sábado, 24 de diciembre de 2016

Posmentiras

En 1798, los revolucionarios franceses del Directorio decidieron enviar una expedición militar a Oriente Medio para cortar las rutas comerciales de Inglaterra, una de las potencias europeas que habían declarado la guerra a la Revolución. La campaña fue encargada a un jovencísimo general, Napoleón Bonaparte, de tan sólo 24 años, quien pese a su bisoñez había demostrado ya sus excepcionales dotes de estratega en la campaña de Italia contra los austríacos. La incursión napoleónica en Egipto y en Siria acabó tres años después en un clamoroso desastre. Pero para entonces, el petit caporal se había hecho ya con el poder y gobernaba sin cortapisas como Primer Cónsul.

La opinión pública francesa, que seguía la actualidad a través de periódicos y panfletos con un considerable retraso, tuvo una percepción más que parcial de aquellos acontecimientos. El joven Bonaparte, lejos aún del emperador que se acabaría enseñoreando de Europa, ya prestaba una enorme atención a su imagen. Sus victorias en las batallas de las Pirámides y de Aboukir fueron ampliamente publicitadas por sus partidarios, mientras se ocultó cuidadosamente el fracaso del asedio a San Juan de Acre y la  masacre de prisioneros en Jaffa.  Bonaparte se apresuró también a zarpar de Egipto antes de la derrota final, para no ser asociado a ella, no sin publicitar las palabras que le dedicó su fiel  Kléber: “General, vos sois  grande como el mundo, pero el mundo no es lo bastante grande para vos”.

Amplificando sus victorias, tapando  los méritos de sus compañeros de armas, ocultando sus fracasos... así se labró  su fama Napoleón, que se convertiría en el primer mandatario europeo –los reyes absolutistas no estaban para eso– en preocuparse de lo que pensaba la opinión pública y en practicar una política activa de comunicación. Cada día devoraba los principales periódicos del continente, sobre todo extranjeros. “Sólo prestaba atención a los periódicos alemanes e ingleses”, rememoraría su secretario, Bourrienne: “Pase, pase’, me decía en la lectura de los periódicos franceses, ‘ya sé lo que hay, sólo dicen lo que yo quiero”. Napoleón controlaba la opinión, no sólo a través de la censura de prensa, sino también de una activa propaganda –y una calculada desinformación– a través de medios afines como el Moniteur Universel.

“Sólo se puede gobernar a los hombres a través de la imaginación”, decía Napoleón mucho antes de que el genio de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, aprovechara los nuevos medios a su alcance, como la radio y el cine, para profundizar en este camino y formatear la opinión del pueblo alemán al servicio del plan exterminador de Hitler. Y sentara, de paso, las bases de la propaganda moderna.

Goebbels demostró una abyecta maestría en difundir toda suerte de falsedades e infamias sobre los judíos, con el fin de excitar el antisemitismo de la población y preparar el terreno para que las medidas antijudías fueran aceptadas, cuando no aplaudidas. Para el ministro de Propaganda del III Reich, la verdad no importaba, lo único que contaba era la eficacia: “Más vale una mentira que no pueda ser desmentida que una verdad inverosímil”, afirmó una vez. Podría decirse hoy...

No hay mucha diferencia entre lo que hacía Goebbels y lo que ha sucedido en la reciente campaña electoral norteamericana, en la que los partidarios e incluso más cercanos colaboradores de Donald Trump han inundado las redes sociales de falsas verdades y groseras mentiras, ayudados al parecer por todo un ejército de hackers manejados desde el Kremlin, para denigrar a Hillary Clinton. El caso más escandaloso, puesto que pudo acabar en tragedia por obra de un lunático armado, fue el bulo según el cual en una popular pizzería de Washington, propiedad de un donante demócrata, los Clinton tenían montado un negocio de pederastia, increíble camelo avalado por Michael Flynn Jr., miembro del equipo de Trump e hijo del futuro consejero de Seguridad Nacional. Pero no fue ni mucho menos el único.

Lo sucedido en las elecciones de Estados Unidos –haya o no intervenido, al final, una potencia exterior–  ha puesto crudamente de relieve la infección que está gangrenando desde hace tiempo las redes sociales, vehículo de una miríada de patrañas, falsificaciones y embustes que se difunden –y eso es lo único genuinamente nuevo en este asunto– a una velocidad antes inimaginable  y a todos los rincones del mundo. La credulidad de la gente, eso es todo menos nuevo, ha existido siempre.  Otra cosa es que  la nueva forma de consumir información –o presunta información–  agrave el proceso, al  fiarse  a unos pocos canales –Facebook o Twitter– por los que a final sólo acaban circulando los mismos temas emitidos por las mismas fuentes, en una especie de círculo vicioso cerrado.

No deja de ser curioso, e irónico, que una legión de   presuntos espíritus independientes y avisados abominen de los medios de comunicación tradicionales y se entreguen ciegamente a la dictadura de los algoritmos diseñados en Silicon Valley y den pábulo con desarmante ingenuidad a cualquier fuente anónima a poco que afiance sus creencias o prejuicios.

La amplitud del fenómeno ha empujado a algunas mentes preclaras a acuñar nuevos términos, como posverdad, la palabra del año, una originalidad atribuida al sociólogo norteamericano Ralph Keyes –que tituló así un libro suyo en el 2004– y adoptada por el Diccionario de Oxford para describir una nueva (¿nueva?) era en la que  la verdad es menos importante que las emociones y las propias creencias. Hay que admitir que lo de la posverdad es todo un hallazgo de enmascaramiento –¡al nivel del concepto de “crecimiento negativo” de los economistas!– para definir lo que no es sino el imperio de la mentira.

 

sábado, 10 de diciembre de 2016

El sueño de Sadae

Durante más de medio siglo, Sadae Kasaoka permaneció muda. No podía hablar sin ponerse a llorar. Hasta que su avanzada edad la empujó, hace siete años, a romper su silencio. Desde entonces no ha dejado de hablar a todo aquel que quiera escucharla. De 84 años, Sadae Kasaoka era una cría de 12 cuando la primera bomba atómica de la historia, lanzada por el bombardero norteamericano B-29 Enola Gay, explotó sobre su cabeza en Hiroshima, segando la vida de 140.000 personas y borrando a la ciudad japonesa del mapa. Eran las 8.15 del 6 de agosto de 1945. Y a partir de ese día nunca nada volvió a ser igual.

Hija de una familia de pescadores, Sadae Kasaoka se encontraba en ese momento con su abuela en su casa, cerca de la playa, lo bastante distante del punto de la vertical de la explosión –a unos tres kilómetros y medio– como para salvar la vida. “Estaba dentro, cuando vi un gran destello y el cristal de la ventana se me vino encima roto en mil pedazos”, rememora. Fueron las únicas heridas –leves– que recibió. A diferencia de otros supervivientes –el que sería su marido, por ejemplo, moriría de cáncer a los 35 años, dejándola viuda con dos hijos de muy corta edad–, tampoco sufrió con los años secuelas graves en su salud. Todo el daño –y no fue poco– fue moral.

Menuda y vivaracha, Sadae Kasaoka cierra los ojos cuando evoca ciertos recuerdos. Perdió a sus padres en la explosión. Ambos se encontraban en el centro de la ciudad, ayudando a derribar las casas destruidas por los bombardeos para evitar la propagación de incendios. De su madre sólo le dieron, días después, una bolsa conteniendo algunos restos de huesos y de cabello –“¡A saber si eran de ella!”–, pero a su padre le vio regresar a casa, completamente quemado, y morir dos días después en una atroz agonía.

“Estaba desnudo, hinchado, con la piel completamente negra, los ojos salidos... sólo le reconocí por la voz”, explica. Intentó apaciguar su dolor aplicándole emplastos con lo único que tenía a mano –pepinos y patatas– y se resistió a darle agua, a pesar de los ruegos del moribundo. “Todos los que bebían agua morían”, argumenta. Pero hoy lamenta todavía no haber accedido a ese último deseo. A veces, el dolor se aferra obstinadamente a un recuerdo preciso, no siempre el más obvio. En el caso de Sadae Kasaoka no es la imagen de los muertos vivientes que vio desfilar camino del hospital militar, cubiertos de ceniza y con la piel colgando como harapos, ni los cadáveres amontonados en la playa para ser enterrados –era imposible incinerarlos por falta de combustible–, ni la fatal lluvia negra que cayó sobre las ruinas de la ciudad tras la explosión. No. A Sadae le atormenta otra cosa: “A mi padre le gustaba mucho el sake, pero era imposible encontrar durante la guerra, así que mi madre cambiaba a veces algo de arroz por cerveza. Cuando vimos que mi padre se moría, fuimos a buscar una cerveza que teníamos guardada. Pero no pudimos abrirla, no pudimos... Y murió sin llegársela a beber”. Lo dice, y calla.

