domingo, 31 de diciembre de 2023

Arquitecto de Europa


@Lluis_Uria

Si el espíritu de Europa pudiera encarnarse en una persona, el primer candidato hubiera sido –hasta ayer– el político francés Jacques Delors, el gran arquitecto del proyecto de integración europea que puso las bases de la actual Unión. Nacido en París en 1925, Delors murió ayer en la capital francesa a los 98 años de edad mientras dormía, según comunicó su hija, la exministra y alcaldesa de Lille Martine Aubry (quien, como tantas otras mujeres francesas, arrastra el apellido de un marido que  ya dejó de formar parte de su vida)

La desaparición de Delors coincidió con el fallecimiento, el mismo día, de otro gran europeísta, el exministro alemán Wolfgang Schäuble, mucho más conocido por su inflexible apego a la austeridad presupuestaria, martillo despiadado de los países del sur de Europa y, particularmente, de la sufrida Grecia en la crisis económica del 2008.

Presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1995, la Unión Europea que hoy conocemos debe mucho a la visión, el trabajo y el empuje de Jacques Delors, cuya figura pasará sin duda a la Historia como una de las más destacadas y decisivas del proyecto de construcción europea desde que los padres fundadores, Jean Monnet y Robert Schuman, lanzaran la idea de una Europa unida entre finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, en plena posguerra.

Bajo su batuta se aprobó el Acta Única Europea (1986), que puso las bases del mercado único e impulsó la integración que culminaría con la aprobación (en 1991) del Tratado de Maastricht. Y, con él, de la unión económica y monetaria –que permitiría el advenimiento del euro el 1 de enero del 2002– y la constitución de la moderna Unión Europea. De su época datan dos de las iniciativas que más –y más visiblemente– han cambiado la vida de los europeos y más han hecho por traducir en lo concreto la idea abstracta de Europa: los acuerdos de Schengen para la libre circulación de personas, que acabaron con las fronteras interiores, y el programa de intercambio de estudiantes Erasmus.

Delors fue también un firme partidario de dar voz a regiones y ciudades en el seno de la UE –una reivindicación que, desde España, lideraban el entonces presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, y el alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, en ardua competición y rivalidad entre ellos– y que dio lugar en 1994 a la creación del Comité de las Regiones. De carácter consultivo, este organismo sería presidido por Maragall entre 1996 y 1998.

El éxito de Delors en Bruselas, adonde fue aupado más por el apoyo del canciller alemán, Helmut Kohl, que el del propio presidente francés, François Mitterrand, se debió en gran medida a su talante dialogante y constructivo, siempre a la búsqueda de consensos y compromisos desde un pragmatismo realista.

Nacido en el seno de una familia católica, el joven Delors tuvo desde siempre una acendrada inquietud social, que le llevó inicialmente a militar en las organizaciones sindicales cristianas, para acercarse después al gaullismo social –trabajando como consejero del entonces primer ministro Jacques Chaban Delmas– y desembocar finalmente, ya en 1974, en el Partido Socialista. Él mismo se definía básicamente como socialdemócrata.

Y sería finalmente, junto a François Mitterrand –en cuya campaña electoral colaboró– con quien daría el salto a la alta política. Tras el triunfo de 1981, Delors fue nombrado ministro de Economía y Finanzas, desde donde defendió una política de rigor (que atrajo sobre sí el interés complaciente de Berlín). De aquí daría el salto a Bruselas.

Pero si para los europeos Delors es, ante todo, el gran arquitecto de la moderna UE, para los franceses es también el símbolo de una gran decepción, el hombre de la renuncia suprema. En el momento en que su popularidad y prestigio estaban en lo más alto, cuando la opinión pública le saludaba como el hombre providencial, los comités de apoyo aparecían por doquier y su partido, el PS, le apoyaba como su candidato al Elíseo en las elecciones presidenciales del 1995, Delors dio la espantada.

Su sorpresiva renuncia, en directo ante 13 millones de telespectadores, fue un shock. Y significaría, a la postre, su marginación política, condenado a convertirse desde entonces en una especie de Pepito Grillo. Diez años atrás, confesó al diario Le Monde cierto remordimiento: “A veces lamento no haberme atrevido. Quizá me equivoqué”.


Y después de destruir Gaza... ¿qué?


@Lluis_Uria

Israel parece un toro embistiendo a ciegas, arrollándolo todo a su paso sin saber a dónde va. Desde que lanzó su ofensiva militar para aniquilar a la organización terrorista Hamas, en represalia por el salvaje ataque del 7 de octubre contra el sur de Israel –en el que 1.200 personas, la mayoría civiles, fueron asesinadas y otras 240, secuestradas–, Gaza se ha convertido en un infierno. Más de  20.000 palestinos –la mayoría también civiles, muchos niños entre ellos– han muerto y cientos de miles –el 85% de los 1,9 millones de habitantes de la franja, según la ONU– han abandonado sus hogares huyendo de los bombardeos y los combates, asediados por el hambre. Miles de edificios han sido destruidos o dañados. Cuando la guerra llegue a su fin, no quedará nada en pie.

Sin duda, las operaciones militares responden a una estrategia. Pero más allá de eso, ¿qué hay? Aparentemente nada, ningún plan, ninguna visión política. Israel se ha lanzado a la venganza sin pensar en el día después. Y si alguien lo ha pensado, quizá sea un plan inconfesable: la expulsión de los palestinos de Gaza, el retorno de las colonias judías desmanteladas unilateralmente por Ariel Sharon en la “desconexión” del año 2005. Hay quien lo sospecha, así en la ONU como entre los vecinos países árabes, donde temen un éxodo incontrolado de refugiados palestinos hacia Egipto.

La expulsión de los palestinos de Gaza, que los fundamentalistas judíos defienden abiertamente, significaría el entierro, por la fuerza de los hechos y de las armas, de la solución de los dos estados establecida por la ONU y presentida en los acuerdos de Oslo de 1993. La hostilidad de Netanyahu a la creación de un Estado palestino junto a Israel es de sobra conocida. Y todos sus movimientos hasta ahora han tenido como objetivo hacerlo inviable, como confirma la proliferación de nuevos asentamientos en Cisjordania en los últimos años y, más recientemente, el hostigamiento violento de los campesinos palestinos por los colonos extremistas –con el apoyo vergonzante del ejército– para expulsarlos de sus tierras.

Cuando la guerra contra Hamas acabe –lo que, según el propio ejército israelí, llevará meses–, solo quedará un campo de ruinas. Y un resentimiento y un odio inmensos. Hamas será derrotada, pero la brutal guerra de Gaza alimentará la aparición de nuevas generaciones de combatientes palestinos. Israel nunca conseguirá así la paz y la seguridad que anhela. Y, por el camino, habrá perdido su alma.

En estas últimas once semanas, el gobierno de extrema derecha dirigido por Beniamin Netanyahu ha arruinado ante el mundo todo su capital político, su legitimidad moral. Ni siquiera su más firme y fiel aliado, Estados Unidos, avala –aunque hasta ahora la haya tolerado a regañadientes– su actuación. El propio presidente Joe Biden le ha reprochado en público los bombardeos indiscriminados en Gaza y la enorme cantidad de víctimas civiles que siguen causando(la mitad de las casi 30.000 bombas lanzadas hasta hoy no eran guiadas, según la inteligencia norteamericana). La muerte de tres rehenes israelíes, que ondeaban bandera blanca, a manos de su propio ejército muestra a las claras el modus operandi: primero disparar y después preguntar.

Washington, el gran puntal de Israel en el mundo, donde cada vez está más aislado –como puede verse recurrentemente en la ONU–, teme verse arrastrado por el descrédito en un momento en que su papel como potencia hegemónica es más contestado que nunca. Y presiona para abrir una nueva fase de la guerra más selectiva, más digerible. Pero Netanyahu, cuyo objetivo principal es su supervivencia política, hace oídos sordos e intenta ganar tiempo, en la esperanza –que comparte con el presidente ruso, Vladímir Putin, embarrancado en la guerra de Ucrania– de que una victoria de Donald Trump en las elecciones del 2004 cambie por completo el escenario.

EE.UU. tiene en sus manos el arma definitiva para doblegar a su díscolo aliado: su decisiva ayuda económica y militar, evaluada por al Grupo Eurasia en 160.000 millones de dólares desde la fundación del Estado de Israel en 1948. Pero eso sería, simbólicamente, como apretar el botón nuclear.

Washington multiplica mientras tanto sus gestiones pensando en el día después, tratando de conseguir que, tras la guerra –y después de un periodo de transición por determinar–, el gobierno de Gaza sea asumido por la Autoridad Nacional Palestina (ANP), expulsada de la franja en 2006 por los islamistas de Hamas (lo que pasaría inevitablemente por remozar la desprestigiada institución que hoy dirige el octogenario Mahmud Abas). Su apuesta es clara: reactivar la solución de los dos estados. Pero Netanyahu, quien había jugado a aprendiz de brujo fomentando a Hamas en detrimento de la ANP justamente para mantener divididos a los palestinos, no quiere ni escucharlo. De hecho, no quiere nada que signifique reforzar el camino hacia un Estado palestino.

