domingo, 27 de marzo de 2016

Algo más que un brazo de distancia

09/01/2016

La plaza Tahrir, en El Cairo, pasó a la historia en el 2011 como símbolo de una fallida revolución democrática, una más de las malogradas primaveras árabes. Pero la plaza Tahrir es también símbolo de vergüenza, un lugar donde los hombres dan rienda suelta a sus más execrables instintos. Durante las protestas que pronto hará cinco años acabaron con el régimen de Hosni Mubarak –antes de que el ejército egipcio volviera a ponerlo en pie, tras el paréntesis de los Hermanos Musulmanes–, una noticia dio la vuelta al mundo: una periodista norteamericana de la cadena CBS, Lara Logan, había sido agredida y violada por una turba de machos enfebrecidos en plena plaza Tahrir. En años posteriores le seguirían otras periodistas occidentales: una francesa, una británica, una holandesa... “Me sentí como carne fresca entre leones hambrientos”, explicaría una de ellas, Natasha Smith: “Esos hombres, cientos de ellos, pasaron de ser humanos a animales”.

El fenómeno que estos sucesos pusieron de relieve es, sin embargo, mucho más amplio y profundo. Y no afecta única ni principalmente a las mujeres occidentales. Por el contrario, las egipcias son las primeras víctimas. La Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH) constató que la violencia sexual contra las mujeres en las calles de El Cairo es un comportamiento pavorosamente regular y sistemático. Y contabilizó 250 casos como el de Lara Logan sólo entre noviembre del 2012 y julio del 2013, momento álgido de las protestas contra el entonces presidente, Mohamed Morsy.

Ahora, la plaza Tahrir la tenemos en el corazón de Europa. Lo que sucedió en Nochevieja en la ciudad alemana de Colonia, donde cientos de jóvenes –en su mayoría árabes y algunos de ellos, refugiados sirios recién acogidos en Alemania– agredieron sexualmente y en manada a más de un centenar de mujeres, es un síntoma, la expresión más escandalosa –pero no la única– de un problema de fondo que se extiende por las grandes ciudades del continente. Y que la afluencia masiva de refugiados de los últimos meses –un millón en un año– no puede sino agravar. Toda vez que, como apuntaba recientemente Valerie Hudson, profesora de la Bush School of Government at Public Service de Texas en un artículo publicado en el portal Politico, en este flujo de migrantes hay “un número desproporcionado de hombres jóvenes solteros y no acompañados”. El 66,3% de los registrados el año pasado a su paso por Grecia e Italia eran hombres. Y lo más importante: el 20% de esos refugiados eran menores de 18 años, entre los cuales la ratio era de 11,3 chicos por cada chica. Una desproporción que podría romper de forma espectacular –comportamientos sexuales aparte– los equilibrios entre hombres y mujeres en las comunidades europeas de acogida, llevándolos a niveles parecidos a los que se producen entre los chinos.

Pero el impacto no es únicamente demográfico, no afecta solamente a las posibilidades de los jóvenes para encontrar pareja –por graves que puedan resultar, como se ha visto en China–, sino que es esencialmente social y cultural. Y, por ende, político. La canciller Angela Merkel puso el dedo en la llaga el jueves cuando se preguntó hasta qué punto lo sucedido en Colonia respondía a actitudes individuales o, por el contrario, a “patrones comunes de comportamiento”. Lo ocurrido en los alrededores en Colonia y lo que sucede frecuentemente en la plaza Tahrir es demasiado similar como para no concluir lo segundo.

Digámoslo con todas las letras: los musulmanes –por cultura, por tradición– tienen colectivamente un problema con el sexo y, como consecuencia, con el respeto debido a las mujeres. A su libertad, a su igualdad, a su integridad. Ellos –y sobre todo ellas– son las primeras víctimas. Pero el problema es de todos. El advenimiento del islam en el siglo VII significó un gran avance para las mujeres en la retrógrada sociedad beduina de Arabia, donde tenían los mismos derechos –o menos– que los animales. Desde entonces, sin embargo, no han avanzado demasiado y, desde luego, se han quedado muy lejos de los derechos reconocidos a la mujer en Occidente.

Se ha dicho en ocasiones que la principal dificultad para la integración de los inmigrantes musulmanes en las sociedades europeas es el papel que el islam otorga a la religión en la vida pública, que choca con el principio de laicidad y de separación entre las iglesias y el Estado de nuestros países. Y, sin embargo, el principal obstáculo es probablemente el tratamiento –mezquino, injusto y a veces degradante– que muchos árabes confieren a la mujer, y que vulnera de forma flagrante nuestros principios y nuestras leyes (no siempre nuestros hábitos, como lamentablemente se pone de manifiesto cada día con la violencia machista y el lenguaje utilizado en nuestro penoso debate político)

Basta observar lo que sucede en las banlieues de las ciudades francesas, las humillaciones y el trato vejatorio que sufren las chicas musulmanas de parte de sus compañeros masculinos –de ahí nació el movimiento Ni Putas ni Sumisas en el 2003, y la reivindicación de vestir falda como desafío–, para confirmar que lo de Colonia no es una excepción, sino una norma, y representa uno de los mayores retos al que se enfrenta el mantenimiento de la cohesión de nuestras sociedades.

La alcaldesa de la ciudad renana, Henriette Reker, tuvo esta semana la mala fortuna de aconsejar a las mujeres caminar en grupo y mantener al menos un brazo de distancia con los hombres desconocidos para evitarse problemas. Una recomendación que probablemente cualquiera daría a su propia hija pero que, en boca de la primera autoridad municipal, parecía hacer recaer –una vez más– la culpa en las víctimas. En todo caso, la magnitud del desafío exige la máxima firmeza en la respuesta. Poner un brazo de distancia no bastará.

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