domingo, 29 de octubre de 2023

Dos tumbas para una venganza


@Lluis_Uria

No hay ningún dios,  patria ni causa que pueda justificar las atrocidades perpetradas por los milicianos de Hamas en las poblaciones del sur de Israel. La crueldad y el salvajismo que han demostrado los terroristas palestinos sobre civiles indefensos es de una bajeza moral insondable. Hay quien los ha comparado con bestias... Pero no hay nada más humano que el odio ciego y la brutalidad extrema. Al fin y al cabo, somos los genuinos herederos de Caín.

No hace falta mucho para fabricar  asesinos. Basta con combinar el miedo, el resentimiento y el fanatismo con un adoctrinamiento que presente al otro –culpable de tener otro dios, otra lengua, otra etnia, otras ideas– como una amenaza existencial y le despoje de su condición humana. Detrás, están los que mueven los hilos sentados en sus despachos, protegidos en sus búnkeres, manejando las vidas humanas como si fueran piezas de un juego de mesa. Así ha sido a lo largo de la Historia. Y así han obrado los líderes de Hamas.

Sobre las conciencias de Yahya al Sinuar y Mohamed Deif –en caso de tenerlas– pesará la muerte no sólo de los centenares de israelíes masacrados por sus hombres, sino también de los palestinos que mueren en Gaza bajo los bombardeos de represalia del ejército israelí, sacrificados en el altar de la mesiánica –y no por ello menos calculada– visión de los islamistas radicales que desde el 2007 gobiernan con mano de hierro la torturada franja.

“Los habitantes de Gaza acabarán por revolverse contra Hamas”, vaticinaba esta semana el exnegociador palestino Ghait al Omari, quien participó  en la frustrada cumbre de Camp David del 2000.  Deseo loable, pero de recorrido dudoso. ¿Se revolvió la población alemana contra Hitler cuando sus ciudades eran arrasadas por los bombarderos británicos durante la Segunda Guerra Mundial, causando decenas de miles de muertos? No lo hicieron los alemanes entonces y tampoco lo harán ahora los gazatíes. Y no solo porque estén ahogados por una dictadura implacable, que también –las protestas del año 2019 fueron reprimidas con gran dureza–, sino porque toda agresión exterior tiende a crear una union sacrée.

Lo estamos viendo también en el fuertemente dividido Israel, donde el denostado primer ministro Beniamin Netanyahu ha acabado pactando un gobierno de concentración con el líder opositor Benny Gantz, quien hasta hace solo una semana buscaba el modo de desalojarlo del poder y evitar que su alianza con la ultraderecha y los grupos religiosos integristas destruyera la democracia israelí. Sus maniobras para someter a la Justicia –y librarse así de los casos de corrupción que le atenazan–, su deriva extremista, su arrogante y desastrosa política hacia los palestinos, los clamorosos fallos de seguridad, todo eso queda ahora atrás. También las multitudinarias protestas contra el Gobierno... Es la hora de la guerra. La hora de la unidad.

Y, sin embargo, no hay que olvidar la grave responsabilidad que el actual Gobierno israelí, y Netanyahu en persona, tienen en el estado presente del conflicto.  “El ataque de Hamas es el resultado de la conjunción de una organización islamista fanática y una política israelí imbécil”, ha subrayado el  historiador y exembajador de Israel en Francia Elie Barnavi.

El desprecio hacia las legítimas aspiraciones palestinas, el maltrato a la población de las zonas ocupadas –que incluso oenegés israelíes han calificado de apartheid–, el recorte progresivo del territorio de Cisjordania que debería ser la base de un Estado palestino, el hostigamiento violento de los colonos judíos a los campesinos palestinos, tolerado –cuando no alentado– desde el gobierno de extrema derecha... no podía acabar sin consecuencias. “Tendremos seguridad cuando ellos tengan esperanza”, le dijo a nuestra compañera Gemma Saura el ex jefe del Shin Bet (seguridad interior) Ami Ayalon. Esperanza es lo que lleva décadas negándosele a los palestinos.

La ensoñación de Netanyahu de firmar la paz con los grandes países árabes (los Acuerdos de Abraham) ignorando a los palestinos, como si hubieran dejado de existir por ensalmo, ha tenido un abrupto despertar.

El mundo asiste dividido a la tragedia mil veces repetida. Cada cual elige su campo, llora a sus víctimas e ignora a las del otro. Sin matices. Así ha sido siempre, ¿por qué ahora iba a ser diferente? Lo vemos en las cancillerías, donde se revive la fractura de Ucrania entre Occidente y el Sur Global, entre la derecha y la izquierda. Lo vemos en las redes sociales, donde proisraelíes y propalestinos muestran un alineamiento sin fisuras, una ceguera selectiva, sin lugar para la compasión. 

Tras el horror sufrido por Israel, ahora le toca a Gaza. Hay quien ha comparado el impacto del ataque de Hamas del 7 de octubre con los atentados del 11-S en Estados Unidos. Las mismas causas amenazan con llevar a las mismas consecuencias. Al igual que los norteamericanos hicieron entonces, Israel se prepara ahora para lanzar una invasión militar punitiva, que añadirá más muerte y más dolor. Y que puede acabar tan mal como en Afganistán, que EE.UU. abandonó de nuevo en manos de los talibanes tras 20 años de una guerra inútil.