Y, sin embargo, por difícil que sea, ¿qué otra alternativa hay? La que sueñan los ultras mesiánicos que están hoy en el Gobierno de Israel –esto es, quedarse todo el territorio entre el mar y el Jordán– implicaría reforzar y mantener in aeternum la ocupación y el sometimiento de los palestinos. Y convertiría a Israel en lo más parecido a la Sudáfrica del apartheid.


domingo, 17 de diciembre de 2023

‘Frankenstein’ en Varsovia


@Lluis_Uria

En Europa, quien más quien menos se reivindica como la cuna de la democracia moderna. Basta desempolvar viejas leyes o instituciones medievales –de cuando los monarcas todavía no eran absolutistas y debían hacer frente a límites y contrapesos– para sustentar una candidatura. Por estos lares, sin ir más lejos, podemos elegir entre los usatges en Catalunya, las Cortes de León  o la Ley Perpetua de los Comuneros de Castilla... Si extendiéramos la búsqueda a toda Europa, el catálogo debería empezar forzosamente por el añejo parlamento de Inglaterra.

En Polonia, que también se presenta como uno de los focos originales de las libertades en el continente, tienen su propio referente medieval: la Neminem captivabimus, una ley promulgada en 1433 por la cual nadie podía ser encarcelado sin un veredicto judicial válido. En todo caso, sin ir tan lejos en el tiempo, lo que sí es cierto es que Polonia fue uno de los primeros países europeos en instaurar un régimen parlamentario y de separación de poderes análogo a los que conocemos hoy. Lo hizo a través de la Constitución del 3 de mayo de 1791, aprobada cuatro años después de la americana (1787) pero unos meses antes de la francesa y con casi una década de antelación respecto a la Constitución de Cádiz (1812)

La Carta Magna polaca, que entonces se extendía al antiguo Ducado de Lituania, tuvo una fugaz existencia: sucumbió  dos años después, a raíz del hundimiento de la propia Polonia, con la partición y la severa amputación de su territorio por parte de sus vecinos, Prusia y Rusia.

El todavía primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, publicó en mayo un artículo reivindicando la herencia democrática de la Constitución de 1791 y sus principios fundamentales: “el derecho, la libertad y el cristianismo”. Lo cual no deja de ser paradójico, o directamente hipócrita, viniendo de uno de los máximos representantes del partido –el ultraconservador y nacional-católico Ley y Justicia (PiS)– que más ha hecho por adulterar y erosionar la democracia en Polonia, y en especial la independencia judicial, hasta el punto de haber sido amonestado y sancionado por la Unión Europea.

Durante los últimos ocho años en el poder, la fuerza política liderada por el populista Jaroslaw Kaczynski –viceprimer ministro pero verdadero hombre fuerte–, ha tratado de controlar los medios de comunicación, coaccionar a la oposición y maniatar a la justicia, con un paquete de medidas que en la práctica han sometido al poder judicial. Estos últimos años la Justicia europea ha tumbado, una tras otra, las reformas judiciales del Gobierno polaco –creación de una Cámara Disciplinaria Judicial, nuevo sistema de designación del Consejo de la Magistratura...–, al que acusa de atentar contra los principios del Estado de derecho. Y Bruselas tiene bloqueados más de 34.000 millones de euros de los fondos de recuperación Next Generation que le corresponden a Polonia por su contumacia en este terreno. Ahora, todo esto va a empezar a cambiar.

La resistencia al giro autoritario del gobierno nacionalista la iniciaron las grandes ciudades del país, ganadas para la oposición en 2018 y encabezadas por el alcalde de Varsovia, el europeísta Rafal Trzaskowski (premiado este año por el Cercle d’Economia por su compromiso con la construcción europea, la defensa del Estado de derecho y los derechos de las minorías y la acogida a los refugiados)

El movimiento fue ganando amplitud hasta culminar en la victoria de la oposición en las elecciones del pasado 15 de octubre, a pesar de las furibundas campañas contra su principal líder, Donald Tusk –ex primer ministro de Polonia (2007-2014) y expresidente del Consejo Europeo (2014-2019)–, a quien acusaban de ser un títere de Berlín y de Moscú (y cuya candidatura trataron de hacer capotar con una ley específica)

El 15 de octubre, el PiS fue el partido más votado, pero perdió la mayoría absoluta en la Cámara baja (Sejm) –donde obtuvo 194 escaños frente a 248 de la oposición– y el Senado. Haciendo caso omiso del resultado, el presidente Andrzej Duda (PiS) encargó de nuevo el Gobierno a Mateusz Morawiecki, al grito de “Donald Tusk no será mi primer  ministro”. Pero la maniobra, a no ser que se produzca un golpe de mano, tiene poco recorrido. Morawiecki perderá mañana el voto de confianza del Parlamento, lo que abocará al jefe del Estado a pasar el testigo a la oposición.

La responsabilidad de devolver Polonia a la senda democrática correrá a cargo de un auténtico gobierno Frankenstien, por recurrir a la jerga política española, integrado por una decena de formaciones políticas de todos los colores agrupadas en tres bloques: la Plataforma Cívica (KO, liberal) de Tusk, la Tercera Vía (formada por el democristiano Polonia 2050 y el partido campesino PSL) y la Nueva Izquierda (Nowa Lewica, socialdemócrata). Todos estos grupos firmaron el 10 de noviembre un acuerdo de gobierno de 24 puntos en el que se comprometen a restaurar el Estado de derecho y fortalecer la posición del país en la UE y la OTAN. A partir de aquí, las diferencias –como en el tema del aborto– no son pocas.

La oposición, que tiene el control del Parlamento, ha tomado ya sus primeras iniciativas, entre ellas nombrar a sus nuevos representantes en el Consejo de la Magistratura –lo que contrarresta, sin llegar a alterar, la actual mayoría nacionalista–. El camino no será fácil. Y, por si alguien tenía alguna sospecha, el presidente Duda –aplicando la legislación aún vigente– nombró este jueves a 76 nuevos jueces, entre ellos media docena del Tribunal Supremo. El pulso acaba de empezar.


domingo, 3 de diciembre de 2023

Con patillas y a lo loco


@Lluis_Uria

Viva la libertad, carajo!”. Con su habitual grito de guerra, Javier Milei, presidente electo de Argentina, despidió esta semana la retransmisión por las redes del 23º y último sorteo de su sueldo como diputado. Así, como suena. Una especie de lotería anarcocapitalista –por utilizar el término con el que él mismo se define– que presentó como promesa de campaña en el 2021 y que instauró en enero del año siguiente tras ser elegido parlamentario. Milei, teléfono móvil en mano, era el animador del sorteo, celebrado cada mes y supervisado por un notario.  Hasta ahora. Se supone que, en la presidencia, no tendrá más remedio que vivir de su remuneración oficial. En la  última rifa, el pasado miércoles, 2.850.000 personas optaron al premio, que ascendía a 1.762.835 pesos (lo que, al cierre de este artículo, equivalía a 4.509 euros)

Milei, con sus patillas al estilo de Curro Jiménez, repartiendo su propio salario entre los pobres... Como gesto populista, no tiene parangón. Ni siquiera su idolatrado Donald Trump –igual de demagogo, pero más avaro– llegó a tanto.

Entre el presidente electo de Argentina –que tomará posesión el próximo 10 de diciembre– y el expresidente de Estados Unidos –en plena campaña para volver a la Casa Blanca– hay enormes similitudes, más allá de sus notables composiciones capilares. Además de una común admiración. Para Milei, Trump ha sido “uno de los mejores presidentes de la historia de EE.UU.” y éste se apresuró a felicitar al argentino por su victoria del pasado domingo asegurando sentirse “muy orgulloso” y augurando que su sosias sureño “hará Argentina grande otra vez”. Make Argentina Great Again...

Trump y Milei, Milei y Trump, ambos personajes guardan bastantes semejanzas, por más que uno sea millonario de verdad y el otro no (aunque regale el dinero como si lo fuera). Uno y otro son outsiders de la política, lanzados a la arena después de labrarse una popularidad a través de la radio y la televisión (en formatos bastante dispares, pero similares en desfachatez). Ambos se dirigen al pueblo llano, a los excluidos, a los olvidados, a los resentidos con el sistema. Y les ofrecen un virulento discurso contra el establishment, la casta, así en Washington como en Buenos Aires. En el caso del argentino, blandiendo una motosierra –en plan Leatherface en La matanza de Texas– para simbolizar la promesa de cortar por lo sano.

Ambos pretenden hablar también el supuesto lenguaje del pueblo. Esto es, grosero y sin tapujos. Su brusquedad y ordinariez encandilan a sus seguidores. Y si median insultos y palabras soeces, tanto mejor. En esto último, el presidente electo argentino es difícil de batir, está en su temperamento. En el 2013 ya fue despedido de la Universidad Argentina de la Empresa (UADE) –donde impartía la materia de política monetaria y fiscal– por maltratar e insultar a sus alumnos. Luego empezó a hacerlo en las tertulias de radio y televisión y fue un exitazo. Cuando uno se atreve a llamar “imbécil” al papa Francisco y le designa como “el representante del Maligno en la Tierra” demuestra que no se detiene ante nada ni ante nadie.

Extravagante y desmesurado, agresivo y faltón, sus adversarios han puesto repetidamente en duda su equilibrio mental, a lo que han contribuido algunas intervenciones televisivas en las que parecía un perturbado. Y, también, algunas de sus más radicales –e inquietantes– propuestas económicas. Pero, enloquecido o no, Milei ha conseguido seducir a amplias capas de la sociedad argentina, especialmente las más empobrecidas, castigadas por una gravísima crisis económica y una inflación insoportable (de más del 140%) que ha fundido sus ahorros.

“Su mayor fuerza parece ser haber representado la antítesis de la política tradicional y haber interpretado el hartazgo de una buena parte de la sociedad”, escribió Luciano Román en La Nación. El apoyo a Milei es un voto de protesta, una patada, un desahogo, desde la convicción de que nada puede ir peor. Pero no es cierto. Todo es siempre susceptible de empeorar.

