lunes, 21 de septiembre de 2020

Los hermanos Marx en Downing Street


@Lluis_Uria

La delirante escena del camarote abarrotado en la película Una noche en la ópera es probablemente una de las más celebradas de la filmografía de los hermanos Marx. Todo el humor disparatado y corrosivo de Groucho y su familia de cómicos está ahí condensado. Pero en el mismo filme hay otra que no le va a la zaga: aquélla en la que Groucho y Chico Marx discuten sobre el contenido de un contrato, que acaban rompiendo en pedazos hasta dejarlo en un mínimo fragmento de papel. El absurdo diálogo entre ambos –“La parte contratante de la primera parte será considerada la parte contratante de la primera parte...”– acaba con el siguiente intercambio:

 -De todos modos estamos de acuerdo, ¿no? Entonces ponga su firma ahí y el contrato será legal.

 –Me olvidé de decirle que no sé escribir...

 –Es igual, mi estilográfica no tiene tinta. Pero tenemos un contrato, por pequeño que sea...

 –¡Eh, un momento! ¿Qué pone aquí? ¿Qué es esto?

 –Oh, esto es una cláusula habitual... Dice: ‘Si alguna de las partes firmantes en este contrato demuestra no estar en su sano juicio, el contrato será nulo’.

Parece difícil superar el surrealismo de esta escena. Sin embargo, Boris Johnson está consiguiendo llevar la política británica a niveles de desatino similares. El último golpe de efecto del primer ministro en el vibrante culebrón del Brexit –lleno de  emoción y sobresaltos desde que los británicos decidieran salir de la Unión Europea en el referéndum del 2016– ha sido romper de facto el acuerdo de divorcio arduamente alcanzado con Bruselas cuando faltan poco más de tres meses para que se consume. Un acuerdo que él mismo suscribió e hizo aprobar por el Parlamento en diciembre.

Hay que admitir que aquel Acuerdo de Retirada estaba preñado de ambigüedad. Pese a todas sus proclamas patrioteras –esas que excitan a las masas pro Brexit con automatismo pavloviano–, lo cierto es que hace tan sólo nueve meses Johnson aceptó lo que hasta entonces había rechazado: con el fin de salvaguardar los Acuerdos de Viernes Santo y el proceso de paz en Irlanda del Norte, accedió a que el Ulster se mantuviera temporalmente alineado con las normas y regulaciones europeas, de forma que no hiciera falta levantar de nuevo una frontera entre las dos Irlandas. Mientras tanto, se daba margen para negociar y acordar un futuro tratado comercial entre el Reino Unido y los 27. Esa transacción implicaba, de hecho, algo a priori inaceptable para Londres: colocar temporalmente una frontera aduanera en el mar que separa  las islas de Irlanda y Gran Bretaña.

Pero el tiempo ha pasado sin que las negociaciones sobre la futura relación con el continente hayan avanzado un ápice. El reloj del Brexit se echa encima. Y antes de tener que hacer lo que no quiere hacer, Johnson ha empezado a dar marcha atrás... El proyecto de ley destinado a garantizar la integridad del mercado interior del Reino Unido –aprobado en primera lectura por la Cámara de los Comunes esta semana– representa en la práctica una ruptura unilateral del acuerdo con la UE en lo relativo a Irlanda del Norte. ¿No me gusta una cláusula? Pues rasgo el papel del contrato como los hermanos Marx. ¡Ras!

La maniobra es arriesgada. Boris Johnson, a quien podría aplicársele otra máxima atribuida dudosamente a Groucho Marx –“Estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros”–, no ha enloquecido. Ha hecho una jugada tan impúdica como las que se ha habituado a poner en práctica su sosias del otro lado del Atlántico, Donald Trump, especialista en romper tratados internacionales y saltarse las reglas acordadas por la comunidad mundial para chantajear a socios y rivales comerciales con el fin de obtener un trato más beneficioso. Lo hizo con sus aliados México y Canadá, a quienes forzó a revisar el tratado de libre comercio  entre los tres países. Y lo hace con China: la Organización Mundial del Comercio declaró ilegales esta misma semana las tarifas aprobadas por Trump para gravar las importaciones chinas (aunque eso en la práctica no vaya a servir de mucho a Pekín, dada la incapacidad de imponer medidas coercitivas a Washington)

Boris Johnson está haciendo exactamente lo mismo. Su objetivo no es romper la baraja. Un Brexit sin acuerdo, a la brava, y sin un nuevo acuerdo comercial bilateral entre ambas partes sería enormemente perjudicial para Europa, pero para el Reino Unido –el 43% de cuyas exportaciones tienen como mercado la UE– sería literalmente catastrófico. El crecimiento económico, según todos los cálculos hechos hasta ahora –los del Gobierno incluido–, quedaría severamente amputado, lo que en un momento de crisis grave como el actual a causa de la pandemia de Covid-19 dibuja un panorama sombrío.

