lunes, 19 de marzo de 2018

Entre espías anda el juego


En los pasillos del Quai d’Orsay se contaba años atrás que, en sus tiempos como presidente del Gobierno español, Felipe González se acostumbró a enviar cada año un jamón de Jabugo al entonces presidente de la República, Jacques Chirac. Y que las cosas empezaron a torcerse entre el líder gaullista y el siguiente inquilino de La Moncloa, José María Aznar –con quien tendría ocasión de enfrentarse a cara de perro a raíz de la guerra de Irak–, cuando el refundador del PP decidió dejar de enviar el jamón al Elíseo...

Dádivas e intercambios de este tipo son bastante habituales entre jefes de Estado y de Gobierno. Esta misma semana, la canciller de Alemania, Angela Merkel, reconoció que de vez en cuando envía al presidente de Rusia, Vladímir Putin, algunas botellas de cerveza de la casa Radeberger –fundada en 1872 en la población del mismo nombre y primera cervecera alemana en elaborar exclusivamente cerveza pilsner–, a cambio de lo cual el nuevo zar de todas las Rusias le remite selecto pescado ahumado.

Vladímir Putin se aficionó a la Radeberger  durante los años en que estuvo destinado en Dresde, en la antigua República Democrática de Alemania, como agente del mítico KGB (Comité de Seguridad del Estado) entre 1985 y 1990, en el momento final de la Unión Soviética. El joven espía contaba 32 años cuando se trasladó a la RDA con su primera esposa, Ludmila, y su hija María, y en la capital de Sajonia nació la segunda, Ekaterina. El agente Putin, cuyo nombre en clave era Plátov –en recuerdo del general cosaco que hostigó al ejército de Napoleón en retirada en 1812-1813–, se encargaba de obtener información sobre las redes de la disidencia.

No consta que Plátov fuera un agente extraordinario, tan sólo un espía más del KGB. Sin embargo, y gracias a los cambios que trajo consigo la perestroika y la descomposición de la URSS, acabó en 1998 siendo nombrado director de los nuevos servicios secretos rusos, que pasaron a llamarse FSB (Servicio Federal de Seguridad). Y si duró poco en el puesto, es porque al año siguiente fue nombrado primer ministro por el presidente Borís Yeltsin.

En su etapa como espía en la RDA, Putin no sólo se aficionó a la Radeberger, sino que vivió acontecimientos que le marcaron personal y políticamente. Sus biógrafos coinciden en destacar la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento de la RDA, que vivió en directo, como momentos clave de su trayectoria. El 5 de diciembre de 1989, una multitud asaltó la sede  de la Stasi –la policía secreta germanoriental– en Dresde, a pocos metros de las oficinas del KGB, cuyos agentes se dedicaron a destruir todo el material comprometedor de que disponían, mientras esperaban –inútilmente– que Moscú diera la orden de desplegar los tanques. Nunca salieron. “Lo destruimos todo, todo el material sobre nuestros contactos, sobre nuestros agentes, yo mismo quemé una gran cantidad de documentos. Quemamos tantos que el horno acabó por explotar”, contó personalmente Putin en una rara serie de entrevistas publicada en el 2000.

El presidente ruso aprendió en Dresde cuán frágil puede ser el poder que otrora pareciera omnímodo. Aprendió a desconfiar. Y a ahogar cualquier disidencia desde la cuna. El propio modelo político de la RDA, que toleraba otros partidos diferentes al comunista siempre que se sometieran al régimen, parece ser el que el jefe del Kremlin intenta poner en práctica en la Rusia del siglo XXI. Como espía, también aprendió a utilizar métodos expeditivos y a no tener demasiados escrúpulos. En ese mundo, a fin de cuentas, sólo cuenta la razón de Estado, al margen de la ley o de la moral. Por ello, resulta extremadamente difícil creer que la sistemática eliminación de exespías, opositores y disidentes rusos que se está produciendo en Londres pueda estar llevándose a cabo sin la aquiescencia –o la orden directa– del Kremlin.

