domingo, 20 de febrero de 2022

¿Es el enemigo? Que se ponga...

@Lluis_Uria

La iniciativa mediadora del presidente francés, Emmanuel Macron, en la crisis de Ucrania –tan necesaria como arriesgada–, apenas logra ocultar las fuertes divergencias que hay en el seno de la UE respecto al trato con Rusia.


De acuerdo con una leyenda tan extendida como dudosa, Henry Kissinger, que dirigió la política exterior de Estados Unidos entre 1973 y 1977, se habría hecho públicamente la siguiente pregunta: “¿A quién he de llamar si quiero hablar con Europa?”. Todo indica que el diplomático norteamericano jamás dijo tal cosa. Pero la frase ha quedado como la cruda descripción de la principal carencia de la Unión Europea: la ausencia de un liderazgo político unívoco.

La UE, como bien saben en Washington –al igual que en Moscú y en Pekín–, es un gigante económico y una gran potencia militar (con armas atómicas), pero políticamente es un adolescente que no ha logrado su emancipación. No hay una voz, sino 27. No hay un teléfono al que llamar, sino media docena... Y la crisis entre Rusia y Occidente a causa de Ucrania lo ha vuelto a poner notoriamente de manifiesto.

Han tenido que pasar varias semanas de desconcierto, cobijados –y anulados– bajo las alas de EE.UU., para que los europeos tomaran la iniciativa. Y ha tenido que ser una vez más Francia quien diera el primer paso. No sin polémica ni recelos. No sin riesgo. El viaje de esta semana del presidente francés, Emmanuel Macron, a Moscú y Kíev, en un intento de abrir una vía diplomática que permita una desescalada, y a medio plazo abordar el problema de seguridad de fondo, era osado y sin duda necesario, pero no exento de peligro.

La entrada en escena de Macron guarda un asombroso –e inquietante– paralelismo con la que protagonizó en el 2008  otro presidente francés, Nicolas Sarkozy, quien en agosto de ese año viajó a Moscú y Tiflis para negociar un alto el fuego en la guerra relámpago que enfrentó a Rusia y Georgia. También entonces Francia ostentaba la presidencia semestral de la UE. También entonces se celebraban unos Juegos Olímpicos –en aquel caso, de verano– en la misma ciudad de Pekín, de donde el entonces primer ministro y hoy presidente ruso, Vladímir Putin, tuvo que salir precipitadamente hacia Moscú...

La guerra estalló el 8 de agosto del 2008, cuando el entonces presidente georgiano, Mijaíl Saakashvili –hoy encarcelado en su país por corrupción, tras haberse exiliado en Ucrania–, lanzó una ofensiva militar contra la provincia separatista de Osetia del Sur que pronto se extendió a la de Abjasia, controladas por milicias prorrusas. La maniobra fue un desastre. Rusia intervino con toda su potencia armada y en cinco días desarboló al ejército georgiano y se puso al alcance de la capital, Tiflis.

La intervención de Sarkozy permitió pactar un alto el fuego y la retirada parcial de las tropas rusas (el presidente francés negoció con su homólogo ruso, Dimitri Medvédev, sin querer ver que no era más que el hombre de paja de Putin, en un colosal error de apreciación). Georgia se salvó de ser ocupada –suponiendo que esa fuera la intención del Kremlin–, pero perdió el control de las dos provincias rebeldes, cuya independencia fue reconocida inmediatamente después por Moscú. Desde entonces, están bajo su tutela. Lo que Sarkozy vendió entonces como un éxito diplomático quizá no lo fue tanto...

En Ucrania, Moscú ya controla de facto la región prorrusa del Donbass y en el 2014 se anexionó la península de Crimea. Las reclamaciones que el presidente ruso ha puesto sobre la mesa de EE.UU. y sus aliados van, de hecho, mucho más allá del conflicto ucraniano: pide el alejamiento de la OTAN de sus fronteras y su retirada de países como Rumanía y Bulgaria, algo que sabe que la Alianza nunca aceptará. Los objetivos que realmente espera alcanzar en este envite son un misterio. Pero la amenaza de una invasión militar de Ucrania (con la que amaga amasando tropas, pero que formalmente niega) es su principal baza. En este escenario, el margen de maniobra de Macron es muy estrecho. Y el riesgo de que Putin, que sólo reconoce como interlocutor válido a EE.UU., le utilice para exacerbar las divisiones entre europeos y americanos es muy elevado.

