domingo, 26 de diciembre de 2021

El hombre del patinete


@Lluis_Uria

Hay muchas maneras de desacralizar un cargo, un lugar. Una es nombrar embajador cultural, por ejemplo, al rockero Frank Zappa (para lo cual hay que tener una determinada edad, cierto, y también la memoria histórica de por qué se convirtió en un músico prohibido). Otra, recorrer los pasillos de un palacio presidencial –entre tapices y molduras doradas– a bordo de un patinete. Ambas las llevó a cabo Vaclav Havel (1936-2011), escritor y dramaturgo checo que pasó de ser líder intelectual de la disidencia anticomunista –represaliado con la cárcel por el régimen prosoviético de la posguerra– a ser elegido primer presidente democrático de su país, un poco por azar y un mucho por compromiso.

Entre el Havel disidente y el Havel jefe de Estado apenas hubo diferencias. Porque, insobornablemente fiel a sí mismo, nunca quiso creerse del todo su aureola. Ni olvidar quién era. Y circular con un patinete por el Castillo de Praga, más que una chiquillada o un acto de esnobismo, era por su parte un gesto de rebeldía y sano descreimiento. Hoy hace diez años que Vaclav Havel desapareció. Y que Europa perdió a un gran referente moral.

Tuve la ocasión de encontrar personalmente a Vaclav Havel –desde un discreto segundo plano– en su apartamento particular a orillas del río Moldava, en Praga, en el otoño de 1992. Hacía unos meses que había renunciado a la presidencia de Checoslovaquia, decepcionado y frustrado por no haber podido evitar la partición del país en dos entidades –la República Checa y Eslovaquia–, atizada por las tensiones nacionalistas. Era un hombre discreto y humilde, amable y bondadoso, fuertemente comprometido con la verdad, cuya acerada inteligencia chispeaba detrás de una sonrisa. Regresó a la presidencia –ya inevitablemente de medio país– unos meses más tarde. Pero ni antes ni después se consideró ni un mesías ni un salvador. Siempre se definió como un “disidente”.

La división entre checos y eslovacos, por más que el país hubiera resultado de una construcción artificial tras la desaparición del imperio austrohúngaro, fue para Havel una tragedia.  En el discurso de aceptación que escribió en 1989 al Premio de la Paz del gremio de libreros de Alemania, titulado Palabras sobre palabras, el futuro presidente checo confiaba en haber superado las viejas tensiones tribales. “Gracias al régimen (comunista) hemos desarrollado una profunda desconfianza hacia todas las generalizaciones, los lugares comunes ideológicos, los clichés, los eslóganes, los estereotipos intelectuales y los insidiosos llamamientos a nuestras emociones, de lo más bajo a lo más alto –escribió–. Como resultado, somos ampliamente inmunes a toda tentación hipnótica, incluso a la tradicionalmente persuasiva variedad nacional o nacionalista”. Muy pronto se demostró que no era así.

Y no hay más que ver el escenario político que domina hoy en la Europa del Este –aunque no únicamente– para comprobar que el mal que Havel creía superado ha vuelto al continente europeo con inusitada fuerza. La instauración de gobiernos de tendencia “iliberal” (modo posmoderno de aludir al autoritarismo rampante) en Hungría y Polonia, y el giro populista y conservador en los antiguos países del Pacto de Varsovia –reunidos hoy en el grupo de Visegrado, que actúa como facción en el seno de la Unión Europea– hubieran sido para Havel, sin duda, un motivo de desazón. Pero también de lucha.

Rebelde por naturaleza, tras el aniquilamiento en 1968 por las tropas soviéticas de la primavera de Praga –el frustrado intento de edificar un socialismo de rostro humano– Havel utilizó el teatro para criticar abiertamente el estalinismo del régimen, lo que le valió la cárcel y la prohibición de su obra. Lejos de rendirse, contribuyó a fundar el movimiento Carta 77 y acabó convirtiéndose en un referente ético y líder de la disidencia política. En 1989, el seísmo desencadenado con la caída del muro de Berlín tuvo como réplica en Praga la Revolución de Terciopelo, que en 18 días derrumbó pacíficamente el régimen comunista. Miles de personas congregadas en la plaza de Wenceslao coreaban su nombre. Y Havel aparcó al escritor para asumir la responsabilidad política de construir la democracia en su país.

Hoy la llama que alumbró Havel sigue viva. Está en la oposición checa, que liderada por el conservador Petr Fiala logró desalojar en las elecciones de octubre al populista Andrej Babis. Está en la presidenta de Eslovaquia, Zuzana Čaputová, que intenta hacer de contrapeso progresista en su país. Está en la oposición húngara, que presenta un candidato común, Péter Márki-Zay, para tratar de acabar con el cesarismo de Viktor Orbán. Está en los alcaldes de las ciudades polacas, con el de Varsovia a la cabeza, Rafał Trzaskowski, primera línea de resistencia  al autoritarismo del partido de Jarosław Kaczyński... Triunfarán o no. Pero su compromiso es lo que cuenta. “Un acto inspirado por preocupaciones de orden moral, aunque sin esperanza de producir un efecto político inmediato –escribió Havel–, puede sin embargo ganar valor con el tiempo”.  El suyo no ha hecho más que crecer.


domingo, 12 de diciembre de 2021

Adicción a la americana


@Lluis_Uria

Buell es una población ficticia de Pensilvania, en el viejo cinturón industrial –hoy en declive– de Estados Unidos. Un enclave moribundo del llamado cinturón del óxido (Rust belt). La acería cerró tiempo atrás y la antigua prosperidad es sólo un recuerdo amargo. En Buell la gente vive al día, con trabajos mal pagados, sin cobertura sanitaria ni derechos sindicales. Hay comercios cerrados, edificios abandonados. Muchos hogares no son más que modestas caravanas plantadas en medio del bosque. Los jóvenes se consumen sin vislumbrar un horizonte.

En Buell, el sheriff –un veterano policía adicto a los analgésicos opioides– investiga un asesinato mientras trata de averiguar la implicación del farmacéutico de la localidad en una red de tráfico de estupefacientes que ha causado muertes por sobredosis entre los jóvenes de la zona...

Este es el escenario de la novela American rust, de Philipp Meyer, publicada en el 2009 y adaptada después para una miniserie de televisión. El nombre de la población, Buell, es lo único que hay de ficticio en esta historia.

En Estados Unidos, más allá de la covid-19, hay otra epidemia mortal, una crisis sanitaria de dimensiones colosales que ha costado la vida a medio millón de norteamericanos en las dos últimas décadas y ha convertido en adictos a dos millones: el consumo de opioides.

En el último año, según datos proporcionados hace un par de semanas por el Centro para el Control y Prevención de las Enfermedades, el número de muertos por sobredosis rompió todos los récords y alcanzó la escalofriante cifra de 100.000, más que las muertes causadas por los accidentes de tráfico y las armas juntos. Respecto al año anterior, supone un aumento del 28,5%, sin duda favorecido por los problemas de depresión causados por la pandemia de covid.

Todo empezó con el consumo desenfrenado de analgésicos opioides con receta médica –inicialmente destinados a combatir el dolor, pero prescritos y vendidos a destajo sin muchas contemplaciones– y ha acabado derivando con el tiempo en el consumo de drogas ilegales como las metanfetaminas, el fentanilo o la heroína. Este desastre empezó afectando fundamentalmente a la clase trabajadora blanca, los blue collars del abandonado Medio Oeste y el cinturón industrial del nordeste. Pero está extendiéndose ya a otras capas sociales.

No hay un único culpable en esta tragedia. Pero en el origen sí destaca un nombre propio: Sackler. Una dinastía farmacéutica tan poderosa como discreta –además de mundialmente reconocida por sus acciones filantrópicas– que hizo su primera fortuna con la comercialización del Valium y que a mediados de los 90 concibió y lanzó el medicamento que acabaría desatando la epidemia: el OxyContin, un analgésico elaborado a partir de un potente opioide –la oxicodona– que conduciría a miles de norteamericanos a la adicción.

La fascinante –y terrible– historia de los Sackler está formidablemente explicada en el libro El imperio del dolor, del periodista Patrick Radden Keefe (Penguin Random House, 2021). El libro, profusamente documentado, arranca con la vida del fundador de la dinastía, el visionario Arthur Sackler, y el despegue de su imperio en los años cincuenta. Y acaba con el acuerdo alcanzado por la familia en el 2019 con un juez federal por el cual la firma enseña del grupo, Purdue Pharma, se declaró en quiebra para indemnizar a los afectados por la crisis de los opioides con 4.500 millones de dólares, a cambio de exonerar a los Sackler de eventuales responsabilidades personales.

Las propiedades de la amapola del opio son conocidas desde la Antigüedad. Las buenas, pero también las malas. La primera droga que se sintetizó a partir de ella en el siglo XIX, en busca de una aplicación medicinal, fue la morfina, utilizada todavía hoy para el tratamiento del dolor en casos muy determinados. Paralelamente se desarrolló la diacetilmorfina: la compañía farmacéutica alemana Bayer la bautizó con el nombre de “heroína” y la comercializó como remedio para la tos. Se creía –o se quiso creer– que era menos adictiva que la morfina. Pero resultó todo lo contrario. En 1913 Bayer suspendió su fabricación y en 1924 fue definitivamente prohibida en EE.UU.

Richard Sackler, la figura más influyente de la segunda generación de la familia, también quiso creer –le convino– que otro derivado de la adormidera, la oxicodona, podía evitar el carácter adictivo de la substancia y en 1995 lanzó el OxyContin para consumo general. La pasividad de las autoridades sanitarias y una política comercial extremadamente agresiva, que ocultaba los riesgos del fármaco, le permitieron ganar miles de millones de dólares. Abierto el camino, otras farmacéuticas siguieron, como Johnson&Johnson, que también comercializó opioides y se enfrenta asimismo a demandas millonarias.