Populista de extrema derecha, Milei es partidario de flexibilizar la legislación sobre la tenencia de armas, ha justificado la dictadura militar de 1976-1983 –que dejó 30.000 asesinados y desaparecidos–, rechaza el aborto y se muestra escéptico ante el cambio climático, que atribuye a la propaganda izquierdista. En plan cruzado, defiende la ruptura con Rusia y China, pese a que este último país representa el 21,5% de las importaciones argentinas y el 9% de sus exportaciones.

Pero quizá lo que más preocupa sean sus heterodoxas y radicales recetas económicas. Inspirado en la llamada escuela austriaca, Milei aborrece al Estado, que considera un “enemigo”, frente al que propugna la libertad casi absoluta del individuo. En su agenda está una privatización masiva de empresas públicas, un recorte drástico del gasto estatal, con supresión de ministerios enteros, como los de Educación o Salud, y un parón de las obras públicas. La medida estrella es la dolarización de la economía, esto es, la sustitución del peso argentino –que calificó de “excremento”– por el dólar norteamericano. En consecuencia, planea abolir el Banco Central... ¡Total, ya tomará las decisiones monetarias la reserva federal de EE.UU.!

Es pronto para saber hasta dónde podrá llegar Milei con su programa. Pero muchos de sus votantes no tardarán en comprobar que no hay soluciones mágicas y que –de entrada– probablemente acaben peor de lo que estaban. También es muy posible que, como a los votantes de Trump, les dé completamente igual.



domingo, 19 de noviembre de 2023

La nueva rebelión ‘bóer’



@Lluis_Uria

Una nueva línea de ruptura se está fraguando en Europa a propósito de la lucha contra el cambio climático, que amenaza con ahondar la fractura entre el mundo rural y el mundo urbano, y convertirse en un nuevo campo de batalla política. Los campesinos están descontentos, irritados, por los sacrificios que empieza a exigir la transición ecológica. La revuelta de los granjeros holandeses ha mostrado una grieta por la que pretende colarse la extrema derecha europea: sin abandonar su discurso contra la inmigración –prácticamente agotado, una vez está siendo asumido por un número creciente de actores políticos–, se ha lanzado a por un nuevo caladero de votos en el campo.

Todos las miradas están puestas en los Países Bajos y la movilización de protesta de los campesinos neerlandeses contra las medidas del Gobierno para reducir las emisiones de óxido de nitrógeno –con un recorte de hasta un 30% de las cabezas de ganado–, con el fin de cumplir los compromisos internacionales de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. La moderna rebelión bóer –nada que ver con la protagonizada por sus ancestros coloniales en Sudáfrica contra el imperio británico– se arrastra desde hace un tiempo, pero ha sido este año cuando ha dado el salto a una dimensión política inédita.

Empujado por el descontento rural, el conservador Movimiento Campesino Ciudadano (BoerBurgerBeweging, BBB), liderado por Caroline van der Plas, fue sorpresivamente el partido más votado en las elecciones provinciales del pasado marzo y en mayo se convirtió en la primera fuerza política del Senado, lo que contribuyó a la caída, en julio, del gobierno de coalición del liberal Mark Rutte. El BBB, muy crítico con la política medioambiental de la UE, ha adoptado también –¡oh, sorpresa!– un discurso antiinmigración.

 En Europa y en Estados Unidos se ha abierto en las últimas décadas una profunda división –social, cultural y política– entre las zonas urbanas, integradas en el nuevo mundo global, y las áreas rurales e industriales en declive, que se sienten damnificadas por la globalización y experimentan un acusado sentimiento de exclusión. Estas poblaciones observan con desconfianza los cambios sociales y la nueva realidad multicultural de las sociedades occidentales, ante lo que reaccionan aferrándose a sus referentes identitarios y su estilo de vida tradicional. Las fuerzas populistas y de extrema derecha tratan desde hace tiempo de explotar este sentimiento de abandono –a través de un discurso que el politólogo francés Dominique Reynié ha bautizado como “populismo patrimonial”–, al que ahora se ha añadido el frente climático.

El ascenso del nacionalismo en el Reino Unido, con la victoria del Brexit en el referéndum del 2016, y la elección de Donald Trump en EE.UU. en el 2017 –con votos claramente opuestos entre las grandes urbes y el resto– fueron una expresión de este malestar. En ambos casos, el espantajo de la inmigración tuvo un importante papel, pero también el rechazo a las exigencias climáticas (que cuestionan los modelos económicos vinculados a las energías fósiles). El conservador británico Rishi Sunak, embarcado en una deriva ultra, ha endurecido ahora la política migratoria y frenado las medidas medioambientales.

Una de las primeras señales de envergadura de este mar de fondo fue la revuelta de los chalecos amarillos en Francia entre 2018 y 2019. No se trató estrictamente de una protesta campesina, pero sí la expresión de un malestar difuso del mundo rural y periurbano, castigado por la pérdida de actividad económica y el cierre de servicios públicos. La chispa que desencadenó la explosión fue –no lo olvidemos– una medida medioambiental: la imposición de una “tasa ecológica” sobre los carburantes para financiar la transición energética, después retirada.

El movimiento de los chalecos amarillos nació al margen de toda estructura partidaria y –pese a los intentos– no llegó a cuajar en una candidatura electoral. Pero sí tuvo una traducción política: el ascenso histórico de la extrema derecha en las elecciones presidenciales y legislativas del 2022 (según estudios demoscópicos, hasta un 53% de los chalecos amarillos votó por candidaturas de ultraderecha). La líder del Reagrupamiento Nacional (RN), Marine Le Pen, tomó nota y ahora ha decidido levantar la bandera de un  “ecologismo del sentido común”, en defensa del modo de vida rural tradicional, frente al ecologismo hostil que París y  Bruselas tratarían de imponer.

Al otro lado del Rhin, la ultraderechista Alternativa por Alemania (AfD), con un discurso radicalmente en contra de los extranjeros y de la UE, ha levantado asimismo el estandarte del climatoescepticismo contra la iniciativa gubernamental de prohibir la instalación de nuevas calderas de gas y fuel a partir del año que viene, lo que le ha disparado al alza en los sondeos. Mientras, en España, el binomio campo-inmigración ha sido adoptado por Vox, que en sus pactos de gobierno autonómicos con el PP se ha asegurado las carteras de agricultura y desafía las restricciones ecológicas.

Las elecciones del próximo 22 de noviembre en los Países Bajos deberán confirmar si la victoria ruralista de la pasada primavera fue un espejismo o no. Los sondeos han recortado drásticamente las expectativas de voto del BBB, que hasta principios de verano iba en cabeza. Pero, pase lo que pase dentro de diez días, ha logrado ya poner sobre la mesa las preocupaciones y exigencias de los agricultores. Y a buen seguro estarán en el debate de las elecciones europeas del 2024.


domingo, 12 de noviembre de 2023

La soledad de Occidente


A última hora del martes 17 de octubre Joe Biden subió al Air Force One y puso rumbo hacia Israel, con el objetivo de tratar de contener los efectos de la guerra de Gaza y evitar su propagación a toda la región. En el mismo momento de subir por la escalerilla del avión ya sabía que su viaje, políticamente arriesgado, iba a ser un fracaso. Poco antes de partir, el rey de Jordania, Abdalah II, había cancelado la cumbre que al día siguiente debía reunirle con el presidente de Estados Unidos y los líderes de Egipto, Abdul Fatah al Sisi, y la Autoridad Palestina, Mahmud Abas, para abordar la crisis de Gaza. Abortada la cumbre, el viaje de Biden tenía un único destino: Tel Aviv.

La anulación del encuentro fue justificada por el monarca jordano por el bombardeo del hospital Al Ahli de Gaza, del que se acusó a Israel y en el que supuestamente murieron cientos de personas. En el fondo, poco importa el motivo. El desaire diplomático fue mayúsculo. El portazo puso en evidencia la falta de autoridad de Washington, cuya hegemonía es cada vez más contestada, y arruinó definitivamente el intento de Biden de mostrar un aparente equilibrio en el conflicto.

Durante las siete horas que pasó en Tierra Santa, Biden expresó su solidaridad con el pueblo judío por el ataque terrorista de Hamas y reiteró el firme compromiso de EE.UU. con la seguridad de Israel. Y todo lo más que pudo arrancar del primer ministro israelí, Beniamin Netanyahu, fue la creación de corredores humanitarios para facilitar la evacuación hacia el sur de la población civil palestina que huía de los bombardeos en el norte de Gaza y abrir la vía a la ayuda humanitaria.

Biden instó a su interlocutor a no dejarse llevar por la rabia y a aprender de los errores de EE.UU. tras los atentados del 11-S del 2001 (recordémoslo: la guerra lanzada como represalia contra el régimen de los talibanes en Afganistán duró veinte años, causó decenas de miles de muertos y acabó con la retirada norteamericana y el retorno de los islamistas al poder como si nada hubiera pasado). Pero estaba claro que no le iba a escuchar. Israel ha decidido lanzar una invasión militar de Gaza que tiene todos los visos de acabar enfangada en el mismo lodazal de Afganistán, y de nada están sirviendo las advertencias de casi todos los analistas.