Porque Europa siguen siendo 27 voces y a pesar de los intentos de Macron –asociando a sus gestiones al llamado Triángulo de Weimar, con Berlín y Varsovia– y del alto representante para la Política Exterior, Josep Borrell, de presentar un frente unido, las disensiones están al orden del día. La dureza de las sanciones económicas a aplicar a Rusia en caso de invasión –en las que Europa saldría claramente perjudicada– suscita importantes divergencias. La mayoría de los países del antiguo bloque soviético, con Polonia y los bálticos a  la cabeza, abonan la línea dura frente a Moscú. Otros, como Alemania o Austria, que dependen del suministro de gas procedente de Rusia –y con la que tienen además importantes vínculos comerciales–, apuestan por el diálogo.

La actitud ambigua del canciller alemán, Olaf Scholz, ha levantado suspicacias en el Este y en Washington (la embajadora germana en EE.UU. trasladó a Berlín un informe alarmante al respecto). El envío de 5.000 cascos a Ucrania, mientras otros enviaban armas, tuvo un aire grotesco... La visita de Scholz al presidente norteamericano, Joe Biden, buscaba corregir esta imagen, pero sólo lo logró a medias: cuando se habló de paralizar el gasoducto Nord Stream 2 se fue por las ramas. Claro que no es el único. El primer ministro italiano, Mario Draghi, también llamó a Putin para asegurarse el suministro de gas. Por no hablar de la visita de pleitesía al Kremlin del húngaro Viktor Orbán...

Francia, campeón de la energía nuclear, no necesita el gas ruso. Y, tradición gaullista obliga, tampoco es el gregario de EE.UU. Macron camina, pues, en el filo de la navaja y sabe que corre el  riesgo de estrellarse. Pero antes de asumir la inevitabilidad de la guerra, prefiere coger el teléfono y decir, como el insuperable Miguel Gila: “¿Es el enemigo? Que se ponga...”.


domingo, 6 de febrero de 2022

La otra guerra que Europa está perdiendo

La gravedad de la crisis de Ucrania ha tapado otra no menos inquietante: Europa, con Francia a la cabeza, está a punto de verse forzada a abandonar su combate contra el yihadismo en Mali y salir escaldada del país. Los rusos también empujan aquí.


@Lluis_Uria

Europa tiene muchos frentes abiertos. No sólo en el Este. La amenaza de Rusia a raíz de la crisis de Ucrania, por su gravedad, ha tapado otros no menos inquietantes. La seguridad de la UE se juega también en el Sur. Y en el Sahel, en esa amplia franja semidesértica al sur del Sáhara donde hoy campa una nebulosa de grupos yihadistas –filiales de Al Qaeda y el Estado Islámico (EI)–, la situación se está deteriorando a marchas forzadas. Hasta el punto de que puede convertirse para Europa en una derrota militar y política en toda regla. Con los rusos también en medio, por cierto...

El jueves, el Gobierno de Dinamarca anunció su decisión de retirar de Mali una dotación de un centenar de soldados de sus fuerzas especiales integrados en la operación Takuba, una fuerza europea desplegada en el marco de la lucha contra el terrorismo yihadista. El repliegue fue decidido después de que la junta militar que gobierna el país africano desde el golpe de Estado de agosto del 2021 les instara por dos veces a abandonar el país alegando falsamente que su presencia no contaba con el consentimiento de las autoridades. Copenhague ha hablado de “juego sucio”, pero se ha plegado.

La marcha forzosa de los daneses es un golpe bajo –acaso definitivo– a la presencia militar europea en Mali, liderada por Francia, que desde el 2013 ha actuado mal que bien como muro de contención de los grupos islamistas que operan en el norte del país. “No podemos quedarnos en esta situación”, se lamentó el viernes el ministro francés de Asuntos Exteriores, Jean-Yves Le Drian, mientras su homólogo maliense,  Abdoulaye Diop, dijo “no excluir nada” sobre la presencia francesa.