Las autoridades locales y estatales estadounidenses han interpuesto hasta 3.000 demandas contra las farmacéuticas y las grandes distribuidoras comerciales para que paguen daños y perjuicios. En la mayoría de los casos les acusan de alteración del orden público (public nuisance), una tipificación legal controvertida (que ha sido rechazada por ejemplo en un caso contra Johnson&Johnson en Oklahoma)

La semana pasada un jurado federal se pronunció por primera vez en una demanda de este tipo y declaró culpables de alteración del orden público a las distribuidoras farmacéuticas CVS Health, Walgreens y Walmart por la venta masiva de opioides en los condados de Trumbull y Lake, al este de Cleveland (Ohio). Sólo en Trumbull, en cuatro años  se vendieron 80 millones de analgésicos opioides con receta. A razón de 400 por cada habitante.

Entre Buell, la ciudad ficticia de American rust, y Warren, capital del condado de Trumbull, hay muchas similitudes. También aquí las fábricas cerraron. El índice de pobreza alcanza al 35%. Y en dos años se registraron 343 casos de sobredosis. Mucha gente está enganchada. No consta que, en este caso, el sheriff también lo esté.

 

domingo, 28 de noviembre de 2021

La mano que controla el grifo


@Lluis_Uria

Eran las 14.46h del 11 de marzo del 2011 cuando se pararon los relojes. Un violento terremoto de magnitud 9 sacudió Japón y un devastador tsunami arrasó la costa oriental de la isla de Honshu, causando 18.000 muertos. El océano se tragó materialmente la central nuclear de Fukushima, dejándola sin suministro eléctrico e inutilizando los sistemas de refrigeración, lo que provocó la fusión total o parcial de tres de sus seis reactores y una fuga incontrolada de radiactividad. Incomprensiblemente, la central no estaba preparada para tal eventualidad semejante. Unas 165.000 personas tuvieron que ser evacuadas en un radio de 20 kilómetros. Muchas de ellas aún no han podido regresar.

El accidente nuclear de Fukushima, el más grave de la Historia desde el de Chernóbil en 1986, provocó una conmoción mundial. Y llevó a numerosos países a decidir el abandono  de la energía nuclear. El principal de ellos fue Alemania. La canciller Angela Merkel tomó personalmente la decisión. En aquel momento había 17 centrales atómicas en funcionamiento en el país. Actualmente hay seis, y a finales del año que viene no quedará ninguna. A cambio, Alemania se ha visto obligada a quemar carbón a destajo –del que procede aún el 25% de su electricidad–, lo que le convierte en el primer país europeo emisor de CO2 a la atmósfera (823 millones de toneladas)

Pero eso tiene un límite si se quieren cumplir los compromisos contra el cambio climático. Así que Alemania, a la espera de que las energías renovables desplieguen todo su potencial, decidió hace tiempo apostar por el gas natural como energía de transición. Lo cual explica –más allá de la implicación personal del excanciller Gerhard Schröder (a quien una enorme puerta giratoria abierta por su amigo Vladímir Putin colocó en el conglomerado energético ruso)– el gran interés de Berlín por  doblar el suministro de gas procedente de Rusia por el Báltico a través del polémico gasoducto Nord Stream 2 (ya acabado y sólo pendiente del trámite de certificación, temporalmente suspendido por la agencia reguladora)

Al otro lado del Rhin, el panorama es radicalmente opuesto. Francia, el principal socio y aliado de Alemania en la UE, es una de las grandes potencias nucleares del mundo: con 56 reactores en funcionamiento, sólo le adelanta Estados Unidos. El 70% de su electricidad viene de ahí, así que no es extraño que emita a la atmósfera la mitad de CO2 que su vecino (424 millones de toneladas) Tras el desastre de Fukushima, la idea de ir reduciendo –moderadamente– el parque nuclear también acabó por imponerse. Pero el presidente actual, Emmanuel Macron, ha decidido dar un giro drástico y potenciar –en aras de la lucha contra el calentamiento del planeta– la construcción de nuevos reactores nucleares para sustituir a los actuales (a los que les quedan unos veinte años de vida). El programa, aún no concretado, incluye tanto minirreactores como grandes reactores de tercera generación EPR, pero será sin duda enormemente costoso.

Hay que partir de esta divergencia fundamental para comprender que Berlín y París hayan llegado a enfrentarse abiertamente –algo absolutamente infrecuente– en las últimas semanas por este asunto. Alemania, con el apoyo de cuatro países –Austria, Dinamarca, Luxemburgo y Portugal–, aboga por que el gas sea reconocido por Bruselas como energía de transición y rechaza la pretensión de una decena de países encabezados por Francia –a la que siguen Bulgaria, Croacia, Eslovenia, Eslovaquia, Finlandia, Hungría, Polonia, República Checa y Rumanía– de que la energía nuclear tenga este mismo reconocimiento. El objeto de disputa no es otro que el derecho a acceder a financiación europea, un tema fundamental dado el volumen de inversiones necesario.

La existencia de estos dos bloques revela hasta qué punto lo que está también en juego, más allá de las implicaciones medioambientales, es la independencia energética de Europa, cada vez más en entredicho. Los aliados de Francia, la mayoría pertenecientes al antiguo bloque comunista, quieren desprenderse de la tenaza rusa. La controversia que ha rodeado la construcción del Nord Stream 2 es, en este sentido, ejemplar. Estados Unidos es contrario a este proyecto por entender que aumenta la dependencia europea de Rusia y  coloca a Moscú en posición de fuerza para utilizar el suministro de gas como arma política.

Bajo la presidencia de Donald Trump, EE.UU. llegó a boicotear el Nord Stream 2  con una batería de  sanciones (aunque aquí había también otro interés: que  Europa comprara el  gas de esquisto estadounidense, más caro). Pero ya inevitablemente acabada la obra, Joe Biden decidió levantar las sanciones a cambio de inconcretos compromisos por parte de Alemania.  Países de la antigua órbita soviética como Polonia y Ucrania –por donde circula ahora parte del gas ruso hacia Europa y cuyo contrato termina en el 2024– pusieron el grito en el cielo.

Lo cierto es que Europa es muy dependiente del exterior en materia de energía: un 60% de su consumo energético proviene de las importaciones, sobre todo en materia de petróleo y gas natural. Y esta dependencia va al alza. La situación es tanto más preocupante cuanto que el suministro está concentrado en  un puñado de proveedores, particularmente Rusia, de donde procede el 40% del gas, el 30% del petróleo y el 42% del carbón.

El debate sobre la energía nuclear supera, de largo, el ámbito estricto del problema del cambio climático (por grave, urgente y fundamental que este sea) Cuando el general De Gaulle decidió en los años cincuenta del siglo pasado lanzar el programa nuclear francés –tanto militar como civil– su objetivo era garantizar ante todo la soberanía e independencia de Francia. Una dimensión estratégica que Europa no debería en absoluto marginar.


domingo, 14 de noviembre de 2021

La amenaza polaca


@Lluis_Uria

Cuando se dice, se hace a media voz y generalmente en privado (salvo los franceses), pero de forma clara: la salida del Reino Unido de la Unión Europea ha sido, en el fondo, una bendición. Con los británicos dentro, la UE estaba irremisiblemente condenada a la parálisis y la construcción europea, al estancamiento definitivo, argumentan quienes ven en el Brexit una oportunidad. La extraordinaria movilización de la UE frente a la crisis de la pandemia –distribuyendo miles de millones de euros en ayudas directas y aceptando por primera vez la emisión de deuda común– habría sido inimaginable con Londres en la mesa.

Es cierto que el divorcio ha provocado, y seguirá provocando, conflictos. Ahí esta la disparatada pelea por la concesión de unas decenas de licencias de pesca en la zona de las islas anglonormandas –la llamada guerra de las vieiras– o el más grave y  más difícil problema de la frontera de Irlanda del Norte, que pone en peligro los Acuerdos de Paz del Viernes Santo.

Pero más allá de estos desencuentros, la salida británica ha tenido hasta el momento un impacto menor sobre la UE. Los efectos negativos se concentran más bien al otro lado del canal de La Mancha. Y no se trata sólo de las consecuencias a corto plazo que se han visto en las últimas semanas, como la falta de camioneros para distribuir carburantes y otros productos básicos. Un informe de finales de octubre de la Oficina para la Responsabilidad Presupuestaria (OBR, en sus siglas en inglés) vaticina que el Brexit reducirá a largo plazo el PIB del país –esto es, su riqueza– en un 4%, el doble que la crisis de la covid.

El gobierno de Boris Johnson ha tratado de atribuir todos los problemas a la pandemia, pero los británicos –o al menos una parte de ellos– no se engañan: según un sondeo de Opinium Research, el 44% cree que el Brexit ha tenido efectos negativos en la economía (y sólo un 25% los considera buenos)

Si en algún momento, la UE se enfrentó al vértigo de una posible cadena de renuncias siguiendo el ejemplo de Londres, pronto se vio que el riesgo no era tal. Por el contrario, hoy por hoy, el principal problema al que se enfrenta la Unión, hasta el punto de poner en riesgo su existencia, es el de los países que lejos de querer marcharse pretenden quedarse y sabotear la construcción europea desde dentro.

No deja de ser una paradoja que el artículo 50 de los tratados europeos –que prevé y facilita la salida unilateral de un país de la UE–, utilizado por primera y única vez por el Reino Unido, fuera introducido pensando más bien en los diez países que se incorporaron en el año 2004, la mayoría de ellos antiguos satélites soviéticos del centro y el este de Europa.

Algunos de estos países, con Polonia y Hungría a la cabeza, han entrado desde hace unos años en una deriva alarmante, con gobiernos nacional-populistas ultraconservadores de vocación autocrática, que ponen en cuestión los principios democráticos comunes y desafían abiertamente las reglas europeas. Sin embargo, a diferencia de los británicos, y a pesar de tener objeciones fundamentales hacia el proyecto europeo, no tienen la menor intención de activar el artículo 50. No les gusta esta Europa ni comparten el sueño de sus fundadores.  ¿Pero irse? Ni hablar.

El pulso de Bruselas con Varsovia y Budapest, en gran medida por los ataques a  la independencia del poder judicial, ha llegado a su punto culminante con la decisión del Tribunal Constitucional polaco –incitado por el Gobierno del partido Ley y Justicia (PiS), que previamente colocó a jueces afines– de declarar la primacía de la legislación nacional sobre el derecho europeo y de la jurisdicción polaca sobre los fallos del Tribunal de Justicia de la UE. El desafío es total, definitivo. Y abre una crisis de una gravedad sin precedentes. Mucho peor que el Brexit. Porque dinamita los propios cimientos de la Unión.