El alineamiento de EE.UU. y Europa con Israel –con todos los matices que se hayan introducido en Washington y Bruselas sobre el respeto a los civiles– ha suscitado la incomprensión y el rechazo de los países árabes, que acusan a EE.UU. y sus aliados de tratar a israelíes y palestinos con un doble rasero. Y ha abierto una nueva grieta en la fractura que separa a los países occidentales del resto del mundo y, particularmente, del llamado Sur Global. El mundo no ha seguido a los occidentales en su enfrentamiento con la Rusia de Vladímir Putin por la invasión de Ucrania (¿acaso no hicieron lo mismo los estadounidenses en Irak en el 2003?) ni en el pulso económico y diplomático que mantienen con la China de Xi Jinping. Tampoco lo van a hacer ahora en defensa de Israel.

El sentimiento antifrancés que se ha ido extendiendo últimamente en algunos países de África central y occidental se ha analizado preferentemente como una consecuencia de la política neocolonialista de Francia, pero quizá responda también a un mismo contexto global. Occidente está solo. Más solo que la una. Y quizá debería preguntarse por qué.

Una palabra ha empezado a ser de uso común entre los especialistas para explicar esta desafección: resentimiento. El politólogo francés Michel Duclos lo atribuye a la arbitrariedad occidental a la hora de decidir quién, y en qué circunstancias, tiene derecho a recurrir a la fuerza en las relaciones internacionales. La ley del embudo...

Para Mark Suzman, CEO de la Fundación Bill y Melinda Gates, este resentimiento tiene sus raíces en el incumplimiento por parte de los países desarrollados de sus compromisos respecto a la distribución mundial de las vacunas contra la covid, así como en las ayudas para mitigar los efectos del cambio climático. En un artículo publicado en Foreign Affairs a principios de septiembre, Suzman citaba una declaración del presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa, en la cumbre New Global Financing Pact celebrada en París en junio pasado: “Los países del hemisferio Norte las estaban acaparando (las vacunas) y no quisieron liberarlas en el momento en que más las necesitábamos. Eso generó decepción y resentimiento en nosotros, porque sentimos como si la vida en el hemisferio Norte fuera mucho más importante que la vida en el Sur Global”.

Mientras las bombas israelíes caen sobre Gaza, Rusia y China tratan de obtener el máximo beneficio de la nueva situación, que debilita la posición norteamericana en el mundo. A Putin en particular, la crisis le ofrece un inesperado respiro: la guerra de Ucrania prácticamente ha desaparecido del radar mediático y político.

En todo caso, lo que el ex primer ministro francés Dominique de Villepin llama “occidentalismo”  –esto es, la idea de que  Occidente es el que marca la pauta y los demás siguen– puede darse por caduco.

 

domingo, 29 de octubre de 2023

Dos tumbas para una venganza


@Lluis_Uria

No hay ningún dios,  patria ni causa que pueda justificar las atrocidades perpetradas por los milicianos de Hamas en las poblaciones del sur de Israel. La crueldad y el salvajismo que han demostrado los terroristas palestinos sobre civiles indefensos es de una bajeza moral insondable. Hay quien los ha comparado con bestias... Pero no hay nada más humano que el odio ciego y la brutalidad extrema. Al fin y al cabo, somos los genuinos herederos de Caín.

No hace falta mucho para fabricar  asesinos. Basta con combinar el miedo, el resentimiento y el fanatismo con un adoctrinamiento que presente al otro –culpable de tener otro dios, otra lengua, otra etnia, otras ideas– como una amenaza existencial y le despoje de su condición humana. Detrás, están los que mueven los hilos sentados en sus despachos, protegidos en sus búnkeres, manejando las vidas humanas como si fueran piezas de un juego de mesa. Así ha sido a lo largo de la Historia. Y así han obrado los líderes de Hamas.

Sobre las conciencias de Yahya al Sinuar y Mohamed Deif –en caso de tenerlas– pesará la muerte no sólo de los centenares de israelíes masacrados por sus hombres, sino también de los palestinos que mueren en Gaza bajo los bombardeos de represalia del ejército israelí, sacrificados en el altar de la mesiánica –y no por ello menos calculada– visión de los islamistas radicales que desde el 2007 gobiernan con mano de hierro la torturada franja.

“Los habitantes de Gaza acabarán por revolverse contra Hamas”, vaticinaba esta semana el exnegociador palestino Ghait al Omari, quien participó  en la frustrada cumbre de Camp David del 2000.  Deseo loable, pero de recorrido dudoso. ¿Se revolvió la población alemana contra Hitler cuando sus ciudades eran arrasadas por los bombarderos británicos durante la Segunda Guerra Mundial, causando decenas de miles de muertos? No lo hicieron los alemanes entonces y tampoco lo harán ahora los gazatíes. Y no solo porque estén ahogados por una dictadura implacable, que también –las protestas del año 2019 fueron reprimidas con gran dureza–, sino porque toda agresión exterior tiende a crear una union sacrée.

Lo estamos viendo también en el fuertemente dividido Israel, donde el denostado primer ministro Beniamin Netanyahu ha acabado pactando un gobierno de concentración con el líder opositor Benny Gantz, quien hasta hace solo una semana buscaba el modo de desalojarlo del poder y evitar que su alianza con la ultraderecha y los grupos religiosos integristas destruyera la democracia israelí. Sus maniobras para someter a la Justicia –y librarse así de los casos de corrupción que le atenazan–, su deriva extremista, su arrogante y desastrosa política hacia los palestinos, los clamorosos fallos de seguridad, todo eso queda ahora atrás. También las multitudinarias protestas contra el Gobierno... Es la hora de la guerra. La hora de la unidad.

Y, sin embargo, no hay que olvidar la grave responsabilidad que el actual Gobierno israelí, y Netanyahu en persona, tienen en el estado presente del conflicto.  “El ataque de Hamas es el resultado de la conjunción de una organización islamista fanática y una política israelí imbécil”, ha subrayado el  historiador y exembajador de Israel en Francia Elie Barnavi.

El desprecio hacia las legítimas aspiraciones palestinas, el maltrato a la población de las zonas ocupadas –que incluso oenegés israelíes han calificado de apartheid–, el recorte progresivo del territorio de Cisjordania que debería ser la base de un Estado palestino, el hostigamiento violento de los colonos judíos a los campesinos palestinos, tolerado –cuando no alentado– desde el gobierno de extrema derecha... no podía acabar sin consecuencias. “Tendremos seguridad cuando ellos tengan esperanza”, le dijo a nuestra compañera Gemma Saura el ex jefe del Shin Bet (seguridad interior) Ami Ayalon. Esperanza es lo que lleva décadas negándosele a los palestinos.

La ensoñación de Netanyahu de firmar la paz con los grandes países árabes (los Acuerdos de Abraham) ignorando a los palestinos, como si hubieran dejado de existir por ensalmo, ha tenido un abrupto despertar.

El mundo asiste dividido a la tragedia mil veces repetida. Cada cual elige su campo, llora a sus víctimas e ignora a las del otro. Sin matices. Así ha sido siempre, ¿por qué ahora iba a ser diferente? Lo vemos en las cancillerías, donde se revive la fractura de Ucrania entre Occidente y el Sur Global, entre la derecha y la izquierda. Lo vemos en las redes sociales, donde proisraelíes y propalestinos muestran un alineamiento sin fisuras, una ceguera selectiva, sin lugar para la compasión. 

Tras el horror sufrido por Israel, ahora le toca a Gaza. Hay quien ha comparado el impacto del ataque de Hamas del 7 de octubre con los atentados del 11-S en Estados Unidos. Las mismas causas amenazan con llevar a las mismas consecuencias. Al igual que los norteamericanos hicieron entonces, Israel se prepara ahora para lanzar una invasión militar punitiva, que añadirá más muerte y más dolor. Y que puede acabar tan mal como en Afganistán, que EE.UU. abandonó de nuevo en manos de los talibanes tras 20 años de una guerra inútil.

Pero eso vendrá después. Ahora suenan las trompetas de la venganza, una espiral que lleva décadas arrastrando a israelíes y palestinos a un perenne toma y daca. Y que, como advirtió Confucio hace más de dos milenios, daña a ambos: “Antes de embarcarte en un viaje de venganza, cava dos tumbas”, escribió. Un día, cuando las cenizas de la destrucción y la muerte cubran los falsos sueños de victoria, unos y otros tendrán que sentarse otra vez a hablar.


domingo, 8 de octubre de 2023

Sedición a la americana


@Lluis_Uria

Enrique Tarrio, Henry para sus camaradas, nació hace 39 años en Miami en el seno de una familia de origen cubano y se crió en el barrio de Little Havana, hervidero del exilio anticastrista. Condenado en 2005 y en 2013 por delitos comunes menores, se había reconvertido en pequeño empresario –propietario de un negocio de camisetas con lemas ultras– cuando se integró en la organización de extrema derecha Proud Boys (chicos orgullosos), un grupo ultranacionalista y xenófobo de machos bebedores, homófobos y misóginos que practican la acción violenta contra los grupos izquierdistas. A finales del 2018, se erigió en su líder.

Qué hacía un moreno –sus propios abogados han subrayado sus orígenes afrocubanos– en una banda de supremacistas blancos es algo que debería contestar la psicología. Sus ideas extremistas le acercaron, en todo caso, a Donald Trump, de quien se convirtió en un ferviente partidario. Los Proud Boys se presentaban a sí mismos como sus soldados.