Probablemente es también más que una casualidad –más bien, un síntoma– que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, haya decidido cambiar a Rex Tillerson, un hombre pragmático y temeroso de la ley internacional, por el ex jefe de la CIA Mike Pompeo  al frente del Departamento de Estado, piedra angular de la política exterior norteamericana. Mike Pompeo no es un espía. A diferencia de Putin –o de su sucesora al frente de  La Agencia, Gina Haspel– no ha hecho carrera previa como agente. Pompeo, si bien graduado en West Point –además de en  Harvard– , hizo carrera como empresario en el sector aeronáutico antes de meterse en política de la mano de la secta ultra del Tea Party.

Pero sus años como miembro del comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes y como director de la CIA hacen que los métodos de los servicios secretos no le sean en absoluto ajenos. Y ni siquiera chocantes, puesto que dentro del partido republicano Pompeo ha manifestado ampliamente un perfil duro e intransigente. El nuevo jefe de la diplomacia estadounidense es una persona que no se ha andado con  remilgos en el pasado ni es de esperar que lo haga en el futuro. Un verdadero halcón que considera imprescindible mantener la prisión de Guantánamo y lamenta que Obama cerrara las cárceles irregulares que la CIA diseminó por el mundo, que ve en los líderes musulmanes a los cómplices necesarios del terrorismo yihadista, que está por derrocar el régimen comunista-dinástico de Corea del Norte y por abortar el acuerdo nuclear con Irán, y que parece poco inclinado a contemporizar con la Rusia de Putin a pesar de las simpatías iniciales de su comandante en jefe.

Cuando una nueva guerra fría parece haberse instalado de nuevo entre Rusia y Occidente, que los modos de la confrontación se emancipen de los usos diplomáticos y se sometan a la lógica de los espías es todo menos tranquilizador.




lunes, 5 de marzo de 2018

El legado del diablo


No está claro qué diferencia hay –más allá del grado– entre torturar y torturar con moderación. Para Jean-Marie Le Pen, el viejo patriarca de la ultraderecha francesa y cofundador del Frente Nacional (FN), es la misma que separa lo inaceptable de lo aceptable. “Sí, el ejército francés la practicó (la tortura) para obtener información durante la batalla de Argel, pero los medios que empleó fueron lo menos violentos posible. Entre ellos figuraban los golpes, la gégène (electrocución, en el argot militar francés) y la bañera (inmersión de la cabeza en el agua), pero ninguna mutilación, nada que afectara a la integridad física”. Lo relata con comprensión el propio Le Pen –que fue teniente de paracaidistas en la guerra de Argelia– en el primer tomo de sus memorias, Fils de la Nation (Hijo de la Nación), recién aparecido en las librerías. ¡Uf! ¡Qué alivio! Así que eran torturas humanitarias... Aún pareciéndole razonable, el veterano líder de la extrema derecha se cuida de negar las acusaciones que le señalan personalmente como uno de los torturadores...

La aparición de Fils de la Nation, que abarca el periodo entre su nacimiento en 1928 en Bretaña y la fundación del FN en 1972 –lo más jugoso estará en la segunda entrega, programada para diciembre–, ha constituido todo un acontecimiento político y editorial en Francia. La primera edición, de 50.000 ejemplares, se ha agotado antes de salir a la venta y se ha tenido que tirar ya una segunda edición de prisa y corriendo.

Jean-Marie Le Pen se va. Empezó a irse ya en el 2011, cuando cedió la presidencia del partido –todavía lo lamenta hoy– a su hija Marine, quien en estos años se ha afanado por “normalizar” y “desdiabolizar” –aunque sea sólo en la superficie– el Frente Nacional. Esto es, hacerlo más aceptable y digerible, aunque sea a costa de borrar las aristas más afiladas de su padre –“Yo no soy Belcebú”, decía él mismo con cierta sorna y no poca complacencia–, un proceso  que pretende culminar ahora, en el próximo congreso del FN en Lille, el 10 y 11 de marzo, cambiándole el nombre al partido. Lo que su progenitor no ha dudado en calificar de “traición” y “parricidio”, dos términos equivalentes en un clan donde política y familia se funden.