El primer ministro neerlandés, Mark Rutte, ha dicho que los países que se saltan las reglas comunes “no tienen cabida en la UE” y se colocan ellos mismos “en la puerta de salida”. Pero es sólo retórica. La realidad es que, si bien la UE facilita la salida a quien quiera irse, no hay ningún artículo en los tratados que permita expulsar a los díscolos. Lo máximo que se puede hacer es retirarles los fondos y en última instancia el derecho de voto (lo que no es fácil, porque requiere la unanimidad del resto)

Pero Polonia no piensa irse.  De entrada, la mayoría de la opinión pública es proeuropea. Y además es uno de los países más favorecidos por los fondos comunitarios: debe recibir 36.000 millones de euros del plan covid, más otros 121.000 millones de ayudas de aquí al 2027. Un pastel demasiado goloso... “Las espantosas dificultades económicas, políticas y jurídicas que se derivarían (de un Polexit) serían también un suicidio para el PiS, que ha hecho de la absorción de fondos europeos un pilar de su programa”, constataba el semanario conservador polaco Nowa Konfederacja. Como ha titulado The Economist, “Polonia es un problema para la UE precisamente porque no se va a marchar”.

Europa se juega su futuro en este envite. Si Polonia impone sus tesis, más países seguirán. Hungría –y otros euroescépticos del grupo de Visegrado– serán los primeros en apuntarse. Pero puede haber más. Y de los grandes. Quizá lo más perturbador del caso polaco sea su efecto en Francia. Al margen de la extrema derecha –se llame Le Pen o Zemmour– y de la extrema izquierda –con un Mélenchon muy próximo en el discurso soberanista–, la idea de que la soberanía nacional debe primar sobre el derecho europeo va ganando terreno entre la derecha republicana. Será demagogia preelectoral, que lo es –las presidenciales serán dentro de seis meses–, pero cuando cede ante ella el mismísimo Michel Barnier, ex comisario europeo y ex negociador del Brexit en nombre de la UE, hay de qué preocuparse.El sueño europeo puede estar el borde de su ruina. 

domingo, 31 de octubre de 2021

Lo que hay detrás del calamar


@Lluis_Uria

¿Hasta dónde estaríamos  dispuestos a llegar cada uno de nosotros para conseguir 33 millones de euros? ¿A arriesgar la vida? ¿A matar? Este es el dilema fundamental que plantea la exitosa serie surcoreana El juego del calamar, que ha roto todos los récords de la historia de Netflix y se ha convertido en un fenómeno mundial. De fondo, la serie dibuja una crítica feroz a la desigual y ultracompetitiva sociedad de Corea del Sur, a la que los desesperanzados jóvenes surcoreanos aluden desde hace unos años como Hell Joseon. Algo así como el infierno en la Tierra.

Los protagonistas de El juego del calamar –al igual que los del celebrado film surcoreano Parásitos, ganador del Oscar a la mejor película del 2019– son una banda de perdedores. Gente que vive en el filo de la exclusión social, ahogados por los préstamos y perseguidos por los acreedores. “Todos los que os encontráis aquí vivís al límite, con deudas que no podéis saldar”, les recuerdan los organizadores del sangriento juego a los participantes. El protagonista principal, interpretado por el actor Lee Jung-jae, es un antiguo trabajador de una factoría de automóviles en paro y alcoholizado, un padre divorciado que vive con su madre, a la que sablea para gastar penosamente el dinero apostando en las carreras de caballos en busca de un improbable golpe de suerte.

El planteamiento de la serie es simple: una misteriosa organización capta a varios centenares de desdichados para participar en un juego clandestino cuyo premio final es de 45.600 millones de wones (33 millones de euros). Los 456 participantes deben superar seis juegos infantiles tradicionales (el escondite inglés es el primero) y quienes no lo logran, van siendo eliminados. Lo que, de acuerdo con las particulares reglas del juego, quiere decir inmisericordemente asesinados. En la televisión surcoreana abundan los programas de televisión con concursos parecidos –como el popularísimo Running Man–, aunque en estos casos los castigos son sólo pequeñas humillaciones.

Más allá de las peripecias de los protagonistas, enfrentados a profundas elecciones morales, la serie refleja algunos de los graves problemas de fondo de la sociedad surcoreana. El primero de ellos, el descomunal endeudamiento de las familias, muchas de las cuales acaban cayendo en manos de prestamistas. La deuda de los hogares surcoreanos es una de las mayores del mundo: de 1,3 billones de euros, representa más del 100% del PIB (la media de los países del G-20 es del 69,5%). La mayor parte procede de hipotecas y créditos al consumo. La franja de edad en mayor dificultad, según un informe del Banco Central de Corea, es la de los jóvenes menores de 30 años, cuyos préstamos  representan el 270% de sus ingresos anuales. El montante sube año tras año y constituye, según los expertos, el mayor riesgo sistémico para la economía del país.

Es también el origen de un auténtico drama humano. Los surcoreanos se endeudan para comprar una vivienda, pero también –y mucho– para pagar la educación de sus hijos, única vía para ascender socialmente en una cultura extremadamente exigente: el negocio de las clases extraescolares mueve al año  16.000 millones de euros. La presión sobre niños y adolescentes es brutal. Cada año, miles de jóvenes acuden, como si fueran al cadalso, al crucial examen de ingreso en la universidad –conocido como suneung–, cuyo resultado puede marcar el rumbo de la vida.

El reverso del milagro surcoreano, que  a partir de los años 60 convirtió un país agrícola en un gigante industrial –con grandes conglomerados empresariales  como Samsung, LG o Hyundai, los llamados chaebol–, es una sociedad enferma de desigualdad donde el sentimiento de frustración  carcome sobre todo a los jóvenes. Y entre ellos, especialmente a las mujeres, doblemente castigadas por una tradición patriarcal y sexista que las discrimina.

Dos datos ilustran la falta de confianza en el futuro (y la escasez de recursos para formar una familia): el número de matrimonios –4,7 por 1.000 habitantes– es hoy el más bajo desde los años 70 del siglo pasado y la natalidad está materialmente hundida: 0,92 hijos por mujer. El elevado consumo de alcohol –superior al de Rusia– es otro síntoma de la descomposición social. Grandes aficionados al soju, un popular destilado que normalmente tiene 20º, los surcoreanos consumen 13,7 copas a la semana.

Pero si hay un problema que quita el sueño es el elevadísimo índice de suicidios –cerca de 30 por 100.000 habitantes, el mayor de la OCDE–, que desde el 2007 se ha convertido en la primera causa de muerte entre los jóvenes. Los últimos años han batido tristes récords en este terreno (en el 2020, el año de la pandemia, aumentaron un 36%). La plaga es tal que el ayuntamiento de Seúl ha desplegado un sistema de control por videocámaras y un programa de inteligencia artificial para monitorizar y detectar actitudes suicidas en los 27 puentes de la ciudad. El principal de ellos, el Mapo, que atraviesa el río Han, es conocido como el puente de la muerte.

En una de las escenas de El Juego del calamar, uno de los participantes que ha abandonado la competición se encuentra con otro por la calle y comparten lo poco que tienen: una botella de soju y un paquete de ramyeon (un plato de fideos parecido al ramen japonés). El de más edad le dice al otro: “He decidido volver. Después de salir me he dado cuenta de que la vida de aquí fuera es una tortura aún peor”.


domingo, 17 de octubre de 2021

Con el aliento de Trump en el cogote


@Lluis_Uria

Apenas han pasado nueve meses desde que Donald Trump abandonó –a regañadientes– la Casa Blanca y Joe Biden se hizo con la presidencia de Estados Unidos. Parece una eternidad. Acostumbrados a los sobresaltos cotidianos, la nueva normalidad que emana de Washington ha actuado como un lenitivo que parece haber multiplicado la elasticidad del tiempo. Pero nueve meses son un suspiro y han bastado para que la opinión pública haya dado la vuelta. Olvidados ya el vértigo y la ansiedad –o quizá añorándolos–, el 51% de los norteamericanos considera hoy que Trump fue mejor presidente de lo que lo es Biden. Así lo constata un  sondeo de Harvard CAPS/Harris para el periódico político The Hill.

Una proporción de 51% a 49% no representa una mayoría abrumadora, confirma más bien el enquistamiento de la fractura política y cultural que divide al país. Pero el resultado sí es indicativo de la rápida erosión que ha sufrido Joe Biden. Otros sondeos confirman el suspenso de los ciudadanos a la gestión del presidente demócrata –con una aprobación de entre el 43% y el 46%– y dan ventaja a los republicanos si hubiera elecciones hoy.

¿Qué ha podido pasar para que las cosas se le hayan torcido tan pronto? La respuesta tiene un nombre: Afganistán. La retirada total de las tropas estadounidenses del país asiático, después de veinte años de guerra, era algo deseado por la opinión pública norteamericana. Pero el caos de la evacuación –con la imagen de ese avión al que se agarraban desesperadamente decenas de afganos tratando de huir–, unido al vertiginoso desmoronamiento del ejército y el gobierno de Kabul, y el retorno al poder de los talibanes, ha representado un duro golpe. La popularidad de Biden empezó a caer justo en ese momento, a mediados de verano.

Afganistán ha sido el primer gran tropiezo de Biden en política exterior (aunque gran culpa del desenlace final la tuvo Trump al pactar la retirada con los talibanes a espaldas del gobierno afgano). En todo caso, ha sido con Biden que EE.UU. se ha ido de Afganistán desentendiéndose de todo, ninguneando a sus aliados y ofreciendo ante el mundo la penosa imagen de una superpotencia de poco fiar.

