lunes, 25 de febrero de 2019

Puñalada trapera


Una puñalada en la espalda. Trapera, que se diría en castellano. Una vileza, una traición. El concepto ha quedado grabado en los libros de historia de Francia asociado a la agresión militar de Italia cuando los franceses habían hincado ya la rodilla en tierra ante el avance imparable de las tropas alemanas hace casi 80 años. Lunes 10 de junio de 1940: las divisiones acorazadas de Panzer de la Wehrmacht se dirigen, sin que nadie sea capaz de detenerlas, hacia el Canal de la Mancha, mientras cientos de miles de franceses huyen despavoridos hacia el sur y el Gobierno francés en pleno hace las maletas para abandonar París. La palabra “armisticio” empieza a ser pronunciada... Es el momento que elige Benito Mussolini, el Duce, para declarar gallardamente la guerra a Francia. “¡Qué pueblo tan noble y admirable estos italianos que nos apuñalan en la espalda en un momento semejante!”, se quejará amargamente el entonces primer ministro francés Paul Reynaud.

La maniobra del líder fascista italiano va a saldarse, sin embargo, con un rotundo fracaso. Mussolini se suma a los combates cuando Francia prácticamente ha caído con el fin de aprovechar su derrota para asentar su hegemonía en el Mediterráneo occidental y anexionarse algunos territorios franceses: de Túnez a Córcega, de Saboya a Niza (estas dos últimas, cedidas a Francia en 1860 a cambio del apoyo de Napoleón III a la unificación italiana). Sin embargo, la tenaz resistencia francesa en el frente de los Alpes ante tropas muy superiores en número convierte en un fiasco el ataque del ejército italiano, que apenas consigue entrar unos metros en la ciudad fronteriza de Menton. Después,  Hitler, necesitado una Francia vencida pero no humillada, colaboradora en lugar de resistente –de otro modo, se hubiera visto obligado a estacionar un gran número de divisiones, que necesitaba para su futuro ataque a la Unión Soviética– va a descartar con un revés las pretensiones del Duce.

Tras la declaración de guerra a Francia, que Mussolini leyó en el palacio Farnesio, el embajador francés salió precipitadamente de Roma de vuelta a París. Todo estaba roto. Y sólo pudo reconstruirse después de la guerra. Desde entonces, nunca más había sucedido algo semejante hasta que, el pasado 7 de febrero, el Gobierno francés llamó a consultas a su embajador en Roma –un gesto diplomáticamente grave, y todavía más entre socios y aliados europeos– en protesta por los continuos ataques de los dirigentes políticos italianos, y particularmente de los dos hombres fuertes del Gobierno, los viceprimeros ministros Luigi di Maio (jefe de filas del antisistema Movimiento 5 Estrellas) y Matteo Salvini (de la ultraderechista Liga). Ataques personales contra el presidente francés, Emmanuel Macron, acusaciones contra Francia por su política europea y hacia África –tachada de neocolonialista–, se han sucedido en las últimas semanas, hasta el punto de que el 21 de enero la embajadora italiana en París fue llamada al Quai d’Orsay para recibir una queja formal.

Las relaciones bilaterales entre Francia e Italia  han sufrido periódicamente algunas sacudidas. La política migratoria de París, que bloquea la entrada de inmigrantes procedentes del sur en la frontera de Ventimiglia en un gesto de evidente insolidaridad, es uno de los principales focos de desavenencia. Pero estos se han multiplicado desde el triunfo de las fuerzas populistas en las elecciones italianas de marzo del 2018. La guerra de guerrillas lanzada desde Roma contra su vecino transalpino ha llegado al punto ridículo de frenar –en medio de soflamas nacionalistas– la cesión al Museo del Louvre de obras de Leonardo da Vinci que debían nutrir la gran exposición del 500 aniversario de su muerte.

