domingo, 28 de noviembre de 2021

La mano que controla el grifo


@Lluis_Uria

Eran las 14.46h del 11 de marzo del 2011 cuando se pararon los relojes. Un violento terremoto de magnitud 9 sacudió Japón y un devastador tsunami arrasó la costa oriental de la isla de Honshu, causando 18.000 muertos. El océano se tragó materialmente la central nuclear de Fukushima, dejándola sin suministro eléctrico e inutilizando los sistemas de refrigeración, lo que provocó la fusión total o parcial de tres de sus seis reactores y una fuga incontrolada de radiactividad. Incomprensiblemente, la central no estaba preparada para tal eventualidad semejante. Unas 165.000 personas tuvieron que ser evacuadas en un radio de 20 kilómetros. Muchas de ellas aún no han podido regresar.

El accidente nuclear de Fukushima, el más grave de la Historia desde el de Chernóbil en 1986, provocó una conmoción mundial. Y llevó a numerosos países a decidir el abandono  de la energía nuclear. El principal de ellos fue Alemania. La canciller Angela Merkel tomó personalmente la decisión. En aquel momento había 17 centrales atómicas en funcionamiento en el país. Actualmente hay seis, y a finales del año que viene no quedará ninguna. A cambio, Alemania se ha visto obligada a quemar carbón a destajo –del que procede aún el 25% de su electricidad–, lo que le convierte en el primer país europeo emisor de CO2 a la atmósfera (823 millones de toneladas)

Pero eso tiene un límite si se quieren cumplir los compromisos contra el cambio climático. Así que Alemania, a la espera de que las energías renovables desplieguen todo su potencial, decidió hace tiempo apostar por el gas natural como energía de transición. Lo cual explica –más allá de la implicación personal del excanciller Gerhard Schröder (a quien una enorme puerta giratoria abierta por su amigo Vladímir Putin colocó en el conglomerado energético ruso)– el gran interés de Berlín por  doblar el suministro de gas procedente de Rusia por el Báltico a través del polémico gasoducto Nord Stream 2 (ya acabado y sólo pendiente del trámite de certificación, temporalmente suspendido por la agencia reguladora)

Al otro lado del Rhin, el panorama es radicalmente opuesto. Francia, el principal socio y aliado de Alemania en la UE, es una de las grandes potencias nucleares del mundo: con 56 reactores en funcionamiento, sólo le adelanta Estados Unidos. El 70% de su electricidad viene de ahí, así que no es extraño que emita a la atmósfera la mitad de CO2 que su vecino (424 millones de toneladas) Tras el desastre de Fukushima, la idea de ir reduciendo –moderadamente– el parque nuclear también acabó por imponerse. Pero el presidente actual, Emmanuel Macron, ha decidido dar un giro drástico y potenciar –en aras de la lucha contra el calentamiento del planeta– la construcción de nuevos reactores nucleares para sustituir a los actuales (a los que les quedan unos veinte años de vida). El programa, aún no concretado, incluye tanto minirreactores como grandes reactores de tercera generación EPR, pero será sin duda enormemente costoso.

Hay que partir de esta divergencia fundamental para comprender que Berlín y París hayan llegado a enfrentarse abiertamente –algo absolutamente infrecuente– en las últimas semanas por este asunto. Alemania, con el apoyo de cuatro países –Austria, Dinamarca, Luxemburgo y Portugal–, aboga por que el gas sea reconocido por Bruselas como energía de transición y rechaza la pretensión de una decena de países encabezados por Francia –a la que siguen Bulgaria, Croacia, Eslovenia, Eslovaquia, Finlandia, Hungría, Polonia, República Checa y Rumanía– de que la energía nuclear tenga este mismo reconocimiento. El objeto de disputa no es otro que el derecho a acceder a financiación europea, un tema fundamental dado el volumen de inversiones necesario.