Trump menospreciaba a los europeos y a la OTAN. Biden no lo hace. Pero el resultado no difiere mucho. El comportamiento demostrado en Afganistán volvió a percibirse en la preparación a hurtadillas del acuerdo de defensa tripartito con Australia y el Reino Unido (Aukus), cuyo principal fruto ha sido la venta a Canberra de submarinos de propulsión nuclear, que arruinó un contrato previo de submarinos convencionales firmado con Francia. El ambiente entre Washington y París no había sido tan gélido desde la guerra de Irak del 2003, que Chirac se negó a secundar. La iniciativa, que confirma el desplazamiento del centro de gravedad de la política exterior hacia la región Indo-Pacífico –ya iniciada con Obama– agrava el clima de guerra fría con China y alimenta el riesgo de proliferación nuclear.

Tras llegar a la Casa Blanca, Biden tomó importantes decisiones en materia de política exterior, para corregir a su predecesor: regreso de EE.UU. al Acuerdo del Clima de París, intento de resucitar el acuerdo nuclear con Irán... Señales de un retorno al multilateralismo que apenas ocultan el hecho de que Washington sigue moviéndose ante todo por sus propios intereses. America first con otro talante.

De puertas adentro, Biden tampoco ha conseguido hasta ahora coronar con éxito el otro gran reto que tiene ante sí: frenar la pandemia de covid, de la que han muerto más de 700.000 norteamericanos (más que en la gripe española de 1918) Biden, que se multiplica estos días dando mítines aquí y allá,  ha chocado con una fuerte resistencia a vacunarse en los sectores conservadores –con la complicidad criminal de algunos estados republicanos del sur–, de modo que el nivel de inmunización total de la población sólo alcanza el 65%.

Todas estas dificultades iniciales pueden marcar su presidencia o, por el contrario, quedar como una anécdota si supera el obstáculo mayor. El momento de la verdad llega ahora. El presidente estadounidense se juega su legado con la presentación de un ambicioso plan de gasto público de 3,5 billones de dólares –con importantes medidas en materia económica, fiscal, social, educativa y climática– y un programa de inversión en infraestructuras de 1 billón, con los que busca cambiar la faz de EE.UU., revitalizando la economía y reduciendo las desigualdades. Una intervención ingente del gobierno federal que algunos han comparado con el new deal de Roosevelt en los años treinta y que, de triunfar, representaría el entierro de la doctrina ultraliberal del reaganismo.

Biden no tiene mucho margen. La mayoría demócrata en el Congreso es muy frágil –en el Senado, depende del voto de calidad de la vicepresidenta Kamala Harris– y podría perderla fácilmente en las elecciones legislativas mid-term del año que viene. Así que es ahora o nunca. Sin embargo, el proyecto está bloqueado por la pertinaz disidencia de dos senadores demócratas, Joe Manchin y Kyrsten Sinema, cuyos argumentos en favor de la frugalidad presupuestaria disimulan mal otros intereses menos confesables. Para salvar su plan, Biden puede verse forzado a rebajarlo. ¿Hasta el punto de desnaturalizarlo? Ahí radica el mayor riesgo.

Mientras tanto, los seguidores de Donald Trump, incluidos algunos exdisidentes de renombre –como el ex vicepresidente Mike Pence–, empiezan a alinearse ya de cara a las elecciones del 2024.


sábado, 2 de octubre de 2021

El hombre de Cromañón y el Elíseo


@Lluis_Uria

"La feminización del hombre es una catástrofe. Hay que recuperar la virilidad. Por negarla, estamos creando generaciones de impotentes y de homosexuales, y se están masificando los divorcios”. La primera vez que oí hablar a Éric Zemmour fue en el otoño del 2006. Acababa de publicar su libro El primer sexo, un panfleto antifeminista y provocador –una suerte de respuesta dilatada en el tiempo al segundo sexo de Simone de Beauvoir–, en el que defendía la figura tradicional masculina, el hombre fuerte y viril. En plena promoción, su voz y su imagen se multiplicaban por radio y televisión.

Hasta ese momento, Zemmour era un periodista político puro. Cronista del diario conservador Le Figaro, había escrito un par de libros sin gran eco sobre dos figuras políticas de la derecha francesa, Jacques Chirac y Édouard Balladur, y poco más. La publicación de El primer sexo fue su destape. Quince años después, convertido ya en un auténtico monstruo mediático, Éric Zemmour se ha erigido en el estandarte de la ultraderecha más radical y amenaza con hacer saltar el tablero político presentándose como candidato al Elíseo en las elecciones presidenciales del año que viene. Un sondeo de Harris Interactive le da una expectativa de voto, aún sin haberse lanzado a la arena, del 11%.

Pequeño, delgado, de orejas grandes y nariz afilada –una imagen un tanto alejada del prototipo de una estrella catódica–, el Zemmour del año 2006 irradiaba ya sin embargo en la pantalla las cualidades que le habrían de lanzar al firmamento televisivo. Inteligente, culto, brillante, incisivo, irónico, provocador, el periodista se reveló un orador y un polemista de talla. Zemmour entró a partir de entonces en el carrusel de las tertulias y su cotización acabó subiendo como la espuma. Su último programa en antena –ahora temporalmente suspendido por condicionantes electorales–, en CNews, congregaba a 900.000 telespectadores diarios.

Declaradamente “reaccionario” –como él mismo se ha definido, asimilándolo a ser antisistema–, Zemmour ha ido construyendo con los años un discurso radical contra la inmigración extranjera y el islam de una manera que la ultraderecha tradicional hace tiempo que ha abandonado en su afán de hacerse presentable.

Para Zemmour, más xenófobo que racista, la única manera posible de ser francés es a través de la asimilación, la asunción total y absoluta de los valores y referentes culturales de los franceses de souche (de pura cepa) Nacido en el seno de una familia judía procedente de Argelia, él mismo se ha aplicado la receta. Y exhibe con fiereza la fe del converso: “El racista jerarquiza a los individuos en función de su raza; el francés piensa que cualquier extranjero, sean cuales sean su origen, su raza o su religión, puede acceder al nirvana de la civilización francesa. Actitud una pizca arrogante, xenófoba incluso, pero en ningún caso racista”.

Éric Zemmour es uno de los grandes publicistas de la tesis conspiracionista  del “gran reemplazo”, según la cual habría en marcha una gran operación para sustituir a la población blanca europea –a través de la inmigración masiva y el crecimiento demográfico– por población árabe y africana de confesión islámica. “El hijab y la chilaba son los uniformes de un ejército de ocupación”, dice. Para combatir esta “guerra de exterminio del hombre blanco heterosexual católico”, ha llegado a proponer la “reemigración” de cinco millones de musulmanes residentes o nacidos en Francia hacia sus países de origen –propios o de sus ancestros–, algo muy parecido a la deportación (palabra que evitó pronunciar, librándose así de una condena judicial) Mientras tanto, defiende prohibir que se ponga a los niños nombres de pila extranjeros, como Mohamed o Ali.

Sus diatribas le han valido numerosas denuncias y, hasta el momento, dos condenas: en el 2011 por incitación a la discriminación racial –por haber dicho que “la mayor parte de los traficantes son negros y árabes”– y otra en el 2018 por incitación al odio contra los musulmanes –a quienes atribuyó simpatía por los yihadistas–.

Zemmour se ha lanzado ahora a una amplia campaña de promoción por todo el país de su último libro, Francia no ha dicho su última palabra (esta vez autoeditado, después de que su editorial, Albin Michel, le haya dado la espalda), que más parece un manifiesto electoral que otra cosa. El periodista mantiene la ambigüedad sobre su candidatura, aunque hay una plataforma –la asociación Amigos de Éric Zemmour– que ya va preparando el terreno y buscando los 500 padrinazgos (de cargos electos) que necesita para presentarse. Sus pasos son tan descarados que el Consejo Superior Audiovisual obligó a las televisiones a incluirlo en la contabilidad de espacios electorales (razón por la que CNews  suspendió su programa)

Zemmour ha logrado atraerse a disidentes radicales del Reagrupamiento (antiguo Frente) Nacional de Marine Le Pen, disgustados con el giro republicano del partido y es la líder ultraderechista a la que su eventual candidatura puede hacer más daño, restándole fuerza en su duelo con Emmanuel Macron. Aunque –y eso es lo más preocupante– las expectativas de voto de ambos sumarían hasta un 30%...

En sus filípicas antifeministas de quince años atrás, Zemmour defendía el principio de que el hombre es “un ser primario”. “El hombre nunca ha dejado de ser un hombre de Cromañón”, decía. Y lo que hoy busca con descaro, con sus discursos agresivos y fórmulas populistas, es seducir a los espíritus primitivos excitando sus instintos tribales más rudimentarios.


lunes, 20 de septiembre de 2021

Más de 210.000 muertos después


@Lluis_Uria

Veinte años después de que EE.UU. lanzara su guerra global contra el terrorismo, el problema se ha exacerbado. De los 210.000 muertos causados por el terrorismo islamista desde 1979, tres cuartas partes se han producido en la última década.

En el portal del FBI donde figuran los criminales más buscados por Estados Unidos aparece el afgano Sirajudin Haqani. En los primeros carteles distribuidos por la policía federal se ofrecía una recompensa de 5 millones de dólares por la información que condujera directamente a su detención. Luego se elevó a 10 millones. Ahora mismo no parece muy difícil localizarle, puesto que se trata del nuevo ministro del Interior del gobierno provisional de los talibanes en Afganistán. Su captura es más improbable.

Sirajudin Haqani es el jefe de la llamada red Haqani, fundada por su padre, Jalaludin –un histórico señor de la guerra que ya luchó contra los soviéticos y que fue ministro en la primera etapa talibán–, y señalada como una de las facciones más violentas de las milicias islamistas afganas. EE.UU. y la UE la consideran una organización terrorista. Y el Consejo de Seguridad de la ONU tiene al clan Haqani en su lista negra por sus lazos con Al Qaeda, autora de los atentados del 11-S del 2001.

En un polémico artículo publicado por The New York Times en febrero del 2020 y titulado “Lo que nosotros, los talibanes, queremos”, Sirajudin Haqani respaldaba las negociaciones abiertas en Doha con EE.UU. y se mostraba como un hombre de paz. “Durante más de dos décadas se han perdido todos los días vidas preciosas de afganos –escribió–. Todo el mundo ha perdido a alguien querido. Todo el mundo está harto de la guerra. Las matanzas y las mutilaciones deben acabar”. Palabras conciliadoras, pero que estaban firmadas por el máximo responsable de los más salvajes atentados cometidos en Afganistán en los últimos años, tanto contra las fuerzas de seguridad como contra civiles.

