domingo, 27 de agosto de 2023

Miénteme y dime que me quieres


@Lluis_Uria

Antes de ser fulminantemente despedido de Fox News TV por Rupert Murdoch el pasado mes de abril, el otrora comentarista estrella de la cadena Tucker Carlson había ultimado un presunto documental donde llamaba a invadir militarmente Canadá para “liberar” al país vecino del régimen “totalitario” del liberal primer ministro Justin Trudeau. ¿Su pecado? Haber impuesto severas restricciones por la pandemia de covid. El documental –en cuya carátula, de aires soviéticos, aparecía Trudeau con un bigotito vagamente hitleriano– nunca llegó a ver la luz, su emisión fue suspendida a raíz del despido de su sulfuroso autor. Pero seguramente la idea regocijó a su admirado Donald Trump, quien mientras ocupó la Casa Blanca mantuvo unas relaciones execrables con el mandatario canadiense

Antivacunas abonado a todas las teorías de la conspiración, conocido por su ideología ultraderechista, sus comentarios racistas y arengas violentas, ferviente trumpista y enconado defensor de que las elecciones del 2020 fueron un fraude, al polémico presentador la verdad nunca le importó un bledo. Tampoco a Fox News TV, por otra parte. Ni a sus seguidores. Hace tres años, una juez federal –Mary Kay Vyskocil, nombrada precisamente por  Trump– absolvió a Carlson y a la cadena en una demanda por difamación haciendo suya la tesis de la defensa según la cual el tenor general del programa dejaba claro a cualquier telespectador avisado que sus comentarios eran “exageraciones” que no se basaban necesariamente en “hechos reales”.

La extrema polarización política en Estados Unidos debe mucho a Fox News TV y otros medios de comunicación similares de la órbita republicana –amplificados por las redes sociales–, donde las falsificaciones y las mentiras descaradas son moneda corriente. El escritor Honnoré de Balzac, que enjuiciaba críticamente la deriva sectaria de la prensa francesa en el siglo XIX, anticipó este escenario en su novela Illusions perdues (Ilusiones perdidas) de 1837: “Un diario es una tienda donde se venden al público palabras del color que este desea. Si existiera un periódico de los jorobados, demostraría noche y día la bondad, la necesidad de los jorobados. Un diario ya no está hecho para iluminar, sino para halagar las opiniones”.

Si estos medios triunfan, se debe a la indiferencia de gran parte de la opinión pública, para quien la verdad ha dejado de ser un valor y los hechos han perdido su carácter incontrovertible. Encerrados en burbujas sociales inmunes a toda influencia exterior, acostumbrados a leer y escuchar solo aquello que confirma nuestras opiniones y prejuicios, la veracidad de la información ha dejado de importar. Las mentiras más zafias son creídas a pie juntillas por una ciudadanía previamente entregada. Dime que me quieres aunque sea mentira, como diría Johnny Guitar...

Por eso Donald Trump, procesado ya en cuatro ocasiones, acusado de delitos tan graves como el intento de revertir de forma fraudulenta el resultado de las urnas en las elecciones presidenciales del 2020, mantiene una popularidad incólume en el campo republicano.  Más incluso, a cada imputación crecen sus apoyos: un 63% de los electores republicanos desean hoy que Trump vuelva a presentarse en el 2024, según un sondeo de Associated Press-NORC de esta semana, cuando el pasado mes de abril eran el 55%. Que, mientras tanto, el expresidente –que insiste en sus mentiras  e insulta a jueces y fiscales– pueda ser juzgado y condenado a prisión no parece quitarles el sueño. Y menos aún les lleva a hacerse preguntas.

Su admirado Vladímir Putin lo tiene mucho más fácil todavía. El presidente ruso no tiene que lidiar con la justicia –que controla– ni con partidos de oposición o medios independientes, perseguidos y acallados como en lo buenos viejos tiempos de la URSS. Los medios oficiales martillean a la ciudadanía con proclamas nacionalistas y belicistas, en las que Occidente es presentado como el gran villano y la agresión contra la vecina Ucrania, como una operación especial de legítima defensa.

Por detrás de la propaganda oficial, las consecuencias de la guerra empiezan a hacerse evidentes también para los rusos. Sus soldados mueren por miles (una investigación independiente de los medios Meduza y Mediazona cifra el número de rusos muertos entre el inicio de la guerra y mayo pasado en 47.000, tres veces más que en los diez años de la guerra de Afganistán de 1979-1989) mientras la economía se degrada a causa de las sanciones internacionales y el esfuerzo bélico: los gastos en defensa se llevan ya más de una tercera parte del presupuesto (5.590 millones de rublos en el primer semestre de este año, el 37,3% del gasto, según un documento oficial obtenido por Reuters), lo que ha forzado al Gobierno a hacer recortes en educación y sanidad. Pero nada parece hacer mella en la popularidad de Putin. El último sondeo del Centro Levada, del pasado julio, sitúa el apoyo ciudadano al presidente ruso en un rotundo 82%.

En el 2024 ambos hombres, uno en el Kremlin y el otro de nuevo en la Casa Blanca, podrían volver a encontrarse y revivir la complicidad de antaño. Lo cual obligaría a barajar de nuevo las cartas de la guerra de Ucrania. Y a enfrentar, acaso, otros frentes de conflicto. Porque la invasión de Canadá era una chaladura de Tucker Carlson, pero cada vez hay más voces en el Partido Republicano que, para combatir el tráfico de fentanilo hacia Estados Unidos –donde causa 100.000 muertes al año–, proponen nada menos que intervenir militarmente en México... Seguro que la opinión pública americana lo compra.


domingo, 6 de agosto de 2023

¡A las armas, ciudadanos!


