domingo, 22 de agosto de 2021

Una patada en el tablero


@Lluis_Uria

Hace siete años, un antiguo jefe de los servicios secretos pakistaníes, Inter-Services Intelligence (ISI), Hamid Gul, lanzó una provocadora sentencia en unas declaraciones en televisión: “Cuando se escriba la historia, se dirá que el ISI derrotó a la Unión Soviética en Afganistán con la ayuda de América. Y después que el ISI, con la ayuda de América, derrotó a América”. El tiempo ha revelado que se trataba de un vaticinio certero. Y una confesión cruda del doble juego que Pakistán –aliado formal de Estados Unidos y patrocinador bajo mano de los talibanes– ha llevado a cabo en Afganistán. La victoria de los islamistas afganos, con la precipitada y caótica retirada de EE.UU., es también una victoria pakistaní.


La desordenada salida de Afganistán de EE.UU. y sus aliados de la OTAN –veinte años después de la invasión en represalia por los atentados del 11-S–, con el súbito derrumbe del régimen prooccidental de Kabul y el inopinado retorno de los talibanes al poder, es ante todo una tragedia para los propios afganos, que ven emerger de nuevo la amenaza de un régimen de terror como el que ya sufrieron entre 1996 y 2001. Pero tendrá también importantes efectos en el tablero internacional.

El fracaso de EE.UU. y sus aliados deja un claro vencedor, Pakistán, y abre una ventana de oportunidades –no exenta de riesgos– a otros países de la región, como Irán y Turquía, y sobre todo a las dos grandes potencias rivales de los norteamericanos, China y Rusia. Los primeros movimientos en el tablero indican que, a poco que los talibanes cumplan su compromiso de no volver a convertir Afganistán en una base del terrorismo internacional, el régimen no será esta vez el paria que fue hace dos décadas.

“Pakistán es el gran ganador, puesto que es el sponsor de los talibanes. Pero también hay otros ganadores indirectos, como China y Rusia”, sostiene Pascal Boniface, fundador y director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS, en sus siglas en francés): “Quienes contestan la supremacía occidental ganan. Ver a a los occidentales fracasar es un motivo de perverso regocijo, especialmente para los rusos”. Desde Moscú recuerdan estos días con sorna que tras su retirada de Afganistán en 1989 –después de una cruenta guerra de diez años, en la que los grupos rebeldes recibieron el apoyo clandestino de los norteamericanos–, el régimen comunista sobrevivió tres años, frente a los diez días que sólo ha durado el gobierno del presidente Ashraf Ghani.

A diferencia de los occidentales, que están evacuando a todo su personal, chinos y rusos han mantenido abiertas sus embajadas en Kabul y han establecido contactos directos con los líderes talibanes. Su primera y compartida preocupación, sin embargo, no es tanto ganar influencia como evitar la desestabilización, a través de grupos radicales próximos a los islamistas afganos, de la gran provincia oriental china de Xinjiang –de mayoría musulmana uigur–, por un lado, y de las repúblicas exsoviéticas de Asia Central, por el otro.

Mientras el mundo asistía pasmado a la victoria militar talibán, Pakistán aplaudía sin disimulo. “Los afganos han roto los grilletes de la esclavitud”, declaró el primer ministro pakistaní, Imran Jan (el mismo que en el 2019 acudió a Washington en busca de árnica, después de que Donald Trump les pusiera en el disparadero con amenazas públicas)

“Estados Unidos ha dado ingenuamente a Pakistán más de 33.000 millones de dólares de ayuda durante los pasados 15 años, y lo único que nos han dado ellos son mentiras y engaños, porque ven a nuestros líderes como tontos. Dan refugio a los terroristas a los que perseguimos en Afganistán, y ayudan poco. ¡SE ACABÓ!”, escribió el entonces presidente de EE.UU. en Twitter. Jan logró suavizar las relaciones y las amenazas acabaron en nada (Trump suspendió temporalmente la ayuda militar, para luego desbloquearla con la misma facilidad). Pero no le faltaba razón.

La mediación de Pakistán para facilitar las conversaciones de paz entre los talibanes y la Administración Trump, que concluyeron en el 2020 con el acuerdo de retirada de las tropas extranjeras en Afganistán, fue un importante linimento. Pero otros factores explican la tolerancia de Washington. A fin de cuentas, EE.UU. prefiere tener a Pakistán –potencia nuclear y aliado estrecho de Arabia Saudí– de su lado, por difícil y engañoso que sea, que en contra.

Pakistán siempre ha jugado con varias barajas. Daba apoyo a la lucha antiterrorista global de EE.UU. mientras, a la vez, ocultaba en su territorio al líder de Al Qaeda y autor intelectual de los atentados del 11-S, Osama Bin Laden (a quien los norteamericanos tardaron diez años en encontrar y matar). Combatía en el interior a la rama pakistaní de los talibanes –Tehreek-e-Taliban Pakistan, que habían cometido atentados en el país–, mientras cobijaba y apoyaba a los talibanes afganos.