 La red Haqani, con sus kamikazes y sus camiones bomba, tiene mucho que ver con la explosión de violencia de la última década en Afganistán, que ha convertido al país en el más castigado del mundo por el terrorismo. El think tank francés Fundación para la Innovación Política (Fondapol) atribuye a los talibanes la muerte de al menos 69.303 personas en acciones terroristas, por delante de grupos yihadistas como el Estado Islámico (58.632), Boko Haram (25.719) y Al Qaeda (14.359). Los cuatro juntos suman en su cuenta el 80% de las muertes causadas por el terrorismo islamista en todo el mundo.

De hecho, todo empezó en Afganistán. En su amplio informe sobre el terrorismo islamista en el mundo entre 1979 y 2021 –en el que Fondapol hace el meritorio esfuerzo de tratar de censar de la forma más exhaustiva posible, a partir de fuentes diversas, el número de atentados y víctimas–, su director, Dominique Reyné, subraya que la explosión del terrorismo islamista se produce a partir de 1979 alimentada entre otros factores por la revolución jomeinista en Irán y la invasión soviética de Afganistán, que se convierte en ese momento en el centro de la yihad.

Ahora que se conmemora el 20.º aniversario de los devastadores atentados del 11-S contra Nueva York y Washington –así como de la subsiguiente invasión norteamericana de Afganistán y la posterior caza y muerte del líder de Al Qaeda, Ossama bin Laden–, y que ha comenzado en París el juicio por los atentados del Bataclan del 2015, es oportuno observar los datos. En las últimas cuatro décadas, el terrorismo islamista  ha perpetrado al menos 48.035 atentados, con 210.138 muertos. La inmensa mayoría de los ataques (89,5%) y de los muertos (91,7%) se produjeron en países musulmanes. Mientras que en Occidente, pese a su espectacularidad, su incidencia ha sido mínima: 0,1% de los atentados y 1,5% de las víctimas en Norteamérica, 0,6% y 0,8% en Europa.

La segunda constatación es que la guerra global contra el terrorismo lanzada por Estados Unidos en el 2001 no sólo no ha acabado con el problema, sino que lo ha exacerbado: los muertos han pasado, de 6.817 en el periodo 1979-2000, a 38.186 en 2001-2012 y a 165.135 en 2013-2021. Al Qaeda fue expulsada de Afganistán, pero han surgido después una miríada de franquicias, en Asia y en África. Y el principal fruto de la intervención militar en Irak fue el surgimiento del Estado Islámico.

Ahora, la principal preocupación es que la victoria de los talibanes en Afganistán pueda ser un aliciente para todos estos grupos –también para extremistas individuales, como alertaba el viernes el jefe del MI5 británico, Ken McCallum– y pueda incluso decantar las cosas en un sentido parecido en Somalia o Mali. Los talibanes por su parte se han comprometido a no permitir que se vuelvan a lanzar ataques terroristas desde su territorio, pero lo cierto es que lo poco o mucho que queda de Al Qaeda sigue presente en el país. Y el jefe del Pentágono, Lloyd Austin, ha advertido que el grupo podría reorganizarse de nuevo en Afganistán en un plazo de dos años. Sus amigos están bien colocados.

Más de 210.000 muertos después, todo vuelve a la casilla de salida.

 

lunes, 6 de septiembre de 2021

No es país para mujeres


La súbita victoria de los talibanes en Afganistán ha llevado a miles de mujeres a abandonar precipitadamente el país para huir de un régimen que las esclaviza. Las que se han quedado permanecen escondidas o encerradas en sus hogares.

@Lluis_Uria

 El 14 de agosto la vida era todavía normal para Fatimah Hossaini, artista y fotógrafa afgana nacida en Irán –hija de la diáspora de su país– y reafincada en Kabul, empeñada en dar a conocer al mundo otra imagen de Afganistán. Sobre todo de sus mujeres. Ellas eran el sujeto de su última exposición, Beauty amid the war (Belleza en medio de la guerra), que había podido verse en junio en Teherán. “Las mujeres en estas fotografías están llenas de esperanzas, resistencia, liberación”, escribió. Los medios internacionales hablaban sobre su sensacional trabajo. Faltaba una jornada para que los talibanes entraran en la capital afgana. Pero nadie lo imaginaba todavía. Desde luego, no Fatimah ni sus amigos.

Y de repente, el abismo. Todo se derrumbó en horas. El Gobierno había huido y los talibanes, los mismos que entre 1996 y el 2001 instauraron un régimen religioso basado en el terror, habían tomado de nuevo el poder y se paseaban con las armas en la mano por la capital afgana. “Hace sólo un par de días, nosotras, unas chicas de Kabul, estábamos sentadas juntas tomando un té verde y hablando de nuestros planes para cuando llegara la paz. Ahora, estamos escondidas en alguna parte de esta ciudad, preparándonos para cualquier cosa, sin saber cuándo y dónde nos volveremos a ver”, escribió con tristeza al día siguiente de la caída en Twitter.

“Me siento rota y traumatizada”, confesaba dos días después, mientras multiplicaba las gestiones para huir del país. Al final –como lo ha contado ella misma en el portal de noticias Outriders, del que es colaboradora– lo consiguió:  al segundo intento, tras largas y penosas horas de espera con el miedo en el cuerpo, logró llegar al aeropuerto de Kabul. Y en la madrugada del sábado 20 de agosto fue embarcada en un avión militar francés –con una pequeña maleta, su cámara y su ordenador por todo equipaje– que la condujo a Abu Dabi (Emiratos) para seguir después a París.

Historias como las de Fatimah Hossaini hay cientos, miles... Y la suya no es, desde luego, la más trágica. Peor futuro les espera a las mujeres obligadas a quedarse en Afganistán, que verán retroceder su situación a veinte años atrás –prácticamente a la Edad Media–, por no hablar de las que tratando de huir perdieron la vida en los atentados del pasado jueves en los aledaños del aeropuerto Hamid Karzai. El regreso de los talibanes es un duro golpe para millones de afganos. Pero sobre todo, y con diferencia, para las mujeres.

 Durante estos veinte años de ocupación occidental, las mujeres han dado un salto enorme en Afganistán (aunque desigual: muy acusado en Kabul y las grandes ciudades y apenas perceptible en las zonas rurales). Las mujeres tenían hasta ahora libertad de movimiento, sin necesidad de tutelas masculinas ni obligación de cubrirse el rostro; así como acceso a la educación –más del 80% de las niñas están escolarizadas en primaria y un 40% en secundaria– y a prácticamente todas las profesiones: un 20% de los funcionarios públicos son mujeres, a las que la Constitución obliga a reservar un tercio de los escaños del Parlamento... Todo eso está a punto de irse al traste. Si no lo ha hecho ya.

Los fanáticos de la sharía (la ley islámica) han vuelto con piel de cordero. Dentro de su campaña de relaciones públicas internacional, han asegurado que las mujeres tendrán un papel  en el nuevo Afganistán, y que podrán seguir estudiando y trabajando. ¿Cómo? ¿Bajo qué condiciones? ¿Con qué derechos? Nada han precisado. Un consejo de ulemas (doctores de la ley islámica) abordará próximamente la cuestión –han dicho– y decidirá. Pero si se mira al pasado, la época de los burkas y las lapidaciones, no es nada tranquilizador.

De momento, las nuevas autoridades han aconsejado a las mujeres que se queden en sus casas. “Nuestros combatientes no están entrenados sobre cómo tratar con las mujeres y algunos de ellos sobre cómo hablarles”, justificó el  portavoz talibán, Zabihullah Mujahid. Es lo menos que se puede decir, a la vista de cómo se han conducido en las provincias que los islamistas controlan desde hace tiempo.

El último informe sobre riesgos remitido el pasado mes de marzo al Congreso de EE.UU. por el Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán (Sigar), John F. Sopko, pintaba un sombrío panorama general. Y sobre las amenazas para los derechos de las mujeres apuntaba: “Las prácticas de los talibanes en las áreas bajo su control no inspiran confianza en que sus puntos de vista sobre los roles de género y las relaciones hayan evolucionado mucho desde los años noventa”.

“Amo a mi país, pero no puedo quedarme aquí. Ya basta. No puedo respirar”, decía casi entre sollozos la periodista Wahida Fazi a punto de entrar en el aeropuerto de Kabul para abandonar Afganistán. La reportera de la BBC que la entrevistaba intentó consolarla deseándole que “ojalá algún día pueda volver”. Su respuesta fue tan desencantada como tajante: “Nunca, nunca”.


domingo, 22 de agosto de 2021

Una patada en el tablero


@Lluis_Uria

Hace siete años, un antiguo jefe de los servicios secretos pakistaníes, Inter-Services Intelligence (ISI), Hamid Gul, lanzó una provocadora sentencia en unas declaraciones en televisión: “Cuando se escriba la historia, se dirá que el ISI derrotó a la Unión Soviética en Afganistán con la ayuda de América. Y después que el ISI, con la ayuda de América, derrotó a América”. El tiempo ha revelado que se trataba de un vaticinio certero. Y una confesión cruda del doble juego que Pakistán –aliado formal de Estados Unidos y patrocinador bajo mano de los talibanes– ha llevado a cabo en Afganistán. La victoria de los islamistas afganos, con la precipitada y caótica retirada de EE.UU., es también una victoria pakistaní.


La desordenada salida de Afganistán de EE.UU. y sus aliados de la OTAN –veinte años después de la invasión en represalia por los atentados del 11-S–, con el súbito derrumbe del régimen prooccidental de Kabul y el inopinado retorno de los talibanes al poder, es ante todo una tragedia para los propios afganos, que ven emerger de nuevo la amenaza de un régimen de terror como el que ya sufrieron entre 1996 y 2001. Pero tendrá también importantes efectos en el tablero internacional.

