martes, 29 de diciembre de 2020

La maldición de Dayton

Los acuerdos para poner fin a la guerra de Bosnia, en 1995, han dejado un Estado fallido, ineficaz y corrupto, dominado por los nacionalistas de las tres etnias

@Lluis_Uria


En el puente de Vrbanja empezó la tragedia de Sarajevo. El 5 de abril de 1992, milicianos serbobosnios opuestos a la secesión de Bosnia-Herzegovina de Yugoslavia dispararon contra una manifestación en favor de la paz y acabaron con la vida de dos mujeres, Suada Dilverovic y Olga Sucic. El relato oficial las designa como las primeras víctimas de la guerra de Bosnia (1992-1995), que costó  100.000 vidas y desplazó a dos millones de personas más. Hoy el puente lleva su nombre en una placa, aunque también es conocido como el Puente de Romeo y Julieta porque en este mismo lugar cayeron el 19 de mayo de 1993 una pareja de novios interétnica: Admira Ismic (bosniaca musulmana) y  Bosko Brkic (serbobosnio)

El puente forma parte de los tours turísticos de la ciudad vinculados a la guerra, junto a la Biblioteca Nacional –reducida a cenizas por los bombardeos serbios y hoy reconstruida–, un fragmento del túnel que se abrió para poder llevar suministros a la ciudad sitiada y la antaño peligrosa avenida de los francotiradores, donde se levanta en primera línea el hotel Holiday Inn, cuartel general de periodistas durante el asedio. Renovado en el 2017, el rebautizado Hotel Holiday conserva su perfil y su característico color amarillo, pero poco más. Obtener una habitación apenas cuesta  hoy –consecuencia de la pandemia y el hundimiento del turismo– 57 euros la noche. Durante la guerra se pagaba casi a precio de oro.


En marzo de 1996, una delegación de políticos y periodistas catalanes encabezada por el entonces alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, viajó a Sarajevo para abrir una línea de apoyo a la capital bosnia y se alojó aquí. La fachada principal del hotel presentaba numerosos impactos de proyectiles y las habitaciones de ese lado era impracticables. En los pasillos había huellas de explosiones, con paredes tiznadas y boquetes que dejaban a la vista la armadura de hierro de los muros. Las habitaciones laterales eran seguras pero escuetas. Ninguna tenía cristales en las ventanas –sólo los plásticos suministrados por la ONU–, pero había agua caliente, un lujo reciente.

Hacía cuatro meses que las tres comunidades enfrentadas en la guerra civil de Bosnia –serbios ortodoxos, croatas católicos y bosniacos musulmanes– habían sellado los acuerdos de paz de Dayton (Ohio), negociados durante veintiún días en la base aérea norteamericana de Wright-Patterson. La ciudad había empezado a respirar, pero en sus calles la guerra seguía muy presente. Numerosos edificios estaban destruidos o dañados, y la presencia de los vehículos blindados de la OTAN, así como de grandes contenedores en los cruces –para proteger a los viandantes de los francotiradores–, recordaban que la seguridad era todavía un concepto frágil. La destrucción de Sarajevo era visiblemente física, pero también y sobre todo moral. La antigua ciudad cosmopolita, abierta y multiétnica había sucumbido –al igual que el conjunto del país– ante la furia nacionalista.


Los acuerdos de Dayton fueron firmados por los presidentes de Bosnia, Serbia y Croacia –sus dos peligrosos vecinos, padrinos de sus respectivas milicias– el 14 de diciembre de 1995 en el palacio del Elíseo, en París, con la presencia de los máximos dirigentes mundiales. Han pasado 25 años y el balance no puede ser más desolador. El pacto estableció la creación de un Estado con dos entidades –una república serbia y una federación croato-musulmana, a su vez dividida en dos entes autónomos–, tres nacionalidades y una presidencia tripartita rotatoria. Era la manera de garantizar que ninguno de los tres campos podría imponerse a los demás. Pero a la vez consolidó la división. Dayton puso fin a la efusión de sangre y a la limpieza étnica, pero a costa de profundizar la fractura entre comunidades  y reforzar el dominio de los nacionalistas. Bosnia es un Estado fallido, ineficaz y corrupto que ha perpetuado el inmovilismo y el estancamiento. Muchos jóvenes no ven otra salida que el éxodo: antes de la guerra, el país tenía 4,5 millones de habitantes, ahora apenas pasa de 3.

