Donald Trump es un machote. El más machote, para ser
precisos, y el que lo tiene más grande (el botón nuclear, claro). De esta
forma, como si fuera un matón de barrio, lo expresó él mismo en uno de sus
enfebrecidos arranques tuiteros en su
particular toma y daca con el dictador de Corea del Norte, Kim Jong Un,
quien –en opinión de Condoleezza Rice, que fuera secretaria de Estado con
George W. Bush– podrá ser un paranoico pero es bastante más inteligente de lo
que sus adversarios creen. Si más o menos que el inquilino de la Casa Blanca
–quien no se ha conducido en este asunto
precisamente con una gran fineza intelectual–, queda a juicio del
observador imparcial.
“Será mejor que Corea del Norte deje de lanzar amenazas
contra Estados Unidos. Se encontrarán con el fuego y la furia como nunca ha
visto el mundo”, dijo en agosto pasado en respuesta a la enésima provocación de
quien llama despreciativamente rocketman. Su bravuconada daría título al
demoledor retrato de la Casa Blanca bajo la era Trump escrita por Michael
Wolff: Fire and fury.
Más allá del riesgo evidente que la escalada verbal entre
Washington y Pyongyang puede suponer para la paz mundial –en cualquier momento
podría descontrolarse y derivar en un enfrentamiento bélico–, el pulso
personal, casi de patio de colegio, entre Trump y Kim ilustra la forma en que
el presidente de Estados Unidos concibe las relaciones internacionales y la
política exterior de su país, que excita diariamente desde Twitter para
desconcierto de propios y extraños. Un año después de asumir la presidencia, el
método Trump ha demostrado ampliamente sus carencias. Y sus riesgos.
America first! América primero. Este fue el grito de guerra,
el mensaje esencial y fundacional del trumpismo el 20 de enero del 2017 frente
al Capitolio de Washington. A partir de ese momento, según Trump, el Gobierno
de Estados Unidos empezaría a atender de forma prioritaria las necesidades del
país y dejaría a un lado al resto del mundo. Se acabó hacer el gendarme, se
acabaron las aventuras militares. “Mi trabajo no es representar al mundo. Mi
trabajo es representar a los Estados Unidos de América”, dijo con rotundidad en
su primer discurso ante el Congreso el 28 de febrero, donde la política
exterior quedó reducida a la mínima expresión.
Pero no ha sido del todo así. Durante la campaña electoral
que le llevó a la presidencia, Trump anunció el fin de las intervenciones
militares en el exterior y puso como primer ejemplo la larga guerra de
Afganistán, un “desastre absoluto”, según
sus palabras, al que había que poner fin. Ha sido uno de sus grandes
incumplimientos. Trump no sólo no ordenó retirada, sino que aprobó una escalada
–en abril ordenó lanzar sobre los talibanes la bomba más potente desde las
bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, la GBU-43/B (MOAB)– y acabó acordando
en agosto el envío de 4.000 soldados más. No ha sido un hecho aislado. Trump ha
incrementado también la presencia y la actuación militar de Estados Unidos –a
veces sin grandes anuncios– en Yemen, en Somalia, en Nigeria.... Y en Siria,
que empezó con el lanzamiento –también en abril– de misiles Tomahawk contra el
ejército sirio y no tiene visos de acabar: el secretario de Estado, Rex Tillerson,
anunció esta semana que EE.UU. mantendrá en Siria indefinidamente los alrededor
de 2.000 soldados que tiene desplegados, más allá de la derrota militar del
Estado Islámico (EI)
Sin embargo, este mantenimiento del intervencionismo militar
contrasta fuertemente con el marasmo diplomático del trumpismo, una mezcla de
aislacionismo e unilateralismo que amenaza con diluir el peso de Estados Unidos
en el mundo. Que el Departamento de Estado haya sufrido los recortes
presupuestarios más duros y que haya todavía hoy centenares de puestos
diplomáticos por cubrir es una señal alarmante de la (poca) importancia que el
presidente norteamericano concede a la
labor del cuerpo diplomático.
¿Cuáles son los grandes hechos de armas de Trump en su
primer año al frente de la todavía primera potencia mundial? La retirada. La
retirada del acuerdo comercial Transpacífico (TPP) –así como el cuestionamiento
paralelo del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta) y la
suspensión de las negociaciones con la UE para un tratado comercial
trasatlántico (TTIP)–, la retirada del Acuerdo de París sobre el Clima, la
retirada de la Unesco, la amenaza de retirada del acuerdo nuclear con Irán...
Cada vez que Washington decide irse, pierde influencia.
La soledad de la Administración Trump se puso dramáticamente
de manifiesto con la decisión –de nuevo unilateral– de reconocer a Jerusalén
como la capital de Israel. Con la ONU en contra, EE.UU. sólo obtuvo el respaldo
de Guatemala, Honduras, Togo, Micronesia, Nauru, Palau y las Islas Marshall...
Un éxito sin parangón.
La decisión sobre Israel y la posterior congelación de parte de las ayudas a
Palestina dejan a EE.UU. tocado como actor principal en el proceso de paz en
Oriente Medio y echan por la borda el nonato plan de paz del yernísimo Jared
Kushner. Es un declive en todos los frentes. En Siria, quien tiene la sartén
por el mango y está dirigiendo la futura transición es el ruso Vladímir Putin,
mientras Trump se lo mira desde lejos impotente. Y en Corea del Norte, no le va
mejor: Pyongyang y Seúl han abierto un camino de distensión que amenaza con
dejar a Washington también fuera de juego...
La percepción del resto del mundo es inapelable. Según un
sondeo de Gallup realizado en 134 países y hecho público esta semana, la
opinión pública internacional considera que el liderazgo de Alemania (41% de
aprobación) supera ya al de Estados Unidos (30%, veinte puntos menos que en los
cercanos tiempos de Barack Obama), a quien pisan los talones China (otro 30%) y
Rusia (27%). Sólo que no es tan fácil
sustituir EE.UU. Como subrayaba recientemente Richard Haas, del Council of
Foreign Relations, en The Atlantic: “La alternativa al liderazgo de Estados
Unidos en el orden internacional es menos orden internacional”.