 La crisis amenaza con socavar especialmente la posición de Francia, antigua potencia colonial, en África Occidental (la llamada Françafrique), donde históricamente ha ejercido un ambiguo papel similar a la tutela, entreverado de intereses políticos y económicos. Y que los últimos golpes militares en Mali, Guinea Conakry y  Burkina Faso están erosionando.

Mientras los europeos son empujados hacia la puerta de salida por los militares golpistas, estos se la han abierto a Rusia, que ha puesto un pie en Mali –al igual que en otros países de la zona, como la República Centroafricana– a través de las milicias mercenarias del grupo Wagner, asentadas hoy en la mítica Tombuctú. Una hiriente paradoja, dado que la ciudad había sido reconquistada de manos de los yihadistas por paracaidistas franceses en enero del 2013, para acabar marchándose en junio pasado tras la decisión de Emmanuel Macron de reducir su contingente.

Pero volvamos un poco hacia atrás. Todo empezó en el 2011...  La intervención militar francobritánica en Libia en apoyo de una de las primaveras árabes acabó con la caída del régimen del coronel Muamar el Gadafi, pero dejó tras de sí un país fragmentado y en permanente guerra civil. Uno de sus efectos colaterales fue el desplazamiento de grupos armados islamistas hacia las zonas desérticas del sur, donde reforzaron los movimientos rebeldes  del norte de Mali. En poco tiempo fueron ganando terreno y acabaron avanzando peligrosamente hacia la capital, Bamako.

En enero del 2013, a petición de su homólogo maliense, Dioncounda Traoré, y bajo el paraguas de la ONU, el entonces presidente francés, François Hollande, lanzó una importante intervención militar –la operación Serval–que en pocas semanas  frenó y rechazó a los islamistas. Pero la felicidad duró poco. Pronto se vio que Mali iba a convertirse, como Afganistán, en un larga guerra de desgaste.

Han pasado nueve años desde entonces y no se ve el final. A pesar de que Francia mantiene desplegados, en la que  después ha devenido la operación Barkhane, unos 4.000 soldados (de los 5.100 que llegó a tener); a pesar de que una decena de países europeos se han sumado a la fuerza de operaciones especiales Takuba (de la que ahora se va a ir Dinamarca a la fuerza) con 800 soldados, y de que otra veintena larga de países, entre ellos España, han asumido a través del programa EUTM la formación y entrenamiento del ejército maliense –con más de 500 militares–; a pesar de que, en fin, la ONU contribuye con 14.000 cascos azules a la estabilización del país, la amenaza no ha disminuido. Al contrario, se ha extendido.

Los grupos yihadistas del norte de Mali, crecidos con los combatientes desplazados desde Siria e Irak tras la derrota del Estado Islámico, ya no amenazan sólo a este país, sino también a las regiones fronterizas de Burkina Fasso y Níger. Y los franceses, antaño vitoreados como liberadores, hoy son repudiados por las multitudes,  desesperadas ante la impotencia para frenar tantas matanzas: a finales de noviembre, un convoy militar francés que viajaba de Costa de Marfil a Mali fue hostigado por turbas de ciudadanos a su paso por Níger y Burkina Fasso a gritos de “¡Abajo Francia!”.

La ofensiva de la junta militar maliense contra la fuerza Takuba –desplegada en el 2020 a iniciativa de París– es un ataque al corazón de lo que Francia veía como embrión de una fuerza de intervención militar europea. Tras esta maniobra la ministra francesa de Defensa, Florence Parly, ve la mano de Moscú: “En África, como en Europa, Rusia privilegia una estrategia de intimidación, opta por la confrontación enmascarada, que es un factor de desestabilización”. La presencia de Wagner en Mali, con varios centenares de combatientes, ha empezado a sembrar en Bruselas y otras capitales la duda sobre si continuar en el país. En Ucrania quizá no, pero aquí los rusos parecen tener las de ganar. En algunos lugares, la bandera tricolor francesa ha sido ya  puesta en horizontal...