“Durante mucho tiempo, muchos líderes bosnios han visto la paz como la continuación de la guerra por otros medios. Pese a  los masivos esfuerzos internacionales, las fuerzas de la desintegración han continuado  haciéndose sentir en toda la región”, ha constatado un cuarto de siglo después el ex primer ministro sueco Carl Bildt, antiguo enviado especial a la ex Yugoslavia y copresidente de la conferencia de Dayton.  Las posiciones están tan enquistadas que todo intento de romper el actual statu quo podría despertar de nuevo la violencia.

En este paisaje de desolación hay, con todo, algunos destellos de cambio. En las elecciones locales del 15 de noviembre, una alianza de partidos de la oposición ganó en Sarajevo, cuyo próximo alcalde será un veterano socialdemócrata serbobosnio, Bogic Bogicevic, uno de los pocos que se opuso a la idea de la Gran Serbia y que se quedó en la ciudad durante el sitio. Su elección es un símbolo de que la convivencia aún es posible. En Mostar, la otra gran ciudad dividida –entre croatas y musulmanes–, las elecciones del pasado domingo, las primeras en 12 años, confirmaron la hegemonía de las fuerzas nacionalistas de unos y otros, pero dieron entrada con el 11% de los votos a una fuerza multiétnica: Nasa Stranka (Nuestro Partido)


En 1996, en el viaje de regreso hacia la costa adriática, la delegación catalana  se detuvo en Mostar para visitar al contingente militar español que, integrado por 1.800 soldados, velaba por el mantenimiento del alto el fuego e intentaba reconstruir los puentes entre ambas comunidades: el físico, sobre el río Neretva –más fácil–, y el moral. Las tropas españolas tenían su cuartel general en un abandonado concesionario de Volkswagen y la moneda de curso legal en la cantina era el marco alemán. A veces, los pequeños detalles anuncian los grandes cambios. Y allí, sobre las cenizas de la guerra de los Balcanes una nueva Europa alemana estaba naciendo.


sábado, 19 de diciembre de 2020

El otoño de los generales

@Lluis_Uria

Michael Flynn, laureado exgeneral del ejército de Estados Unidos y fugaz consejero de Seguridad Nacional del presidente Donald Trump, sin duda se considera un patriota. Todos los militares lo hacen, aunque luego algunos conviertan su amada patria en moneda de cambio y coartada de ambiciones menos honorables. Flynn, por ejemplo, firmemente comprometido en la carrera presidencial de Trump, no dudó en buscar complicidades con los rusos –¡los archienemigos de toda la vida!– durante la campaña del 2016.

A consecuencia de sus maquinaciones con el embajador ruso en Washington, tuvo que dimitir de su cargo en la Casa Blanca menos de un mes después de ser nombrado. Y acabó siendo el primer inculpado –por mentir al FBI– en el caso del Rusiagate, que investigaba la interferencia de Moscú en las elecciones norteamericanas. Su penitencia acabó este 25 de noviembre, cuando el presidente le concedió la gracia.

El exgeneral Flynn es un hombre agradecido, además de disciplinado. Así que nada más ser indultado por Trump –dispuesto a perdonar a todos los suyos de cualquier desliz, incluida su prole y él mismo si llegara el caso, antes de abandonar la Casa Blanca– salió en tromba a defender la tesis maliciosa de su jefe de que las elecciones presidenciales han sido una monstruosa manipulación de los demócratas para robarle la victoria.

Nadie, ni los agentes electorales republicanos, ni los jueces, ni el propio fiscal general y titular del Departamento de Justicia, William Barr, han visto el fraude por ninguna parte. Pero da igual. Trump se dispone a dejar el cargo con una mentira colosal que sin embargo medio país ha decidido tragarse sin pestañear.

A Michael Flynn le va la marcha –militar, por supuesto– y no se contentó con clamar al cielo y pedir la intervención de los tribunales. En un arranque de acentos ibéricos, el exgeneral pidió al presidente que suspendiera temporalmente la Constitución, decretara la ley marcial y encargara al ejército la supervisión de unas nuevas elecciones. Ya se encargarían ellos de poner las cosas en su sitio (haciendo desaparecer unos cuantos millones de votos para el  demócrata Joe Biden, se deduce)

Flynn no es un general del montón. Con rango de teniente general, dirigió la Agencia de Inteligencia de la Defensa entre el 2012 y el 2014, y antes tuvo altas responsabilidades en Afganistán e Irak. Es un hombre con formación universitaria, educado en una de las democracias más añejas del mundo. Así que, al menos, propone un golpe aparentando que guarda las formas.

