martes, 23 de enero de 2018

¿El mundo en sus manos?

Donald Trump es un machote. El más machote, para ser precisos, y el que lo tiene más grande (el botón nuclear, claro). De esta forma, como si fuera un matón de barrio, lo expresó él mismo en uno de sus enfebrecidos arranques tuiteros en su  particular toma y daca con el dictador de Corea del Norte, Kim Jong Un, quien –en opinión de Condoleezza Rice, que fuera secretaria de Estado con George W. Bush– podrá ser un paranoico pero es bastante más inteligente de lo que sus adversarios creen. Si más o menos que el inquilino de la Casa Blanca –quien no se ha conducido en este asunto  precisamente con una gran fineza intelectual–, queda a juicio del observador imparcial.

“Será mejor que Corea del Norte deje de lanzar amenazas contra Estados Unidos. Se encontrarán con el fuego y la furia como nunca ha visto el mundo”, dijo en agosto pasado en respuesta a la enésima provocación de quien llama despreciativamente rocketman. Su bravuconada daría título al demoledor retrato de la Casa Blanca bajo la era Trump escrita por Michael Wolff: Fire and fury.

Más allá del riesgo evidente que la escalada verbal entre Washington y Pyongyang puede suponer para la paz mundial –en cualquier momento podría descontrolarse y derivar en un enfrentamiento bélico–, el pulso personal, casi de patio de colegio, entre Trump y Kim ilustra la forma en que el presidente de Estados Unidos concibe las relaciones internacionales y la política exterior de su país, que excita diariamente desde Twitter para desconcierto de propios y extraños. Un año después de asumir la presidencia, el método Trump ha demostrado ampliamente sus carencias. Y sus riesgos.
America first! América primero. Este fue el grito de guerra, el mensaje esencial y fundacional del trumpismo el 20 de enero del 2017 frente al Capitolio de Washington. A partir de ese momento, según Trump, el Gobierno de Estados Unidos empezaría a atender de forma prioritaria las necesidades del país y dejaría a un lado al resto del mundo. Se acabó hacer el gendarme, se acabaron las aventuras militares. “Mi trabajo no es representar al mundo. Mi trabajo es representar a los Estados Unidos de América”, dijo con rotundidad en su primer discurso ante el Congreso el 28 de febrero, donde la política exterior quedó reducida a la mínima expresión.

Pero no ha sido del todo así. Durante la campaña electoral que le llevó a la presidencia, Trump anunció el fin de las intervenciones militares en el exterior y puso como primer ejemplo la larga guerra de Afganistán, un “desastre absoluto”, según  sus palabras, al que había que poner fin. Ha sido uno de sus grandes incumplimientos. Trump no sólo no ordenó retirada, sino que aprobó una escalada –en abril ordenó lanzar sobre los talibanes la bomba más potente desde las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, la GBU-43/B (MOAB)– y acabó acordando en agosto el envío de 4.000 soldados más. No ha sido un hecho aislado. Trump ha incrementado también la presencia y la actuación militar de Estados Unidos –a veces sin grandes anuncios– en Yemen, en Somalia, en Nigeria.... Y en Siria, que empezó con el lanzamiento –también en abril– de misiles Tomahawk contra el ejército sirio y no tiene visos de acabar: el secretario de Estado, Rex Tillerson, anunció esta semana que EE.UU. mantendrá en Siria indefinidamente los alrededor de 2.000 soldados que tiene desplegados, más allá de la derrota militar del Estado Islámico (EI)

Sin embargo, este mantenimiento del intervencionismo militar contrasta fuertemente con el marasmo diplomático del trumpismo, una mezcla de aislacionismo e unilateralismo que amenaza con diluir el peso de Estados Unidos en el mundo. Que el Departamento de Estado haya sufrido los recortes presupuestarios más duros y que haya todavía hoy centenares de puestos diplomáticos por cubrir es una señal alarmante de la (poca) importancia que el presidente norteamericano concede a  la labor del cuerpo diplomático.