El fracaso de EE.UU. y sus aliados deja un claro vencedor, Pakistán, y abre una ventana de oportunidades –no exenta de riesgos– a otros países de la región, como Irán y Turquía, y sobre todo a las dos grandes potencias rivales de los norteamericanos, China y Rusia. Los primeros movimientos en el tablero indican que, a poco que los talibanes cumplan su compromiso de no volver a convertir Afganistán en una base del terrorismo internacional, el régimen no será esta vez el paria que fue hace dos décadas.

“Pakistán es el gran ganador, puesto que es el sponsor de los talibanes. Pero también hay otros ganadores indirectos, como China y Rusia”, sostiene Pascal Boniface, fundador y director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS, en sus siglas en francés): “Quienes contestan la supremacía occidental ganan. Ver a a los occidentales fracasar es un motivo de perverso regocijo, especialmente para los rusos”. Desde Moscú recuerdan estos días con sorna que tras su retirada de Afganistán en 1989 –después de una cruenta guerra de diez años, en la que los grupos rebeldes recibieron el apoyo clandestino de los norteamericanos–, el régimen comunista sobrevivió tres años, frente a los diez días que sólo ha durado el gobierno del presidente Ashraf Ghani.

A diferencia de los occidentales, que están evacuando a todo su personal, chinos y rusos han mantenido abiertas sus embajadas en Kabul y han establecido contactos directos con los líderes talibanes. Su primera y compartida preocupación, sin embargo, no es tanto ganar influencia como evitar la desestabilización, a través de grupos radicales próximos a los islamistas afganos, de la gran provincia oriental china de Xinjiang –de mayoría musulmana uigur–, por un lado, y de las repúblicas exsoviéticas de Asia Central, por el otro.

Mientras el mundo asistía pasmado a la victoria militar talibán, Pakistán aplaudía sin disimulo. “Los afganos han roto los grilletes de la esclavitud”, declaró el primer ministro pakistaní, Imran Jan (el mismo que en el 2019 acudió a Washington en busca de árnica, después de que Donald Trump les pusiera en el disparadero con amenazas públicas)

“Estados Unidos ha dado ingenuamente a Pakistán más de 33.000 millones de dólares de ayuda durante los pasados 15 años, y lo único que nos han dado ellos son mentiras y engaños, porque ven a nuestros líderes como tontos. Dan refugio a los terroristas a los que perseguimos en Afganistán, y ayudan poco. ¡SE ACABÓ!”, escribió el entonces presidente de EE.UU. en Twitter. Jan logró suavizar las relaciones y las amenazas acabaron en nada (Trump suspendió temporalmente la ayuda militar, para luego desbloquearla con la misma facilidad). Pero no le faltaba razón.

La mediación de Pakistán para facilitar las conversaciones de paz entre los talibanes y la Administración Trump, que concluyeron en el 2020 con el acuerdo de retirada de las tropas extranjeras en Afganistán, fue un importante linimento. Pero otros factores explican la tolerancia de Washington. A fin de cuentas, EE.UU. prefiere tener a Pakistán –potencia nuclear y aliado estrecho de Arabia Saudí– de su lado, por difícil y engañoso que sea, que en contra.

Pakistán siempre ha jugado con varias barajas. Daba apoyo a la lucha antiterrorista global de EE.UU. mientras, a la vez, ocultaba en su territorio al líder de Al Qaeda y autor intelectual de los atentados del 11-S, Osama Bin Laden (a quien los norteamericanos tardaron diez años en encontrar y matar). Combatía en el interior a la rama pakistaní de los talibanes –Tehreek-e-Taliban Pakistan, que habían cometido atentados en el país–, mientras cobijaba y apoyaba a los talibanes afganos.

La proximidad ideológica no es aquí lo más importante. Para Islamabad, tener en Kabul un régimen afín es una apuesta geopolítica fundamental. De ahí que desde los años cincuenta haya metido mano en el país vecino apoyando a unos u otros. Su insistencia le ha dado rédito. “Afganistán le da a Pakistán profundidad estratégica frente a su conflicto con India”, subraya Gabriel Reyes, director de proyectos del Centro Internacional de Toledo para la Paz (CITPax) e investigador del Cidob experto en la región. Dicho de otro modo, se cubre las espaldas por su retaguardia.

La fiabilidad que pueda tener esta alianza es otra cuestión. El control que los militares pakistaníes han ejercido hasta ahora sobre los talibanes podría debilitarse una vez estos se consoliden en el poder en Kabul –apunta una nota de la consultora GZero-Eurasia Group, especializada en investigación de riesgos políticos globales, dirigida por el analista Ian Bremmer–, e incluso podrían convertirse en un foco potencial de desestabilización por sus vínculos tribales al otro lado de la frontera –dada la pertenencia común a la etnia pastún– y su relación con los talibanes pakistaníes.

Junto a Pakistán, aunque a otro nivel, el otro gran beneficiario del cambio en Afganistán puede llegar a ser China. Su principal preocupación, en este momento, como confirman los diversos analistas, es el riesgo de ataques terroristas a través de la estrecha frontera que tiene con Afganistán en el corredor de Wakhan, donde podrían refugiarse grupos radicales uigures como el Movimiento Islámico de Turkestán del Este (ETIM). Y ese fue el objeto central del encuentro que mantuvieron el pasado 28 de julio en Tianjin el ministro chino de Exteriores, Wang Yi, y el dirigente talibán Abdul Ghani Baradar.

“Pero China tiene también otros intereses, particularmente las riquezas mineras de Afganistán, que son muy golosas”, señala Pascal Boniface. Por el momento, la empresa China Metallurgica Group Corporation tiene formalmente la concesión para explotar la gran mina de cobre de Mes Aynak, a unas decenas de kilómetros al sur de Kabul. Pero el enorme coste y la inseguridad han dejado la inversión en suspenso.

A juicio de Gabriel Reyes, ésta es una apuesta a largo plazo de China, cuya estrategia es ir tomando posiciones y esperar el momento apropiado. Pero no es prioritaria. “Sus principales intereses pasan por Pakistán, donde han invertido masivamente en el marco de su proyecto de las nuevas rutas de la seda (Belt and Road Initiative)”, explica. Y en el que los pivotes esenciales son la ciudad de Karachi y el puerto de Gwadar, en el Índico.

Nuevamente, el problema de la seguridad es aquí esencial. Desde el pasado mes de abril, los intereses chinos han sido objeto de cuatro atentados en Pakistán, el último el pasado 14 de julio, en el que murieron nueve ingenieros chinos a causa de la activación de una bomba al paso del convoy en el que viajaban.

Lo mismo obsesiona a Rusia, que además de la base que tiene en Tayikistán se ha apresurado a desplegar tropas –para unas maniobras militares conjuntas– en la frontera entre la república amiga de Uzbekistán y Afganistán. Moscú, que salió escaldado del país asiático hace más de treinta años, puede congratularse del infortunio padecido ahora por Estados Unidos –como si fuera una suerte de justicia poética–, pero está lejos de querer volver a meter los pies en el mismo barrizal.

Los rusos no tienen grandes intereses económicos directos en Afganistán y buscan ante todo fijar una convivencia razonable –“positiva y constructiva”, en palabras del embajador Dimitr Zhirnov– con el nuevo régimen, que no ponga en peligro la estabilidad de su flanco sur en Asia Central, la tripa blanda del imperio. Toda la cuestión es si los talibanes cumplirán sus promesas.

Si nadie confía mucho en la moderación ideológica de los integristas afganos y su disposición a respetar los derechos de las mujeres –“Dudo que se hayan vuelto liberales”, ironiza Boniface–, pocos dudan de que esta vez se guardarán muy mucho de volver a atraer las iras internacionales convirtiendo Afganistán en base del terrorismo islamista global. “Es su propio interés”, apunta el director del IRIS. “Parecen haber aprendido la lección”, remarca Reyes, quien no obstante deja un cierto margen a la duda: “Habrá que ver si lo pueden cumplir”. En todo caso, en el este del país tienen un problema por resolver: la presencia del aún más oscurantista Estado Islámico.

 

Irán y Turquía, ante una avalancha de refugiados

El seísmo registrado en Afganistán tendrá, como uno de sus mayores efectos, el éxodo de miles de refugiados. Europa los teme, pero en realidad quienes tienen más razones para hacerlo son los países vecinos. Pakistán en primer lugar, que ya acoge a la gran parte de los 2,5 millones de afganos a quienes cuarenta años de guerra han expulsado. Los otros países más afectados serán Irán y Turquía. Teherán nunca se ha llevado bien con los talibanes, con quienes estuvo a punto de tener un enfrentamiento militar en los noventa. Pero en los últimos tiempos, y a la vista de su avance, ha tratado de contemporizar . Irán necesita garantizar el acceso a las aguas del río Helmand y controlar los flujos fronterizos. Pero también hacer oír su voz, en tanto que potencia regional. Gabriel Reyes no descarta que el régimen de los ayatolás utilice la baza de Afganistán en la renegociación del acuerdo nuclear con EE.UU. Turquía, que también quiere revalorizar su papel internacional –su activismo en Siria, Nagorno-Karabaj y Libia es proverbial–, ha lanzado guiños hacia los nuevos señores de Kabul, a quienes el propio presidente, Recep Tayyip Erdogan, ha tendido la mano. Pero más allá del flirteo político, la gran amenaza para Turquía –que ya fue en el 2020 el país con más demandas de asilo de ciudadanos afganos: 125.000– es una nueva gran oleada de refugiados, habida cuenta de que ya acoge a 3,6 millones de sirios. De momento, Ankara ha enviado a la frontera con Irán a 3.000 militares, mientras está construyendo a marchas forzadas un muro de 295 kilómetros. Los que quieran llegar a Europa tendrán que pasar por aquí.

 

 

Abandonad toda esperanza


@Lluis_Uria

Hace sólo una semana –parece una eternidad–, seis países de la UE dirigieron una carta a la Comisión Europea en la que manifestaban su rechazo a suspender las deportaciones de ciudadanos afganos a su país, desoyendo la petición expresa del moribundo Gobierno de Afganistán. Eran Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Grecia y  Países Bajos. Sería “una señal equivocada”, decían. Para entonces, los talibanes –que entre 1996 y 2001 instauraron un régimen de terror– iban ganando territorio con pasmosa rapidez, mientras se deshacía el ejército regular afgano y miles de ciudadanos huían hacia la capital, Kabul.