Fuerza de choque del asalto al Congreso de Estados Unidos el 6 de enero del 2021,  que tenía como objetivo abortar la proclamación de Joe Biden como presidente, los principales dirigentes de los Proud Boys han sido condenados a elevadas penas por su participación en aquel intento de golpe. La condena más severa recayó, el pasado 5 de septiembre, en Enrique Tarrio, considerado por el juez como “el principal líder de la conspiración”: le cayeron 22 años de prisión por “conspiración sediciosa”. Tarrio no participó personalmente en el asalto, ni siquiera estaba en Washington sino en Baltimore (había sido expulsado de la ciudad dos días antes por quemar una pancarta de Black Lives Matter). Pero organizó y dirigió a los suyos a través de mensajes encriptados.

En el código penal estadounidense, el delito de “conspiración sediciosa” (título 18, sección 2.384) es definido como la conjura de dos o más personas para “derrocar, suprimir o destruir por la fuerza el Gobierno de Estados Unidos, o hacerle la guerra, u oponerse por la fuerza a su autoridad, o impedir, obstaculizar o retrasar por la fuerza la ejecución de cualquier ley, o apoderarse, tomar o poseer por la fuerza cualquier propiedad de Estados Unidos contra su autoridad”. Junto a Tarrio, otros dirigentes de los Proud Boys han sido condenados por este delito, con penas que oscilan entre 15 y 18 años de cárcel.

Antes de conocer su condena, Tarrio se disculpó, dijo sentirse “profundamente avergonzado” y pidió clemencia. Su abogado dijo que no era más que “un patriota equivocado”... Pero su arrepentimiento, sincero o impostado, no le sirvió de nada.

Quien no pidió perdón fue Stewart Rhodes, exmilitar de 58 años, y  fundador de otro grupo extremista, los Oath Keepers (defensores del juramento), condenado a su vez a 18 años de prisión por el mismo delito (así como otros tres miembros de esta milicia). “Soy un prisionero político, mi único delito ha sido oponerme a aquellos que quieren destruir a mi país”, proclamó. El día del asalto Rhodes se mantuvo también fuera del Capitolio, pero dirigía a sus camaradas por teléfono.

Un total de 1.150 personas  han sido procesadas en Estados Unidos por los sucesos del 6 de enero. La mayoría de ellos se declararon culpables y de los que se arriesgaron a ir a juicio, sólo dos han sido absueltos. Los cabecillas de los dos principales grupos organizados han  recibido penas ejemplares. Eso no quiere decir que todos los asaltantes fueran militantes de estos grupos, ni mucho menos. Un análisis de la Universidad de Chicago calcula que no eran más que el 14%, mientras que la gran mayoría eran sediciosos espontáneos. Contrariamente a lo que se suponía, entre estos abundaban personas de clase media, desde pequeños hombres de negocios a médicos, abogados o arquitectos... convencidos de que Biden había robado las elecciones y de que la violencia para restaurar a Trump en la Casa Blanca era del todo legítima.

¿Estaba el expresidente de EE.UU. detrás de la conspiración, más allá de denunciar repetidamente un fraude electoral que no existió y excitar el mismo día 6 la ira de sus partidarios? Por el momento, la acusación que pesa contra él, por parte del fiscal especial de Washington y por la que será juzgado a partir de marzo del año que viene, no va más allá de aprovechar el asalto al Capitolio para tratar de detener la certificación de la victoria de Joe Biden, lo que se traduciría en delitos de fraude y obstrucción, pero no de sedición. La existencia de un vínculo directo con los asaltantes está por demostrar.

Mientras la justicia va haciendo su camino, Trump avanza también en el suyo para intentar volver a la Casa Blanca en las elecciones presidenciales del 2024. Algo que no podrá hacer su admirador Jair Bolsonaro, que el pasado 8 de enero instigó un asalto mimético contra el Congreso de Brasil con el mismo objetivo de revertir los resultados electorales. Más de 1.300 personas están encausadas por estos hechos y las primeras penas pronunciadas por el Tribunal Supremo Federal, el 14 de septiembre, han sido tan severas como en Estados Unidos: de hasta 17 años de cárcel. A diferencia del norteamericano, sin embargo, el expresidente brasileño –quien podría ser juzgado como instigador de un golpe de Estado militar– ya ha sido inhabilitado hasta el año 2030.

Donald Trump ha prometido que si recupera la presidencia de EE.UU. –lo que no es en absoluto una quimera–, lo primero que hará será conceder el “perdón total” a la mayoría de implicados en el asalto al Capitolio. Nacido en una familia católica, Enrique Tarrio ya debe estar poniendo velas a la Virgen de la Caridad del Cobre...


domingo, 24 de septiembre de 2023

El final del imperio americano


@Lluis_Uria

Estamos en el año 2002. Tras la invasión de Afganistán, en represalia por los atentados del 11-S, Estados Unidos planea atacar a Irak y derrocar el régimen de Sadam Husein bajo el pretexto –que se demostrará falso– de que produce armas de destrucción masiva. Algunos de sus aliados no lo ven claro y Francia llegará a vetar el aval de la ONU en el Consejo de Seguridad. Pero eso no arredra a Washington, que en el 2003 lanzará la invasión. En una conversación con Ron Suskind, periodista de The New York Times, un alto cargo de la Administración  de George W. Bush afirma, jactancioso: “Ahora somos un imperio y, cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad”.

Ebrio de arrogancia tras la caída del comunismo y el  desmembramiento de la URSS, huérfano de un oponente capaz de contestar su hegemonía mundial, el imperio estaba a punto de darse una castaña fenomenal. Afganistán e Irak iban a ser, a la larga, dos fiascos  que iban a arruinar la credibilidad internacional de EE.UU. y poner en cuestión su papel como superpoder universal. Hoy, los países emergentes, con China a la cabeza, se han organizado para contrarrestar su preeminencia y esbozar un nuevo orden mundial.

El dominio americano de las últimas siete décadas es la consecuencia de su inapelable victoria en la Segunda Guerra Mundial. Pero también, y sobre todo, de una voluntad de supremacía cuyas líneas estratégicas fueron definidas bajo la presidencia de Harry Truman y han perdurado hasta la actualidad.  La biblia de esta estrategia, el documento que definió los ejes de la política exterior del nuevo gigante, tiene un nombre en clave: NSC-68.

Elaborado en 1950 por un equipo dirigido por el entonces director de planificación del Departamento de Estado, Paul Nitze, y titulado Objetivos y programas de Estados Unidos para la seguridad nacional, es según el propio servicio exterior norteamericano “uno de los documentos más influyentes redactados por el gobierno de EE.UU. durante la guerra fría”. En sus 58 páginas, el memorándum –declarado top secret y no desclasificado hasta 1975– describía en términos dramáticos la amenaza de la Unión Soviética y planteaba la necesidad de que EE.UU. abordara la “rápida construcción de la fuerza política, económica y militar del mundo libre”, desde la convicción de que el país tenía  “la responsabilidad del liderazgo mundial”.

No todo el mundo estaba de acuerdo con esta visión, pero la invasión de Corea del Sur por los comunistas norcoreanos, con apoyo chino y soviético, acabó de decantar el debate. Como resultado, la Administración Truman casi triplicó el gasto de defensa entre 1950 y 1953 (del 5% al 14,2% del PIB). Y estableció la base doctrinal que conduciría diez años después a la fallida intervención en Vietnam.

“El problema es que EE.UU. vincula (desde ese momento) sus intereses vitales con su posición de poder en el mundo. Como consecuencia, el dominio militar se convierte en un fin en sí mismo”, señalaba el historiador Stephen Wertheim (autor del libro Tomorrow, the World) en una entrevista con el Washington Post en 2020.

El politólogo Andrew J. Bacevich, de la Universidad de Boston, expresaba parecida opinión en un artículo del pasado marzo en Foreign Affairs, donde constataba que, “atrapado por falsos sueños de hegemonía”, Washington seguía aferrándose obstinadamente a una doctrina que no funciona, y llamaba a elaborar un nuevo enfoque estratégico que reemplace “el paradigma zombi del NSC-68”.

Ensoñaciones aparte, lo cierto es que la realidad ya no la crea el imperio. EE.UU. sigue siendo una superpotencia política, económica y militar. Pero su supremacía está más contestada que nunca. La resistencia de los países del llamado Sur Global a seguir la política de sanciones contra Rusia marcada por Washington en represalia por la guerra de Ucrania es una muestra de su pérdida de peso.

Un nuevo orden mundial se está configurando. Y no es exactamente el que aplaudió con optimismo  el ex primer ministro británico Gordon Brown cuando, forzado por la crisis financiera del 2008, se activó el grupo G-20, que reúne a países desarrollados y emergentes con el objetivo de coordinar políticas económicas y monetarias. Parecía que se abría una nueva etapa basada en la cooperación internacional y el refuerzo de las instancias multilaterales. Pero no ha sido exactamente así. El G-20 sigue siendo un foro necesario, pero no se ha convertido en  el epicentro de ese nuevo orden. Y la clamorosa ausencia del presidente chino, Xi Jinping, en la última cumbre de los días 9 y 10 en Nueva Delhi no hace sino confirmarlo.

Al calor de la rivalidad sistémica entre EE.UU. y China, ha aparecido con fuerza un nuevo actor internacional: se trata del grupo de los BRICS, cuya  principal vocación es hacer de contrapeso al G-7 de Washington y sus aliados en Europa y Asia. Fundado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, el grupo se ha ampliado recientemente –en un gesto de fuerte simbolismo– con la incorporación de Arabia Saudí, Argentina, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Etiopía e Irán, que juntos reúnen al 46% de la población y el 30% del PIB mundial.