Sadae Kasaoka ha atemperado sus sentimientos con el tiempo. Ya no siente odio (lo sintió, y mucho). Y es consciente de todo el mal que Japón cometió durante la guerra. Su único sueño es la desaparición total de las armas nucleares: “Entonces podremos apagar el fuego de la paz (que arde en el memorial de Hiroshima), no antes”.

La conversación con Sadae Kasaoka se produjo en el Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima el pasado 22 de octubre. Afuera, caía una fina llovizna. Cinco días después, el 27, el comité de Armamento y Seguridad de la Asamblea general de la ONU aprobaba por 123 votos  contra 38  –y 16 abstenciones– la organización, a lo largo del 2017, de un proceso de negociación multilateral para el desarme nuclear.

Loable y loado objetivo que, sin embargo, tiene muy pocos visos de prosperar. Porque todos –bueno, casi todos– los países con  arsenal nuclear votaron en contra o se abstuvieron. Entre los primeros, Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia e Israel. Entre los segundos, China, India y Pakistán. Sólo el representante de Corea del Norte, Ri Tong Il, votó a favor. Pero que el régimen de Pyongyang, que ha multiplicado los ensayos nucleares en los últimos años, abogue ahora sobre el papel por el desarme sólo puede ser un sarcasmo.

Lo cierto es que el mundo nunca había almacenado tanto poder de destrucción.  Un puñado de nueve países –cinco, de discutible derecho, cuatro de hecho–  disponen de más de 17.000 cabezas nucleares, muchísimo más potentes que la bomba de Hiroshima. Y más del 90% están en manos de  los dos grandes contendientes de la Guerra  Fría, Estados Unidos y Rusia, embarcados en estos últimos años en una nueva escalada de tensión  que los analistas señalan como la mayor amenaza a la seguridad mundial.

En realidad, la historia de Sadae Kasaoka, y de toda la Humanidad, empezó a cambiar irremediablemente antes mismo de que el presidente Harry S. Truman diera luz verde para el lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima (6 de agosto) y Nagasaki (9 de agosto). Pocas semanas antes, el 16 de julio de 1945, a las 5.29 de la madrugada, en el desierto de Alamogordo (Nuevo México), el ejército estadounidense desencadenó la primera explosión nuclear. El padre de la bomba, el físico Robert Oppenheimer, uno de los responsables del Proyecto Manhattan, lo rememoraba de forma dramática años después. “Comprendimos –explicó– que el mundo ya no sería el mismo. Algunos rieron, otros lloraron. La mayoría guardó silencio. Yo recordé una frase del texto hindú Bhagavad Gita: ‘Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de los mundos”. A partir de aquel momento, en palabras del historiador israelí Yuval Noah Harari –autor de Sapiens. De animales a dioses–, “la humanidad tuvo la capacidad no sólo de cambiar el rumbo de la historia, sino de ponerle fin”.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Radiación a la baja, irritación al alza

Un fuerte temblor sacudió el 22 de noviembre, al filo de las 6 de la mañana, las costas de Japón. El epicentro del seísmo, de una magnitud de 7,4 en la escala de Richter, se localizó frente a Fukushima, evocando entre los japoneses el sombrío recuerdo del terremoto del 2011 y el desastre nuclear que le siguió, cuando el tsunami posterior anegó la central de Fukushima Daiichi.

A diferencia de la tragedia de hace cinco años y medio, en que murieron 18.000 personas, esta vez no hubo grandes daños y el tsunami apenas levantó olas de 1,5 metros,  adentrándose por el río Sunaoshi. Pero puso de nuevo sobre la mesa la cuestión de la seguridad de las centrales nucleares, que el Gobierno del primer ministro Shinzo Abe pretende reabrir paulatinamente pese al rechazo de la población.

En la zona de Fukushima, la radiactividad ha descendido notablemente desde el accidente de marzo del 2011. Todavía permanecen fuera de sus hogares 57.000 personas, pero la orden de evacuación ha sido levantada ya total o parcialmente en cinco municipios, y poco a poco se han ido autorizando estancias temporales –sin pasar la noche– en otra media docena. Aún y así, poca gente ha regresado a sus casas. En la localidad de Tamura, la primera en ser reabierta –en abril del 2014–, por ejemplo, ha vuelto el 64% de la población original, pero en Nahara –reabierta en septiembre del 2015– no pasa del 9%... El miedo atenaza.

El temor se ha enquistado en la sociedad japonesa, que mayoritariamente –57% contra 29%, según un sondeo reciente del Asahi Shimbun– rechaza la reapertura de las centrales nucleares decidida por el Gobierno, que no consigue convencer a la opinión pública de la conveniencia de su opción.

Tras cuatro años de parón nuclear, consecuencia del accidente de Fukushima, el Ejecutivo nipón decidió en julio del 2015 impulsar la reapertura progresiva de la mayor parte de las centrales nucleares del país de acuerdo con unas nuevas normas, mucho más estrictas en materia de seguridad y prevención de catástrofes. De los 50 reactores en funcionamiento en el momento del desastre de Fukushima, han reabierto ya cinco –en el caso de la central de Takahama, se ha impugnado ante la justicia–, y otros 21 se encuentran en fase de examen por la nueva autoridad nuclear, mientras que una quincena –los más antiguos– probablemente no volverán ya a funcionar. Si la producción de electricidad de origen nuclear representaba en el 2011 el 30% del total, el objetivo gubernamental es situarla en torno al 20%-22% en el horizonte del año 2030.

“El parón de las centrales nucleares comportó un aumento del precio de la energía eléctrica –del 20% para los hogares y del 30% para las industrias– y un incremento notable de la emisión de CO2 a la atmósfera por el uso de energías fósiles, además de reducir al mínimo la autosuficiencia energética. Si queremos corregir esto, y cumplir nuestros compromisos internacionales, la energía nuclear debe ser una fuente importante de producción de electricidad”, sostiene Masashi Hoshino, subdirector de la división internacional de la Agencia de Recursos Naturales y Energía.

Los argumentos parecen imbatibles pero, cuando se pone en el otro platillo de la balanza la seguridad nuclear, los japoneses –a la vista de las graves deficiencias que el desastre de Fukushima puso dramáticamente de manifiesto– son reacios a dejarse seducir. Ni aún cuando les prometan una sustancial rebaja de la factura de la luz.

No se trata únicamente de sondeos. En las últimas ocasiones en que los ciudadanos han tenido oportunidad de expresar su opinión mediante el voto han enviado un serio correctivo al primer ministro y al Partido Liberal Democrático (PLD). Así ha sucedido este año en sendas elecciones a gobernador en las prefecturas de Kagoshima –el 10 de julio– y de Niigata –el 16 de octubre–, donde dos candidatos antinucleares, el excomentarista de televisión Satoshi Mitazono y el abogado Ryuichi Yoneyama, se impusieron a los gobernadores salientes, respaldados por el Gobierno. En Kagoshima está la primera central nuclear que se reabrió tras el terremoto del 2011, la de Sendai –con dos reactores en marcha–, y Niigata cuenta con la mayor central nuclear de todo Japón, la de Kashiwazaki Kariwa, donde está programado poner de nuevo en funcionamiento de entrada dos de sus siete reactores.

La cuestión nuclear, más aún que los frutos de la política económica –Abenomics–, podría acabar situándose en el centro del debate político en Japón y poner en aprietos a Shinzo Abe. Así al menos lo piensa el ex primer ministro conservador Junichiro Koizumi, convertido al activismo antinuclear: “No es posible que un partido ignore los deseos de los ciudadanos y pueda mantenerse en el poder”.


Fukushima, en busca de un nuevo futuro


Fukushima aspira a evocar, algún día, algo más que uno de los más graves accidentes nucleares de la historia: el Gobierno japonés quiere proponer aquí un nuevo modelo de producción de hidrógeno para almacenar los excedentes de energía que generan las fuentes renovables. “La tecnología Power to Gas (P2G) permitirá almacenar energía en forma de hidrógeno a largo plazo”, subraya Hiroshi Katayama, subdirector de Energías Avanzadas de la Agencia de Recursos Naturales y Energía. Antes, sin embargo, habrá que concluir el proceso de descontaminación y desmantelamiento de la central nuclear de Fukushima Daiichi, tarea en la que trabajan  actualmente 6.000 personas y cuyo coste –incluidas las indemnizaciones a los afectados– ha sido reevaluado a 170.000 millones de euros, el doble de lo previsto. La recuperación y retirada de los restos de combustible de los reactores debería culminar en el 2021, mientras que el completo desmantelamiento de la central requerirá entre 20 y 30 años más.