La existencia de estos dos bloques revela hasta qué punto lo que está también en juego, más allá de las implicaciones medioambientales, es la independencia energética de Europa, cada vez más en entredicho. Los aliados de Francia, la mayoría pertenecientes al antiguo bloque comunista, quieren desprenderse de la tenaza rusa. La controversia que ha rodeado la construcción del Nord Stream 2 es, en este sentido, ejemplar. Estados Unidos es contrario a este proyecto por entender que aumenta la dependencia europea de Rusia y  coloca a Moscú en posición de fuerza para utilizar el suministro de gas como arma política.

Bajo la presidencia de Donald Trump, EE.UU. llegó a boicotear el Nord Stream 2  con una batería de  sanciones (aunque aquí había también otro interés: que  Europa comprara el  gas de esquisto estadounidense, más caro). Pero ya inevitablemente acabada la obra, Joe Biden decidió levantar las sanciones a cambio de inconcretos compromisos por parte de Alemania.  Países de la antigua órbita soviética como Polonia y Ucrania –por donde circula ahora parte del gas ruso hacia Europa y cuyo contrato termina en el 2024– pusieron el grito en el cielo.

Lo cierto es que Europa es muy dependiente del exterior en materia de energía: un 60% de su consumo energético proviene de las importaciones, sobre todo en materia de petróleo y gas natural. Y esta dependencia va al alza. La situación es tanto más preocupante cuanto que el suministro está concentrado en  un puñado de proveedores, particularmente Rusia, de donde procede el 40% del gas, el 30% del petróleo y el 42% del carbón.

El debate sobre la energía nuclear supera, de largo, el ámbito estricto del problema del cambio climático (por grave, urgente y fundamental que este sea) Cuando el general De Gaulle decidió en los años cincuenta del siglo pasado lanzar el programa nuclear francés –tanto militar como civil– su objetivo era garantizar ante todo la soberanía e independencia de Francia. Una dimensión estratégica que Europa no debería en absoluto marginar.


domingo, 14 de noviembre de 2021

La amenaza polaca


@Lluis_Uria

Cuando se dice, se hace a media voz y generalmente en privado (salvo los franceses), pero de forma clara: la salida del Reino Unido de la Unión Europea ha sido, en el fondo, una bendición. Con los británicos dentro, la UE estaba irremisiblemente condenada a la parálisis y la construcción europea, al estancamiento definitivo, argumentan quienes ven en el Brexit una oportunidad. La extraordinaria movilización de la UE frente a la crisis de la pandemia –distribuyendo miles de millones de euros en ayudas directas y aceptando por primera vez la emisión de deuda común– habría sido inimaginable con Londres en la mesa.

Es cierto que el divorcio ha provocado, y seguirá provocando, conflictos. Ahí esta la disparatada pelea por la concesión de unas decenas de licencias de pesca en la zona de las islas anglonormandas –la llamada guerra de las vieiras– o el más grave y  más difícil problema de la frontera de Irlanda del Norte, que pone en peligro los Acuerdos de Paz del Viernes Santo.

Pero más allá de estos desencuentros, la salida británica ha tenido hasta el momento un impacto menor sobre la UE. Los efectos negativos se concentran más bien al otro lado del canal de La Mancha. Y no se trata sólo de las consecuencias a corto plazo que se han visto en las últimas semanas, como la falta de camioneros para distribuir carburantes y otros productos básicos. Un informe de finales de octubre de la Oficina para la Responsabilidad Presupuestaria (OBR, en sus siglas en inglés) vaticina que el Brexit reducirá a largo plazo el PIB del país –esto es, su riqueza– en un 4%, el doble que la crisis de la covid.

El gobierno de Boris Johnson ha tratado de atribuir todos los problemas a la pandemia, pero los británicos –o al menos una parte de ellos– no se engañan: según un sondeo de Opinium Research, el 44% cree que el Brexit ha tenido efectos negativos en la economía (y sólo un 25% los considera buenos)

Si en algún momento, la UE se enfrentó al vértigo de una posible cadena de renuncias siguiendo el ejemplo de Londres, pronto se vio que el riesgo no era tal. Por el contrario, hoy por hoy, el principal problema al que se enfrenta la Unión, hasta el punto de poner en riesgo su existencia, es el de los países que lejos de querer marcharse pretenden quedarse y sabotear la construcción europea desde dentro.