¿Cuáles son los grandes hechos de armas de Trump en su primer año al frente de la todavía primera potencia mundial? La retirada. La retirada del acuerdo comercial Transpacífico (TPP) –así como el cuestionamiento paralelo del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta) y la suspensión de las negociaciones con la UE para un tratado comercial trasatlántico (TTIP)–, la retirada del Acuerdo de París sobre el Clima, la retirada de la Unesco, la amenaza de retirada del acuerdo nuclear con Irán... Cada vez que Washington decide irse, pierde influencia.

La soledad de la Administración Trump se puso dramáticamente de manifiesto con la decisión –de nuevo unilateral– de reconocer a Jerusalén como la capital de Israel. Con la ONU en contra, EE.UU. sólo obtuvo el respaldo de Guatemala, Honduras, Togo, Micronesia, Nauru, Palau y las Islas Marshall... Un éxito sin parangón.

La decisión sobre Israel y la posterior  congelación de parte de las ayudas a Palestina dejan a EE.UU. tocado como actor principal en el proceso de paz en Oriente Medio y echan por la borda el nonato plan de paz del yernísimo Jared Kushner. Es un declive en todos los frentes. En Siria, quien tiene la sartén por el mango y está dirigiendo la futura transición es el ruso Vladímir Putin, mientras Trump se lo mira desde lejos impotente. Y en Corea del Norte, no le va mejor: Pyongyang y Seúl han abierto un camino de distensión que amenaza con dejar a Washington también fuera de juego...

La percepción del resto del mundo es inapelable. Según un sondeo de Gallup realizado en 134 países y hecho público esta semana, la opinión pública internacional considera que el liderazgo de Alemania (41% de aprobación) supera ya al de Estados Unidos (30%, veinte puntos menos que en los cercanos tiempos de Barack Obama), a quien pisan los talones China (otro 30%) y Rusia (27%).  Sólo que no es tan fácil sustituir EE.UU. Como subrayaba recientemente Richard Haas, del Council of Foreign Relations, en The Atlantic: “La alternativa al liderazgo de Estados Unidos en el orden internacional es menos orden internacional”.


lunes, 8 de enero de 2018

El traicionado sueño de Wilson

Después de una travesía de nueve días por el Atlántico que le llevó hasta el puerto francés de Brest, Woodrow Wilson hizo su entrada triunfal en París el lunes 16 de diciembre de 1918. Era el primer presidente de Estados Unidos en la historia en viajar al extranjero durante su mandato (curiosamente, también sería el último en desplazarse en coche de caballos) y tamaño acontecimiento suscitó una gran  expectación. Una enorme multitud de parisinos vitorearon al presidente norteamericano durante todo su recorrido en calesa por los Campos Elíseos –acompañado del presidente francés, Raymond Poincaré– camino de La Madeleine. Hoy una señorial avenida, entre Trocadéro y el Pont de l’Alma, lleva su nombre en la capital francesa.

La emoción de la muchedumbre, que se repetiría en días posteriores en Londres, Roma y Bruselas, no era sin embargo deudora únicamente de la novedad. Hacía un mes que Alemania había firmado el armisticio que ponía fin a la Primera Guerra Mundial y Wilson se había erigido por derecho propio en el hombre providencial que debía traer la paz al mundo y, sobre todo, a la desangrada Europa. La tardía intervención militar de Estados Unidos junto a Francia y el Reino Unido –precipitada por los ataques de submarinos alemanes contra buques norteamericanos y el coqueteo de Berlín con México contra EE.UU.– había acabado decantando el desenlace de la conflagración.

Pero, tanto o más importante que eso, Woodrow Wilson –que abandonó su neutralidad a regañadientes– se proponía liderar la paz y establecer un nuevo orden mundial que asegurara, de una vez y para siempre, la renuncia a la guerra y la resolución de los conflictos por medio del diálogo y la concertación. Wilson era el hombre de la esperanza para una Europa que había contribuido con millones de muertos a la sinrazón de políticos y militares. El 8 de enero de 1918 –el lunes hará 100 años– Wilson había pronunciado ante el Congreso en Washington un histórico discurso en el que desplegaba, en 14 puntos, sus propuestas para poner fin a la guerra y ganar la paz. Allí estaba entre otras  ideas –la única de gran calado que realmente sobreviviría– la  creación de una Sociedad de Naciones, organización multilateral fundada en 1920 que sería el embrión de la actual ONU.