No como Francisco Beca Casanova, exgeneral de División del Ejército del Aire español, quien ajeno a las sutilizas intelectuales de su homólogo norteamericano defendía en un chat de militares retirados  “fusilar a 26 millones de hijos de puta”. Para Beca, no basta con anular los votos de disidentes y traidores, hay que exterminarlos, en la mejor tradición franquista (Paul Preston consigna en su biografía de Franco la estupefacción de Hitler por la política de aniquilamiento aplicada por el caudillo)

Los alivios gástricos de un exmilitar no tendrían más trascendencia si su autor no se hubiera sumado a una carta colectiva de altos oficiales retirados de la XIX Promoción de la Academia General del Aire, dirigida al rey Felipe VI, con ataques  contra el Gobierno. Y si a ésta no se hubiera añadido un manifiesto, suscrito ya por varios centenares de exmilitares, en el que se censura al PSOE, acusándole de haberse entregado  a “comunistas, golpistas catalanes y proetarras vascos”, y alertando de que la unidad de España está “en peligro”.

Entre los impulsores del manifiesto destacan el teniente general Emilio Pérez Alamán –condecorado con la Gran Cruz del Mérito Militar–; el también teniente general Juan Antonio Álvarez Giménez –exdirector de la Academia General Militar de Zaragoza–, y el almirante  José María Treviño –ex Representante Militar de España ante los comités militares de la OTAN y la Unión Europea–. No poca cosa.

Toda esta agitación otoñal castrense no se explica sin el malestar transversal que lleva tiempo incubándose en amplias capas de la sociedad y que se ha acrecentado con la crisis sanitaria y económica de la Covid-19. Y no quedaría completa sin añadir el mar de fondo que se percibe también en Francia. Por más que al otro lado de los Pirineos nadie haya planteado hasta ahora suspender la Constitución, declarar la ley marcial y anular las elecciones. Y mucho menos fusilar a medio país...

En los últimos días la prensa francesa  habla con fruición del exgeneral Pierre de Villiers, antiguo jefe del Estado Mayor de los Ejércitos, que en el 2017 se marchó dando un portazo por sus diferencias con el presidente Emmanuel Macron. Desde entonces, De Villiers no para de escribir libros, con no poco éxito, y ganar adeptos, hasta el punto de que hay quienes ven en él a una suerte de general De Gaulle –o general Bonaparte– redivivo.

El exjefe del Ejército francés juega con la ambigüedad cuando se le pregunta sobre sus aspiraciones presidenciales –algunos sondeos apuntan que un 20% de los franceses podrían votarle si presenta su candidatura, algo que llegaron a proponer los chalecos amarillos– y se deja querer, mientras realiza severas admoniciones  sobre la gravedad de la situación en Francia, que ve incluso al borde de “la guerra civil”.

Podría pensarse que todo estos frufrús de  entorchados, estos cling cling de medallas, simultáneamente en Estados Unidos, España y Francia constituyen hechos aislados sin conexión entre sí. Que cada caso es diferente y responde a una realidad nacional también diferente. Sin embargo, no habría que olvidar un dato fundamental: los tres países están extremadamente tensionados por una desmedida polarización política, que está poniendo seriamente a prueba la solidez del sistema democrático y la cohesión de la sociedad. Y es justamente en momentos así cuando puede emerger la tentación de un golpe de autoridad.




sábado, 5 de diciembre de 2020

Ese mar que se nos escapa

@Lluis_Uria


Sobre la arrogancia francesa se han escrito libros y estampado camisetas. Es un lugar común que casi nadie discute, ni siquiera los propios franceses (en un sondeo del Pew Research Center del 2013, ellos mismos designaban a Francia como el país más arrogante de Europa). Si hay un personaje que ha alimentado con ahínco este estereotipo, éste es Henri Guaino, ex alto funcionario y exdiputado conservador que, tras obtener un escuálido 4,5% de los votos en las elecciones locales en París en el 2017, declaró que el electorado de la circunscripción que le había dado la espalda era “para vomitar”.

Entre el 2007 y el 2012, Guaino era consejero especial –así como ideólogo y autor de la mayoría de los discursos– del presidente Nicolas Sarkozy  y uno de los principales promotores del plan de fundar una Unión del Mediterráneo. Guaino aseguraba con altivez que, estando Francia al frente, la iniciativa de integrar a los países de ambas riberas no acabaría fracasando miserablemente como el llamado Proceso de Barcelona, su precursor. La historia, sin embargo, vendría a poner las cosas en su sitio y el proyecto que Sarkozy lanzó a bombo y platillo en un solemne discurso en el palacio Marshan de Tánger (Marruecos) en octubre del 2007 acabaría encallando en las mismas aguas.