El de los BRICS es un grupo heterogéneo, con regímenes políticos dispares –mayoritariamente autocráticos–, intereses económicos discordantes e incluso rivalidades internas notorias –entre China e India–,  que difícilmente puede aspirar a desalojar a EE.UU. de su posición. Pero que sí empieza a tener la suficiente fuerza como para rechazar el diktat americano y establecer un nuevo polo de poder. El imperio está dando sus últimas boqueadas.


domingo, 17 de septiembre de 2023

Mal presagio en Tombuctú


@Lluis_Uria

François Hollande no cabía en sí de gozo el 2 de febrero del 2013 cuando visitó, aclamado como un héroe, la legendaria ciudad de Tombuctú, en Mali, liberada por las tropas francesas de los yihadistas que durante un año habían impuesto el imperio del terror. El presidente francés fue vitoreado por la multitud y honrado por las autoridades malienses, que entre otras cosas le obsequiaron con un camello. “Lo utilizaré como medio de transporte en la medida de lo posible...”, bromeó. Desde entonces, todo se ha estropeado.

Diez años después de aquella marcha triunfal en la ciudad de los 333 santos, el sentimiento antifrancés está ganando los espíritus –ayudado por los golpes de Estado militares y la propaganda rusa– en la mayor parte de las antiguas colonias de París en África central y occidental. La llamada Françafrique, esa compleja y oscura red de intereses políticos y económicos a través de la que Francia ha mantenido hasta ahora su hegemonía en la región, se está desmoronando a ojos vista. Y ello no solo está abriendo la puerta a una mayor implantación de Rusia en la zona, sino que debilita la lucha occidental contra los grupos yihadistas asentados en la desértica franja del Sahel.

¿Cuándo empezó a torcerse todo? Probablemente habría que remontarse al año 2011, cuando Francia y el Reino Unido, bajo la batuta de Nicolas Sarkozy y David Cameron, intervinieron militarmente en Libia para derrocar el régimen del coronel Muamar el Gadafi. La operación acabó con el dictador, en efecto, pero resultó un fiasco. Libia se convirtió entonces –y sigue siendo hoy– un Estado disfuncional en permanente guerra civil, feudo de milicias armadas de todo signo y refugio de los grupos yihadistas expulsados de Siria e Irak. Ese fue el foco originario de la ofensiva islamista que, un año después, puso a Mali contra las cuerdas y que, a principios del 2013, acabó forzando la intervención militar francesa, que logró desalojar a los islamistas de las plazas que controlaban.

Pero las mieles del éxito fueron efímeras. Una década después, los soldados franceses han abandonado el país –expulsados por la junta militar gobernante tras los golpes del 2020 y el 2021– sin haber puesto fin al problema. Hoy, los yihadistas del Grupo de Apoyo al Islam y a los Musulmanes (JNIM)  –filial de Al Qaeda– amenazan de nuevo Tombuctú, a la que desde hace dos semanas someten a asedio, mientras el Estado Islámico (EI) se ha hecho fuerte más al este, en Menaka y Gao, donde se han registrado ya denuncias de mutilaciones y lapidaciones de civiles. El desafío de los grupos islamistas se ha extendido asimismo a otros países como Burkina Faso, Camerún, Chad, Níger o Nigeria... La evolución de la situación en el Sahel recuerda lastimosamente el fracaso occidental en Afganistán.

Este mediocre balance en la lucha contra el terrorismo ha sido probablemente la espoleta que ha disparado definitivamente el descontento y la aversión hacia Francia, después de décadas de intervencionismo militar y político en apoyo de las castas dirigentes –a menudo corruptas y de escasa sensibilidad democrática– a cambio de favores económicos en el acceso a las materias primas. El África francófona ha sido hasta ahora para Francia –lo sigue siendo aún, en medio de grandes dificultades– una especie de patio particular, su pré carré, donde ejerce una suerte de tutela y mantiene una importante fuerza militar permanente: cerca de 4.000 militares desplegados en Costa de Marfil, Gabón, Senegal y Yibuti (con una base naval y aérea), además de los 2.500 soldados que participan en la lucha antiterrorista, que se mudaron de Mali a Níger y Chad.

El ejemplo de Mali ha desencadenado en los últimos años una oleada de pronunciamientos militares similares –Guinea Conakry (2021), Burkina Faso (2022) Níger (julio de 2023) y Gabón (este pasado mes de agosto)– que en general han tenido como común denominador fuertes campañas antifrancesas y el desembarco de Moscú a través de las fuerzas del Grupo Wagner, que cobran su apoyo en forma de concesiones mineras (y cuya presencia muy probablemente seguirá pese a la muerte de su fundador, Yevgueni Prigozhin). Su afán extractivo no es muy diferente del francés. Pero hoy la bandera rusa (con los mismos colores) es enarbolada por los manifestantes como símbolo de liberación.

En un discurso pronunciado el 27 de febrero de este año el presidente Emmanuel Macron –como antes hicieron algunos de sus predecesores– prometió enterrar el legado de la Françafrique y refundar las relaciones entre París y sus excolonias. Pero ha llegado tarde. Hoy, el papel de Francia en África está seriamente cuestionado. “Los vínculos con Francia se han vuelto comprometedores para los gobiernos africanos”, constataba en Politico el profesor Michael Shurkin, del Atlantic Council, quien no ve otra “solución razonable” para París que “cerrar sus bases y marcharse”. Su colega Ken Opalo, de la Universidad de Georgetown, no ve signos de que Francia haya aprendido la lección y sea capaz de dar un viraje a su política, lo que comporta el riesgo –advertía en Substack– de que “el sentimiento antifrancés  derive en un sentimiento antioccidental”. La situación es tal –opina– que “Estados Unidos debería desacoplar su política para África occidental de Francia”.

El camello que le regalaron a Hollande en Mali en el 2013 nunca llegó a París. Tras descartar la posibilidad de instalarlo en el zoo de la capital francesa, el Elíseo decidió regalárselo a una familia de Tombuctú. Meses después, para consternación general, se supo que el animal había acabado en la cazuela. Un mal presagio, sin duda.



domingo, 27 de agosto de 2023

Miénteme y dime que me quieres


@Lluis_Uria

Antes de ser fulminantemente despedido de Fox News TV por Rupert Murdoch el pasado mes de abril, el otrora comentarista estrella de la cadena Tucker Carlson había ultimado un presunto documental donde llamaba a invadir militarmente Canadá para “liberar” al país vecino del régimen “totalitario” del liberal primer ministro Justin Trudeau. ¿Su pecado? Haber impuesto severas restricciones por la pandemia de covid. El documental –en cuya carátula, de aires soviéticos, aparecía Trudeau con un bigotito vagamente hitleriano– nunca llegó a ver la luz, su emisión fue suspendida a raíz del despido de su sulfuroso autor. Pero seguramente la idea regocijó a su admirado Donald Trump, quien mientras ocupó la Casa Blanca mantuvo unas relaciones execrables con el mandatario canadiense

Antivacunas abonado a todas las teorías de la conspiración, conocido por su ideología ultraderechista, sus comentarios racistas y arengas violentas, ferviente trumpista y enconado defensor de que las elecciones del 2020 fueron un fraude, al polémico presentador la verdad nunca le importó un bledo. Tampoco a Fox News TV, por otra parte. Ni a sus seguidores. Hace tres años, una juez federal –Mary Kay Vyskocil, nombrada precisamente por  Trump– absolvió a Carlson y a la cadena en una demanda por difamación haciendo suya la tesis de la defensa según la cual el tenor general del programa dejaba claro a cualquier telespectador avisado que sus comentarios eran “exageraciones” que no se basaban necesariamente en “hechos reales”.

La extrema polarización política en Estados Unidos debe mucho a Fox News TV y otros medios de comunicación similares de la órbita republicana –amplificados por las redes sociales–, donde las falsificaciones y las mentiras descaradas son moneda corriente. El escritor Honnoré de Balzac, que enjuiciaba críticamente la deriva sectaria de la prensa francesa en el siglo XIX, anticipó este escenario en su novela Illusions perdues (Ilusiones perdidas) de 1837: “Un diario es una tienda donde se venden al público palabras del color que este desea. Si existiera un periódico de los jorobados, demostraría noche y día la bondad, la necesidad de los jorobados. Un diario ya no está hecho para iluminar, sino para halagar las opiniones”.

Si estos medios triunfan, se debe a la indiferencia de gran parte de la opinión pública, para quien la verdad ha dejado de ser un valor y los hechos han perdido su carácter incontrovertible. Encerrados en burbujas sociales inmunes a toda influencia exterior, acostumbrados a leer y escuchar solo aquello que confirma nuestras opiniones y prejuicios, la veracidad de la información ha dejado de importar. Las mentiras más zafias son creídas a pie juntillas por una ciudadanía previamente entregada. Dime que me quieres aunque sea mentira, como diría Johnny Guitar...

Por eso Donald Trump, procesado ya en cuatro ocasiones, acusado de delitos tan graves como el intento de revertir de forma fraudulenta el resultado de las urnas en las elecciones presidenciales del 2020, mantiene una popularidad incólume en el campo republicano.  Más incluso, a cada imputación crecen sus apoyos: un 63% de los electores republicanos desean hoy que Trump vuelva a presentarse en el 2024, según un sondeo de Associated Press-NORC de esta semana, cuando el pasado mes de abril eran el 55%. Que, mientras tanto, el expresidente –que insiste en sus mentiras  e insulta a jueces y fiscales– pueda ser juzgado y condenado a prisión no parece quitarles el sueño. Y menos aún les lleva a hacerse preguntas.

