Una puñalada en la espalda. Trapera, que se diría en
castellano. Una vileza, una traición. El concepto ha quedado grabado en los
libros de historia de Francia asociado a la agresión militar de Italia cuando
los franceses habían hincado ya la rodilla en tierra ante el avance imparable
de las tropas alemanas hace casi 80 años. Lunes 10 de junio de 1940: las
divisiones acorazadas de Panzer de la Wehrmacht se dirigen, sin que nadie sea
capaz de detenerlas, hacia el Canal de la Mancha, mientras cientos de miles de
franceses huyen despavoridos hacia el sur y el Gobierno francés en pleno hace
las maletas para abandonar París. La palabra “armisticio” empieza a ser
pronunciada... Es el momento que elige Benito Mussolini, el Duce, para declarar
gallardamente la guerra a Francia. “¡Qué pueblo tan noble y admirable estos
italianos que nos apuñalan en la espalda en un momento semejante!”, se quejará
amargamente el entonces primer ministro francés Paul Reynaud.
La maniobra del líder fascista italiano va a saldarse, sin
embargo, con un rotundo fracaso. Mussolini se suma a los combates cuando
Francia prácticamente ha caído con el fin de aprovechar su derrota para asentar
su hegemonía en el Mediterráneo occidental y anexionarse algunos territorios
franceses: de Túnez a Córcega, de Saboya a Niza (estas dos últimas, cedidas a
Francia en 1860 a
cambio del apoyo de Napoleón III a la unificación italiana). Sin embargo, la
tenaz resistencia francesa en el frente de los Alpes ante tropas muy superiores
en número convierte en un fiasco el ataque del ejército italiano, que apenas
consigue entrar unos metros en la ciudad fronteriza de Menton. Después, Hitler, necesitado una Francia vencida pero no
humillada, colaboradora en lugar de resistente –de otro modo, se hubiera visto
obligado a estacionar un gran número de divisiones, que necesitaba para su
futuro ataque a la Unión Soviética– va a descartar con un revés las
pretensiones del Duce.
Tras la declaración de guerra a Francia, que Mussolini leyó
en el palacio Farnesio, el embajador francés salió precipitadamente de Roma de
vuelta a París. Todo estaba roto. Y sólo pudo reconstruirse después de la
guerra. Desde entonces, nunca más había sucedido algo semejante hasta que, el
pasado 7 de febrero, el Gobierno francés llamó a consultas a su embajador en
Roma –un gesto diplomáticamente grave, y todavía más entre socios y aliados
europeos– en protesta por los continuos ataques de los dirigentes políticos
italianos, y particularmente de los dos hombres fuertes del Gobierno, los
viceprimeros ministros Luigi di Maio (jefe de filas del antisistema Movimiento
5 Estrellas) y Matteo Salvini (de la ultraderechista Liga). Ataques personales
contra el presidente francés, Emmanuel Macron, acusaciones contra Francia por
su política europea y hacia África –tachada de neocolonialista–, se han
sucedido en las últimas semanas, hasta el punto de que el 21 de enero la
embajadora italiana en París fue llamada al Quai d’Orsay para recibir una queja
formal.
Las relaciones bilaterales entre Francia e Italia han sufrido periódicamente algunas sacudidas.
La política migratoria de París, que bloquea la entrada de inmigrantes
procedentes del sur en la frontera de Ventimiglia en un gesto de evidente
insolidaridad, es uno de los principales focos de desavenencia. Pero estos se
han multiplicado desde el triunfo de las fuerzas populistas en las elecciones
italianas de marzo del 2018. La guerra de guerrillas lanzada desde Roma contra
su vecino transalpino ha llegado al punto ridículo de frenar –en medio de
soflamas nacionalistas– la cesión al Museo del Louvre de obras de Leonardo da
Vinci que debían nutrir la gran exposición del 500 aniversario de su muerte.
Los encontronazos con Emmanuel Macron, sobre todo en materia
de política europea, han sido constantes. Pero la gota que ha colmado el vaso,
y que precipitó la llamada a consultas del embajador francés, fue la visita
semiclandestina que Luigi di Maio realizó el día 5, en Montargis (algo más de
un centenar de kilómetros al sur de París), a un grupo de dirigentes de los
chalecos amarillos, el movimiento que ha puesto al Gobierno francés contra las
cuerdas y ha sembrado de violencia, semana tras semana, las calles de la
capital.
“El viento del cambio ha cruzado los Alpes”, proclamó Di
Maio por Twitter, donde expresó y ofreció todo su apoyo a los chalecos
amarillos, que se presentan –al igual que los grillini– como un movimiento ni
de derechas ni de izquierdas, antisistema y anti establishment, y defensor de
la democracia directa. Lo que no dijo Di Maio es que el líder amarillo que le
recibió, Christophe Chalençon, es un ultra declarado que aboga públicamente por
un golpe de Estado en Francia, ha llamado al general Pierre de Villiers –ex jefe del ejército
cesado por Macron tras criticar públicamente los recortes en Defensa– a tomar
el poder y se jacta de disponer de fuerzas
“paramilitares” listas para actuar. Decididamente, el M5E, que en algún
momento pretendió parecer progre, ha perdido definitivamente el norte, si es
que alguna vez lo tuvo.
La deriva de Di Maio, que nunca ha sido un ideólogo –su
currículum es de un vacío sideral, ni
un triste máster inventado tiene–, está directamente vinculada a la situación
política interna italiana. El socio presuntamente menor de la coalición, Matteo
Salvini, se le ha comido todo el terreno gracias a su política de mano dura en
materia de inmigración, mientras el líder de los grillini va perdiendo terreno
en los sondeos electorales. Con pocos triunfos en la mano –el Gobierno italiano
se ha acabado plegando a las exigencias presupuestarias de la UE y la economía
italiana ha entrado en recesión–, Di Maio ha decidido jugársela a la carta del
enemigo exterior. El problema es que ese enemigo está demasiado cerca. Y es
demasiado poderoso.