lunes, 21 de enero de 2019

El final de la escapada


El problema de la realidad, por más empeño que uno ponga en negarla, es que tarde o temprano te acaba atrapando. A los británicos ya les ha alcanzado. Su incombustible primera ministra, Theresa May, determinada a sobrevivir a todo y a todos, hace ver que no lo sabe, y que puede construir un “plan B” sobre los cimientos de su fracasado “plan A”. Pero lo cierto es que no hay ningún plan. De hecho, si algo han demostrado las largas y penosas negociaciones del Brexit entre Londres y Bruselas es que al otro lado del Canal de la Mancha a duras penas saben lo que no quieren. Pero en ningún caso saben lo que quieren y aún menos a dónde van. Si alguna duda quedaba, la votación de esta semana en la Cámara de los Comunes lo ha dejado cruelmente al descubierto. El rey está desnudo. Siempre lo ha estado.

Theresa May sufrió el martes un durísimo correctivo en el Parlamento británico. El Acuerdo de Retirada trabajosamente negociado con la Unión Europea fue brutalmente rechazado por 432 contra 202 votos –mayoría y oposición confundidos en el campo del no–, una diferencia de 230 votos que representa la mayor derrota sufrida por un primer ministro desde 1924. Hasta esta semana, el récord lo ostentaba el premier laborista Ramsay MacDonald, que el 8 de octubre de ese año perdió por 166 votos de diferencia una moción de censura en respuesta a la decisión gubernamental de abandonar las acciones judiciales contra el editor del semanario comunista Workers’ Weekly, John Ross Campbell.  Aquello desembocó en unas elecciones anticipadas y la salida de los laboristas del poder. May no ha corrido la misma suerte y, aunque por escaso margen, sobrevivió al día siguiente a la censura del laborista Jeremy Corbyn.

El desenlace de ambas votaciones –la del Acuerdo de Retirada de la UE y la de la moción de censura– ilustra de forma dramática el bloqueo de la política británica. Si existe una mayoría aplastante para frenar, obstruir y boicotear una solución, no la hay en cambio para construir una alternativa viable. El campo del no reúne intereses demasiado contradictorios.

Todo remite a un pecado original: el referéndum convocado en el 2016 por David Cameron para decidir sobre la permanencia o no en la Unión Europea buscaba en realidad desarmar la oposición interna euroescéptica en el partido tory y cortar las alas al amenazador UKIP de Nigel Farage. Lejos de ser un ejercicio máximo de democracia –suponiendo que un referéndum lo sea–, la consulta del Brexit respondía a una maniobra del más rancio politiqueo. Que se saldó, como es sabido, con un fracaso estrepitoso. Pero el resultado del referéndum también lo fue. Y no porque guste más o guste menos lo que eligieron el 51,9% de los británicos que acudieron a las urnas el 23 de junio del 2016, sino porque tratar de responder de forma binaria, con un sí o un no, a una pregunta simple formulada sobre temas absolutamente complejos y propuestas de difícil realización sólo puede conducir a grandes y trágicos malentendidos. La realidad es todo menos simple.

“Ahora se ve lo que referéndums que parecen simpáticos pueden acabar creando”, remarcó con ironía esta semana en un debate con alcaldes franceses el presidente de la República, Emmanuel Macron, quien resumió lo sucedido en una certera frase: “Se mintió a la gente y lo que eligieron no es posible”. No se trata sólo de las mentiras groseras que se profirieron para justificar la salida de la UE (de la llegada masiva de inmigrantes a las variantes del Bruselas nos roba). Ni siquiera eso es lo más importante. Lo más grave es que se prometió la recuperación para el Reino Unido de una soberanía plena que en la práctica es imposible, so pena de infligirse a sí mismo un daño irreparable (que es lo que sucedería si los británicos rompieran amarras totalmente con la Europa continental)

La primera ministra británica trató de lograr la cuadratura del círculo, como tan alegremente se prometió –abandonar lo malo de la UE y quedarse sólo con lo bueno, a la carta–, pero no lo consiguió. No podía conseguirlo. Como rememoraba esta semana Jean-Dominique Giuliani, presidente de la Fundación Robert Schuman:  “Traducir los resultados forzosamente populistas de un referéndum en proposiciones razonables y racionales es probablemente imposible, pero la forma en que (May) lo hizo demuestra un desconocimiento abisal de las realidades europeas e internacionales”. Así que al final la premier, decidida a salvar los muebles –no sólo el comercio británico con la UE sino también la paz en el Ulster–, se vio obligada a dar marcha atrás y aceptar lo inaceptable (esto es, la permanencia indefinida en la unión aduanera y bajo las normas europeas, sin voz ni voto) Es la vía que el Parlamento ha cegado.

Mientras May busca ahora desesperadamente la forma de ganar tiempo, lo que seguramente se traducirá en la petición de una prórroga a los 27 que impida la catástrofe de una salida sin acuerdo el 29 de marzo, las fuerzas políticas británicas discuten sobre diversas salidas posibles al embrollo –una relación con la UE al estilo de Noruega, con acceso al mercado único, por ejemplo– que en el fondo subvierten  el resultado del referéndum, pues implican un grado mayor o menor de cesión de soberanía y la aceptación –¡horror de los horrores!– de la libre circulación de personas y trabajadores, contra la que los brexiters habían clamado como un mantra.