Su admirado Vladímir Putin lo tiene mucho más fácil todavía. El presidente ruso no tiene que lidiar con la justicia –que controla– ni con partidos de oposición o medios independientes, perseguidos y acallados como en lo buenos viejos tiempos de la URSS. Los medios oficiales martillean a la ciudadanía con proclamas nacionalistas y belicistas, en las que Occidente es presentado como el gran villano y la agresión contra la vecina Ucrania, como una operación especial de legítima defensa.

Por detrás de la propaganda oficial, las consecuencias de la guerra empiezan a hacerse evidentes también para los rusos. Sus soldados mueren por miles (una investigación independiente de los medios Meduza y Mediazona cifra el número de rusos muertos entre el inicio de la guerra y mayo pasado en 47.000, tres veces más que en los diez años de la guerra de Afganistán de 1979-1989) mientras la economía se degrada a causa de las sanciones internacionales y el esfuerzo bélico: los gastos en defensa se llevan ya más de una tercera parte del presupuesto (5.590 millones de rublos en el primer semestre de este año, el 37,3% del gasto, según un documento oficial obtenido por Reuters), lo que ha forzado al Gobierno a hacer recortes en educación y sanidad. Pero nada parece hacer mella en la popularidad de Putin. El último sondeo del Centro Levada, del pasado julio, sitúa el apoyo ciudadano al presidente ruso en un rotundo 82%.

En el 2024 ambos hombres, uno en el Kremlin y el otro de nuevo en la Casa Blanca, podrían volver a encontrarse y revivir la complicidad de antaño. Lo cual obligaría a barajar de nuevo las cartas de la guerra de Ucrania. Y a enfrentar, acaso, otros frentes de conflicto. Porque la invasión de Canadá era una chaladura de Tucker Carlson, pero cada vez hay más voces en el Partido Republicano que, para combatir el tráfico de fentanilo hacia Estados Unidos –donde causa 100.000 muertes al año–, proponen nada menos que intervenir militarmente en México... Seguro que la opinión pública americana lo compra.


domingo, 6 de agosto de 2023

¡A las armas, ciudadanos!


@Lluis_Uria

"El patriotismo es amar a su país, el nacionalismo es detestar el de los otros”, dijo una vez el general De Gaulle. Es una máxima que ha hecho fortuna, pero que a duras penas oculta el hecho de que la frontera que separa ambos conceptos es extremadamente fina y porosa. La Historia demuestra que tarde o temprano la patria acaba cobrándose en sangre –la de sus propios hijos y la de los adversarios– el tributo de  lealtad y amor que exige. Algo que los himnos nacionales, sobre todo los más antiguos, compuestos muchos de ellos en los siglos XVIII y XIX originalmente como cantos patrióticos y de guerra, no se recatan en recordar. Sus letras hablan de muerte y violencia. Cuando no reflejan un odio añejo y visceral.

Su revisión siempre genera vivos debates. No había ninguna aversión explícita a la antigua potencia colonial, Francia, en el hasta ahora vigente himno  nacional de Níger –La Nigerìènne–, no en vano había sido compuesto en 1961, tras la independencia, por un francés, Maurice Albert. Más bien al contrario, había un verso particularmente odioso para los nigerinos en que parecía loarse la benevolencia de la antigua metrópolis: “Sintámonos orgullosos y agradecidos por esta libertad nueva”, rezaba.

Ya no. El pasado día 22, la Asamblea Nacional de Níger aprobó por unanimidad  un nuevo himno –El honor de la patria– donde el agradecimiento al antiguo explotador ha desaparecido y por el que se intenta fomentar el patriotismo de la población: “Encarnemos el valor y la perseverancia, y todas las virtudes de nuestros dignos ancestros –dice ahora–, guerreros intrépidos, determinados y orgullosos, defendamos la patria al precio de nuestra sangre”. Si el himno anterior era más bien pacifista, este retoma la tradición belicosa de los cantos nacionales.

A diferencia de Níger, en Argelia el himno nacional –Kassaman, compuesto en 1955 por el militante nacionalista Moufdi Zakaria desde su prisión de Argel– es más bien poco amable con Francia, a la que se cita explícitamente –algo extremadamente inusual– en su tercera estrofa: “¡Oh, Francia! El tiempo de las palabras se ha acabado. Lo hemos cerrado como se cierra un libro. ¡Oh, Francia! ha llegado el día en que rindas cuentas...”. Hasta ahora, esta controvertida estrofa era raramente escuchada, pues era de uso más común una versión reducida del texto que la obviaba. Curiosamente, mientras en Niamey se borraba el pasado colonial del canto nacional, el presidente de Argelia, Abdelmadjid Tebboune, firmaba un decreto que amplía la lista de eventos en que debe escucharse la versión íntegra del himno argelino. Lo que ha sentado como una patada en París...

A quienes han amagado algún tipo de  protesta –prudente, la ministra francesa de Exteriores, Catherine Colonna ha considerado que tal decisión venía “a contratiempo”–, se les ha recordado la violencia que tiñe también la letra de La Marsellesa. Lo cual no deja de ser cierto y es periódicamente objeto de debate en Francia, donde hay quienes consideran conveniente adaptar el himno a la realidad del mundo de hoy. Y, en particular, ahorrar a los escolares de primaria tener que cantar cosas como “¿Escucháis en los campos bramar a esos feroces soldados? Vienen hasta vuestros brazos a degollar a vuestros hijos, vuestras compañeras”,  o el célebre pasaje “¡A las armas, ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones! ¡Marchemos, marchemos! ¡Que una sangre impura riegue nuestros surcos!”.

Pero hay algo más que violencia en La Marsellesa. Hay un señalamiento del enemigo. El himno, compuesto en Estrasburgo en 1792 por el capitán Claude-Joseph Rouget de Lisle, fue concebido como una canción de guerra para el Ejército del Rhin y los “feroces soldados” a los que alude no son otros que los prusianos reagrupados al otro lado de la frontera, dentro de la coalición de las monarquías absolutas europeas, para atacar a la Francia revolucionaria (el nombre de La Marsellesa se debe a que la primera vez que fue escuchada en París fue casualmente en las voces de los voluntarios marselleses que se dirigían al frente)

Después vendría Napoleón a tratar de liberar a sangre y fuego a los alemanes del Antiguo Régimen. De ahí que durante el tiempo previo a la unificación, Alemania tuviera como himno oficioso una canción patriótica, Des Deutschen Vaterland (La patria de los alemanes), escrita por el poeta nacionalista Ernst Moritz en 1813, que incubaba una animadversión similar en sentido inverso: “Esa es la patria del alemán, donde la ira aniquila la basura extranjera, donde cada francés se llama enemigo, donde cada alemán se llama amigo”. La atormentada historia del país ha hecho que el himno contemporáneo Das Deutschlandlied (La canción de Alemania) –instaurado en 1922, suspendido tras la Segunda Guerra Mundial  y recuperado en 1952– se limite a una sola estrofa, que habla de unidad, justicia y libertad. Y se haya eliminado el arranque que deleitaba a los nazis: “Alemania, Alemania por encima de todo...”

Los cantos patrióticos y el ardor guerrero van tradicionalmente de la mano. Salvo en un puñado de casos en todo el mundo en que el himno, como en el caso de España, carece de letra. Y no por falta de iniciativas. De Eduardo Marquina a José María Pemán,  pasando por Marta Sánchez, en el último siglo ha habido diversos intentos –con mejor inspiración unos, con patéticos resultados otros– de dotar de contenido a la Marcha Real. Sin éxito. Compuesta originalmente en 1761 como Marcha de Granaderos, sus aires castrenses, sin embargo, la delatan.


domingo, 25 de junio de 2023

Rumbo de colisión


@Lluis_Uria

En enero del 2009, José María Aznar fue invitado por el ex primer ministro francés Jean-Pierre Raffarin a pronunciar una conferencia en París con motivo del 60º aniversario de la OTAN. El expresidente del Gobierno español, considerado entonces un referente por la derecha francesa, expuso la idea de ampliar las fronteras de la Alianza a todo el mundo: abandonar el marco geográfico fundacional de la organización (el Atlántico Norte) e incorporar a la OTAN a los grandes países democráticos de Asia y América Latina.

En aquellas fechas, Francia estaba preparando el terreno para regresar al mando militar integrado de la OTAN, del que había decidido salir en 1966 el general De Gaulle para reforzar la autonomía francesa en  política exterior y de defensa. Para Nicolas Sarkozy era un paso difícil de vender a la opinión pública, así que la idea aznariana de extender la OTAN hasta los confines del universo parecía en ese momento totalmente extemporánea. Ahora, catorce años después, la expansión geográfica de la Alianza vuelve a importunar  a París.

El pasado abril una delegación de la OTAN encabezada por el general Francesco Diella, jefe de la División de Seguridad Cooperativa, viajó a Tokio para negociar la instalación en la capital japonesa de una  oficina de enlace de la Alianza, la primera fuera de su ámbito de acción. La iniciativa se enmarca en una estrategia global para reforzar las relaciones con los países del Indo-Pacífico –Australia, Corea del Sur y Nueva Zelanda, además de Japón–, con el objetivo de contrarrestar las ambiciones de China, a la que la OTAN calificó, en la cumbre de Madrid del 2022, de “desafío sistémico”.

La iniciativa ha sido detenida, por el momento, según avanzó el Financial Times, por el veto del presidente francés, Emmanuel Macron, poco deseoso de alimentar las crecientes tensiones entre Occidente y China. “La OTAN es para al Atlántico Norte y los artículos V y VI (del tratado) limitan claramente el perímetro”, subrayó una fuente oficial francesa. Esto es, Europa y América del Norte.