Los encontronazos con Emmanuel Macron, sobre todo en materia de política europea, han sido constantes. Pero la gota que ha colmado el vaso, y que precipitó la llamada a consultas del embajador francés, fue la visita semiclandestina que Luigi di Maio realizó el día 5, en Montargis (algo más de un centenar de kilómetros al sur de París), a un grupo de dirigentes de los chalecos amarillos, el movimiento que ha puesto al Gobierno francés contra las cuerdas y ha sembrado de violencia, semana tras semana, las calles de la capital.

“El viento del cambio ha cruzado los Alpes”, proclamó Di Maio por Twitter, donde expresó y ofreció todo su apoyo a los chalecos amarillos, que se presentan –al igual que los grillini– como un movimiento ni de derechas ni de izquierdas, antisistema y anti establishment, y defensor de la democracia directa. Lo que no dijo Di Maio es que el líder amarillo que le recibió, Christophe Chalençon, es un ultra declarado que aboga públicamente por un golpe de Estado en Francia, ha llamado al general  Pierre de Villiers –ex jefe del ejército cesado por Macron tras criticar públicamente los recortes en Defensa– a tomar el poder y se jacta de disponer de fuerzas  “paramilitares” listas para actuar. Decididamente, el M5E, que en algún momento pretendió parecer progre, ha perdido definitivamente el norte, si es que alguna vez lo tuvo.

La deriva de Di Maio, que nunca ha sido un ideólogo –su currículum   es de un vacío sideral, ni un triste máster inventado tiene–, está directamente vinculada a la situación política interna italiana. El socio presuntamente menor de la coalición, Matteo Salvini, se le ha comido todo el terreno gracias a su política de mano dura en materia de inmigración, mientras el líder de los grillini va perdiendo terreno en los sondeos electorales. Con pocos triunfos en la mano –el Gobierno italiano se ha acabado plegando a las exigencias presupuestarias de la UE y la economía italiana ha entrado en recesión–, Di Maio ha decidido jugársela a la carta del enemigo exterior. El problema es que ese enemigo está demasiado cerca. Y es demasiado poderoso.


lunes, 4 de febrero de 2019

La Europa de los hermanos enemigos


"Oh, Alemania mía, yo partiré, y con la bala y el sable derramaré la sangre francesa. Oh cielo, envíanos a miles de franceses, queremos que duerman bien tranquilos, y llegaremos a ellos con nuestros cañones, plomo y pólvora”. En 1813, las palabras del poeta nacionalista Ernst Moritz Arndt excitaban el ardor patriótico de los prusianos contra la opresión napoleónica. El mismo Arndt, por cierto, cuyo poema Des Deutschen Vaterland (La patria de los alemanes) acabaría siendo el oficioso himno nacional de Alemania antes de su unificación. Quienes repasan la sangrienta historia que ha enfrentado a franceses y alemanes a lo largo de los siglos empiezan habitualmente a contar por la guerra franco-prusiana de 1870-1871, para seguir después con la Primera y la Segunda guerras mundiales. Pero la serie empezó antes. Y no se comprende del todo la fuerza con que surgió el nacionalismo alemán en el siglo XIX sin las guerras de conquista de Napoleón.

De hecho, el hermanamiento carolingio francoalemán de los siglos VIII y IX está también teñido de sangre. El celebrado Carlomagno, el primer europeo, amplió su imperio –que en el momento de heredarlo se extendía ya por la zona occidental de lo que hoy es Alemania– por la fuerza militar, conquistando Baviera y Sajonia por las armas, y sometiendo a los levantiscos sajones a una brutal represión hasta conseguir doblegarlos. En el 782, por ejemplo, Carlomagno ordenó como represalia la masacre, cerca de Verden (Baja Sajonia), de 4.500 sajones, decapitados por negarse a convertirse al cristianismo... A Carlomagno, rey de los Francos –no lo olvidemos, una tribu de origen germánico, nada que ver con el mito de los galos irreductibles–, se le describe como un hombre sensible y culto. Pero, ante todo, era un guerrero.