Sólo hace una semana, pero quien no quiere ver, no quiere ver. Únicamente alemanes y holandeses decidieron a los pocos días dar marcha atrás y suspender las expulsiones, algo que Francia había decidido en julio. Hasta ayer mismo, como quien dice,  Europa consideraba a Afganistán un “país seguro”, razón por la cual los afganos demandantes de asilo (sólo en el 2020 hubo 47.000 solicitudes) que veían su petición denegada eran devueltos a su país.

Ver en Afganistán un “país seguro” forma parte del mismo tipo de ceguera interesada que ha llevado a Estados Unidos y sus aliados de la OTAN a considerar, tras veinte años de ocupación, que el país había conseguido construir un Estado sólido y un ejército capaz (coartada última para llevar a cabo la retirada unilateral decidida por EE.UU.) En pocos días, la ficción ha quedado dramáticamente al descubierto. La invasión militar del 2001, en respuesta a  los atentados del 11-S, sirvió para expulsar del país a la organización terrorista Al Qaeda y desalojar del poder a los talibanes. Pero nada más. Y ni siquiera de forma duradera. Los talibanes han vuelto. Y respecto a lo de Al Qaeda, ya veremos.

No han sido sólo los países europeos los que han preferido mirar hacia otro lado. También Irán y Pakistán, con idénticos argumentos. De hecho, la propia Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) puso en marcha, poco después de la “pacificación” occidental del país, un programa de retorno voluntario que se ha mantenido hasta ahora mismo: entre marzo del 2002 y marzo de este año, 5,2 millones de afganos han regresado a su país.

Y, sin embargo, la paz nunca ha sido verdaderamente conquistada. Cada año, la víctimas civiles del conflicto –soldados occidentales y milicianos talibanes aparte– se han ido contando por miles. El primer semestre de este año el balance ha sido de casi 1.700 muertos. ¿Un país seguro? ¿En qué sentido?

Afganistán lleva en guerra más o menos intermitente los últimos cuarenta años y, tras Siria, es el país que más refugiados acumula en el mundo: entre 2,5 y 2,6 millones. Y el número amenaza ahora con dispararse.

Frente a esta tragedia, Europa ha decidido enrocarse detrás de un muro. Los países involucrados en la invasión de Afganistán –ya retiradas sus tropas– han puesto en marcha una operación de evacuación de sus nacionales y de unos pocos miles de colaboradores afganos y sus familias. Francia, que se enorgullece de autotitularse “la patria de los derechos del hombre”, ha prometido ayudar asimismo a aquellos militantes de los derechos humanos, artistas y periodistas cuya vida esté en riesgo por su compromiso.

Pero el resto de afganos, los ciudadanos de a pie, tendrán que apechugar. Las intervenciones el lunes de Angela Merkel y Emmanuel Macron –hay elecciones próximas en Alemania y Francia– ya lo dejaron claro. Y la reunión europea de ayer así lo confirmó. La apertura de fronteras del 2015 decidida para los refugiados sirios no se repetirá. La UE apuesta una vez más por externalizar el problema, pagando a los países vecinos. Los afganos pueden abandonar toda esperanza de que Europa acuda en su socorro.


lunes, 12 de julio de 2021

En medio, como el de Los Chichos


@Lluis_Uria

"Libre, libre quiero ser, quiero ser, quiero ser libre”, cantaban Los Chichos allá por el año 1973, su primer gran éxito discográfico. El alma del trío, uno de los grandes exponentes de la rumba flamenca, era Juan Antonio Jiménez Muñoz, El Jero, cronista de la vida callejera en los barrios marginales tomados por la droga y la delincuencia en los años setenta y ochenta. Principal compositor y vocalista del grupo –integrado también por los hermanos González Gabarre–, El Jero lo abandonó en 1990 para seguir su carrera en solitario. No le fueron las cosas muy bien. Años después, Estopa le dedicó la canción El del medio de Los Chichos.

Boris Johnson también quería ser libre. Y condujo al Reino Unido a abandonar la Unión Europea –no hace falta detallar ahora las dotes de trilero político que puso al servicio de tal empeño– con el objetivo de recuperar su plena soberanía. Sin embargo, y ésta es una más de las paradojas del Brexit, el primer ministro británico no ha querido romper el trío que forma con la alemana Angela Merkel y el francés Emmanuel Macron, y en el que hoy aparece como un elemento externo, incrustado en medio de la pareja francoalemana. Londres abomina de Bruselas, pero se aferra a Berlín y París.

En el nuevo documento estratégico Revisión Integrada de Seguridad, Defensa, Desarrollo y Política Exterior, aprobado el pasado mes de marzo, el Reino Unido se presenta como “un país europeo”, aunque con una proyección e intereses globales únicos que lo diferencian de los demás. Y declara a Estados Unidos como su “más importante socio y aliado estratégico”, mientras que los países europeos quedan en un segundo plano, reducidos a “socios vitales”. En su presentación, Boris Johnson reafirmó el compromiso británico con la seguridad de Europa, pero enfatizó más el interés por la región Indo-Pacífico que por el viejo continente, como si Londres sintiera, en tanto que recién divorciado, la necesidad de marcar diferencias con su ex. Entre los europeos, no obstante, el documento otorga una atención especial a tres países: Irlanda, por razones políticas e históricas obvias, y después  Francia y Alemania. Por este orden.

“Nosotros no tenemos aliados eternos ni enemigos perpetuos. Nuestros intereses son eternos y perpetuos, y es nuestro deber seguirlos”, dijo Lord Palmerston en el siglo XIX. Desde entonces, es una máxima no refutada. La principal ambición de los promotores del Brexit, una vez recuperada la plena autonomía en materia de política exterior, es devolver al Reino Unido un papel preeminente en todo el mundo –bajo el lema Global Britain–, sin compromisos ni condicionantes. De ahí que Johnson rechazara la oferta de la UE de incluir las relaciones internacionales en el Acuerdo Comercial y de Cooperación firmado con los 27 para regular las relaciones mutuas tras el divorcio.

El Reino Unido, quinta economía y quinto poder nuclear del mundo, no sólo es una potencia económica y militar, sino también diplomática. A través del Foreign Office –dotado con 17.300 efectivos– tiene  presencia directa en 229 países y participa en una decena de las principales organizaciones internacionales. Junto a Francia, es el único país europeo miembro permanente –con derecho de veto– del Consejo de Seguridad de la ONU.

Pero la Gran Bretaña de hoy está lejos de tener el peso y la influencia de las épocas imperiales. Y si algo son los británicos es esencialmente pragmáticos. Así que, con Brexit o sin Brexit, han decidido mantener y potenciar la alianza tripartita  tejida en los últimos años con sus dos grandes exsocios europeos: Francia, con quien mantiene acuerdos bilaterales de seguridad y defensa –los tratados de Lancaster House– y Alemania. El llamado grupo E3.

Todo empezó en el 2003, cuando los tres países iniciaron los contactos con Irán que acabarían desembocando en el acuerdo nuclear con Teherán del 2014, con la participación de EE.UU., Rusia y China. Desde entonces, Londres, París y Berlín han consolidado una línea de colaboración informal  que no se ha limitado al asunto de Irán y Oriente Medio, sino que se ha extendido a otros terrenos. Representantes del trío se reúnen regularmente y han emitido numerosas declaraciones conjuntas sobre los asuntos internacionales. Tras el Brexit, aún más.

El grupo E3 ha establecido también un canal con EE.UU., dando lugar a un formato bautizado como Quad: el pasado febrero, los responsables de Exteriores de los cuatro se reunieron por segunda vez para abordar la cuestión iraní, pero de paso hablaron también –según su comunicado– de Irak, China, el cambio climático, Birmania, la OTAN y la pandemia de covid... ¡Toda una agenda!

La existencia del E3 resulta muy útil a Londres –que pese a todas sus declaraciones de amor no siempre está alineado con Washington– y también a París y Berlín, que tienen así una vía para escapar del corsé de la política exterior comunitaria, mediatizada por la regla de la unanimidad (y que les valió recientemente una derrota a manos de los países del Este, que vetaron su propuesta de una cumbre con Rusia).  El problema, naturalmente, es que la potenciación del E3 amenaza con debilitar a la UE, como ya han advertido con cierto enojo algunos países, poniendo más plomo en las ya de por sí pesadas alas de la política exterior y de seguridad común. 


lunes, 28 de junio de 2021

Los robots ya han empezado a matarnos


@Lluis_Uria

En 1973, cuando enfilaba el final de una larga y exitosa carrera cinematográfica, el actor norteamericano de origen ruso Yul Brynner volvió a enfundarse su traje negro del Oeste para encarnar a un pistolero sin nombre. Un pistolero implacable y sin emociones. La película, titulada Westworld –en España, Almas de metal–, era una distopía futurista desarrollada en un parque temático que ofrecía a sus visitantes la posibilidad de protagonizar aventuras ambientadas en la Roma imperial, la Edad Media y el Salvaje Oeste, donde afrontaban –sin riesgo aparente– toda clase de peligros. Todos los figurantes del espectáculo eran robots programados para dar veracidad a la historia.

Naturalmente, las cosas no salen como estaban previstas y un fallo inexplicable hace que los robots se descontrolen y empiecen a perseguir a muerte a todos los humanos. La película, cuyo éxito llevó a realizar una secuela tres años después, Futureworld, y dio lugar a la actual serie homónima de HBO, fue una de las primeras en plantear el riesgo de rebelión de las máquinas contra los hombres (que ya había desarrollado Stanley Kubrick en 1968 en 2001: una odisea en el espacio, donde el computador de la nave Discovery, Hal-9000, tomaba el mando y trataba de eliminar a sus astronautas) Luego han venido muchas más.