Los trabajos se acometen básicamente en dos frentes. El primero atañe al combustible aún presente en  tres de los cuatro reactores  –el de la unidad 4, donde no hubo fusión del núcleo, fue retirado en el 2014– y las tareas se centran  en localizar su situación exacta en el interior. “Este trabajo se realiza mediante robots porque es imposible entrar”, explica Satoshi Kawabe, vicedirector de la Oficina de Respuesta a un Accidente Nuclear. El otro frente atañe a la contaminación del agua. Por un lado, se pretende evitar que prosiga la contaminación de las aguas subterráneas bombeando en las capas freáticas antes de su llegada a la zona de  los reactores y  construyendo una pared de hielo. Con el  mismo objetivo, se ha levantado un muro de acero frente al mar. Por otro lado, las aguas contaminadas –una vez eliminados los materiales radioactivos excepto el tritio– se confinan en depósitos.




viernes, 2 de diciembre de 2016

Mortal normalidad

François Hollande alcanzó el Elíseo en el 2012 prometiendo encarnar a un “presidente normal”. Después de la agitación desmedida de los años de Nicolas Sarkozy, tal promesa sonaba como un bálsamo. Y los franceses, hartos, profunda e irremediablemente hartos –como se ha visto en las recientes primarias de la derecha– de los continuos vaivenes del hiperbólico Sarkozy, dieron su confianza al candidato socialista. Pero nunca hubo entusiasmo en esa elección, ni siquiera en las filas del electorado de izquierda. A los franceses, en realidad, nunca les han ido los presidentes “normales”. Lo suyo son, por el contrario, los hombres –cuando no las mujeres– providenciales. De Juana de Arco a Napoleón y a Charles de Gaulle, la historia de Francia está preñada de figuras excepcionales surgidas en momentos de crisis asimismo extraordinarias. Europa, y Francia, todavía no han salido de la crisis del 2008. Por el contrario, el aumento de los populismos y los extremismos a lo largo del continente –y en Estados Unidos– son un resultado directo. Hollande, un hombre acomodaticio e inclinado a las componendas, no ha estado a la altura del desafío. Fiel a sí mismo, ha navegado en la tempestad con cautela y conservadurismo, sin mostrar ni una pizca de arrojo. Lo ha hecho en política interior y también en política europea. ¿Dónde está el legado de quien se consideraba a sí mismo el heredero político de Jacques Delors? Ciertamente, Hollande no ha cometido errores clamorosos, pero ¿cómo iba a cometerlos si siempre ha permanecido en el confortable estado de las medias tintas? Probablemente, esa ha sido su más grave equivocación.

domingo, 27 de noviembre de 2016

'Tovarich' François

Pocos días después del fallecimiento de su madre, la historiadora Anne Soulet, el 17 de agosto del 2012, el destronado ex primer ministro francés François Fillon recibió un presente inesperado: el presidente ruso, Vladímir Putin, le envió como muestra de condolencias una botella de vino millésime de 1931, el año de nacimiento de su madre. Un gesto para no olvidar. Como la llamada telefónica que el jefe del Kremlin le había hecho el 7 de mayo, al día siguiente de la derrota de Nicolas Sarkozy frente a François Hollande en las elecciones presidenciales –lo que le dejaba fuera de Matignon–, interesándose por su futuro personal.

Los medios franceses recuerdan estos días ambas anécdotas para remarcar hasta qué punto el ganador de la primera vuelta de las primarias de la derecha francesa, para designar a su candidato a la presidencia de la República en las elecciones del 2017, tiene una estrecha relación con el presidente ruso. Lo que se ha traducido en un posicionamiento político acusadamente conciliador hacia Rusia. Si quien fuera el brazo derecho de Sarkozy en el Gobierno francés entre el 2007 y el 2012 llega el año que viene al Elíseo, la política francesa hacia Moscú podría experimentar una brusca reorientación.

 “Lo que yo propongo es que nos sentemos alrededor de una mesa con los rusos, sin pedir permiso a Estados Unidos, y que restablezcamos el vínculo, la confianza, que permita amarrar a Rusia a Europa”, argumentó en su cara a cara del jueves por la noche con su contrincante, el también ex primer ministro Alain Juppé. Para Fillon, la política seguidista de François Hollande respecto a Washington en este terreno ha sido “absurda” y si dentro de  seis meses se hace con la presidencia de la República se propone dar un golpe de timón. Fillon no ha ocultado nunca que está en contra de la aplicación de sanciones económicas a Moscú por su intervención en Ucrania y la anexión ilegal de Crimea –“No es realista”, ha argumentado–, de la misma forma que aboga por establecer una alianza con Rusia en el complejo tablero sirio –aunque sea a costa de mantener temporalmente al sanguinario Bashar el Asad en el poder en Damasco– con tal de acabar con la amenaza del Estado Islámico (EI). Un giro de 180 grados.

No es la primera vez que François Fillon defiende públicamente tales planteamientos. Lleva tiempo haciéndolo. Incluso en foros donde a priori debería haber sido más comedido. Como cuando en septiembre del 2013, en una intervención en el marco del Club Valdai, en Moscú,  se permitió criticar implícitamente la política del presidente Hollande reclamando que Francia recobrara su independencia de acción. Por entonces, París –que curiosamente era el más guerrero– y Washington amenazaban con una intervención militar directa en Siria contra el régimen de El Asad. “Desde hace tres años digo y repito que a base de hacer de la marcha de El  Asad nuestra prioridad, hemos dejado ganar terreno al EI y malogrado la oportunidad de construir una verdadera coalición internacional (...) En este contexto sólo una potencia ha demostrado realismo: Rusia”, escribió el pasado mes de abril en una tribuna en Marianne.

A priori pocas cosas deberían acercar a François Fillon, un conservador tradicional-católico de las buenas familias del Sarthe –con su château incluido–, y a Vladímir Putin, un hombre extraído de los servicios secretos de la extinta Unión Soviética (a no ser que el mapa  de Europa incluido en el programa de Fillon, donde salen por error las fronteras de la antigua RDA, país en el que sirvió Putin como espía, pueda considerarse un acto fallido). Tampoco las trayectorias políticas de ambos hombres les colocaban, en principio, en la misma órbita. Sin embargo, a veces el destino –o el azar– es juguetón.

 Si Fillon y Putin llegaron a establecer la relación que hoy mantienen se debe a la confluencia de dos factores casuales: el impensable retraimiento de Nicolas Sarkozy –que como presidente de la República tenía el monopolio de la política exterior– y la coyuntural autodegradación de Putin de presidente a falso primer ministro –turnándose el cargo con Dmitri Medvédev– con tal de conservar el poder real. “Nunca estrecharé la mano de Putin”, había proclamado el inflamado e inflamable Sarkozy durante la campaña electoral del 2007, cerrándose la puerta y abriéndosela a Fillon. Durante  cuatro años, el primer ministro francés y el ruso se vieron con frecuencia –dos o tres veces al año– y  forjaron una relación política y personal      –visitas a la dacha de Putin incluidas– que si no puede calificarse de amistad  sí está basada en el mutuo reconocimiento y respeto.

 “No es alguien que se contente con  las relaciones habituales entre jefes de gobierno. Te guste o no, hay que estar ahí, hay que dedicarle tiempo. Una entrevista con él no dura menos de tres horas. Pero cuando termina en un acuerdo, es un acuerdo respetado”, decía Fillon en el 2013 según una información de L’Express. Para el ex primer ministro francés, Putin “es un bulldog, pero tiene también un lado cálido y sensible”. Ambos se tutean casi desde el principio.

No es de extrañar pues que, después de la inopinada elección de Donald Trump como nuevo presidente de Estados Unidos –que no ha ahorrado elogios a Putin y ha hecho de la normalización de las relaciones con Rusia una de sus divisas–, en el Kremlin crean que les ha tocado la lotería. “Fillon  es un hombre recto, un gran profesional”, comentó el presidente ruso tras la victoria del ex jefe del Gobierno francés en la primera vuelta de las primarias, subrayando su “buena relación personal”. Menos contenido, el senador ruso Alexéi Pushkov, dio rienda suelta a su entusiasmo: “Ha sido una victoria sensacional”.

 

sábado, 12 de noviembre de 2016

De Susan a Hillary

Rochester es una ciudad industrial de 250.000 habitantes en el norte del estado de Nueva York, a orillas del lago Ontario, no muy lejos de las cataratas del Niágara. Fuera de Estados Unidos puede que su nombre no diga demasiadas cosas a la mayoría de la gente. Seguramente les diría más saber que allí nacieron o están radicadas tres históricas empresas norteamericanas, Eastman Kodak –herida de muerte por el advenimiento de la fotografía digital–, Xerox  y  Bausch & Lomb. Como tantas otras ciudades del llamado cinturón de óxido de EE.UU., en las últimas décadas ha sufrido los efectos de la desindustrialización y la crisis económica, hasta el punto de ocupar –según un estudio difundido el mes de mayo por el US Bureau of Labor Statistics– el humillante último lugar en el ránking de áreas metropolitanas estadounidenses por crecimiento económico. Y, aunque no se ha hundido como le pasó a Detroit, rema desde hace tiempo a contracorriente.