En la ciudad de Aquisgrán –Aachen en alemán, Aix-la-Chapelle en francés–, en la frontera de Alemania con Holanda y Bélgica, donde Carlomagno instaló la capital imperial, en una sala gótica del Ayuntamiento donde antaño se levantó la asamblea carolingia, la canciller Angela Merkel y el presidente Emmanuel Macron firmaron el 22 de enero un nuevo tratado bilateral entre Alemania y Francia. Complementario del tratado del Elíseo de 1963 suscrito por Adenauer y De Gaulle –el de la reconciliación entre los hermanos enemigos–, el nuevo tratado de Aquisgrán habla no sólo de cooperación, sino también de “integración” francoalemana dentro de la UE.

Hermanos bajo Carlomagno –cada uno con sus tradiciones y sus lenguas, eso sí–, franceses y alemanes quedaron separados en el año 843 con el desmembramiento del imperio. Muerto sin pena ni gloria el heredero de Carlomagno, el emperador Luis el Piadoso, los tres hijos que le sobrevivieron  se reparten ese año sus dominios en un tratado firmado en un lugar que acabaría siendo sinónimo, mucho tiempo después, de todos los horrores: Verdún.  Carlos el Calvo se queda lo que acabará siendo Francia –heredando la flor de lis del blasón carolingio–; Luis el Germánico, la futura Alemania –con la otra mitad del escudo, el águila–, y Lotario, un reino en el centro entre los otros dos de fugaz existencia. Desaparecido prematuramente Lotario, sus dos hermanos se acabarán repartiendo, en principio amistosamente, sus territorios. Pero esa inestable zona central, llamada Lotaringia, que el analista Alain Minc considera la “falla continental” de Europa desde el punto de vista político y militar, será el escenario de todas las guerras posteriores entre Alemania y Francia, que lucharán por su control. Como diría nuestro querido Enric Juliana: Mapas, mapas, mapas.

El milagro de Europa es la reconciliación francoalemana, la reunión de los hermanos enemistados después de tanta sangre vertida. Europa es la reunión de Alemania y Francia. Sin ella, Europa no existe. El Reino Unido se puede marchar de la UE. O Polonia. O España. Pero mientras las dos potencias continentales sigan unidas, subsistirá. Si un día este núcleo se rompiera, la Unión Europea desaparecería, liberando todos los demonios nacionalistas que han llenado el continente de camposantos.

El nuevo tratado de Aquisgrán puede parecer relativamente anodino, falto de épica.   Una de sus principales novedades es el acento que se da a la cooperación bilateral en el terreno de la defensa (lo mismo que se quiere impulsar a nivel europeo en el seno de una UE bastante desorientada). Ambos países se comprometen, por ejemplo, a  organizar despliegues militares conjuntos en el exterior y a tratar de realizar proyectos comunes en materia de exportación de armamento. Una nueva cláusula –a modo de doble seguro,  que reforzaría la existente en la OTAN– establece que  Alemania y Francia se comprometen a asistir al otro “por todos los medios disponibles, incluida la fuerza armada”, en caso de una agresión militar exterior en territorio europeo (Ultramar es otra cosa)

Berlín y París se proponen asimismo acrecentar la colaboración en su diplomacia internacional –incluso intercambiando personal y apoyando la presencia de Alemania como miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU–, instituir una zona económica integrada  francoalemana –mediante una progresiva convergencia normativa– e incrementar la cooperación transfronteriza, incluyendo aquí –¡ojo!, algo que ha excitado a las fieras nacionalistas de derechas y de izquierdas– el fomento del bilingüismo en los territorios fronterizos, como las históricamente disputadas Alsacia y Lorena. ¡La Lotaringia!

Pero, en cierto modo, lo más importante del tratado de Aquisgrán no es su contenido, sino su mera existencia. Es una profesión de fe en Europa, y en la paz que el continente ha conquistado en las últimas siete décadas. Y que, hoy, nuevas fuerzas de todos los colores, en todos los países, del Norte al Sur, desprecian con insolente ignorancia y pavorosa insensatez.