El camino que hay por delante es intrincado y sombrío. Y no hay nada menos seguro que los políticos británicos, que tanta incompetencia han demostrado en el manejo de la brújula, encuentren ahora el rumbo. En el horizonte, aún de forma vaga, se intuye el perfil de  elecciones anticipadas e incluso, ¿por qué no? (Europa tiene larga experiencia al respecto), de un segundo referéndum.  ¿Y si al final de todo esto los británicos se acabaran quedando?

lunes, 7 de enero de 2019

En la cara oculta


"Gato blanco o gato negro, lo importante es que cace ratones”. La frase, atribuida al desaparecido líder chino Deng Xiaoping, la popularizó en España el ex presidente Felipe González cuando, en los años 80, trataba de justificar el abandono del marxismo y su conversión al pragmatismo de mercado. El proverbio ilustra la filosofía política del dirigente que sacó a China del marasmo y la pobreza y la proyectó hacia la modernidad. China es hoy, cuarenta años después de las grandes reformas de Deng, la segunda potencia económica mundial y hasta se permite tutear a los grandes enviando una sonda espacial a la cara oculta de la Luna. Deng lo decía también de otro modo: “La práctica es el único criterio de la verdad”.

La verdad china podría resumirse, por encima de  muchos otros, en un dato fundamental: en cuatro décadas, entre 700 y 800 millones de chinos dejaron atrás la pobreza. Un cambio gigantesco que representa, por sí solo, el 70% de la reducción de la miseria en el conjunto del planeta en ese periodo de tiempo. Esa es la cara brillante de la gran transformación. Pero hay también una cara oscura, más oculta a la vista.

Deng Xiaoping no escapó tampoco a esa doble faz. Nacido en 1904, formó parte de la primera generación de los líderes de la revolución, y en los años 50 y 60 ocupó diversos cargos de responsabilidad –fue ministro de Finanzas y viceprimer ministro–, pero como tantos otros acabó siendo depurado, encarcelado y enviado a un campo de reeducación –en un centro de reparación de tractores– durante la Revolución Cultural. Rehabilitado tras la muerte de Mao, en 1976, Deng acabó dos años después al frente del Partido Comunista y del país.

El 18 de diciembre de 1978, el nuevo líder chino lanzó ante la Tercera sesión plenaria del 11.º Comité Central del PCCh su vasto plan de reformas, dando un fuerte golpe de timón a la política llevada a cabo hasta entonces. Deng liberalizó la economía y dio paso a la iniciativa privada –lo que estaría en la base del gran cambio que había de experimentar China a partir de entonces–, abandonando las viejas rigideces ideológicas. También desmanteló el opresivo culto a la personalidad instaurado en torno a la figura de Mao, el otrora gran timonel.

Pero en ningún caso abrió la puerta a la reforma política: China siguió siendo una férrea dictadura de partido único. Y si alguien tenía alguna duda sobre el talante aperturista de Deng, la cruel represión de las protestas de la plaza de Tiananmen en 1989 no dejó lugar a la incertidumbre. El próximo junio se cumplirán 30 años de aquellos sucesos y China no sólo no ofrece síntomas de liberalización, sino que –por el contrario– muestra señales inquietantes de un progresivo endurecimiento.

Al igual que Deng, el nuevo líder del país, el presidente Xi Jinping, procede –por línea paterna– del núcleo duro original de la revolución. Y, al igual que su predecesor, también sufrió en carne propia los arbitrarios excesos de la Revolución Cultural (su padre fue represaliado antes de ser rehabilitado por Deng). Su fe en la eficacia de la economía de mercado es proverbialmente la misma, al igual que su convicción de que el progreso y la estabilidad de China  precisan de que el partido comunista mantenga férreamente todo el control político.

Pero Xi quiere ir más allá. Está yendo ya mucho más allá. Y no sólo porque quiera abrir una nueva era en China, con el objetivo de situar al país como primera potencia económica mundial –desplazando a Estados Unidos– y ganarse un papel central en el concierto mundial. Sino porque, además, ha iniciado un proceso de concentración del poder inédito desde Mao, mientras acrecienta la represión interna.

La persecución de la disidencia no es nada nuevo en China, pero en los últimos tiempos está llegando incluso a los activistas comunistas  (este pasado mes de noviembre se desató una campaña de arrestos de estudiantes marxistas que  se habían movilizado en defensa de los derechos de los trabajadores)  y  se ha vuelto a “legalizar”  –¡y defendido públicamente!– el establecimiento de “campos de reeducación” para los “extremistas” (caso en el que habrían caído al parecer miles de musulmanes  de la minoría uigur, en Xinjiang)

Los dos últimos años han sido cruciales en este proceso de endurecimiento y enroque personalista del poder. En octubre del 2017, el congreso del PCCh acordó introducir en la Constitución los 14 principios del “pensamiento de Xi” –situándolo así a la altura del mismísimo Mao– y en marzo del 2018, la Asamblea Nacional hizo saltar de la carta magna el cerrojo que limitaba a dos los mandatos presidenciales. Presidente del país sin limitación alguna, secretario general del PCCh y jefe de las fuerzas armadas, Xi ha acumulado más poder que nadie en China desde el fundador de la República Popular. “Xi ha expresado una visión coherente para el futuro de China. Sin embargo, su deliberada concentración de poder, y el consiguiente desmantelamiento de instituciones y procedimientos establecidos con el claro objetivo de evitar que el poder se concentrara de nuevo en un dirigente chino, suponen una inversión de las políticas de las últimas cuatro décadas y un precedente muy peligroso para el futuro”, constataba David Shambaugh, de la Universidad de Georgetown, en el penúltimo número de Vanguardia Dossier.

En su libro de memorias Vientos amargos (Libros del Asteroide, 2008), donde narra su espeluznante experiencia de diecinueve años en campos de trabajos forzados, el escritor y disidente chino Harry Wu explica cómo después de extenuantes jornadas de trabajo, los prisioneros debían estudiar y recitar de memoria el pensamiento de Mao. En la China de hoy, las universidades dedican líneas de estudio al pensamiento de Xi, que es incluso objeto de concursos de televisión. ¿Habrá llegado también a los campos de Xingjian?