Este viernes se conmemoró con gran discreción –sólo un encuentro telemático a nivel ministerial– el 25º. aniversario del Proceso de Barcelona, nombre por el que se conoció el lanzamiento en 1995 del Partenariado Euromediterráneo (o Euromed) entre la Unión Europea y una docena de países de la ribera sur. La iniciativa, que se concretó en la Conferencia Euromediterránea de Barcelona, fue el fruto de un compromiso de Alemania con Francia y España para reequilibrar por el Sur la apertura de la UE al Este. 

El objetivo era abrir un foro de diálogo político, económico y cultural, y fomentar la paz, la estabilidad y la prosperidad en la zona. En aquel momento las negociaciones entre Israel y Palestina –tras los acuerdos de Oslo– parecían bien encaminadas y había esperanzas de desbloquear el conflicto que atenazaba a toda la región. El líder palestino Yasser Arafat y el entonces ministro de Exteriores israelí –y futuro primer ministro–, Ehud Barak, se erigieron en los protagonistas de la conferencia. Pero el espíritu de Barcelona duró poco. El diálogo israelo-palestino acabó naufragando en la cumbre de Camp David del 2000. Y ese foco de tensión permanente, junto al desinterés y las rivalidades, hicieron embarrancar el proceso.

La ambición de partida –se llegó a hablar de crear una zona de libre comercio en el Mediterráneo en el 2010 que nunca vio la luz– da la medida de la  decepción posterior. A partir del 2004 la nueva Política Europea de Vecindad propició los acuerdos de cooperación bilaterales, con  una liberalización comercial amputada, que excluía los ámbitos del trabajo y la agricultura (los más importantes para el Sur). Así que no es de extrañar que la cumbre del 10.º aniversario, de la que desertaron la mayoría de los líderes árabes, fuera deslucida y triste.

Y en eso llegó Sarkozy. En un viaje de Estado a Marruecos en el otoño del 2007 –con más de un centenar de periodistas de todo el mundo siguiéndole a bordo de un Airbus especial fletado por el Elíseo–, el presidente francés quiso emular a Jean Monnet y Robert Schuman, los padres fundadores de la Europa unida, y propuso poner los cimientos de una Unión del Mediterráneo integrada exclusivamente por los países ribereños. O sea, un Mediterráneo con inequívoco acento francés. (Sarkozy debería haber leído en aquel momento como un mal augurio el hecho de que su reciente divorcio excitara más a los periodistas franceses que su política exterior...)

Francia es mucha Francia –ahí hay que darle algo de razón a Henri Guaino– y en julio del 2008 logró reunir en una histórica cumbre fundacional en el Grand Palais de París a los jefes de Estado y de Gobierno de 43 países de Europa y el Mediterráneo, con las únicas excepciones del rey de Marruecos, Mohamed VI, que delegó, y el líder libio, Muamar el Gadafi. Pero  para entonces la Unión había permutado la preposición “del” por la de “por el”, una modificación nominal pero significativa que cambiaba el sentido de la nueva institución, y había dado entrada por presión de Alemania a toda la UE (lo que levantó no pocas suspicacias en la ribera sur)

 Todo aquel boato fue un bonito espejismo. Porque lo cierto es que lo nuevo se parecía mucho a lo viejo.  Lo cual quedó rubricado simbólicamente con la elección de Barcelona como sede de la secretaría general de la flamante Unión por el Mediterráneo, discretamente radicada desde entonces en el Palau de Pedralbes.

En estos doce años la UPM ha apadrinado numerosos proyectos en ámbitos tan dispares como la gestión del agua, el empleo o la enseñanza superior. Pero el grueso de la cooperación europea no pasa por aquí. Y la institución –que nunca más ha organizado una cumbre del nivel de la de París, ni siquiera en su décimo aniversario– ha quedado políticamente raquítica y al margen de los grandes problemas y conflictos de la región.

Hoy, un cuarto de siglo después del arranque del Proceso de Barcelona, el Mediterráneo está mucho peor que entonces. A los desafíos  ya existentes –el eterno conflicto israelo-palestino y la división de Chipre– se han sumado la guerra de Siria y la desintegración de Libia, efecto sísmico de las primaveras árabes; la aparición del terrorismo islamista de Al Qaeda y el Estado Islámico; la crisis migratoria, que se ha cobrado y se cobra la vida de miles de personas en el mar; la desestabilización del Líbano; las tensiones entre Europa y Turquía; la intervención creciente de potencias exteriores como Rusia y China, o la pandemia de Covid-19, que amenaza con ahondar las ya profundas desigualdades... Frente a todo esto, la modesta UPM está absolutamente inerme. Pero eso no la convierte en algo superfluo. Por el contrario, subraya la necesidad de darle auténtica ambición.