El problema de la realidad, por más empeño que uno ponga en
negarla, es que tarde o temprano te acaba atrapando. A los británicos ya les ha
alcanzado. Su incombustible primera ministra, Theresa May, determinada a
sobrevivir a todo y a todos, hace ver que no lo sabe, y que puede construir un
“plan B” sobre los cimientos de su fracasado “plan A”. Pero lo cierto es que no
hay ningún plan. De hecho, si algo han demostrado las largas y penosas negociaciones
del Brexit entre Londres y Bruselas es que al otro lado del Canal de la Mancha
a duras penas saben lo que no quieren. Pero en ningún caso saben lo que quieren
y aún menos a dónde van. Si alguna duda quedaba, la votación de esta semana en
la Cámara de los Comunes lo ha dejado cruelmente al descubierto. El rey está
desnudo. Siempre lo ha estado.
Theresa May sufrió el martes un durísimo correctivo en el
Parlamento británico. El Acuerdo de Retirada trabajosamente negociado con la
Unión Europea fue brutalmente rechazado por 432 contra 202 votos –mayoría y
oposición confundidos en el campo del no–, una diferencia de 230 votos que
representa la mayor derrota sufrida por un primer ministro desde 1924. Hasta
esta semana, el récord lo ostentaba el premier laborista Ramsay MacDonald, que
el 8 de octubre de ese año perdió por 166 votos de diferencia una moción de
censura en respuesta a la decisión gubernamental de abandonar las acciones
judiciales contra el editor del semanario comunista Workers’ Weekly, John Ross
Campbell. Aquello desembocó en unas
elecciones anticipadas y la salida de los laboristas del poder. May no ha
corrido la misma suerte y, aunque por escaso margen, sobrevivió al día
siguiente a la censura del laborista Jeremy Corbyn.
El desenlace de ambas votaciones –la del Acuerdo de Retirada
de la UE y la de la moción de censura– ilustra de forma dramática el bloqueo de
la política británica. Si existe una mayoría aplastante para frenar, obstruir y
boicotear una solución, no la hay en cambio para construir una alternativa
viable. El campo del no reúne intereses demasiado contradictorios.
Todo remite a un pecado original: el referéndum convocado en
el 2016 por David Cameron para decidir sobre la permanencia o no en la Unión
Europea buscaba en realidad desarmar la oposición interna euroescéptica en el
partido tory y cortar las alas al amenazador UKIP de Nigel Farage. Lejos de ser
un ejercicio máximo de democracia –suponiendo que un referéndum lo sea–, la
consulta del Brexit respondía a una maniobra del más rancio politiqueo. Que se
saldó, como es sabido, con un fracaso estrepitoso. Pero el resultado del
referéndum también lo fue. Y no porque guste más o guste menos lo que eligieron
el 51,9% de los británicos que acudieron a las urnas el 23 de junio del 2016, sino
porque tratar de responder de forma binaria, con un sí o un no, a una pregunta
simple formulada sobre temas absolutamente complejos y propuestas de difícil
realización sólo puede conducir a grandes y trágicos malentendidos. La realidad
es todo menos simple.
“Ahora se ve lo que referéndums que parecen simpáticos
pueden acabar creando”, remarcó con ironía esta semana en un debate con
alcaldes franceses el presidente de la República, Emmanuel Macron, quien
resumió lo sucedido en una certera frase: “Se mintió a la gente y lo que
eligieron no es posible”. No se trata sólo de las mentiras groseras que se
profirieron para justificar la salida de la UE (de la llegada masiva de
inmigrantes a las variantes del Bruselas nos roba). Ni siquiera eso es lo más
importante. Lo más grave es que se prometió la recuperación para el Reino Unido
de una soberanía plena que en la práctica es imposible, so pena de infligirse a
sí mismo un daño irreparable (que es lo que sucedería si los británicos
rompieran amarras totalmente con la Europa continental)
La primera ministra británica trató de lograr la cuadratura
del círculo, como tan alegremente se prometió –abandonar lo malo de la UE y
quedarse sólo con lo bueno, a la carta–, pero no lo consiguió. No podía
conseguirlo. Como rememoraba esta semana Jean-Dominique Giuliani, presidente de
la Fundación Robert Schuman: “Traducir
los resultados forzosamente populistas de un referéndum en proposiciones
razonables y racionales es probablemente imposible, pero la forma en que (May)
lo hizo demuestra un desconocimiento abisal de las realidades europeas e
internacionales”. Así que al final la premier, decidida a salvar los muebles
–no sólo el comercio británico con la UE sino también la paz en el Ulster–, se
vio obligada a dar marcha atrás y aceptar lo inaceptable (esto es, la
permanencia indefinida en la unión aduanera y bajo las normas europeas, sin voz
ni voto) Es la vía que el Parlamento ha cegado.
Mientras May busca ahora desesperadamente la forma de ganar
tiempo, lo que seguramente se traducirá en la petición de una prórroga a los 27
que impida la catástrofe de una salida sin acuerdo el 29 de marzo, las fuerzas
políticas británicas discuten sobre diversas salidas posibles al embrollo –una
relación con la UE al estilo de Noruega, con acceso al mercado único, por
ejemplo– que en el fondo subvierten el
resultado del referéndum, pues implican un grado mayor o menor de cesión de
soberanía y la aceptación –¡horror de los horrores!– de la libre circulación de
personas y trabajadores, contra la que los brexiters habían clamado como un
mantra.
El camino que hay por delante es intrincado y sombrío. Y no
hay nada menos seguro que los políticos británicos, que tanta incompetencia han
demostrado en el manejo de la brújula, encuentren ahora el rumbo. En el
horizonte, aún de forma vaga, se intuye el perfil de elecciones anticipadas e incluso, ¿por qué
no? (Europa tiene larga experiencia al respecto), de un segundo
referéndum. ¿Y si al final de todo esto
los británicos se acabaran quedando?