La proximidad ideológica no es aquí lo más importante. Para Islamabad, tener en Kabul un régimen afín es una apuesta geopolítica fundamental. De ahí que desde los años cincuenta haya metido mano en el país vecino apoyando a unos u otros. Su insistencia le ha dado rédito. “Afganistán le da a Pakistán profundidad estratégica frente a su conflicto con India”, subraya Gabriel Reyes, director de proyectos del Centro Internacional de Toledo para la Paz (CITPax) e investigador del Cidob experto en la región. Dicho de otro modo, se cubre las espaldas por su retaguardia.

La fiabilidad que pueda tener esta alianza es otra cuestión. El control que los militares pakistaníes han ejercido hasta ahora sobre los talibanes podría debilitarse una vez estos se consoliden en el poder en Kabul –apunta una nota de la consultora GZero-Eurasia Group, especializada en investigación de riesgos políticos globales, dirigida por el analista Ian Bremmer–, e incluso podrían convertirse en un foco potencial de desestabilización por sus vínculos tribales al otro lado de la frontera –dada la pertenencia común a la etnia pastún– y su relación con los talibanes pakistaníes.

Junto a Pakistán, aunque a otro nivel, el otro gran beneficiario del cambio en Afganistán puede llegar a ser China. Su principal preocupación, en este momento, como confirman los diversos analistas, es el riesgo de ataques terroristas a través de la estrecha frontera que tiene con Afganistán en el corredor de Wakhan, donde podrían refugiarse grupos radicales uigures como el Movimiento Islámico de Turkestán del Este (ETIM). Y ese fue el objeto central del encuentro que mantuvieron el pasado 28 de julio en Tianjin el ministro chino de Exteriores, Wang Yi, y el dirigente talibán Abdul Ghani Baradar.

“Pero China tiene también otros intereses, particularmente las riquezas mineras de Afganistán, que son muy golosas”, señala Pascal Boniface. Por el momento, la empresa China Metallurgica Group Corporation tiene formalmente la concesión para explotar la gran mina de cobre de Mes Aynak, a unas decenas de kilómetros al sur de Kabul. Pero el enorme coste y la inseguridad han dejado la inversión en suspenso.

A juicio de Gabriel Reyes, ésta es una apuesta a largo plazo de China, cuya estrategia es ir tomando posiciones y esperar el momento apropiado. Pero no es prioritaria. “Sus principales intereses pasan por Pakistán, donde han invertido masivamente en el marco de su proyecto de las nuevas rutas de la seda (Belt and Road Initiative)”, explica. Y en el que los pivotes esenciales son la ciudad de Karachi y el puerto de Gwadar, en el Índico.

Nuevamente, el problema de la seguridad es aquí esencial. Desde el pasado mes de abril, los intereses chinos han sido objeto de cuatro atentados en Pakistán, el último el pasado 14 de julio, en el que murieron nueve ingenieros chinos a causa de la activación de una bomba al paso del convoy en el que viajaban.

Lo mismo obsesiona a Rusia, que además de la base que tiene en Tayikistán se ha apresurado a desplegar tropas –para unas maniobras militares conjuntas– en la frontera entre la república amiga de Uzbekistán y Afganistán. Moscú, que salió escaldado del país asiático hace más de treinta años, puede congratularse del infortunio padecido ahora por Estados Unidos –como si fuera una suerte de justicia poética–, pero está lejos de querer volver a meter los pies en el mismo barrizal.

Los rusos no tienen grandes intereses económicos directos en Afganistán y buscan ante todo fijar una convivencia razonable –“positiva y constructiva”, en palabras del embajador Dimitr Zhirnov– con el nuevo régimen, que no ponga en peligro la estabilidad de su flanco sur en Asia Central, la tripa blanda del imperio. Toda la cuestión es si los talibanes cumplirán sus promesas.

Si nadie confía mucho en la moderación ideológica de los integristas afganos y su disposición a respetar los derechos de las mujeres –“Dudo que se hayan vuelto liberales”, ironiza Boniface–, pocos dudan de que esta vez se guardarán muy mucho de volver a atraer las iras internacionales convirtiendo Afganistán en base del terrorismo islamista global. “Es su propio interés”, apunta el director del IRIS. “Parecen haber aprendido la lección”, remarca Reyes, quien no obstante deja un cierto margen a la duda: “Habrá que ver si lo pueden cumplir”. En todo caso, en el este del país tienen un problema por resolver: la presencia del aún más oscurantista Estado Islámico.