El temor de que los seres humanos puedan llegar algún día a ser tiranizados o aniquilados por las máquinas que ellos mismos han creado viene de lejos. El escritor y bioquímico Isaac Asimov, autor de novelas de ciencia-ficción y divulgador científico, ya abordó la cuestión en la colección de relatos que escribió entre 1940 y 1950 reunidos bajo el título Yo, robot. Asimov estableció allí lo que a su juicio deberían ser las tres leyes fundamentales de la robótica. La primera reza así: “Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por su inacción, permitir que un ser humano sufra daño”. Las otras dos remiten a la primera...

Hace tiempo que algunos de los países más avanzados tecnológicamente trabajan en el desarrollo de robots destinados a matar, máquinas-soldado que vulneran desde el primer momento de su concepción la primera ley de Asimov. Y hace el mismo tiempo que un grupo de países  y organizaciones internacionales no gubernamentales luchan denodadamente –hasta ahora sin éxito– por prohibir, o en el menor de los casos encuadrar restrictivamente, estos artilugios, que se han bautizado oficialmente como Sistemas de armas autónomas letales (LAWS, en sus siglas en inglés). Esto es, robots asesinos.

Pero la realidad avanza muy rápido y la amenaza tanto tiempo temida ha dejado de ser virtual para convertirse en un hecho. No se trata de un riesgo futuro o de una fantasía. Los robots asesinos ya han empezado a matar. Y han empezado a hacerlo en la guerra civil de Libia.

Un informe remitido el 8 de marzo pasado por el Grupo de Expertos  de ONU sobre Libia al Consejo de Seguridad constató por primera vez que drones militares completamente autónomos habían atacado a humanos sin intervención directa de ninguna persona. Los drones, de fabricación turca, fueron utilizados en la ofensiva lanzada en marzo del 2020 –o sea, un año antes– por las fuerzas gubernamentales libias contra las milicias del mariscal  Jalifa Haftar. El informe dedica sólo tres párrafos en sus 555 páginas a este asunto. Pero su lectura tiene un efecto desestabilizador.

“Los convoyes logísticos y las fuerzas afiliadas a Haftar en retirada fueron posteriormente perseguidos y atacados a distancia por vehículos aéreos de combate no tripulados o sistemas de armas autónomas letales como el STM Kargu-2 y otras municiones de merodeo”, señala el informe, que precisa que “los sistemas de armas autónomas letales se programaron para atacar objetivos sin requerir la conectividad de datos entre el operador y la munición”. Es decir, de algún modo, a su libre albedrío.

El Kargu-2 es un dron cuadricóptero de 7 kilos de peso desarrollado por la compañía turca STM, capaz una vez lanzado de buscar, seleccionar y atacar a sus objetivos de forma automática. Turquía ha utilizado drones en sus últimas intervenciones militares en el exterior, como Siria o Nagorno-Karabaj, pero el caso de Libia es el primero que se documenta sobre el uso totalmente autónomo de este tipo de armas. Sin dirección humana.

“Las unidades (de Haftar) no estaban ni entrenadas ni motivadas para defenderse del uso efectivo de esta nueva tecnología y normalmente se retiraban en desbandada. Una vez en retirada –prosigue el informe de Naciones Unidas– eran sometidos a un acoso continuo por parte de los vehículos aéreos de combate y los sistemas de armas autónomas letales”. No hay una evaluación sobre el número de víctimas que causaron. Pero puede intuirse el terror de las tropas perseguidas por un enjambre de drones atacando sin conciencia ni piedad.

Todo el debate está ahí. Hasta qué punto es moralmente aceptable permitir que una máquina inteligente pueda decidir de forma completamente autónoma, sin una decisión humana explícita, sobre la vida y la muerte de personas. Desde el año 2016 la ONU canaliza, a través de un Grupo de Expertos Gubernamentales, la discusión internacional de cara a acordar una legislación al respecto. Las cosas no han avanzado mucho, sobre todo a causa de los frenos que imponen los países más reticentes a la regulación: Estados Unidos y Rusia.

 Ambos países defienden la idea de que este nuevo tipo de armas pueden ser incluso beneficiosas por su fiabilidad, pues minimizarían los riesgos de un error humano. Los países contrarios y las oenegés más implicadas, como la Cruz Roja Internacional o Human Rights Watch –coordinadora de la campaña Stop Killer Robots–, consideran en cambio que son éticamente inaceptables y reclaman su prohibición.

Pero mientras se discute, los robots han empezado ya a matar. A matarnos. Ayer en Libia. Mañana...


lunes, 14 de junio de 2021

¡Adiós y sálvese quien pueda!

@Lluis_Uria


La paz es una promesa de liberación. Pero no siempre. Ni para todos. En la primavera de 1962, miles de argelinos que habían colaborado o trabajado para  el ejército y la administración colonial francesa en Argelia –conocidos como harkis– trataban desesperadamente de embarcar hacia Francia, huyendo de la venganza de los milicianos del FLN, mientras la antigua metrópoli se retiraba mirando hacia otro lado. En otra primavera, la  de 1975, miles de survietnamitas comprometidos con los norteamericanos se agolpaban para tratar de ser evacuados en los últimos helicópteros del ejército de Estados Unidos ante el temor de las represalias de las fuerzas comunistas del norte, que estaban entrando en Saigón.

El turno le ha llegado ahora a Afganistán. El inicio de la retirada definitiva de las fuerzas de EE.UU. y  sus aliados occidentales después de casi veinte años de guerra  –que ha de culminar el 11 de septiembre– está precipitando el desmoronamiento del ejército afgano ante al empuje de los talibanes y ha sembrado el pánico entre los miles de empleados y colaboradores de los occidentales. En las últimas semanas se suceden las manifestaciones frente a las legaciones diplomáticas extranjeras pidiendo que les saquen de allí. El grito –en varios idiomas– es unánime: “¡Salva mi vida!”.

El movimiento ha adquirido tal amplitud que los talibanes emitieron esta semana un comunicado –calculadamente ambiguo– en que prometían a los afganos involucrados con los ejércitos occidentales, entre ellos muchos traductores e intérpretes, que no tenían nada que temer.

“El Emirato Islámico no les buscará problemas. Han de volver a una vida normal y servir a su país (...) No deberían tener miedo”, aseguraban los talibanes en su declaración. Aunque subrayando que, para eso, los implicados “deberían expresar remordimiento por sus acciones pasadas y no comprometerse de nuevo en actividades semejantes, que comportan una traición al islam y a su país”. Hay ahí un condicional inquietante. Y una acusación: traidores.

“No me lo creo, los talibanes no han cambiado”, declaró a un enviado de la agencia AFP un intérprete del ejército norteamericano, Mohamed Shoaib Walizada. “Vendrán a por nosotros porque nos consideran agentes o espías”, añadió. Walizada, con el apoyo de un sargento norteamericano, pidió acogerse a los visados especiales que EE.UU. tiene establecidos para estos casos, pero tras serle concedido inicialmente luego le fue revocado. Lo mismo teme su colega Omid Mahmudi. “Nos encontrarán y nos decapitarán, los talibanes no nos perdonarán jamás”, expresa con fatalismo. Muchos intérpretes han sido asesinados –al menos 300 desde el 2016– y la mayoría han recibido amenazas de muerte.

La retirada norteamericana ha sido como un pistoletazo de salida para las fuerzas insurgentes. En el último mes, los talibanes han reforzado su ofensiva contra el ejército afgano –en paralelo a las conversaciones de paz de Qatar–, a quien han arrebatado once distritos. Y una treintena de puestos avanzados y bases del ejército regular se han rendido en cuatro provincias ante el avance de los islamistas, muchas veces a través de la mediación de los dirigentes tribales locales. Un millar de soldados se habrían entregado sin disparar un tiro.

La sensación de que el régimen de Kabul está al borde del colapso ha disparado la urgencia entre quienes más tienen que perder con la victoria de los talibanes. No son pocos. En una entrevista con la agencia AP, el antropólogo Noah Coburn calculaba en unos 300.000 los civiles que durante veinte años habrán trabajado en Afganistán para las fuerzas de la OTAN.

Estados Unidos, que ha desplegado la principal fuerza militar occidental, es también el principal empleador. A lo largo de estos años más de 18.000 afganos –que junto con sus familias han sumado 45.000 personas– han emigrado a América gracias al régimen especial de visados.  Pero aún quedan otras 18.000 peticiones en estudio y el proceso acostumbra a durar una media de tres años. El secretario de Estado, Antony Blinken, ha prometido acelerar los trámites, pero la organización  No One Left Behind, que ayuda a estas personas, cree que las cosas no avanzan con suficiente rapidez.

El Reino Unido, por su parte, que empleó aproximadamente a 7.000 civiles, ha concedido 1.358 visados y prepara ahora de forma acelerada 3.000 más. Francia, que se retiró ya en el 2012, concedió en su momento unos 300 –entre fuertes protestas de quienes se quedaron fuera–, y ahora ha reactivado la concesión de otro centenar, mientras crecen las demandas de antiguos empleados que siguen en el país. España,  que recibió el 13 de mayo al último contingente que quedaba en Afganistán –24  militares y dos intérpretes nacionales–, rescató en los últimos años a una treintena de sus colaboradores e indemnizó económicamente a otros.

Pero no todos los solicitantes obtienen el ansiado visado. Ni en EE.UU., ni en el Reino Unido, ni en Francia, ni en España... Nuestra compañera Rosa Maria Bosch encontró por azar a un intérprete del ejército español en el 2017 en la isla griega de Lesbos. Jawad Ali Aslami, pese a diplomas y cartas de agradecimiento, había visto denegada su petición de ser acogido en España. Así que, tras salir del país y alcanzar Turquía, se lanzó al mar en una patera. Muchos otros han seguido el mismo camino.

En 1962, según lo estipulado en los acuerdos que pusieron fin a la guerra de Argelia, Francia empezó a retirarse de su antigua colonia. Alrededor de 60.000 harkis lograron pasar a Francia –donde el trato que recibieron daría lugar a abrir otro capítulo de la ignominia–, los demás quedaron a merced de la venganza de los suyos. Los historiadores calculan que las masacres que siguieron costaron la vida a entre 50.000 y 70.000 personas.  Hubo que esperar al 2017 para que un presidente francés, Emmanuel Macron, calificara crudamente la acción de su país: “Fue una traición”.