No deja de ser una paradoja que el artículo 50 de los tratados europeos –que prevé y facilita la salida unilateral de un país de la UE–, utilizado por primera y única vez por el Reino Unido, fuera introducido pensando más bien en los diez países que se incorporaron en el año 2004, la mayoría de ellos antiguos satélites soviéticos del centro y el este de Europa.

Algunos de estos países, con Polonia y Hungría a la cabeza, han entrado desde hace unos años en una deriva alarmante, con gobiernos nacional-populistas ultraconservadores de vocación autocrática, que ponen en cuestión los principios democráticos comunes y desafían abiertamente las reglas europeas. Sin embargo, a diferencia de los británicos, y a pesar de tener objeciones fundamentales hacia el proyecto europeo, no tienen la menor intención de activar el artículo 50. No les gusta esta Europa ni comparten el sueño de sus fundadores.  ¿Pero irse? Ni hablar.

El pulso de Bruselas con Varsovia y Budapest, en gran medida por los ataques a  la independencia del poder judicial, ha llegado a su punto culminante con la decisión del Tribunal Constitucional polaco –incitado por el Gobierno del partido Ley y Justicia (PiS), que previamente colocó a jueces afines– de declarar la primacía de la legislación nacional sobre el derecho europeo y de la jurisdicción polaca sobre los fallos del Tribunal de Justicia de la UE. El desafío es total, definitivo. Y abre una crisis de una gravedad sin precedentes. Mucho peor que el Brexit. Porque dinamita los propios cimientos de la Unión.

El primer ministro neerlandés, Mark Rutte, ha dicho que los países que se saltan las reglas comunes “no tienen cabida en la UE” y se colocan ellos mismos “en la puerta de salida”. Pero es sólo retórica. La realidad es que, si bien la UE facilita la salida a quien quiera irse, no hay ningún artículo en los tratados que permita expulsar a los díscolos. Lo máximo que se puede hacer es retirarles los fondos y en última instancia el derecho de voto (lo que no es fácil, porque requiere la unanimidad del resto)

Pero Polonia no piensa irse.  De entrada, la mayoría de la opinión pública es proeuropea. Y además es uno de los países más favorecidos por los fondos comunitarios: debe recibir 36.000 millones de euros del plan covid, más otros 121.000 millones de ayudas de aquí al 2027. Un pastel demasiado goloso... “Las espantosas dificultades económicas, políticas y jurídicas que se derivarían (de un Polexit) serían también un suicidio para el PiS, que ha hecho de la absorción de fondos europeos un pilar de su programa”, constataba el semanario conservador polaco Nowa Konfederacja. Como ha titulado The Economist, “Polonia es un problema para la UE precisamente porque no se va a marchar”.

Europa se juega su futuro en este envite. Si Polonia impone sus tesis, más países seguirán. Hungría –y otros euroescépticos del grupo de Visegrado– serán los primeros en apuntarse. Pero puede haber más. Y de los grandes. Quizá lo más perturbador del caso polaco sea su efecto en Francia. Al margen de la extrema derecha –se llame Le Pen o Zemmour– y de la extrema izquierda –con un Mélenchon muy próximo en el discurso soberanista–, la idea de que la soberanía nacional debe primar sobre el derecho europeo va ganando terreno entre la derecha republicana. Será demagogia preelectoral, que lo es –las presidenciales serán dentro de seis meses–, pero cuando cede ante ella el mismísimo Michel Barnier, ex comisario europeo y ex negociador del Brexit en nombre de la UE, hay de qué preocuparse.El sueño europeo puede estar el borde de su ruina.