No, Boris Johnson no quiere romper. Lo que quiere, con meridiana claridad, es extorsionar a la UE para obtener mejores condiciones. Lo que buscan los británicos no es ningún secreto: quieren seguir teniendo libre acceso al mercado único europeo sin restricciones. Es decir, conservar todas las ventajas de estar dentro de la UE pero sin pagar ninguno de los peajes. Lo que los franceses expresan con el adagio “tener la mantequilla y el dinero de la mantequilla”.

El riesgo, claro está, es que esta jugada le salga mal. Que arruine las posibilidades –ya pequeñas– de alcanzar un nuevo acuerdo comercial con los 27 antes de final de año  y que, en un daño colateral no calculado, bloquee también el nuevo acuerdo comercial que Londres quiere suscribir con Washington (los demócratas Joe Biden y Nancy Pelosi ya han advertido de las graves consecuencias que tendría para ese objetivo la decisión de sacrificar por el Brexit el proceso de paz en Irlanda del Norte) Mientras el reloj avanza y los equipos negociadores se encallan en la letra pequeña –y en la ya no tan pequeña–, una voz parece salir del número 10 de Downing Street con la voz de Chico Marx añadiendo a cada ronda una nueva y última petición: “¡Y también dos huevos duros!”.

 

 

martes, 8 de septiembre de 2020

Un país en armas


@Lluis_Uria

Tiene cara de ser un chaval majo. Sus compañeros dicen de él que es un “buen tipo”, un chico agradable que ingresó en la policía para seguir los pasos de su abuelo y “servir a la gente”, y al que le gusta de vez en cuando poner la sirena para divertir a los niños del barrio. En las fotos en las que posa con su uniforme de la unidad ciclista de la Policía de Kenosha (Wisconsin), de patrulla por la ribera del lago Michigan, se ve a un hombre afable y simpático. Y, sin embargo, el  pasado 23 de agosto, el agente Rusten Sheskey disparó a bocajarro siete tiros en la espalda a un ciudadano negro, Jacob Blake, cuando iba a entrar en su coche –en el que estaban sus hijos menores– haciendo caso omiso de las indicaciones de los policías.

La acción de Sheskey ha puesto a Kenosha –una ciudad dormitorio a medio camino entre Chicago y Milwaukee, y villa natal de Orson Welles– en el epicentro del seísmo racial que sacude a Estados Unidos, colocando al país al borde de un enfrentamiento civil violento.

Jacob Blake, que yace en el hospital paralizado de cintura para abajo, no representaba una amenaza. La policía había sido llamada por una banal disputa doméstica y el sospechoso no esgrimía ningún arma en el momento del intento de detención (aunque se encontró un cuchillo en el suelo del interior del coche).  Donald Trump ha declarado que Sheskey probablemente “se atascó” ante la situación y erró en su reacción al disparar (“como en el golf cuando fallas a un metro del hoyo”, añadió el presidente de Estados Unidos en una disparatada comparación)

Quizá sí, quizá el policía de Kenosha  se atascó y temió que Blake fuera a buscar un arma en el interior del vehículo. Su reacción en todo caso fue absolutamente desproporcionada. Y es pertinente preguntarse si el agente Sheskey hubiera actuado de la misma manera de haber sido el sospechoso un hombre blanco y si, en el fondo, no le salieron ahí –incluso aunque él mismo no lo admita– los prejuicios  racistas que siguen fuertemente arraigados en la sociedad norteamericana.

La policía en EE.UU. –un país plagado de armas– tiene el gatillo fácil, cualquier encuentro fútil con los uniformados puede acabar en tragedia por un mal gesto o una confusión. En lo que llevamos del año 2020, los agentes han matado –según el recuento de Mapping Police Violence hasta el pasado 30 de agosto– a 765 personas. Una enormidad. Y en esta tragedia, los negros pagan el peaje más elevado: representan el 28% de las víctimas, cuando no son más que el 13% de la población.