Jean-Marie Le Pen se va. Y por eso publica sus memorias. A sus 89 años, es su último testimonio. Podría considerarse su testamento político, pensando sobre todo en el segundo tomo, pero a este respecto cabe más esperar un ajuste de cuentas. En todo caso, su auténtico legado hay que buscarlo fuera de sus páginas. Jean-Marie le Pen vivió su máximo momento de gloria –y de vértigo– cuando en las elecciones presidenciales del 2002 consiguió el 16,8% de los votos y desbancó al socialista Lionel Jospin –a la sazón, primer ministro–, pasando a la segunda vuelta. Mal que le pese, su hija Marine le superó en el 2017 al obtener el 21,3% en la primera vuelta y el 33,9% en la segunda, con más de 10 millones y medio de votos. De algún modo, él puso la semilla. En otro país, el FN sería un partido fundamental de la vida política. En Francia, merced al sistema electoral mayoritario a dos vueltas, su presencia en el Parlamento es sólo testimonial.

Pero la fuerza del Frente Nacional en Francia, el auténtico legado de Le Pen,  no se mide en diputados y en escaños. Su fuerza –creciente en los últimos años– se mide en influencia ideológica. Y es aquí donde el partido de los Le Pen ha acabado en cierto modo por imponerse. Obnubilado por el modelo del PP español y deseoso de absorber a todo el electorado de la extrema derecha, Nicolas Sarkozy (2007-2012) ya abrió el camino de la aproximación de la derecha a las tesis del FN. Al igual que Donald Trump tenía a Steve Bannon, Sarkozy tenía a Dominique Buisson, un ultra declarado, como principal inspirador. Tras ser desalojada del Elíseo en el 2012 por François Hollande y perder en el 2017 frente a Emmanuel Macron, la derecha francesa vuelve a probar este mismo camino. Tanto más cuanto que el actual presidente de la República ha captado a lo más granado del centroderecha...

El nuevo patrón de Los Republicanos  –última marca de fábrica del antiguo partido gaullista–, Laurent Wauquiez, ha abrazado con fervor las tesis ultras en lo que concierne a la inmigración, el islam, la seguridad ciudadana y –en parte– la Unión Europea, hasta el punto de expulsar del partido a figuras centristas como Alain Juppé o Xavier Bertrand. Adalid de una “derecha desacomplejada”, Wauquiez, con ecos claramente trumpistas, se dirige a “la Francia real”, hace gala de una manera de hablar “franca” y directa –lejos de lo políticamente correcto–, y se presenta como  el defensor de las clases populares y las clases medias empobrecidas y olvidadas... Wauquiez ha descartado hasta ahora todo pacto con el FN –al que de hecho aspira a fagocitar–, pero su confluencia ideológica deja el terreno abonado.

Quien sí ha dado ya el paso, al otro lado de los Alpes, es Silvio Berlusconi –un Trump avant la lettre–, que en las cruciales elecciones de mañana domingo se presenta en coalición con La Liga –abandonada ya la apelación “del Norte” tras abrazar el horizonte nacional italiano– y Hermanos de Italia, donde se mezcla el nacionalismo ultramontano y el populismo xenófobo. Las cosas que se han escuchado estos días en Italia podría suscribirlas el propio Le Pen sin traicionar su ideario. En este contexto, el resultado de las urnas del 4-M será observado con gran atención en tierras de su vecino transalpino, donde podrían ensayarse algunas recetas en las elecciones europeas del 2019. Se dirá que las realidades de Italia y Francia son muy diferentes, pero acaso no lo sean tanto. A fin de cuentas, como decía el escritor Jean Cocteau, “los franceses no son más que italianos malhumorados”.