Pero eso vendrá después. Ahora suenan las trompetas de la venganza, una espiral que lleva décadas arrastrando a israelíes y palestinos a un perenne toma y daca. Y que, como advirtió Confucio hace más de dos milenios, daña a ambos: “Antes de embarcarte en un viaje de venganza, cava dos tumbas”, escribió. Un día, cuando las cenizas de la destrucción y la muerte cubran los falsos sueños de victoria, unos y otros tendrán que sentarse otra vez a hablar.


domingo, 8 de octubre de 2023

Sedición a la americana


@Lluis_Uria

Enrique Tarrio, Henry para sus camaradas, nació hace 39 años en Miami en el seno de una familia de origen cubano y se crió en el barrio de Little Havana, hervidero del exilio anticastrista. Condenado en 2005 y en 2013 por delitos comunes menores, se había reconvertido en pequeño empresario –propietario de un negocio de camisetas con lemas ultras– cuando se integró en la organización de extrema derecha Proud Boys (chicos orgullosos), un grupo ultranacionalista y xenófobo de machos bebedores, homófobos y misóginos que practican la acción violenta contra los grupos izquierdistas. A finales del 2018, se erigió en su líder.

Qué hacía un moreno –sus propios abogados han subrayado sus orígenes afrocubanos– en una banda de supremacistas blancos es algo que debería contestar la psicología. Sus ideas extremistas le acercaron, en todo caso, a Donald Trump, de quien se convirtió en un ferviente partidario. Los Proud Boys se presentaban a sí mismos como sus soldados.

Fuerza de choque del asalto al Congreso de Estados Unidos el 6 de enero del 2021,  que tenía como objetivo abortar la proclamación de Joe Biden como presidente, los principales dirigentes de los Proud Boys han sido condenados a elevadas penas por su participación en aquel intento de golpe. La condena más severa recayó, el pasado 5 de septiembre, en Enrique Tarrio, considerado por el juez como “el principal líder de la conspiración”: le cayeron 22 años de prisión por “conspiración sediciosa”. Tarrio no participó personalmente en el asalto, ni siquiera estaba en Washington sino en Baltimore (había sido expulsado de la ciudad dos días antes por quemar una pancarta de Black Lives Matter). Pero organizó y dirigió a los suyos a través de mensajes encriptados.

En el código penal estadounidense, el delito de “conspiración sediciosa” (título 18, sección 2.384) es definido como la conjura de dos o más personas para “derrocar, suprimir o destruir por la fuerza el Gobierno de Estados Unidos, o hacerle la guerra, u oponerse por la fuerza a su autoridad, o impedir, obstaculizar o retrasar por la fuerza la ejecución de cualquier ley, o apoderarse, tomar o poseer por la fuerza cualquier propiedad de Estados Unidos contra su autoridad”. Junto a Tarrio, otros dirigentes de los Proud Boys han sido condenados por este delito, con penas que oscilan entre 15 y 18 años de cárcel.

Antes de conocer su condena, Tarrio se disculpó, dijo sentirse “profundamente avergonzado” y pidió clemencia. Su abogado dijo que no era más que “un patriota equivocado”... Pero su arrepentimiento, sincero o impostado, no le sirvió de nada.

Quien no pidió perdón fue Stewart Rhodes, exmilitar de 58 años, y  fundador de otro grupo extremista, los Oath Keepers (defensores del juramento), condenado a su vez a 18 años de prisión por el mismo delito (así como otros tres miembros de esta milicia). “Soy un prisionero político, mi único delito ha sido oponerme a aquellos que quieren destruir a mi país”, proclamó. El día del asalto Rhodes se mantuvo también fuera del Capitolio, pero dirigía a sus camaradas por teléfono.

Un total de 1.150 personas  han sido procesadas en Estados Unidos por los sucesos del 6 de enero. La mayoría de ellos se declararon culpables y de los que se arriesgaron a ir a juicio, sólo dos han sido absueltos. Los cabecillas de los dos principales grupos organizados han  recibido penas ejemplares. Eso no quiere decir que todos los asaltantes fueran militantes de estos grupos, ni mucho menos. Un análisis de la Universidad de Chicago calcula que no eran más que el 14%, mientras que la gran mayoría eran sediciosos espontáneos. Contrariamente a lo que se suponía, entre estos abundaban personas de clase media, desde pequeños hombres de negocios a médicos, abogados o arquitectos... convencidos de que Biden había robado las elecciones y de que la violencia para restaurar a Trump en la Casa Blanca era del todo legítima.

¿Estaba el expresidente de EE.UU. detrás de la conspiración, más allá de denunciar repetidamente un fraude electoral que no existió y excitar el mismo día 6 la ira de sus partidarios? Por el momento, la acusación que pesa contra él, por parte del fiscal especial de Washington y por la que será juzgado a partir de marzo del año que viene, no va más allá de aprovechar el asalto al Capitolio para tratar de detener la certificación de la victoria de Joe Biden, lo que se traduciría en delitos de fraude y obstrucción, pero no de sedición. La existencia de un vínculo directo con los asaltantes está por demostrar.

Mientras la justicia va haciendo su camino, Trump avanza también en el suyo para intentar volver a la Casa Blanca en las elecciones presidenciales del 2024. Algo que no podrá hacer su admirador Jair Bolsonaro, que el pasado 8 de enero instigó un asalto mimético contra el Congreso de Brasil con el mismo objetivo de revertir los resultados electorales. Más de 1.300 personas están encausadas por estos hechos y las primeras penas pronunciadas por el Tribunal Supremo Federal, el 14 de septiembre, han sido tan severas como en Estados Unidos: de hasta 17 años de cárcel. A diferencia del norteamericano, sin embargo, el expresidente brasileño –quien podría ser juzgado como instigador de un golpe de Estado militar– ya ha sido inhabilitado hasta el año 2030.

Donald Trump ha prometido que si recupera la presidencia de EE.UU. –lo que no es en absoluto una quimera–, lo primero que hará será conceder el “perdón total” a la mayoría de implicados en el asalto al Capitolio. Nacido en una familia católica, Enrique Tarrio ya debe estar poniendo velas a la Virgen de la Caridad del Cobre...