lunes, 26 de noviembre de 2018

Bill, al teléfono


James O’Brien conduce un programa radiofónico en la emisora británica LBC donde conversa por teléfono con los oyentes sobre temas de actualidad. La semana pasada recibió la llamada de Bill. “Estaba equivocado, estaba equivocado, estaba equivocado...”, repetía como una letanía al otro lado del hilo telefónico. Bill, de quien no sabemos más que su nombre, aunque podemos presumir –por su timbre de voz– un hombre de edad madura, es uno de los numerosos británicos que hace dos años y medio votó a favor del Brexit y luego se ha arrepentido. “Pensaba que estaríamos mejor, pero estaba equivocado, estaba equivocado... Lo siento, ¡lo siento tanto!”, exclamó entre sollozos ante la creciente irritación de O’Brien, enojado porque el pobre Bill cargara sobre sus hombros con el desastre en lugar de derivar la culpa hacia los políticos que urdieron una montaña de mentiras. Y que hoy siguen mintiendo.

El 23 de junio del 2016 los británicos votaron mayoritariamente en referéndum por abandonar la Unión Europea, señalada por los brexiters como la causa de todos los males del Reino Unido. Fue una mayoría clara, legalmente inapelable, pero escasa: 17,4 millones (51,9%) contra 16,1 millones (48,1%). Y socialmente  insuficiente: votó por el leave un 37% del electorado, contando a los abstencionistas (“El 37% no es mayoría”, rezaba la pancarta de dos tristes y decepcionadas europeístas). Hoy los sondeos –dicho sea con toda la cautela– indican que, de celebrarse un nuevo referéndum, serían esta vez los partidarios de permanecer en Europa quienes se llevarían el gato al agua. Y por una diferencia mayor. No son pocos quienes lo reclaman. Bill, en este sentido, no está solo.

En las redes sociales –como en la cuenta RemainerNow, en Twitter–, proliferan los testimonios de arrepentidos. Uno de ellos envió una carta a los parlamentarios británicos pidiendo una nueva votación: “El referéndum fue construido sobre promesas destinadas a ser rotas y eso mancha nuestra democracia”, argumentaba. Y añadía: “Soy uno de los votantes que ha cambiado de opinión. Y no estoy solo”. Pero no hay cuidado, salvo que medie una catástrofe política o económica, no habrá una nueva consulta. (Por cierto, cabría preguntarse por qué los promotores de referéndums de secesión –así en Quebec como en Escocia– consideran democráticamente impecable volver a repetirlos tantas veces como sea necesario mientras pierden, pero –como los brexiters– lo rechazan cuando ganan)

En cualquier caso, si algo ha quedado claro en el caso del Brexit es que la victoria del leave sobre el remain se fraguó sobre una estafa monumental. Nunca nadie mintió tanto ni con tanto descaro. Probablemente porque nunca pensaron seriamente que llegarían a ganar. La mentira más emblemática –la de que el Reino Unido se ahorraría 350 millones de libras semanales que podría dedicar a su deshecho sistema de salud– fue reconocida como una falsedad por su propios promotores, Boris Johnson y Nigel Farage, apenas una semana después de la consulta. Pero mentiras hubo muchas más: desde que, tras el Brexit, el resto del mundo haría cola para suscribir suculentos acuerdos comerciales con el Reino Unido, que retornaría a los gloriosos y prósperos tiempos imperiales, hasta que, en caso contrario, la previsible entrada de Turquía en la UE provocaría una invasión de inmigrantes turcos en las islas británicas. Un blog de la oficina de la Comisión Europea en Londres detectó –y trató de desmentir– a lo largo de una década cerca de 700 mentiras destinadas a enturbiar la realidad de Europa. El catálogo de partida era, pues, inagotable.

Las falsedades han seguido después, cuando se ha tratado de vender a la opinión pública que la salida de la UE no sólo sería beneficiosa, sino fácil e indolora. No lo era, no podía serlo y no lo será. De ahí que la primera ministra británica, Theresa May, haya acabado suscribiendo un acuerdo con Bruselas  que, en la práctica, desnaturaliza el sentido del  Brexit, puesto que mantendrá durante largo tiempo –dos años para empezar, pero por un plazo indefinido–  al Reino Unido sometido a las normas europeas y  contribuyendo a su presupuesto, pero sin tener ni voz ni voto. ¡Una auténtica hazaña! El penúltimo negociador británico del Brexit, el dimitido Dominic Raab, consideró ayer que este trato es “incluso peor” que seguir en la UE. Probablemente sea un juicio justo...

El problema es que la alternativa es catastrófica. Una ruptura sin acuerdo con Europa castigaría sobre todo a los británicos, el 44% de cuyas exportaciones van al continente, mientras que sólo el 8% de los intercambios se produce en sentido contrario, y  sería un golpe serio para una economía que ya está sufriendo una notable desaceleración –un 1,6% de crecimiento medio anual desde el 2016 frente al 3% del periodo 1995-2007, según un estudio del grupo financiero sueco SEB– a causa del Brexit, junto a una notable depreciación de la libra esterlina. En caso de salida abrupta, las previsiones son sombrías. La Confederación de la Industria Británica prevé, en tal caso, un encarecimiento y escasez de algunos productos de consumo, el colapso de los  transportes, el hundimiento del sector del automóvil, el desplome del mercado inmobiliario y la contracción del poderoso sector financiero de la City, con la consecuente pérdida de miles de empleos. Para May no hay duda: es mejor un mal acuerdo que una ausencia de acuerdo, por más que sigan gritando sus mentiras los Johnson y los Farage de turno.

