@Lluis_Uria
Hace siete años, un antiguo jefe de los servicios
secretos pakistaníes, Inter-Services Intelligence (ISI), Hamid Gul, lanzó una
provocadora sentencia en unas declaraciones en televisión: “Cuando se escriba
la historia, se dirá que el ISI derrotó a la Unión Soviética en Afganistán con
la ayuda de América. Y después que el ISI, con la ayuda de América, derrotó a
América”. El tiempo ha revelado que se trataba de un vaticinio certero. Y una
confesión cruda del doble juego que Pakistán –aliado formal de Estados Unidos y
patrocinador bajo mano de los talibanes– ha llevado a cabo en Afganistán. La
victoria de los islamistas afganos, con la precipitada y caótica retirada de
EE.UU., es también una victoria pakistaní.
La desordenada salida de Afganistán de EE.UU. y sus aliados de la OTAN –veinte años después de la invasión en represalia por los atentados del 11-S–, con el súbito derrumbe del régimen prooccidental de Kabul y el inopinado retorno de los talibanes al poder, es ante todo una tragedia para los propios afganos, que ven emerger de nuevo la amenaza de un régimen de terror como el que ya sufrieron entre 1996 y 2001. Pero tendrá también importantes efectos en el tablero internacional.
El fracaso de EE.UU. y sus aliados deja un claro
vencedor, Pakistán, y abre una ventana de oportunidades –no exenta de riesgos–
a otros países de la región, como Irán y Turquía, y sobre todo a las dos
grandes potencias rivales de los norteamericanos, China y Rusia. Los primeros
movimientos en el tablero indican que, a poco que los talibanes cumplan su
compromiso de no volver a convertir Afganistán en una base del terrorismo
internacional, el régimen no será esta vez el paria que fue hace dos décadas.
“Pakistán es el gran ganador, puesto que es el sponsor de
los talibanes. Pero también hay otros ganadores indirectos, como China y
Rusia”, sostiene Pascal Boniface, fundador y director del Instituto de
Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS, en sus siglas en francés):
“Quienes contestan la supremacía occidental ganan. Ver a a los occidentales
fracasar es un motivo de perverso regocijo, especialmente para los rusos”.
Desde Moscú recuerdan estos días con sorna que tras su retirada de Afganistán
en 1989 –después de una cruenta guerra de diez años, en la que los grupos
rebeldes recibieron el apoyo clandestino de los norteamericanos–, el régimen
comunista sobrevivió tres años, frente a los diez días que sólo ha durado el
gobierno del presidente Ashraf Ghani.
A diferencia de los occidentales, que están evacuando a
todo su personal, chinos y rusos han mantenido abiertas sus embajadas en Kabul
y han establecido contactos directos con los líderes talibanes. Su primera y
compartida preocupación, sin embargo, no es tanto ganar influencia como evitar
la desestabilización, a través de grupos radicales próximos a los islamistas
afganos, de la gran provincia oriental china de Xinjiang –de mayoría musulmana
uigur–, por un lado, y de las repúblicas exsoviéticas de Asia Central, por el
otro.
Mientras el mundo asistía pasmado a la victoria militar
talibán, Pakistán aplaudía sin disimulo. “Los afganos han roto los grilletes de
la esclavitud”, declaró el primer ministro pakistaní, Imran Jan (el mismo que
en el 2019 acudió a Washington en busca de árnica, después de que Donald Trump
les pusiera en el disparadero con amenazas públicas)
“Estados Unidos ha dado ingenuamente a Pakistán más de
33.000 millones de dólares de ayuda durante los pasados 15 años, y lo único que
nos han dado ellos son mentiras y engaños, porque ven a nuestros líderes como
tontos. Dan refugio a los terroristas a los que perseguimos en Afganistán, y
ayudan poco. ¡SE ACABÓ!”, escribió el entonces presidente de EE.UU. en Twitter.
Jan logró suavizar las relaciones y las amenazas acabaron en nada (Trump
suspendió temporalmente la ayuda militar, para luego desbloquearla con la misma
facilidad). Pero no le faltaba razón.
La mediación de Pakistán para facilitar las
conversaciones de paz entre los talibanes y la Administración Trump, que
concluyeron en el 2020 con el acuerdo de retirada de las tropas extranjeras en
Afganistán, fue un importante linimento. Pero otros factores explican la
tolerancia de Washington. A fin de cuentas, EE.UU. prefiere tener a Pakistán
–potencia nuclear y aliado estrecho de Arabia Saudí– de su lado, por difícil y
engañoso que sea, que en contra.
Pakistán siempre ha jugado con varias barajas. Daba apoyo
a la lucha antiterrorista global de EE.UU. mientras, a la vez, ocultaba en su
territorio al líder de Al Qaeda y autor intelectual de los atentados del 11-S,
Osama Bin Laden (a quien los norteamericanos tardaron diez años en encontrar y
matar). Combatía en el interior a la rama pakistaní de los talibanes
–Tehreek-e-Taliban Pakistan, que habían cometido atentados en el país–,
mientras cobijaba y apoyaba a los talibanes afganos.
La proximidad ideológica no es aquí lo más importante.
Para Islamabad, tener en Kabul un régimen afín es una apuesta geopolítica
fundamental. De ahí que desde los años cincuenta haya metido mano en el país
vecino apoyando a unos u otros. Su insistencia le ha dado rédito. “Afganistán
le da a Pakistán profundidad estratégica frente a su conflicto con India”,
subraya Gabriel Reyes, director de proyectos del Centro Internacional de Toledo
para la Paz (CITPax) e investigador del Cidob experto en la región. Dicho de
otro modo, se cubre las espaldas por su retaguardia.