 

Irán y Turquía, ante una avalancha de refugiados

El seísmo registrado en Afganistán tendrá, como uno de sus mayores efectos, el éxodo de miles de refugiados. Europa los teme, pero en realidad quienes tienen más razones para hacerlo son los países vecinos. Pakistán en primer lugar, que ya acoge a la gran parte de los 2,5 millones de afganos a quienes cuarenta años de guerra han expulsado. Los otros países más afectados serán Irán y Turquía. Teherán nunca se ha llevado bien con los talibanes, con quienes estuvo a punto de tener un enfrentamiento militar en los noventa. Pero en los últimos tiempos, y a la vista de su avance, ha tratado de contemporizar . Irán necesita garantizar el acceso a las aguas del río Helmand y controlar los flujos fronterizos. Pero también hacer oír su voz, en tanto que potencia regional. Gabriel Reyes no descarta que el régimen de los ayatolás utilice la baza de Afganistán en la renegociación del acuerdo nuclear con EE.UU. Turquía, que también quiere revalorizar su papel internacional –su activismo en Siria, Nagorno-Karabaj y Libia es proverbial–, ha lanzado guiños hacia los nuevos señores de Kabul, a quienes el propio presidente, Recep Tayyip Erdogan, ha tendido la mano. Pero más allá del flirteo político, la gran amenaza para Turquía –que ya fue en el 2020 el país con más demandas de asilo de ciudadanos afganos: 125.000– es una nueva gran oleada de refugiados, habida cuenta de que ya acoge a 3,6 millones de sirios. De momento, Ankara ha enviado a la frontera con Irán a 3.000 militares, mientras está construyendo a marchas forzadas un muro de 295 kilómetros. Los que quieran llegar a Europa tendrán que pasar por aquí.

 

 

Abandonad toda esperanza


@Lluis_Uria

Hace sólo una semana –parece una eternidad–, seis países de la UE dirigieron una carta a la Comisión Europea en la que manifestaban su rechazo a suspender las deportaciones de ciudadanos afganos a su país, desoyendo la petición expresa del moribundo Gobierno de Afganistán. Eran Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Grecia y  Países Bajos. Sería “una señal equivocada”, decían. Para entonces, los talibanes –que entre 1996 y 2001 instauraron un régimen de terror– iban ganando territorio con pasmosa rapidez, mientras se deshacía el ejército regular afgano y miles de ciudadanos huían hacia la capital, Kabul.

Sólo hace una semana, pero quien no quiere ver, no quiere ver. Únicamente alemanes y holandeses decidieron a los pocos días dar marcha atrás y suspender las expulsiones, algo que Francia había decidido en julio. Hasta ayer mismo, como quien dice,  Europa consideraba a Afganistán un “país seguro”, razón por la cual los afganos demandantes de asilo (sólo en el 2020 hubo 47.000 solicitudes) que veían su petición denegada eran devueltos a su país.

Ver en Afganistán un “país seguro” forma parte del mismo tipo de ceguera interesada que ha llevado a Estados Unidos y sus aliados de la OTAN a considerar, tras veinte años de ocupación, que el país había conseguido construir un Estado sólido y un ejército capaz (coartada última para llevar a cabo la retirada unilateral decidida por EE.UU.) En pocos días, la ficción ha quedado dramáticamente al descubierto. La invasión militar del 2001, en respuesta a  los atentados del 11-S, sirvió para expulsar del país a la organización terrorista Al Qaeda y desalojar del poder a los talibanes. Pero nada más. Y ni siquiera de forma duradera. Los talibanes han vuelto. Y respecto a lo de Al Qaeda, ya veremos.

No han sido sólo los países europeos los que han preferido mirar hacia otro lado. También Irán y Pakistán, con idénticos argumentos. De hecho, la propia Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) puso en marcha, poco después de la “pacificación” occidental del país, un programa de retorno voluntario que se ha mantenido hasta ahora mismo: entre marzo del 2002 y marzo de este año, 5,2 millones de afganos han regresado a su país.

Y, sin embargo, la paz nunca ha sido verdaderamente conquistada. Cada año, la víctimas civiles del conflicto –soldados occidentales y milicianos talibanes aparte– se han ido contando por miles. El primer semestre de este año el balance ha sido de casi 1.700 muertos. ¿Un país seguro? ¿En qué sentido?

Afganistán lleva en guerra más o menos intermitente los últimos cuarenta años y, tras Siria, es el país que más refugiados acumula en el mundo: entre 2,5 y 2,6 millones. Y el número amenaza ahora con dispararse.

Frente a esta tragedia, Europa ha decidido enrocarse detrás de un muro. Los países involucrados en la invasión de Afganistán –ya retiradas sus tropas– han puesto en marcha una operación de evacuación de sus nacionales y de unos pocos miles de colaboradores afganos y sus familias. Francia, que se enorgullece de autotitularse “la patria de los derechos del hombre”, ha prometido ayudar asimismo a aquellos militantes de los derechos humanos, artistas y periodistas cuya vida esté en riesgo por su compromiso.

Pero el resto de afganos, los ciudadanos de a pie, tendrán que apechugar. Las intervenciones el lunes de Angela Merkel y Emmanuel Macron –hay elecciones próximas en Alemania y Francia– ya lo dejaron claro. Y la reunión europea de ayer así lo confirmó. La apertura de fronteras del 2015 decidida para los refugiados sirios no se repetirá. La UE apuesta una vez más por externalizar el problema, pagando a los países vecinos. Los afganos pueden abandonar toda esperanza de que Europa acuda en su socorro.