@Lluis_Uria

"El patriotismo es amar a su país, el nacionalismo es detestar el de los otros”, dijo una vez el general De Gaulle. Es una máxima que ha hecho fortuna, pero que a duras penas oculta el hecho de que la frontera que separa ambos conceptos es extremadamente fina y porosa. La Historia demuestra que tarde o temprano la patria acaba cobrándose en sangre –la de sus propios hijos y la de los adversarios– el tributo de  lealtad y amor que exige. Algo que los himnos nacionales, sobre todo los más antiguos, compuestos muchos de ellos en los siglos XVIII y XIX originalmente como cantos patrióticos y de guerra, no se recatan en recordar. Sus letras hablan de muerte y violencia. Cuando no reflejan un odio añejo y visceral.

Su revisión siempre genera vivos debates. No había ninguna aversión explícita a la antigua potencia colonial, Francia, en el hasta ahora vigente himno  nacional de Níger –La Nigerìènne–, no en vano había sido compuesto en 1961, tras la independencia, por un francés, Maurice Albert. Más bien al contrario, había un verso particularmente odioso para los nigerinos en que parecía loarse la benevolencia de la antigua metrópolis: “Sintámonos orgullosos y agradecidos por esta libertad nueva”, rezaba.

Ya no. El pasado día 22, la Asamblea Nacional de Níger aprobó por unanimidad  un nuevo himno –El honor de la patria– donde el agradecimiento al antiguo explotador ha desaparecido y por el que se intenta fomentar el patriotismo de la población: “Encarnemos el valor y la perseverancia, y todas las virtudes de nuestros dignos ancestros –dice ahora–, guerreros intrépidos, determinados y orgullosos, defendamos la patria al precio de nuestra sangre”. Si el himno anterior era más bien pacifista, este retoma la tradición belicosa de los cantos nacionales.

A diferencia de Níger, en Argelia el himno nacional –Kassaman, compuesto en 1955 por el militante nacionalista Moufdi Zakaria desde su prisión de Argel– es más bien poco amable con Francia, a la que se cita explícitamente –algo extremadamente inusual– en su tercera estrofa: “¡Oh, Francia! El tiempo de las palabras se ha acabado. Lo hemos cerrado como se cierra un libro. ¡Oh, Francia! ha llegado el día en que rindas cuentas...”. Hasta ahora, esta controvertida estrofa era raramente escuchada, pues era de uso más común una versión reducida del texto que la obviaba. Curiosamente, mientras en Niamey se borraba el pasado colonial del canto nacional, el presidente de Argelia, Abdelmadjid Tebboune, firmaba un decreto que amplía la lista de eventos en que debe escucharse la versión íntegra del himno argelino. Lo que ha sentado como una patada en París...

A quienes han amagado algún tipo de  protesta –prudente, la ministra francesa de Exteriores, Catherine Colonna ha considerado que tal decisión venía “a contratiempo”–, se les ha recordado la violencia que tiñe también la letra de La Marsellesa. Lo cual no deja de ser cierto y es periódicamente objeto de debate en Francia, donde hay quienes consideran conveniente adaptar el himno a la realidad del mundo de hoy. Y, en particular, ahorrar a los escolares de primaria tener que cantar cosas como “¿Escucháis en los campos bramar a esos feroces soldados? Vienen hasta vuestros brazos a degollar a vuestros hijos, vuestras compañeras”,  o el célebre pasaje “¡A las armas, ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones! ¡Marchemos, marchemos! ¡Que una sangre impura riegue nuestros surcos!”.

Pero hay algo más que violencia en La Marsellesa. Hay un señalamiento del enemigo. El himno, compuesto en Estrasburgo en 1792 por el capitán Claude-Joseph Rouget de Lisle, fue concebido como una canción de guerra para el Ejército del Rhin y los “feroces soldados” a los que alude no son otros que los prusianos reagrupados al otro lado de la frontera, dentro de la coalición de las monarquías absolutas europeas, para atacar a la Francia revolucionaria (el nombre de La Marsellesa se debe a que la primera vez que fue escuchada en París fue casualmente en las voces de los voluntarios marselleses que se dirigían al frente)

Después vendría Napoleón a tratar de liberar a sangre y fuego a los alemanes del Antiguo Régimen. De ahí que durante el tiempo previo a la unificación, Alemania tuviera como himno oficioso una canción patriótica, Des Deutschen Vaterland (La patria de los alemanes), escrita por el poeta nacionalista Ernst Moritz en 1813, que incubaba una animadversión similar en sentido inverso: “Esa es la patria del alemán, donde la ira aniquila la basura extranjera, donde cada francés se llama enemigo, donde cada alemán se llama amigo”. La atormentada historia del país ha hecho que el himno contemporáneo Das Deutschlandlied (La canción de Alemania) –instaurado en 1922, suspendido tras la Segunda Guerra Mundial  y recuperado en 1952– se limite a una sola estrofa, que habla de unidad, justicia y libertad. Y se haya eliminado el arranque que deleitaba a los nazis: “Alemania, Alemania por encima de todo...”

Los cantos patrióticos y el ardor guerrero van tradicionalmente de la mano. Salvo en un puñado de casos en todo el mundo en que el himno, como en el caso de España, carece de letra. Y no por falta de iniciativas. De Eduardo Marquina a José María Pemán,  pasando por Marta Sánchez, en el último siglo ha habido diversos intentos –con mejor inspiración unos, con patéticos resultados otros– de dotar de contenido a la Marcha Real. Sin éxito. Compuesta originalmente en 1761 como Marcha de Granaderos, sus aires castrenses, sin embargo, la delatan.