En el cementerio Mount Hope de Rochester –un nombre que es toda una declaración de intenciones– está enterrada Susan B. Anthony (1820-1906), sufragista de primera hora y un símbolo en Estados Unidos de la lucha por la emancipación de la mujer y el reconocimiento de sus derechos civiles. El martes, después de votar por Hillary Clinton, numerosas mujeres acudieron a su tumba y engancharon la pegatina –“Yo he votado hoy”– que acreditaba su paso por el colegio electoral. Era un homenaje. Y a la vez un acto de militancia feminista.

Nacida en una familia de cuáqueros, desde muy joven Susan B. Anthony tuvo un acendrado sentido de la justicia y muy pronto, tras haber trabajado como profesora en una escuela femenina, se dedicó en cuerpo y alma a defender los derechos de las mujeres. Y en primer lugar, el derecho al voto. Su activismo y el de otras compañeras de viaje, como Elizabeth Cady Stanton y Lucy Stone, consiguió que a partir de Wyoming en 1869 una serie de estados reconocieran el derecho de voto a las mujeres, hasta que en 1920 se extendió a todo Estados Unidos a través de la 19ª enmienda. Susan B. Anthony no llegó a verlo, como tampoco vio a la primera mujer que alcanzó un acta en la Cámara de Representantes en 1917, Jeannette Rankin (la única congresista, por cierto, que en 1940 tuvo la osadía y el coraje de votar contra la entrada de EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial tras al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbour, lo cual le valió el ostracismo político eterno)

Desde entonces, un total de 313 mujeres han ocupado un asiento en la Cámara de Representantes o el Senado de EE.UU. y muchísimas más han tenido puestos de responsabilidad como alcaldesas, gobernadoras o altos cargos de la administración federal. Las elecciones del martes han arrojado algunos resultados interesantes. Como la elección de la primera inmigrante somalí y de la primera indo-norteamericana en la Cámara de Representantes –Ilhan Omar, por Minnesota, y Pramila Jayapal, por Washington–, la primera latina en el Senado –Catherine Cortez Masto, por Nevada– y la primera gobernadora declaradamente lesbiana –Kate Brown, en Oregón–. Pero la representación femenina global en el Capitolio, sin embargo, no se ha movido ni un milímetro: en las nuevas cámaras habrá 103 mujeres –83 representantes y 20 senadoras– sobre un total de 535 congresistas, exactamente el mismo número que antes. Si aquí la causa femenina no ha avanzado, tampoco ha triunfado en el gran reto histórico que tenía planteado: situar por primera vez a una mujer en la Casa Blanca.

Múltiples son los factores que contribuyen a explicar la victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton, en la que ha resultado decisivo el giro experimentado por el voto de los trabajadores del arco industrial del norte del país –los obreros blancos castigados por la desindustrialización y la precarización laboral, que ven la globalización y la inmigración extranjera como una amenaza–, donde el candidato republicano ha obtenido sus mayores ganancias respecto a cuatro años atrás. Y diversas son también las circunstancias que sin duda han favorecido la derrota de la candidata demócrata: su vinculación con el establishment, su frialdad y falta de empatía, su imagen elitista, sus arranques de soberbia –¿a quién se le ocurre    la insensatez de llamar “deplorables” a los votantes de su rival, a quienes debería haber tratado de seducir?–, su más que sobrada preparación –¿o no ha sido siempre más popular el gamberro de la clase que el empollón?–...

El tiempo  y los  expertos en demoscopia dirán hasta qué punto la ha penalizado también el hecho de ser mujer. Aunque la intuición y un cierto conocimiento de la psique masculina –por lo menos, de una parte de los ejemplares de la especie– permitirían ya  afirmar que así ha sido. Seguramente, una proporción ignota pero no desdeñable de sus votantes masculinos  podía identificarse con naturalidad con las posturas más obscena y estúpidamente machistas del nuevo presidente electo de Estados Unidos.

Hillary Clinton no ha alcanzado su objetivo de llegar a la Casa Blanca por su propio pie, no ha logrado romper el techo de cristal. A sus 69 años, ya no lo hará. Pero ha abierto el camino para que otra mujer lo acabe consiguiendo. “A todas las niñas que estáis viendo esto, no dudéis de vuestra valía y capacidad, y de que merecéis todas las oportunidades del mundo para perseguir y alcanzar vuestros propios sueños”, declaró en su discurso de aceptación de la derrota. Harían bien en creerla. Hillary Clinton perdió. Pero lo hizo a causa del sistema electoral, porque en realidad, en términos absolutos, fue la candidata más votada: en el estado actual del recuento oficial, por 60,4 a 60 millones de votos, 400.000 de ventaja. En Rochester, la patria de Susan B. Anthony, rodeada de una marea republicana, ganó además por 54% a 40%. Más que un homenaje.


El ocaso de los halcones

Antes, mucho antes, de que Estados Unidos se convirtiera en el gendarme del mundo, fue un país tentado por el ensimismamiento. El aislacionismo fue, de hecho, la corriente política dominante desde su fundación, principalmente en el partido republicano. Y ya desde el temprano año 1796, el presidente George Washington dejó establecido este principio en su carta de despedida a la nación (Farewell Address), donde abogaba por aprovechar la situación aislada y lejana del país para mantenerlo a distancia de las querellas europeas, evitar “alianzas permanentes con cualquier parte del mundo exterior” y seguir una política esencialmente defensiva. La Segunda Guerra Mundial –más que la Primera- acabó con la pretensión de neutralidad. Desde entonces, el intervencionismo –más o menos estrepitoso- ha sido la marca predominante.

La llegada de Barack Obama a la Casa Blanca en el 2008 cambió la ecuación y, aunque tras dos mandatos consecutivos no ha sido capaz culminar la prometida retirada de Afganistán, el presidente saliente puso fin a las aventuras bélicas de su predecesor. Si George W. Bush embarcó a Estados Unidos en el 2003 en Irak en su guerra más desastrosa –la aparición del Estado Islámico es el fruto más genuino de aquella calamitosa empresa-, Obama ha resistido a la tentación, y a las presiones europeas, para embarcarse en nuevas intervenciones en Libia y en Siria. ¿Cambiará esta línea la llegada a la Casa Blanca de Hillary Clinton o Donald Trump? Todo indica que no.

Doscientos veinte años después de su carta de adiós, George Washington estaría encantado de escuchar lo que va diciendo y repitiendo en sus mítines e intervenciones públicas el sulfuroso Donald Trump. En política exterior, el magnate neoyorquino es una paloma frente a la casta de halcones que anidan en Washington, pero sus posiciones no son una rareza. Por el contrario, enlazan con la histórica tradición republicana del aislacionismo y, sobre todo, con un arraigado sentimiento de repliegue en la opinión pública norteamericana. Cuando Trump sostiene que EE.UU. ya ha pagado demasiado por la defensa de los demás y que, a partir de ahora, cada cual –sus aliados en Europa y en Asia- deberá empezar a sacarse sus propias castañas del fuego; cuando se muestra partidario de alejarse del eterno polvorín de Oriente Medio y de reencontrar una relación apaciguada con el ruso Vladímir Putin; cuando promete que si es presidente se centrará en la política interna y dedicará prioritariamente sus esfuerzos a los problemas de los ciudadanos estadounidenses, está diciendo lo que el país quiere escuchar.

Un reciente sondeo realizado, este mes de octubre, por Survey Sampling International para el Instituto Charles Koch, constata que una amplia mayoría de norteamericanos considera que la política exterior de los últimos quince años –tras los atentados del 11-S- ha hecho que EE.UU. sea hoy un país menos seguro (53%) y que también lo sea el mundo en su conjunto (51%). Y esa mayoría se convierte en aplastante (75%) a la hora de considerar que el próximo presidente debería reducir las intervenciones militares en el exterior o expresar dudas al respecto. “Este sondeo muestra la desconexión entre la élite de la política exterior de Washington, que apoya una postura activa, agresiva, y la opinión pública norteamericana, que observa con cautela las repetidas aventuras en el exterior”, sostiene William Ruger, vicepresidente del Instituto Charles Koch.

