lunes, 25 de marzo de 2019

La violencia ya no es lo que era


Ser el primero es un honor que puede costar muy caro. El sargento Lawrence Russell Kelly, de 42 años, natural de Altoona –una pequeña ciudad de Pensilvania nacida al calor del ferrocarril–, lo sufrió en propia carne. Lanzado en paracaídas sobre Normandía el Día D, integrando la 82ª División Aerotransportada  del ejército de Estados Unidos, tenía que ser el primer norteamericano de las tropas del general Patton en entrar en París el 25 de agosto de 1944. La noche antes había entrado ya la avanzadilla del general Leclerc, con los blindados de los republicanos españoles de La 9 a la cabeza. El alto mando estadounidense, más interesado en aprovechar la victoria en la batalla de Normandía para proseguir el avance hacia el corazón de Alemania que en dar un rodeo por París, dejó que la única división aliada francesa –aunque plagada de extranjeros– fuera la primera en llegar a la capital. El orgulloso general De Gaulle proclamaría  falsamente después: “¡París liberada, por sí misma y por los ejércitos de Francia!”. Las fake news no son de hoy...

El sargento Kelly iba a ser el primer soldado estadounidense en pisar París (razón por la cual durante años se le rindió homenaje, como símbolo de todos los  G.I., en los Inválidos), pero apenas tuvo tiempo de vislumbrar la torre Eiffel.  Cuando empezaba a atravesar el puente de Saint-Cloud en su jeep, milicianos franceses le dispararon por error desde la otra ribera, creyendo ver a soldados alemanes. Malherido, murió dos años después en Altoona, quizá sin llegar a saber que ese plácido brazo del Sena donde empezó a perder la vida era cruzado hace siglos por damas y caballeros de la sociedad parisina para sus citas galantes, y fue el escenario elegido por Alejandro Dumas para situar el secuestro de Constance –amante de D’Artagnan– por orden del pérfido cardenal Richelieu. En recuerdo del sargento Kelly queda hoy un monolito con una placa a la entrada del puente, que casi nadie mira y algunos sinsustancia pintarrajean.

Con sólo 15 años –y mintiendo sobre su edad–, Kelly ya había luchado en Francia, durante ocho meses de 1917, en la Primera Guerra Mundial. Y cuando estalló la Segunda, volvió a alistarse. No lejos de donde cayó mortalmente herido, en la colina de Suresnes, un cementerio de inmaculadas cruces blancas sobre verde césped acoge las tumbas de más de 1.500 soldados de EE.UU. muertos en la Gran Guerra. Él mismo podía haber estado entre ellos.

Europa es un gran camposanto. El continente entero puede recorrerse de punta a punta siguiendo las tumbas de los soldados. En el cementerio norteamericano de Colleville-sur-Mer, en Normandía, sobre la bella playa bautizada en clave como Omaha –el más cinematográfico de todos–, hay cerca de 10.000 sepulturas. En Noyers-Pont-Maugis, en las Ardenas, se despliegan en la ladera de una colina las tumbas de 27.000 soldados alemanes caídos en las dos guerras mundiales. En el escenario de la sangrienta batalla de Verdún, una veintena de cementerios acogen los restos de 56.000 soldados franceses... No son números. Todos ellos tenían una identidad. Como el sargento L.R. Kelly.

No ha pasado tanto tiempo desde la última gran conflagración, pero un abismo parece separarnos de esos tiempos oscuros. La inconcebible magnitud de tales cifras nos conmociona y perturba. Una tragedia semejante parece hoy en Europa absolutamente impensable, inaceptable.

Hoy, una sola muerte violenta nos conmociona. Y el terrorismo, por el hecho mismo de golpear ciega e indiscriminadamente, nos estremece de forma particular. Ahí están, como últimos ejemplos, la masacre perpetrada el 15 de marzo por un terrorista australiano de ultraderecha en dos mezquitas de la ciudad neozelandesa de Christchurch –donde dejó un balance de 50 muertos–, o el asesinato tres días después de tres personas en un tranvía de Utrech (Países Bajos) a manos de un islamista turco, convertidas ambas –sobre todo la primera– en tragedias globales.