Nacido en Virginia en 1856, poco antes de la guerra civil norteamericana, hijo de un pastor presbiteriano, que intentó ser abogado antes de ser catedrático de Derecho Constitucional y rector de la prestigiosa Universidad de Princeton y dar el salto a la política de la mano del partido Demócrata, durante su estancia en la Casa Blanca (1913-1921) Woodrow Wilson lanzó suficientes reformas progresistas como para pasar a la historia de su país: reconocimiento del voto femenino, instauración de un impuesto de la renta federal, creación de la Reserva Federal y de la Comisión Federal de Comercio, prohibición del trabajo infantil, limitación a ocho horas de la jornada laboral de los ferroviarios o concesión de créditos a los agricultores (bajo su mandato se aprobó también la controvertida Ley Seca, que trató en vano de vetar...)

Pero si algo le convirtió en una figura mundial –y le valió en 1919 el Premio Nobel de la Paz– fue su determinada acción por la paz y la democracia, guiada por arraigados principios morales. Todos sus esfuerzos, sin embargo, chocaron con la cruda realidad de los egoísmos y el ansia de venganza de los vencedores. Wilson quería rescatar  del pozo a Alemania, sumarla al nuevo orden internacional: “No queremos herirla ni obstaculizar de ningún modo su influencia o su potencia legítimas (...) Sólo queremos que acepte un lugar de igual a igual entre los pueblos del mundo”, dijo.  No era ese, sin embargo el espíritu de Francia, como reflejaron ásperamente las palabras de Georges Clemenceau, El Tigre, en plena guerra: “Alemania pagará”. Y el Tratado de Versalles, firmado en junio de 1919, consumó la humillación del vencido, plantando la simiente del resentimiento.

“Hoy todo el mundo sabe –y unos pocos lo sabíamos ya entonces– que aquella paz había sido una posibilidad moral, quizá la mayor de la historia. Wilson la había reconocido. Con una gran visión, había trazado un plan para un entendimiento mundial auténtico y duradero. Pero los viejos generales, los viejos hombres de Estado y los viejos intereses destruyeron la gran idea, convirtiéndola en pedazos de papel sin valor”, escribió amargamente  Stefan Zweig en 1941.

La Sociedad de Naciones, que se reunió por primera vez en París  el 6 de enero de 1920 –antes de instalar su sede permanente en Ginebra–, nació muerta, porque  quienes debían hacerla fructificar no compartían en realidad sus principios. Y porque el principal impulsor, Estados Unidos –¡gran paradoja!– nunca se llegó a integrar.  Ante la existencia de una nueva mayoría republicana hostil, Wilson quiso apelar al pueblo norteamericano e inició una frenética gira por todo el país –visitando en un mes 29 ciudades, pronunciando 37 discursos–, pero un ataque cerebral el 2 de octubre de 1919 en Colorado frenó abruptamente la campaña. Cinco meses después, el Congreso tumbó, por tan sólo siete votos, la ratificación del Tratado de Versalles. Y con él, el sueño de Wilson, que a finales de 1920 vería la victoria del candidato republicano a la Casa Blanca.

En su corta vida, la Sociedad de Naciones logró resolver únicamente conflictos menores –la disputa entre Irak y Turquía sobre Mosul, una pugna fronteriza entre Albania y Yugoslavia, un incidente limítrofe entre Grecia y Bulgaria...– pero sucumbió ante la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial. El líder fascista italiano Benito Mussolini lo expresó con gran crudeza: “La Sociedad de Naciones es muy eficaz cuando los gorriones gritan, pero ya no lo es en absoluto cuando las águilas atacan”. En 1939, el mundo volvía a estar en llamas.