Resulta evidente que Trump ha conectado con una parte sustancial de los estadounidenses en este como en otros terrenos, incluida una parte también de los votantes conservadores. Y no únicamente en lo que respecta a las intervenciones militares en el exterior, sino también a la política de tratados comerciales internacionales: Trump ha cuestionado también la firma del Acuerdo Transpacífico (TPP) con los principales países asiáticos salvo China, y el todavía en suspenso Acuerdo Trasatlántico (TTIP) con Europa, arrastrando en ello también a Hillary Clinton, ya presionada por al ala izquierda de sus votantes pro Bernie Sanders…

Politólogos estadounidenses, y no estadounidenses, consideran que el discurso de Trump ha arraigado suficiente como para que sobreviva a su promotor en el caso de que sea derrotado por Hillary Clinton, y que una parte del Grand Old Party (GOP) ha roto de hecho con la línea oficial de los republicanos por lo que hace a la política exterior. “No creo que el trumpismo sea el futuro inevitable del partido republicano, pero alguna forma de conservadurismo nacionalista probablemente va a perdurar. No va a desaparecer por el hecho de que pierda”, sostenía Colin Dueck, de la Universidad George Mason, en un artículo publicado por Foreign Policy.  Al otro lado del Pacífico, el profesor  Ken Jimbo, de la Universidad de Keio e investigador del Canon
Institute for Global Studies (CIGS), considera que “más allá de Trump, hay una corriente de fondo en Estados Unidos que empuja hacia el aislacionismo” y, en última instancia, a que EE.UU. devenga “un país normal”. Lo que a su juicio sería un desastre.

¿Y Hillary Clinton? Comparada con Donald Trump, la candidata demócrata, ex secretaria de Estado con Obama entre el 2009 y el 2013, aparece como un halcón. Más allá de su imagen en la Situation Room de la Casa Blanca siguiendo en directo la operación de caza de Bin Laden, es conocido su antiguo posicionamiento en favor de la guerra de Irak en el 2003 y su inclinación por intervenir también en Libia en el 2011 (algo que finalmente se dejó básicamente en manos de británicos y franceses). A priori, pues, parecería que en caso de resultar elegida presidenta seguiría más bien la política exterior tradicional de las últimas décadas, corrigiendo incluso la línea de Obama. Pero no está tan claro que, aún cuando esa fuera su intención, Hillary Clinton pudiera sustraerse a los deseos de la corriente principal de la opinión pública.

Por el contrario, hay quien piensa, como Stephen M. Walt, profesor de la Universidad de Harvard, que si la candidata demócrata llega a la Casa Blanca no tendrá más remedio que focalizarse en las reformas internas y dedicar sus esfuerzos presupuestarios principales a relanzar la economía con un vasto programa de inversiones en infraestructuras, en lugar de en costosas acciones bélicas, si quiere ser reelegida para un segundo mandato. En un artículo titulado “¿Por qué estamos tan seguros de que Hillary será un halcón?”, expresa sus numerosas dudas al respecto y llega a la siguiente conclusión: “Como todos los presidentes de Estados Unidos, Hillary Clinton, se esforzaría indudablemente en mantener a EE.UU. como número uno en las áreas críticas de poder global, y no hay duda de que hablará mucho sobre la responsabilidad global de América, su carácter “excepcional”, su indispensable liderazgo, bla, bla, bla. Pero si es inteligente, habrá principalmente palabras y no mucha acción”.





miércoles, 2 de noviembre de 2016

El resurgimiento de Japón

El Gobierno Abe busca recuperar peso en el terreno económico y militar
Con el restablecimiento del poder imperial en Japón en 1868 y el fin del régimen feudal de los samurais, los nuevos gobernantes tuvieron que afrontar el desafío de la perentoria presencia de las potencias occidentales en Asia. Para no sucumbir a sus ansias colonialistas, se marcaron una doble divisa que era también un doble objetivo: “Nación rica y ejército fuerte”, en japonés f ukoku kyohei. Aquel cambio marcó el inicio de la modernización acelerada de Japón, que se convirtió en una potencia económica y militar. La situación actual tiene muy poco que ver con la de finales del siglo XIX y el Gobierno del conservador Partido Liberal Democrático (PDL) no se parece en nada al del emperador Meiji, pero en cierto modo la política del primer ministro Shinzo Abe, empeñado en revitalizar la aletargada economía japonesa y recuperar para Japón un mayor papel internacional –a base, entre otras cosas, de abrir la puerta a mayores compromisos militares en el exterior–, parece responder al mismo principio del fukoku kyohei. Japón quiere regresar a la primera línea, ser tenido de nuevo en cuenta, pero afronta dificultades importantes.
El 2010 marcó un punto de inflexión: China desbancó ese año a Japón como segunda potencia económica mundial y, por ende, como país hegemónico en Asia. No fue un hecho casual. Después de varias décadas de crecimiento acelerado, el estallido de la burbuja financiera e inmobiliaria a principios de los años 90 arrojó a Japón en la recesión. Desde entonces, el país ha sufrido un prolongado periodo de débil crecimiento que el primer ministro Abe se propuso combatir, tras su primera elección en el 2012, a través de un programa de choque internacionalmente conocido como Abenomics. El plan tenía tres ejes o flechas, por utilizar la jerga gubernamental: una política monetaria destinada a salir de la deflación, un programa de inversiones públicas para relanzar la actividad económica y una serie de reformas estructurales para aumentar la competitividad. Sin embargo, lastrados también por una economía mundial poco animosa, los resultados han sido hasta ahora más bien magros. El crecimiento sigue átono –eso sí, especificidad japonesa donde las haya, el paro se mantiene en el 3,1%– y el objetivo de inflación parece inalcanzable, así que en junio el Fondo Monetario Internacional instó al Gobierno japonés a revisar su plan.
“ Abenomics lleva tres años y medio en marcha y se renueva cada año, el pasado mes de junio se aprobó la cuarta versión”, explica Takeshi Komoto, director de la Oficina de Revitalización Económica, quitando hierro a las admoniciones exteriores. En esta cuarta versión el proyecto estrella es la reforma laboral, que el Gobierno confía en poder enviar al parlamento en marzo del año que viene, aunque las medidas más prioritarias podrían avanzarse a este año. El plan gubernamental no busca únicamente flexibilizar el mercado del trabajo como se ha hecho en otros países, sino “cambiar la forma de trabajar”. Su doble gran objetivo es impulsar un mayor acceso de la mujer al mercado laboral –a través de la reducción de las largas jornadas de trabajo y de ayudas para el cuidado de niños y ancianos–, como vía para prevenir una futura penuria de mano de obra, y equiparar salarialmente a los trabajadores “no formales” –temporales, que representan un tercio del total– con los fijos, una medida que busca revitalizar el consumo, el gran talón de Aquiles de la economía japonesa. “Es necesario cambiar la forma de trabajar, no sólo desde una perspectiva económica, sino también social”, concluye Komoto.
Las largas jornadas de trabajo se han convertido en un verdadero problema de salud social. La legislación japonesa establece una semana laboral de 40 horas, pero ésta puede aumentar fácilmente a 60 si hay un acuerdo al respecto y superar aún esa cifra en caso de que haya un “acuerdo especial”. “En algunos estratos laborales hay claramente un exceso de trabajo y en algunas empresas se están llegando a acuerdos para poner un límite”, constata el profesor Koichiro Imano, de la Universidad de Gakushuin. Estos días la sociedad japonesa asistía en la prensa a nuevas revelaciones sobre la muerte de una empleada de la empresa Dentsu, Matshuri Takahasi, una joven de 24 años en estado de depresión que se suicidó después de haberse visto obligada a trabajar 105 horas extras al mes. La presión laboral no es la única causa, pero los expertos apuntan al incremento de la precariedad laboral como una de las razones de que Japón se haya convertido en el país desarrollado con más suicidios del mundo: más de 25.000 casos al año.
A Shinzo Abe, pese al optimismo voluntarista de su Gobierno, le queda aún mucho trabajo por delante para levantar la economía del país y devolverle la potencia de antaño. Las previsiones de crecimiento de la OCDE para Japón este año son del 0,7% y para el año que viene del 0,4%, mientras la deuda pública se acerca al nivel estratosférico del 250% del PIB, y el Banco de Japón ha admitido –ayer mismo– que no alcanzará el objetivo del 2% de inflación hasta el 2019. Pero si el horizonte económico es complicado, el panorama internacional todavía lo es más, a la vista de cómo se han multiplicado las tensiones en el último año en la región Asia-Pacífico, donde se juega como telón de fondo una lucha feroz por la hegemonía entre China y Estados Unidos.
China no sólo se ha convertido en la primera potencia económica de Asia, sino también en la militar. Y eso es algo que lleva a los japoneses de cabeza. “China y Corea del Norte acumulan más equipamiento militar que el resto de los países de la zona, incluyendo EE.UU.”, subraya Norifumi Kondo, subdirector de la División de Política de Seguridad Nacional del Ministerio de asuntos Exteriores japonés, quien añade como motivo de inquietud el espectacular aumento del presupuesto de defensa declarado por el Gobierno chino: “Ha sido del 360% en diez años, y aún creemos que el gasto real es superior”. La política de reivindicaciones territoriales de Pekín en el Mar de China Meridional, que Tokio juzga un intento unilateral de cambiar el statu quo, y sus maniobras en torno a las islas Senkaku, en el Mar Oriental, constituyen una de las amenazas para la seguridad que percibe el Gobierno japonés.
Las recientes maniobras del presidente filipino Rodrigo Duterte, anunciando el final de su alianza militar con Estados Unidos y su acercamiento a China –pese al contencioso que Manila mantiene con Pekín en torno a las islas Spratly–, han añadido incertidumbre sobre una cambio radical en el actual equilibrio estratégico. A Tokio sólo le faltaría ahora que un Donald Trump presidente de EE.UU. confirmara su intención de inhibirse en la defensa de Japón y Corea del Sur.
La otra gran amenaza en la región y probablemente la principal es, naturalmente, Corea del Norte, que en los últimos meses ha multiplicado sus pruebas militares. “En cinco años –ilustra Kondo– el líder norcoreano, Kim Jong Un, ha realizado muchos más ensayos nucleares y lanzamiento de misiles balísticos que su padre en quince años”, lo que le ha permitido “mejorar su tecnología y su precisión”.
En este contexto, el primer ministro Abe impulsó el verano pasado la aprobación de un presupuesto de defensa récord de 50.200 millones de dólares –con el fin básicamente de desarrollar un sistema de defensa antimisiles– y el año pasado adoptó probablemente su iniciativa política más controvertida: una reforma legislativa que, en la práctica, fuerza el espíritu de la Constitución pacifista de 1947 –cuyo artículo 9 proclama la renuncia a la guerra y a la fuerza– para abrir la puerta a la intervención exterior de las Fuerzas de Autodefensa japonesas. Tokio sostiene que no abandona ningún principio, que sólo aspira a ser un país normal, y justifica este cambio asegurando que Japón pretende poder jugar un papel más activo en misiones internacionales de mantenimiento de la paz.
Pero es igualmente cierto –y así lo vio buena parte de la sociedad japonesa, que se opuso a la reforma– que las nuevas cláusulas abren la puerta a una directa implicación militar de Japón en el caso de una escalada en la región, sin necesidad de ser atacado directamente. Bastaría que lo fuera su principal aliado y garante de su seguridad: Estados Unidos.