La sucesión constante y regular de atentados terroristas –en cualquier momento, en cualquier lugar– nos hace sentir vulnerables y nos da la sensación de que vivimos en un mundo esencialmente violento.  Y, sin embargo,  probablemente es el menos violento de la Historia. Así lo subrayaban en un artículo reciente publicado en Foreign Policy los  profesores Rachel Kleinfeld y Robert Muggah, quienes constatan que desde el final de la Segunda Guerra Mundial el número de víctimas causadas por la guerra –entre países enemigos o en enfrentamientos civiles– no ha hecho más que descender. Y desde los atentados del 11-S del 2001 en  EE.UU., también han caído las víctimas del terrorismo, que además afecta mucho menos a Occidente de lo que la opinión pública percibe. “La probabilidad de morir en un atentado terrorista en Europa en el 2016 fue del 0,027 por 100.000” –remarcan–, mientras que “el 90% de todos los ataques terroristas se producen en siete países: Afganistán, Irak, Nigeria, Pakistán, Somalia, Siria y Yemen”. Algo que se olvida: los musulmanes son, de lejos, las principales víctimas de los yihadistas.

Hay numerosos estudios que, combinando las investigaciones arqueológicas con las series estadísticas, concluyen que si no vivimos en el mejor de los mundos posibles, no vivimos en el peor.  Un trabajo realizado por el profesor de la Universidad de Granada José María Gómez, publicado en Nature en el 2016, concluyó que, de la misma manera que las organizaciones tribales son más violentas que las sociedades estructuradas en estados, los momentos más violentos de la Historia de la humanidad se sitúan fundamentalmente en la Antigüedad y la Edad Media.

Ya antes, el psicólogo norteamericano  Steven Pinker, profesor de Harvard, en una obra titulada The better angels of our nature: Why violence has declined (2011),  destacó que no sólo las guerras han ido perdiendo peso a lo largo de los siglos, sino que también han caído en picado los homicidios. Nuestros ancestros eran enormemente más violentos que nosotros. “Si las guerras del siglo XX hubieran matado a la misma proporción de  población que moría en las guerras de las sociedades tribales, no hubiera habido 100 millones de muertos, sino 2.000 millones”, explicó en una conferencia TED. Si en los años 50 del siglo pasado había 65.000 guerras al año, en la primera década del XXI eran sólo 2.000... Si en la Inglaterra del siglo XIV había 24 homicidios por cada 100.000 habitantes, en la de los años 60 había 0,6...: “La violencia ha declinado a lo largo del tiempo y quizás vivimos en el momento más pacífico de la existencia de nuestra especie”, sostiene.

Aunque a las víctimas de la violencia, tomadas a una a una, la estadística les ha de servir más bien de poco consuelo.




lunes, 11 de marzo de 2019

Un Nobel de pacotilla


Los platos se mustiaron en la cocina –gelatina de foie gras y manzana, pez nieve y tarta banoffee (de dulce de leche y plátano)– y la larga mesa dispuesta en el salón L’Orangerie del hotel Metropole de Hanoi quedó vacía. Donald Trump y Kim Jong Un debían mantener, el 28 de febrero, un último almuerzo de trabajo para cerrar su segunda cumbre, de la que tenía que salir un gran acuerdo. No fue así. Y el presidente de Estados Unidos, irritado por la resistencia del líder norcoreano, al que en los últimos tiempos ha intentado seducir cubriéndolo de elogios desmesurados, canceló la cita. Donald Trump aspira –con mucho desparpajo y pocos argumentos, hasta ahora– a obtener el premio Nobel de la Paz por la pacificación de la península de Corea.  Pero, de existir, tendría muchos más números para ganarse el Nobel de la vanidad.

Es sabido que al presidente norteamericano le obsesiona la memoria de su antecesor, Barack Obama. Y si éste recibió el Nobel de la Paz en el 2009 por su voluntad de favorecer la diplomacia y la cooperación internacional –“Todavía no sabe por qué lo recibió, llevaba quince segundos en el cargo y lo tuvo”, ironizó Trump al respecto–, él no podía ser menos. Así que convenció para que postulara su candidatura  al primer ministro japonés, Shinzo Abe, quien –según el inquilino de la Casa Blanca– habría escrito una “carta magnífica” al comité noruego pidiendo el Nobel de la Paz para él por sus esfuerzos en favor de la paz con Corea del Norte.

