Bruselas tiene las espaldas anchas. Todas las culpas del
mundo caben sobre sus hombros. Según la tradición bíblica, en tiempos de
Moisés, el Día de la Expiación el sumo sacerdote imponía sus manos sobre un
macho cabrío –el chivo expiatorio– y confesaba sobre él todos los pecados y
transgresiones del pueblo de Israel. Una vez transferidas todas las culpas al
desgraciado animal, éste era enviado al desierto a morir de sed. En la antigua
Grecia, el receptáculo de la expiación era una persona, Pharmakos, sacrificada
también para sanar las culpas de toda la ciudad. En este siglo XXI, abandonados
ya todos los ritos sanguinarios de la Antigüedad, los europeos parecemos haber
encontrado en Bruselas al culpable ideal de todas nuestras faltas y carencias.
Cuando, en todo caso, no es sino el reflejo.
El miércoles pasado Barcelona recibió con gran
algarabía a 60 inmigrantes rescatados en
el Mediterráneo central por el barco catalán Open Arms cuyo desembarco había
sido rechazado por Italia y Malta. Se dijeron grandes palabras y se criticó con
dureza la política migratoria de la
Unión Europea. Como cuando Valencia recibió –para acabar repartiendo
poco después– a los 629 rescatados en el Aquarius, condenados por la nueva
política radical del liguista Matteo Salvini a errar por aguas de nadie ante la
impotencia de sus socios comunitarios. ¡Qué malvada es Europa! ¡Y qué fácil es
ganarse el cielo con un par de bellos gestos, jaleados por quienes se compran
una buena conciencia con 140 caracteres! (Poco importa que ya dispongan de 280, a la mayoría de ideas
que se expresan les sobran la mitad)
La verdadera gesta, la verdadera audacia –que todavía está
pagando, y a cada día que pasa, más cara– es la que protagonizó la denostada
canciller Angela Merkel cuando en el 2015, en el peor y más grave momento de la afluencia masiva de
refugiados a Europa –huyendo de la guerra de Siria–, decidió abrir de par en
par las puertas de Alemania. Ese sí fue un ejemplo de humanidad, determinación
y sangre fría. Sólo en ese año llegaron a Alemania no 60, ni 629 inmigrantes,
sino cerca de un millón. Sí, Angela Merkel tiene fama bien ganada de reaccionar tarde a las crisis. Tarde, mal y
nunca, se dice... Salvo en esa ocasión.
No es sólo humanamente encomiable acoger y socorrer a
quienes huyen de la guerra, la violencia y la persecución. También es de
justicia. Ojalá pudiera hacerse también con quienes buscan escapar al hambre, o
a una vida sin horizontes. ¿Quién puede no identificarse con esos jóvenes
africanos, muchos de ellos con formación, que aspiran a vivir una vida plena en
uno de los continentes más ricos y libres, y con más oportunidades de
realización personal, del mundo? Es
comprensible que lo intenten, comprensible y lícito. Pero también es fácil de
entender que las sociedades europeas no tienen una capacidad ilimitada para
acoger e integrar en su seno a miles o millones de inmigrantes en un pequeño
lapso de tiempo. “Francia no puede acoger toda la miseria del mundo”, constató
en su día el desaparecido ex primer ministro socialista Michel Rocard. Ni
siquiera Alemania, por envejecida y necesitada que esté –demográfica y
económicamente– de sangre nueva. Los tiempos en que, como rememoraba Stefan
Zweig en El mundo de ayer, era posible viajar y moverse libremente por el mundo
sin necesidad de pasaporte se acabaron con la Primera Guerra Mundial. Y nunca
más volverán. Somos ya demasiados sobre la Tierra. Y la xenofobia parece
desgraciadamente marcada a fuego en el ADN de los Homo sapiens (¿no somos acaso
los seres humanos de hoy los supervivientes de quienes exterminaron a todas las
otras razas humanas, como los neandertales, hace miles de años, según propone
Yuval Noah Harari en Sapiens?)
Un millón de inmigrantes en un año –da igual si son
refugiados o migrantes económicos– no es fácil de digerir para ninguna
sociedad. Y más aún si proceden de una cultura y una religión diferentes a la
de sociedad de acogida. El primer choque con esta realidad lo tuvo Alemania el
mismo año 2015, cuando esa Nochevieja cientos de inmigrantes –algunos de ellos
solicitantes de asilo– agredieron sexualmente e incluso violaron a numerosas
mujeres en la ciudad de Colonia. Sabemos
lo que ha ocurrido desde entonces. A caballo del estupor general, la extrema derecha
de Alternativa por Alemania (AfD) no ha hecho más que crecer elección tras
elección, hasta el punto de arrastrar a los conservadores bávaros de la CSU y,
de carambola, forzar a Merkel –la estabilidad de su Gobierno dependía de ello–
a endurecer su política de inmigración. Parecida evolución ha habido en
Hungría, Austria o Italia.
Que el número de llegadas a las fronteras europeas haya
caído considerablemente –este año han entrado a través del Mediterráneo 46.000
personas hasta el 1 de julio, la mitad que el año anterior en el mismo periodo–
importa poco. La realidad, últimamente, tiene poco predicamento en el debate
político. Los sentimientos, las sensaciones, es lo que cuenta. Y es el fermento
donde germina la posverdad, la mentira. El resultado es un ascenso
electoral de las fuerzas populistas y de
ultraderecha, que están ya en el gobierno de un número creciente de países
europeos y que, desde esta posición, condicionan de forma inquietante la
política europea. Y más que lo harán aún si las elecciones de mayo del 2019 les
otorgan un mayor peso en el Parlamento Europeo.
Pero no nos engañemos. No estamos ante una conspiración
internacional. Bruselas no es la sede de la malvada organización Spectra ni el
refugio del perverso profesor Moriarty. Somos nosotros, los europeos, quienes
estamos votando a los ultras, quienes nos estamos dejando seducir por sus
cantos de sirena. Somos nosotros quienes estamos haciendo bascular la política
europea. Nosotros, los responsables de la deriva. Por más que señalemos al
chivo...