El país del sol poniente

Japón, el antiguo imperio del Sol Naciente, es un país en declive. Demográficamente en declive. Y este es probablemente el reto más importante que deberá afrontar en los próximos decenios. De acuerdo con las últimas proyecciones del Ministerio de Trabajo japonés, en el año 2060 el 40% de la población japonesa tendrá más de 65 años –porcentaje que era del 12% a principios de los años noventa–, siendo especialmente acusada en la franja de los mayores de 75 años, que serán el 27%. Semejante panorama augura de entrada fuertes tensiones presupuestarias para el actual sistema de pensiones, que deberá ser reformado, y para la asistencia sanitaria de los mayores, ya que se prevé asimismo un aumento proporcional de los afectados de demencia senil y otras causas de dependencia. Paralelamente, la población joven e infantil seguirá reduciéndose, lo que augura asimismo un problema claro de penuria de fuerza laboral. La causa de que Japón sea hoy ya el país más envejecido del mundo es la baja natalidad. Los bajos salarios y la precariedad laboral, además de un retraso en la maternidad de las mujeres, explican según el demógrafo Ryo Oizumi este descenso de la fecundidad. En los últimos tiempos, ante este panorama y sin duda inhibidos ante la nueva mujer, algunos hombres jóvenes rechazan casarse y renuncian incluso a mantener relaciones sexuales. Las chicas les llaman irónicamente “vegetarianos”.

“China debe respetar el imperio de la ley”

ENTREVISTA a Nobuo Kishi, viceministro de Asuntos Exteriores de Japón

Aunque su apellido, adquirido de su familia adoptiva, no dé ninguna pista, Nobuo Kishi, de 57 años, es el hermano menor del primer ministro japonés, Shinzo Abe, y una de las figuras emergentes del Gobierno nipón. Viceministro de Asuntos Exteriores desde el pasado mes de agosto, Nobuo Kishi empezó trabajando profesionalmente en la corporación Sumitomo antes de dedicarse a la política y ser elegido por primera vez diputado en el 2004.
La región Asia-Pacífico ha experimentado en los últimos tiempos un incremento de la tensión. ¿Cómo juzga la situación?
Esta región alberga muchos países emergentes, con recursos humanos muy ricos, y en los últimos años se ha convertido en la fuerza motriz que dirige la economía mundial. Hoy es el centro del crecimiento económico del mundo. Pero, como usted ha dicho, en esta región se están incrementando también las tensiones. Y cada vez es más grave la situación en cuanto a la seguridad. Corea del Norte realizó el pasado mes de septiembre su quinto ensayo nuclear y en los últimos meses ha lanzado numerosos misiles balísticos, lo que implica que han entrado en una fase nueva de amenaza. No podemos admitir esta situación, pensamos responder de forma firme y resuelta, a través de la adopción de nuevas resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU con sanciones, al margen de las que pueda tomar Japón por su parte. Además, tenemos un problema muy serio de secuestro de ciudadanos japoneses en Corea del Norte. Nuestro objetivo es encontrar una salida para resolver todos estos problemas de forma integral.
¿Es este es el mayor riesgo que percibe Japón en estos momentos? ¿Cuál sería a su juicio la forma de obligar a Pyonyang a respetar las leyes internacionales?
En un periodo muy corto, Corea del Norte ha realizado ensayos nucleares y ha lanzado misiles balísticos, incluyendo algunos lanzados desde submarinos. Cuatro misiles en total alcanzaron la zona económica exclusiva de Japón. Esto demuestra que Corea del Norte ha elevado su capacidad y ha entrado en una nueva fase que implica una nueva y mayor amenaza. Por tanto, la comunidad internacional debería tomar medidas distintas, más resueltas, que las medidas convencionales. Para poder cambiar el comportamiento de Corea del Norte, haría falta incrementar la presión sobre el régimen. Como España y Japón son ahora miembros no permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, esperamos coordinarnos con el Gobierno español con el fin de adoptar nuevas sanciones.
Ha hablado usted del secuestro de ciudadanos japoneses. Su Gobierno ha identificado una docena de casos, perpetrados en las décadas de los setenta y ochenta...
Es una violación muy grave de los derechos humanos fundamentales y un reto para toda la comunidad internacional. Es un tema que debe seguir siendo discutido en el Consejo de Seguridad. El primer ministro Abe ha mostrado su firme voluntad de resolver pronto este problema. Y esperamos cooperar con España en este terreno también. El problema del secuestro de ciudadanos es muy serio, tiene que ver con la soberanía y con los derechos de los japoneses. Es un problema entre Japón y Corea del Norte, pero para resolverlo necesitamos contar con la comprensión y cooperación de otros países. La UE y Japón presentamos cada año conjuntamente una propuesta de resolución al respecto en el Consejo de Seguridad. Esperamos que se profundice la discusión sobre este problema y se incremente el interés por resolverlo.
La actuación de Corea del Norte es según usted la principal amenaza para la paz, pero no es el único foco de tensión en la región.
En efecto, nosotros albergamos asimismo una preocupación muy seria por el intento de cambiar unilateralmente el statu quo en el Mar de China Oriental y en el Mar de China Meridional. Cualquier problema debe ser resuelto de forma pacífica y por canales diplomáticos, no por la fuerza, sino de acuerdo con las leyes internacionales. Vamos a desarrollar la cooperación con otros países involucrados con el fin de conseguir que prevalezca el imperio de la ley en el mar.
¿Cómo juzga la política de China en estas aguas?
Japón y China compartimos una responsabilidad muy importante en la paz y la prosperidad de esta región. Por tanto el crecimiento pacífico de China es una oportunidad muy importante tanto para Japón como para el mundo. Al mismo tiempo el intento de cambiar unilateralmente el statu quo en el Mar de China Meridional y Oriental, el incremento de los gastos militares no transparentes, constituyen una preocupación muy seria, no solamente para los países vecinos sino también para la comunidad internacional. En el aspecto económico Japón y China tienen una relación de interdependencia, en China están establecidas muchas empresas japonesas y trabajan muchos japoneses. Por eso pensamos que es muy importante pedir a China, en cooperación con la comunidad internacional, que incremente la transparencia, siga las reglas y respete el imperio de la ley, tanto en el ámbito económico como en el diplomático y en el de la seguridad.
¿Se han resentido las relaciones bilaterales por esta causa?
El pasado 5 de septiembre, con ocasión de la cumbre del G-20, el primer ministro Abe se reunió con el presidente Xi Jinping. En esa reunión se reafirmó el objetivo común de promover el diálogo así como la cooperación sobre los retos comunes, de acuerdo con el principio básico de una relación estratégica de mutuo beneficio. En ese sentido, esperamos poder mejorar la relación entre ambos países de forma estable y desarrollar una cooperación en una perspectiva amplia en ámbitos como la economía, el medio ambiente, la demografía, el turismo o la prevención de desastres.
Uno de los problemas bilaterales que subsisten entre Japón y China es la disputa sobre las islas Senkaku. En los últimos meses, Pekín ha multiplicado las acciones en esa zona, ¿cómo aborda su Gobierno esta situación?
Primero de todo quiero decir que no hay ninguna duda de que las islas Senkaku forman parte inherente del territorio japonés, tanto históricamente como de acuerdo con la ley internacional. Japón gobierna además, efectivamente, las islas Senkaku. En consecuencia, para nosotros no existe un problema de derecho territorial. Hasta la década de los años setenta, China no había reclamado nunca el derecho territorial sobre las Senkaku. Y hasta diciembre del año 2008 nunca un buque del Gobierno chino había entrado en aguas territoriales de Japón alrededor de estas islas. Sin embargo, recientemente, China ha intensificado su intención de cambiar unilateralmente el statu quo alrededor de estas aguas. A principios de agosto, un número extraordinario de barcos públicos de China llegó a los alrededores de las aguas de las Senkaku, penetrando en aguas territoriales de Japón con frecuencia. Antes, en junio, buques de guerra chinos entraron por primera vez en la zona contigua, en lo que constituyó un movimiento anormal. Por supuesto, Japón no puede aceptar nunca el intento de cambiar unilateralmente el statu quo por parte de China y, por tanto, tomará las medidas necesarias de manera firme y resuelta, pero con serenidad.
En el 2018 se cumplirán 150 años del establecimiento de relaciones diplomáticas oficiales entre Japçon y España. ¿Cómo valora el estado de las relaciones bilaterales?
Japón y España tienen una larga historia de intercambio a lo largo de más de 400 años (la primera misión japonesa a España data de 1614), para nosotros es uno de los amigos más antiguos de Europa. Yo soy natural de Yamaguchi, el lugar donde Francisco Javier inició la evangelización, en cierto modo Yamaguchi podría ser el lugar de encuentro entre Japón y España. Por este hecho, yo personalmente abrigo una simpatía especial hacia España. Japón y España comparten valores básicos, como la libertad, la democracia, el imperio de la ley y los derechos humanos. En el Consejo de Seguridad de la ONU cooperamos de forma estrecha. En ese sentido, España es un socio muy importante para Japón. España es una plataforma para Japón para entrar en América Latina y, de la misma forma, Japón puede ser una puerta para España para entrar en Asia, por lo que somos mutuamente importantes. Yo realizaré mis mayores esfuerzos para el desarrollo de la relación entre los dos países.