La opinión pública parece estar respaldando la vía pragmática de May. Pero el riesgo sigue ahí. El expresidente francés Jacques Chirac, en un ejercicio no exento de cinismo, dijo una vez: “Las promesas sólo comprometen a quienes las escuchan”. De las mentiras, no son culpables únicamente quienes las profieren. También los crédulos son –somos– responsables.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Un país, dos mundos


Dennis Hof, muerto a sus recién cumplidos 72 años tras una larga –y se supone que agitada– fiesta de cumpleaños en uno de los clubs de su propiedad, The Love Ranch, en Nevada, era un rendido admirador de Donald Trump. Tras militar en  el movimiento libertario –en el sentido que este concepto político tiene en Estados Unidos, esto es, una corriente de derechas que propugna la reducción a la mínima expresión de la intervención del Estado en la economía y en la vida de las personas–, Hof quedó encandilado con el triunfo hace dos años del actual inquilino de la Casa Blanca y se apuntó como tantos otros a la corriente del trumpismo. Hasta lograr presentarse como candidato del partido republicano en las elecciones legislativas por el estado de Nevada. Pero Hof no se quedó ahí. Como bien explicaba en estas páginas la corresponsal de La Vanguardia en Washington, Beatriz Navarro, el  empresario reconvertido en político llegó a identificarse con su ídolo e incluso  tituló un libro autobiográfico inspirándose en otro del propio Trump: The art of the pimp (El arte del macarra) por The art of the deal (El arte del trato)

Entre ambos personajes hay no pocas similitudes –su narcisismo, el gusto por el dinero, un ostensible menosprecio por las mujeres y una moralidad acomodaticia–, pero sus sectores de negocio eran muy diferentes: el inmobiliario –fundamentalmente– en el caso de Trump, el de la prostitución en el de su presunto sosias. Porque Dennis Hof, que se reivindicaba públicamente como proxeneta, era el propietario de media docena de burdeles en Nevada, donde este tipo de establecimientos es legal.
Si Dennis Hof ha sido noticia estos días no es, sin embargo, por sus controvertidos negocios, sino por haber resultado ganador en las elecciones del 6 de noviembre –¡con el 63% de los votos!– tres semanas después de haber fallecido. La autoridad electoral adujo que era ya tarde para cambiar las papeletas y ahora habrá que encontrarle un sustituto. Un problema menor...

El problema mayor es que la elección una vez muerto de Hof, un hombre cuya vida y moralidad chocaban además abiertamente con los supuestos principios ideológicos de los conservadores,  demuestra hasta qué punto en estas elecciones lo de menos eran las personas y sus ideas o principios, sino su alineamiento en uno de los dos campos en liza. “Esto es el movimiento de Trump –argumentaba el propio Hof antes de sucumbir a sus excesos–, la gente pone a un lado sus creencias morales y religiosas por tener a alguien honesto en el cargo”. Que la segunda aserción sea discutible no invalida la primera... La gente vota incluso en contra de sus propios intereses, como se ha visto con los productores de soja, los principales perjudicados por la guerra comercial de Trump con China, que pese a todo mantienen su fe en el presidente –de eso se trata justamente, de fe– y le han renovado su apoyo en las urnas. Trump sigue arrastrando y genera tantas fobias como adhesiones. Es enormemente sintomático que los candidatos republicanos apoyados por Trump hayan tenido más éxito que quienes se apartaron del personaje para evitar su toxicidad...

Las elecciones del día 6 han cambiado el panorama político en Estados Unidos: las fuerzas se han reequilibrado un poco –la presidencia de Trump estará ahora mucho mas fiscalizada con la nueva mayoría obtenida por los demócratas en la Cámara de Representantes– y ha emergido una nueva generación de políticos, con una creciente presencia de mujeres y representantes de las minorías. La oposición progresista tiene hoy más motivos que hace una semana para encarar con más confianza la batalla de las presidenciales del 2020, pero no la tiene ganada. Ni de lejos. El huracán azul –por el color de los demócratas– se ha quedado en una tormenta tropical y el trumpismo ha resistido bastante bien.

Lo más significativo, y preocupante, del momento político actual es la profunda división –política, social y territorial– de Estados Unidos. Es más evidente que nunca que hay dos Américas que se miran cara a cara, cada vez más profundamente alejadas. Los resultados del 6-N arrojan una  neta fractura entre hombres y mujeres, entre mayores y jóvenes, entre blancos y miembros de otras minorías, entre personas sin formación y con estudios, entre el campo y la ciudad. Los primeros votaron mayoritariamente por los republicanos, los segundos, por los demócratas. La tendencia ya se produjo en la elección presidencial del 2016. Pero ahora se ha agravado. Trump y el nuevo partido republicano que está modelando a su imagen y semejanza han conseguido aumentar todavía  sus apoyos entre los trabajadores blancos, mientras los demócratas en fase de virar a la izquierda han acentuado su presencia entre las clases medias de los suburbios con educación universitaria.

El voto es el reflejo de un alejamiento cada vez mayor de las dos mitades de la población norteamericana respecto a valores y principios: según un estudio del Pew Research Center, las distancias se han incrementado considerablemente entre un campo y el otro, desde mediados de los noventa hasta hoy, respecto a asuntos capitales como la inmigración (42 puntos de diferencia sobre cómo abordar el problema), la discriminación racial (50 puntos), las ayudas públicas a los más necesitados (47 puntos) y el talante –pacifista o militarista– de la política exterior (50 puntos)

En EE.UU. hay dos mundos que conviven en el mismo espacio pero habitan universos completamente separados. Y nada indica que la brecha vaya a disminuir. Por el contrario, el viraje populista e identitario de la derecha no hace más que ahondarla. Basta mirar hacia Europa, a nuestro propio vecindario, para comprobar que este fenómeno está lejos de representar una particularidad americana.