El doble rasero de la policía norteamericana quedó obscenamente de manifiesto en la misma Kenosha dos días después. Mientras la mera sospecha de que Jacob Blake se estaba introduciendo en su coche en busca de un arma le valió siete tiros por la espalda, el jovencito Kyle Rittenhouse –un chaval de 17 años de Antioch, en el vecino estado de Illinois– se paseó impunemente delante de la policía armado con un rifle semiautomático AR-15, tras haber matado a dos personas y malherido a una tercera, sin que ningún agente le considerara una amenaza y procediera al menos a su arresto. Claro que era percibido como uno de los suyos... Fue detenido horas después, ya en su casa.

Rittenhouse, declarado seguidor de Trump y del movimiento en favor de las fuerzas del orden bautizado como Blue Lives Matter –en oposición al Black Lives Matter–, se apuntó a un llamamiento realizado a través de las redes sociales que incitaba a acudir a Kenosha para proteger viviendas y comercios frente a los grupos violentos incrustados entre los manifestantes que protestaban por el tiroteo a Jacob Blake. La ciudad estaba esa noche llena de civiles armados sin ningún control. Rittenhouse era uno de ellos. Cerca de medianoche, y en circunstancias no del todo aclaradas, mató a un primer manifestante (Joseph Rosenbaum) y después, tras caer al suelo en su carrera, volvió a disparar contra un grupo que le perseguía (matando a Anthony M. Huber y malhiriendo a Gaige Grosskreutz) Ninguna de sus víctimas iba armada.

En lugar de tratar de apaciguar la tensión creciente en la sociedad norteamericana, el presidente –cuyo objetivo de ganar la reelección el 3 de noviembre pasa por encima de toda consideración moral o ética– se ha dedicado a profundizar en la fractura social y racial, e incluso a instigar implícitamente la violencia que formalmente pretende combatir (Ley y orden es su nuevo lema). Pero no es sólo él. Su partido, el otrora respetable GOP –convertido hoy en un hooligan de la Casa Blanca–, también. Cuando en la reciente convención republicana se ensalzó y puso como ejemplo la actitud del matrimonio McCloskey –que el 28 de junio amenazaron con sus armas a los manifestantes en San Luis– se estaba empujando a todos los Rittenhouse del país a salir a la calle y disparar.

Donald Trump visitó Kenosha y no tuvo la delicadeza (o los arrestos) de ir a ver a Jacob Blake y su familia en el hospital, pero sí fue a reconfortar a la policía. No ha tenido palabras de consuelo para la víctima del atascado agente Sheskey, ni para las del joven extremista  Rittenhouse, pero se apresuró a disculpar a ambos. “Creo que actuó en defensa propia”, aventuró sobre este último. En cambio, le faltó tiempo para dar el pésame vía Twitter por la muerte de un miembro de las milicias ultras tiroteado en Portland por un manifestante izquierdista la noche del sábado 20 de agosto. Hay dos Américas enfrentadas –de forma cada vez más violenta– y Trump ha decidido  erigirse en el  señor de la guerra de una de ellas.

Aaron Danielson, conocido también como Jay Bishop, era según sus amigos “una buena persona que amaba la naturaleza y los animales”. Era también miembro de una milicia extremista pro Trump, los Patriot Prayer, que desde hace meses hostiga a los manifestantes que semanalmente protestan en Portland por la muerte de otro ciudadano negro, George Floyd, muerto en mayo en Minneapolis bajo la rodilla de un policía. Danielson iba en una caravana de vehículos con banderas americanas desde donde hombres armados disparaban paintballs a los manifestantes. Uno de ellos, tras una discusión en la calzada, le mató.

El autor de los disparos, Michael Reinoehl, apenas tuvo tiempo de declarar el jueves al canal digital Vice News que había disparado en defensa propia –“No tuve elección, podía haberme quedado sentado y ver cómo mataban a un amigo mío de color, pero no iba a hacer eso”, dijo– antes de que la policía le matara a su vez pocas horas después en Lacey (Washington) cuando iba a detenerle. La investigación ha confirmado que su oponente en Portland, Aaron Danielson, iba también armado con una pistola Glock cargada.

La espiral es enormemente peligrosa. Estados Unidos se encuentra al borde de un grave enfrentamiento civil. No es inevitable, pero tampoco inverosímil. Las armas han empezado a hablar por ambos bandos. Y desde los altos despachos  de la nación, en lugar de lanzar mensajes de apaciguamiento, se reparte munición.