“Ya no hay misiles, ya no hay cohetes, ya no hay pruebas nucleares (...) Tenemos una relación genial con Corea del Norte, yo tengo excelentes relaciones con Kim Jong Un”, se vanagloriaba Trump apenas dos semanas antes de la fallida cumbre de Hanoi, mientras sugería –sin asomo de un indicio de prueba– que, con Obama,  EE.UU. hubiera declarado la guerra a Pyongyang.

Ya no hay misiles, ya no hay cohetes, ya no hay ensayos nucleares. Pero sí hay trabajos de reconstrucción –según han difundido esta semana los servicios secretos surcoreanos– del centro de lanzamiento de misiles y satélites de Sohae (o Tongchang-ri), que Kim Jong Un había empezado a desmantelar  tras la primera cumbre con Trump el 12 de junio en Singapur. Los trabajos habrían empezado en realidad antes del malogrado encuentro de Hanoi, lo cual demuestra que las cosas son infinitamente más complejas de lo que Trump pretende. Y que la paz es de cocción lenta.

Todo indica que en la cumbre de Hanoi se habían proyectado demasiadas expectativas. En las semanas anteriores, todas las señales mostraban que no se había avanzado lo bastante, que persistían fuentes diferencias entre ambas partes. Washington exigía un compromiso firme, con garantías, sobre la desnuclearización total de la península coreana antes de levantar ni una sola sanción, mientras que Pyoyang ofrecía un gesto, el desmantelamiento del complejo nuclear de Yongbyon, a cambio de que se levantara una parte de las sanciones. No todas como dijo Trump, pero sí las más onerosas, las aplicadas a partir del 2016 y que más castigan a la economía norcoreana, pues bloquean las exportaciones de metales, minerales y productos agrícolas y pesqueros. En un momento en que Corea del Norte se enfrenta a una grave crisis humanitaria –agravada por las magras cosechas del 2018–, para Pyongyag era una cuestión de vida o muerte lograr un levantamiento gradual de las sanciones. Pero para Washington la desactivación de Yongbyon era insuficiente.  En Hanoi nadie se movió un milímetro. Así que el fracaso era inevitable.

El estado de las negociaciones entre estadounidenses y norcoreanos estaba bastante verde como para aconsejar el aplazamiento de la cumbre. Sin embargo, Trump insistió en celebrarla, en la convicción de que sus dotes de negociador inmobiliario bastarían para llevarse el gato al agua. Le salió mal. Y numerosos observadores coinciden en atribuir justamente el revés a su  personalismo e impreparación habituales.

 Las conversaciones  con Pyongyang no están rotas, la Casa Blanca está dispuesta a reanudar la negociaciones a pesar de las noticias sobre la renovada actividad en Sohae –Trump seguía hablando anteayer de sus buenas relaciones con Kim Jong Un–, y las maniobras militares anuales conjuntas con Corea del Sur –Dong Maeng, iniciadas el lunes pasado– han sido reducidas a la mínima expresión en señal de buena voluntad. Pero si Washington no está dispuesto a prometer a Corea del Norte nada más tangible que un futuro económico tan esplendoroso como incierto,  la paz está muy lejana.

El sulfuroso consejero  de Seguridad Nacional, John Bolton,  consideró que la cumbre de Hanoi no fue tal fracaso, que el fracaso –dijo– hubiera sido  firmar un “mal acuerdo”. Justo el calificativo que Trump y sus halcones utilizan para definir el pacto nuclear suscrito con Irán en el 2015, y que Washington –enfrentado al resto del mundo– ha roto de forma unilateral. Lo cual ya da una idea del (escaso) nivel de compromiso que EE.UU. parece dispuesto a aceptar en la negociación.

Para la dinastía totalitaria de Kim, el arma nuclear es el único seguro de supervivencia del régimen. Y muy difícilmente renunciará a ella sin  fuertes concesiones y garantías. Eso, si llega a renunciar. Hay analistas, como Adam Mount, director del Defense Posture Project de la Federación Americana de Científicos –en declaraciones a la CNN–, o Pierre Rigolout, director del francés Instituto de Historia Social, que consideran que Pyongyang no renunciará nunca –o en mucho tiempo– a su disuasión nuclear, por lo que no es realista pretender llegar a un acuerdo de desnuclearización total. Como ha resumido Robert Litwak, vicepresidente y director del Centro Woodrow Wilson, en The New York Times: “La ironía es que el mejor resultado para el caso de Corea del Norte se parece al acuerdo con Irán”. Una concesión a Satán.