sábado, 29 de octubre de 2016

Manga: Astroboy contra Superman


A principios de los años treinta, en un Japón duramente golpeado  por la devastadora crisis económica mundial que siguió al crack bursátil de 1929, se popularizó un teatrillo ambulante conocido como Kamishibai. Vendedores de caramelos y golosinas ofrecían a los niños, a cambio de su mercancía, la lectura de historias fantásticas ilustradas por láminas con dibujos que iban sucediéndose –cual viñetas de un cómic– conforme avanzaba el relato. Se trata de uno de los antecedentes más claros del manga moderno, convertido hoy en un fenómeno global. Esta potentísima industria, que en Japón representa el 30% de la producción editorial y extiende sus tentáculos a la televisión, el cine y el merchandising, afronta hoy un momento crucial, caracterizado por el descenso de las ventas en papel y la emergencia  balbuciente del sector digital.

La revista de manga Jump, un tocho de papel barato que supera las 400 páginas y ofrece semanalmente a sus lectores numerosas historietas por capítulos a un módico precio (unos dos euros y medio), tiene una tirada de 2,7 millones de ejemplares. Es la más vendida en Japón gracias, entre otras cosas, a publicar desde 1997 las historias –destinadas al público infantil y juvenil– del grupo de piratas de One Piece, el manga japonés más exitoso de todos los tiempos con ventas acumuladas de cientos de millones de ejemplares en todo el mundo: el año pasado, la entrega número 80 de la serie alcanzó un récord histórico de ventas, con 3,6 millones de ejemplares sólo en Japón.

Semejantes cifras, que pueden parecer mareantes para mercados editoriales mucho más modestos, esconden sin embargo un cierto declive. El semanario Jump vende aún muchísimo, pero muy poco si se compara con los seis millones de ejemplares que alcanzó a mediados de los años 90. “En la última década se ha producido un descenso sostenido de las ventas en papel, más en el segmento de las revistas que en el de los libros”, constata Kazuma Yoshimura, director del Centro Internacional de Investigación del Manga y miembro de la junta directiva del Museo del Manga de Kioto. Globalmente, la cifra de negocios de las historietas de manga en papel ha caído de 4,5 millones de euros anuales en el 2006 a  3,1 millones en el 2015, sobre todo por las pérdidas de las revistas. Al mismo tiempo, el negocio digital ha subido en el mismo periodo de 0,1 a 1,5 millones... “Las pérdidas en un lado parece que podrían compensarse por el otro”, apunta Yoshimura.

No se muestra tan optimista Kohei Nishino, profesor de manga en la Universidad de Kioto Seika y autor de historietas junto a su mujer bajo el seudónimo de Konohana Sakuya. “El aumento del consumo digital no alcanza por ahora a compensar le pérdida en el papel”, constata. Y eso que Nishino es un pionero: en 1996 creo la primera página web y ha desarrollado aplicaciones especialmente pensadas para tabletas y smartphones. La historia se sigue desarrollando en viñetas, pero se incorporan vídeos y voces. La ventaja, de cara a la internacionalización del producto, es que el texto escrito se puede leer en diferentes idiomas, a elegir.

Kohei Nishino tiene su despacho en el quinto piso de la Facultad del Manga –la única existente en todo Japón–, situada en uno de los campus de la Universidad de Kioto, al norte de la ciudad. En ella hay inscritos entre 800 y 900 estudiantes, a quienes se forma no sólo en el dibujo, sino en la animación y también en el desarrollo de productos derivados.  El ambiente aquí es alegre y desenfadado. Nada encorsetado. En cierto sentido, muy poco japonés.

“Siempre les digo a mis alumnos que no deben escuchar lo que digan los adultos, sino guiarse por lo que ellos piensan o sienten por sí mismos”, explica Nishino con su aspecto de eterno adolescente. Un planteamiento que en este hemisferio puede parecer evidente, pero que en Japón choca brutalmente con un sistema de enseñanza y una organización social que prima la obediencia y la disciplina por encima de todo.

Pero justamente lo que exige a sus estudiantes Kohei Nishino, alias Konohana Sakuya –“Konohana es el nombre de la diosa del monte Fuji y Sakuya alude al sake”, explica–, es lo que está detrás del éxito apabullante del manga más allá de las fronteras del país del sol naciente. En Japón, el manga tiene un publico universal, incluyendo a los adultos. Hay multitud de géneros: fantástico, histórico, romántico, divulgativo, realista, femenino, erótico... Pero el que se lleva la palma es el dirigido al público infantil y juvenil. Y es en este segmento donde se ha expandido por el mundo –principalmente, en Asia y Europa–, primero a través de series de dibujos animados y después a través de publicaciones y libros.

“Hay muchos jóvenes en el mundo del manga –¡hay incluso una debutante de 14 años!–, y eso hace que los dibujantes y guionistas pertenezcan a la misma generación que sus lectores. Que los adultos se pongan a pensar lo que les interesa a los jóvenes es difícil que funcione”, sostiene Nishino.

La diferencia fundamental entre el manga infantil-juvenil japonés y los cómics occidentales es la misma que va entre el gran superhéroe americano Superman, creado en los años treinta del siglo pasado por Jerry Siegel y Joe Shuster, del ídolo japonés de los años cuarenta Astroboy –un robot infantil son sentimientos humanos–, creado por Tezuka Osamu, considerado el padre fundador del manga moderno. En el manga, el héroe acostumbra a ser  un niño en defensa de la justicia.

Desde el punto de vista formal,  se diría que el estilo del dibujo es una de las principales características que distinguen al manga japonés del cómic de tradición norteamericana o franco-belga. Pero a la vista de la variedad de estilos que circulan por Japón, esta intuición se tambalea. Si hubiera que encontrar los rasgos más específicos del manga habría que buscarlos más bien, según Kazuma Yoshimura, en la expresión –más que el dibujo, la disposición de las páginas, donde las viñetas se combinan de forma mucho más libre que en el cómic occidental–, la difusión –un sistema de rotación, que pasa por las revistas antes de su traducción en libro– y la variedad de géneros, que hace que el manga tenga también un elevado consumo por parte de los lectores adultos: “A diferencia de Europa, en Japón los padres de 50 años saben más de manga que sus hijos”.