En los últimos años, China ha incrementado exponencialmente, a golpe de talonario –mediante créditos e inversiones en infraestructuras asociadas a la iniciativa Belt & Road o Nuevas Rutas de la Seda–, su poder de influencia en África y América Latina, que ahora está extendiendo también a Oriente Medio. Europa no ha quedado al margen de esta infiltración sigilosa, que  ha avanzado fundamentalmente –aunque no solo– a través de los países del Este. Segunda economía del mundo, el régimen dirigido con mano de hierro por Xi Jinping se ha propuesto asegurar la hegemonía de China en Asia, superar a Estados Unidos como primera potencia económica y tecnológica mundial y establecer un nuevo orden internacional multipolar en el que Washington ya no tendría la última palabra. Su disimulado y distante apoyo a Vladímir Putin en el contexto de la guerra de Ucrania responde justamente a su intención de evitar una derrota sin paliativos de Rusia que reforzaría aún más a EE.UU.

El poder creciente de China inquieta, con razón, a Occidente. Pero los intereses de europeos y norteamericanos no son exactamente los mismos. Con su política de presión máxima –a nivel económico-comercial y también militar–, Washington no sólo busca contener de forma preventiva la amenaza potencial que representa el régimen totalitario de Pekín, cada vez más asertivo –cuando no agresivo–, sino también y antes que nada defender la supremacía de EE.UU. en la región y mantener la actual jerarquía mundial. Pero ni los objetivos  ni los medios son  totalmente compartidos por Europa, que ya con Obama pasó a ser para los norteamericanos un plato de segunda mesa –desplazada por Asia– y que sólo la guerra en Ucrania ha vuelto a poner en el menú.

El actual estado de casi guerra fría entre EE.UU. y China –que no ha impedido, paradójicamente, que los intercambios comerciales entre ambos países alcanzaran el año pasado un récord histórico: 689.000 millones de dólares– presenta serios riesgos de derivar en un enfrentamiento militar por Taiwán, la provincia rebelde –y principal productor mundial de semiconductores– sobre la que Pekín reivindica su soberanía.

Los analistas más tremendistas creen que Xi Jinping podría haber decidido ya lanzar un ataque preventivo para retomar el control de Taiwán antes de que la independencia pudiera convertirse, con el apoyo de Washington, en un hecho irreversible. Otros lo ven improbable. Lo que en todo caso no puede excluirse es que un incidente fortuito desencadene la máquina infernal de la guerra. Los juegos del gato y el ratón entre los buques chinos y estadounidenses en la zona –el día 3 un navío chino se cruzó en una arriesgada maniobra en el rumbo de un destructor norteamericano en el estrecho de Taiwan, amenazando con una colisión– son muy peligrosos. Justamente uno de los objetivos de la visita que hoy inicia en Pekín el jefe de la diplomacia de EE.UU., Anthony Blinken, es abrir canales de comunicación entre ambas potencias para evitar una escalada accidental. Y, en el mejor de los casos, empezar a rebajar la tensión.

Las reticencias mostradas por Emmanuel Macron y el canciller alemán, Olaf Scholz, a apuntarse a la línea dura señalada por Washington –el presidente francés ha rechazado explícitamente todo “seguidismo” en este asunto– son legítimas, además de conectar con el sentimiento mayoritario de la población europea (según un sondeo reciente del European Council on Foreign Relations). Para la UE, China es un rival, pero también un socio  con el que cooperar. Y el riesgo de alimentar un eventual conflicto armado es demasiado elevado. Pero hay también una consideración estratégica: si Europa quiere contar en el mundo, ha de tener voz propia.

 

domingo, 11 de junio de 2023

La guerra perdida de Sadae Kasaoka


@Lluis_Uria

Conocí a Sadae Kasaoka en el otoño del 2016 en Hiroshima. Era –es–  una mujer menuda y vivaz. Cuando habla, su figura se agiganta y su voz transmite una determinación inexpugnable. Sadae Kasaoka es una de las supervivientes (una hibakusha, como se les conoce) de la bomba atómica arrojada sobre la ciudad japonesa por Estados Unidos el 6 de agosto de 1945, en los estertores de la Segunda Guerra Mundial. Tenía 12 años cuando el bombardero B-29 Enola Gay lanzó el primer ataque nuclear de la Historia. La bomba, bautizada como Little Boy, explotó a las 8.15h a 600 metros de altura, destruyendo prácticamente toda la ciudad y matando a 140.000 personas.

Entre los muertos estaban los padres de Sadae. Ella se libró porque ese día se quedó en su casa, a más de tres kilómetros del centro. “De repente vi un brillo muy fuerte afuera, primero rojo y luego naranja, y los cristales de las ventanas estallaron. Después llovió agua negra”, recuerda. Tampoco ha olvidado –¿cómo hacerlo?– la terrible agonía de su padre cuando lo llevaron a casa.  Ni el ejército de heridos vagando por las calles: “Parecían fantasmas, como zombies, andando con los brazos extendidos, la piel hecha jirones...”.

Sadae Kasaoka tiene hoy 90 años y ha convertido el deber de mantener viva la memoria y la lucha por la abolición de las armas nucleares en su razón de vivir. “No quiero más guerras, no quiero más sufrimiento. Y que desaparezcan las armas nucleares del mundo. Mucha gente no sabe lo horribles que son. Por eso tengo que explicarlo”, decía. En vísperas de la cumbre del G-7 en Hiroshima, del 19 al 21 de mayo pasados, Sadae Kasaoka y otros hibakusha se dirigieron a los líderes de las principales potencias económicas democráticas mundiales pidiéndoles que dieran un paso decisivo en el camino del desarme nuclear. Su decepción fue proporcional a la falta de compromisos. Hubo muy buenas palabras, pero para decir bien poca cosa.

Después de una visita relámpago de 30 minutos al Museo y Parque de la Paz de Hiroshima –lo que incluyó un breve encuentro  con una superviviente–, los líderes de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania, Canadá, Italia y Japón (los tres primeros, poseedores de la bomba atómica) expresaron su “compromiso de lograr un mundo sin armas nucleares con una seguridad inquebrantable para todos”. Añadiendo la –sustancial– precisión de que los esfuerzos de desarme y no proliferación deben partir de “un enfoque realista, pragmático y responsable”.

El presidente de EE.UU., Joe Biden –el segundo líder de su país en visitar Hiroshima, después de Barack Obama en el 2016–, escribió en el libro de visitas una declaración loable pero poco comprometedora: “Que las historias de este museo nos recuerden a todos nuestras obligaciones para construir un futuro de paz. Juntos, sigamos avanzando hacia el día en que finalmente y para siempre podamos librar al mundo de las armas nucleares. ¡Hay que mantener la fe!”. No sé si  a Sadae Kasaoka le debe quedar ya mucha fe.

“Esta ciudad que vivió la catástrofe nuclear ha sido deshonrada por líderes insensatos que reafirman las armas nucleares”, se lamentó Akira Kawasaki, de la oenegé japonesa Peace Bat. “La inacción del G-7 es un insulto a los hibakusha y a la memoria de quienes murieron en Hiroshima”, reaccionó por su parte la dirección de la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares (ICAN), que en el 2017 obtuvo el Premio Nobel de la Paz. La acción de este grupo, que reúne a más de 600 organizaciones de un centenar de países, consiguió que en 2017 la ONU aprobara –con el apoyo de 122 estados– el tratado de Prohibición de las Armas Nucleares. Sus efectos, sin embargo, son meramente simbólicos, pues ninguna de las nueve potencias nucleares (China, Corea del Norte, EE.UU., Francia, India, Israel, Pakistán, Reino Unido y Rusia) lo ha ratificado. Entre todas ellas almacenan más de 13.000 armas atómicas, el 90% en manos de EE.UU. y Rusia.

Uno puede compartir la desazón de Sadae Kasaoka y los hibakusha. Pero si algo ha puesto crudamente de manifiesto la guerra de Ucrania es que las buenas intenciones no bastan. Y que si hay algo que no se puede pedir –hoy menos que nunca– es un desarme unilateral. Tras el colapso de la URSS en 1991, Ucrania accedió a devolver a Rusia las 3.000 armas nucleares estacionadas en su territorio. A cambio, esta se comprometió, en el Memorándum de Budapest de 1994, a respetar la soberanía e integridad territorial del nuevo país independiente y renunciar al uso de la fuerza. Como se ha visto, para el presidente Vladímir Putin la palabra de Rusia no vale nada.

Incapaz de imponer su superioridad militar en el campo de batalla tras más de un año de guerra, Moscú esgrime reiteradamente la amenaza de una conflagración nuclear con Occidente por su apoyo militar a Kyiv y ha llegado a enviar a Bielorrusia armas nucleares tácticas.

En esta escalada, Putin anunció en febrero que suspendía la aplicación del Tratado de Reducción de Armas Estratégicas New START, firmado con EE.UU. en el 2010, que limita a 1.550 ojivas nucleares desplegadas el arsenal de cada país. En respuesta, Washington ha anunciado esta semana que también se desvincula de algunas obligaciones –no facilitando a Moscú datos sobre sus misiles y lanzadores–, aunque ha ofrecido respetar los límites pactados en el tratado hasta el 2026 –año de su expiración– si Rusia hace lo mismo, y a reanudar conversaciones bilaterales sobre el control de armamento nuclear.

Con la guerra de Ucrania han vuelto los tiempos más peligrosos de la Guerra fría.