La fiabilidad que pueda tener esta alianza es otra
cuestión. El control que los militares pakistaníes han ejercido hasta ahora
sobre los talibanes podría debilitarse una vez estos se consoliden en el poder
en Kabul –apunta una nota de la consultora GZero-Eurasia Group, especializada
en investigación de riesgos políticos globales, dirigida por el analista Ian
Bremmer–, e incluso podrían convertirse en un foco potencial de
desestabilización por sus vínculos tribales al otro lado de la frontera –dada
la pertenencia común a la etnia pastún– y su relación con los talibanes
pakistaníes.
Junto a Pakistán, aunque a otro nivel, el otro gran
beneficiario del cambio en Afganistán puede llegar a ser China. Su principal
preocupación, en este momento, como confirman los diversos analistas, es el
riesgo de ataques terroristas a través de la estrecha frontera que tiene con
Afganistán en el corredor de Wakhan, donde podrían refugiarse grupos radicales
uigures como el Movimiento Islámico de Turkestán del Este (ETIM). Y ese fue el
objeto central del encuentro que mantuvieron el pasado 28 de julio en Tianjin
el ministro chino de Exteriores, Wang Yi, y el dirigente talibán Abdul Ghani
Baradar.
“Pero China tiene también otros intereses,
particularmente las riquezas mineras de Afganistán, que son muy golosas”,
señala Pascal Boniface. Por el momento, la empresa China Metallurgica Group
Corporation tiene formalmente la concesión para explotar la gran mina de cobre
de Mes Aynak, a unas decenas de kilómetros al sur de Kabul. Pero el enorme
coste y la inseguridad han dejado la inversión en suspenso.
A juicio de Gabriel Reyes, ésta es una apuesta a largo
plazo de China, cuya estrategia es ir tomando posiciones y esperar el momento
apropiado. Pero no es prioritaria. “Sus principales intereses pasan por
Pakistán, donde han invertido masivamente en el marco de su proyecto de las nuevas
rutas de la seda (Belt and Road Initiative)”, explica. Y en el que los
pivotes esenciales son la ciudad de Karachi y el puerto de Gwadar, en el
Índico.
Nuevamente, el problema de la seguridad es aquí esencial.
Desde el pasado mes de abril, los intereses chinos han sido objeto de cuatro
atentados en Pakistán, el último el pasado 14 de julio, en el que murieron
nueve ingenieros chinos a causa de la activación de una bomba al paso del
convoy en el que viajaban.
Lo mismo obsesiona a Rusia, que además de la base que
tiene en Tayikistán se ha apresurado a desplegar tropas –para unas maniobras
militares conjuntas– en la frontera entre la república amiga de Uzbekistán y
Afganistán. Moscú, que salió escaldado del país asiático hace más de treinta
años, puede congratularse del infortunio padecido ahora por Estados Unidos
–como si fuera una suerte de justicia poética–, pero está lejos de querer
volver a meter los pies en el mismo barrizal.
Los rusos no tienen grandes intereses económicos directos
en Afganistán y buscan ante todo fijar una convivencia razonable –“positiva y
constructiva”, en palabras del embajador Dimitr Zhirnov– con el nuevo régimen,
que no ponga en peligro la estabilidad de su flanco sur en Asia Central, la tripa
blanda del imperio. Toda la cuestión es si los talibanes cumplirán sus
promesas.
Si nadie confía mucho en la moderación ideológica de los
integristas afganos y su disposición a respetar los derechos de las mujeres
–“Dudo que se hayan vuelto liberales”, ironiza Boniface–, pocos dudan de que
esta vez se guardarán muy mucho de volver a atraer las iras internacionales
convirtiendo Afganistán en base del terrorismo islamista global. “Es su propio
interés”, apunta el director del IRIS. “Parecen haber aprendido la lección”,
remarca Reyes, quien no obstante deja un cierto margen a la duda: “Habrá que
ver si lo pueden cumplir”. En todo caso, en el este del país tienen un problema
por resolver: la presencia del aún más oscurantista Estado Islámico.
Irán y Turquía, ante una avalancha de refugiados
El seísmo registrado en Afganistán tendrá, como uno de sus
mayores efectos, el éxodo de miles de refugiados. Europa los teme, pero en
realidad quienes tienen más razones para hacerlo son los países vecinos.
Pakistán en primer lugar, que ya acoge a la gran parte de los 2,5 millones de
afganos a quienes cuarenta años de guerra han expulsado. Los otros países más
afectados serán Irán y Turquía. Teherán nunca se ha llevado bien con los
talibanes, con quienes estuvo a punto de tener un enfrentamiento militar en los
noventa. Pero en los últimos tiempos, y a la vista de su avance, ha tratado de
contemporizar . Irán necesita garantizar el acceso a las aguas del río Helmand
y controlar los flujos fronterizos. Pero también hacer oír su voz, en tanto que
potencia regional. Gabriel Reyes no descarta que el régimen de los ayatolás
utilice la baza de Afganistán en la renegociación del acuerdo nuclear con
EE.UU. Turquía, que también quiere revalorizar su papel internacional –su
activismo en Siria, Nagorno-Karabaj y Libia es proverbial–, ha lanzado guiños
hacia los nuevos señores de Kabul, a quienes el propio presidente, Recep Tayyip
Erdogan, ha tendido la mano. Pero más allá del flirteo político, la gran
amenaza para Turquía –que ya fue en el 2020 el país con más demandas de asilo
de ciudadanos afganos: 125.000– es una nueva gran oleada de refugiados, habida
cuenta de que ya acoge a 3,6 millones de sirios. De momento, Ankara ha enviado
a la frontera con Irán a 3.000 militares, mientras está construyendo a marchas
forzadas un muro de