país con una elevada presión fiscal. Pero que esta presión siga aumentando para el conjunto del país –Francia ha pasado al primer lugar en la última lista de la OCDE, con un 46,2% del PIB– mientras se regalan alegremente 3.200 millones de euros al año a los más ricos con la supresión del ISF resulta bastante indigesto.

La Francia que protesta es la Francia periférica, la Francia de abajo. Según un sondeo del instituto Ifop, el movimiento  de los chalecos amarillos es apoyado mayoritariamente en las zonas rurales (57%) –más de tres cuartas partes de la protesta se concentra en poblaciones de menos de 20.000 habitantes–  y por las clases con menor poder adquisitivo: obreros (62%), empleados (56%) y trabajadores autónomos (54%). Justo quienes más han sufrido las consecuencias de la crisis del 2008.  “Para esas personas que trabajan, la ausencia de márgenes de maniobra en el presupuesto familiar es difícilmente soportable, es también fuente de angustia y síntoma de desclasamiento”, sostienen Jérôme Fourquet y Sylvain Manternach en una nota de la Fundación Jean Jaurès titulada Los chalecos amarillos: revelador fluorescente de las fracturas francesas.

Y si la crisis ha llegado al punto en el que está es debido también a la distancia. La inmensa distancia –teñida a veces de desprecio, como cuando Macron riñó a un joven en paro y le animó a encontrar trabajo “con sólo cruzar la calle”– que separa a la élite gobernante de una gran parte de los ciudadanos. Joven, europeísta, dinámico y reformador, Emmanuel Macron logró derrotar a los dos grandes partidos institucionales –socialistas y conservadores– presentándose como alguien nuevo, aún habiendo sido ministro (¡y de Economía!) en el Gobierno saliente. Pero de nuevo no tiene nada. Surgido de la eterna Escuela Nacional de Administración (ENA), el presidente francés forma parte de las élites que han gobernado ininterrumpidamente en Francia en las últimas seis décadas. Y adolece de una misma y común arrogancia. Acaso más acentuada. Sus críticos le reprochan sus aires napoleónicos, cuando no monárquicos, su endiosamiento... El director de Libération, Laurent Joffrin, lo ha resumido dándole un irónico sobrenombre: Júpiter, el dios de los dioses romanos. La revuelta, esta vez, es también contra él.