Temblores en el Pacífico

Viernes 21 de octubre, 14.07 de la tarde. Un seísmo de magnitud 6,6, cuyo epicentro se halla situado diez kilómetros bajo tierra, sacude la población japonesa de Kurayoshi, en la prefectura de Tottori (oeste). A 150 kilómetros de allí, en el despacho del profesor Kohei Nishino, de la Universidad de Kioto Seika,  los móviles de varios de los presentes lanzan una ruidosa alerta: “¡Terremoto! ¡terremoto!”. Segundos después, el suelo empieza a temblar y el edificio, a tambalearse. El movimiento y el ruido sordo que surge de la tierra cesan instantes después. En Tottori se cuentan 15 heridos, 165 viviendas dañadas y 2.800 personas refugiadas. Aparte de eso, sólo un susto, uno más. La vida sigue, sin inmutarse.

En las horas previas al temblor de Tottori, otros dos seísmos, en este caso de carácter político, habían hecho temblar –de verdad– a la clase dirigente japonesa: el miércoles, en su último cara a cara con  Hillary Clinton, el candidato republicano a la Casa Blanca, Donald Trump, había advertido que Japón y Corea del Sur deberían ir pensando en arrimar más el hombro para su propia defensa y esperar menos de Washington. El jueves, en visita oficial a Pekín, el impetuoso presidente filipino, Rodrigo Duterte, había anunciado su intención de poner fin a la alianza militar con Estados Unidos y acercarse a China. Dos movimientos que, en caso de confirmarse, alterarían radicalmente el equilibrio geoestratégico en una de las regiones más calientes del mundo.

El politólogo Ken Jimbo, profesor de la Universidad de Keio e investigador del Canon Institute for Global Studies (CIGS) no cree en una victoria de Donald Trump –“Cuanto más habla, menos posibilidades hay de que gane las elecciones”, opina–, pero sus posicionamientos demuestran, a su juicio, una nueva y preocupante tendencia  en la opinión pública de Estados Unidos, que puede empujar al país hacia el aislacionismo. “Hasta ahora, EE.UU. ha actuado como garante del equilibrio global. Si abandona ese papel, puede ser un desastre”, advierte. Desde luego, lo sería para Japón, de quien Estados Unidos se ha erigido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en el protector oficial. Pero también para Corea del Sur y para Filipinas... Mal que le pese a Duterte. “Si Filipinas fuera atacada, sólo Estados Unidos podría salir en su defensa”, subraya pensando en China.

El juego de Duterte, que un día afirma una cosa y al día siguiente la matiza –cuando no la contradice–, es oscuro. Nadie se atreve a pronunciarse sobre lo que realmente pretende o a adónde se dirige. “Está claro que no le gusta Estados Unidos, pero tampoco sabemos por qué”, admite Tetsuo Kotani, del Japan Institute of International Affairs (JIIA),  para quien el giro político de Duterte está en contradicción con la disputa territorial que su país mantiene con Pekín en el mar de China Meridional por las islas  Spratly, y que el pasado mes de julio suscitó un pronunciamiento del Tribunal Internacional de La Haya favorable a Manila (que los chinos no reconocen).

El mar de China Meridional, y en menor medida el mar de China Oriental, se han convertido en el escenario de un pulso geoestratégico por la hegemonía en la región Asia-Pacífico, con China y Estados Unidos jugando a amedrentarse mutuamente con sus fuerzas navales, que lo convierten en un polvorín. Desde su nueva fortaleza económica y militar, China lleva tiempo sometiendo a una fuerte presión a sus vecinos del sur con sus reivindicaciones sobre los archipiélagos intermedios: a Filipinas, Vietnam,  Taiwán, Malasia y Brunei en las islas Spratly –zona donde Pekín ha empezado a construir islas artificiales–; a Taiwán y Vietnam en las islas Paracelso, y de nuevo a Taiwán en las islas Pratas. Al este, frente a Japón, las maniobras agresivas de Pekín se centran en las islas Senkaku.  Cada paso de China destinado a tratar de cambiar por la vía de los hechos el actual statu quo es respondido por EE.UU. paseando a sus  buques de guerra por estas aguas.

“Estados Unidos siempre ha tenido  mucha influencia en esta zona, y ahora China se ve con fuerza militar suficiente para cambiar esta situación”, opina Tetsuo Kotani, para quien todas estas maniobras en el mar Meridional y el mar Oriental tienen en última instancia el objetivo de prevenir un eventual intento de Taiwán de proclamar la independencia.

El otro punto de ignición bélica es Corea del Norte. Desde que Kim Jong Un asumió las riendas del país,  el régimen de Poyngyang ha aumentado la escalada militar. Sólo en los últimos ocho meses, ha realizado dos ensayos nucleares y lanzado una docena de misiles balísticos. “Es sin duda la amenaza más grave en la zona”, considera el profesor Jimbo, puesto que “ya no se trata de gestos simbólicos como en el pasado, sino que Corea del Norte busca hacer operativos sus sistemas”. “Es muy serio”, remarca.

Los agoreros de una Tercera Guerra Mundial tienen en el Pacífico –además de en los diversos escenarios de la confrontación entre Rusia y EE.UU.– uno de sus focos potenciales más importantes. Los analistas japoneses no creen en la posibilidad de una conflagración general –“No es probable un enfrentamiento directo entre China y Estados Unidos, ambos países van con mucho cuidado”, sostiene Kotani–, aunque el riesgo de un conflicto militar entre el gigante asiático y alguno de los países de su entorno no es descartable. “Un conflicto de baja intensidad es posible”, admite Jimbo, pero no una guerra global: “Sería un desastre humano y económico, el interés común de todos los países es evitarla”. A diario, sin embargo, se suceden los roces (ayer mismo, China advirtió a Japón sobre las “peligrosas maniobras” de intercepción de sus cazas) y cualquier incidente puede desencadenar el mecanismo infernal.


El problema con los seísmos es que nunca se sabe si constituyen temblores pasajeros o anticipan un terremoto devastador.


sábado, 15 de octubre de 2016

El suicidio del escorpión

El miércoles 23 de abril de 1969, el general Charles de Gaulle, presidente de la República francesa, reunió por última vez a su Consejo de Ministros. Al término de la sesión, como era su costumbre, se despidió de los presentes con un “Hasta el próximo miércoles”. Los rostros de los ministros recibieron sus palabras con incredulidad y preocupación. Nada era más incierto. Cuatro días más tarde, un referéndum convocado para aprobar la instauración de las regiones y la reforma del Senado, al que De Gaulle había apostado su continuidad en el Elíseo, podía dar al traste con todo. El propio general, tras unos instantes de duda, agregó: “En fin, eso creo, eso espero; si no, habrá pasado una página de la Historia”. Y eso fue exactamente lo que pasó el domingo 29 de abril.

Una mayoría neta –aunque no aplastante– de franceses (el 52%) votó no, y pocas horas después, pasados apenas unos minutos de medianoche, el presidente francés, el líder de la resistencia contra los alemanes, el liberador, el fundador de la V República, comunicó su renuncia irrevocable. Ni siquiera el primer ministro británico, David Cameron, gravemente desautorizado por sus conciudadanos en el referéndum del Brexit, el pasado 23 de junio, fue tan rápido en dimitir.

El referéndum de De Gaulle de 1969  es prototípico. Muchos otras consultas posteriores han tenido similar génesis, desarrollo y desenlace (incluso aunque al final no haya mediado dimisión alguna). El asunto que se ventilaba, en este caso, no era fundamental. Pero aunque lo hubiera sido. Pronto se vio que lo que se preguntaba no era lo esencial, sino que lo que se jugaba en realidad era la aprobación o rechazo al jefe del Estado y a su política. El propio De Gaulle, que había sido fuertemente contestado en la crisis de Mayo del 68, fue el primero en quererlo así. Ansiaba el aval de la nación. Y así le fue. Los franceses no votaron contra la regionalización del país. Votaron contra De Gaulle. “Referéndum es un consulta en que se hace una pregunta a los ciudadanos y estos responden lo que les da la gana”, dice acertadamente una sarcástica definición  en boga estos días...

En un reciente artículo publicado en Foreign Policy, el politólogo Matt Qvortrup, profesor de la Universidad de Coventry, constataba que el referéndum es un instrumento preferentemente utilizado por los políticos en tiempos de inestabilidad en busca de respaldo social, que indefectiblemente acaba poniendo en la balanza la confianza o desconfianza hacia el poder establecido y, en consecuencia, resulta incontrolable. Pero que sea incontrolable, subrayaba, no quiere decir que su resultado no pueda ser predecible. “Si algo sabemos de los referéndums –concluía– es que los gobiernos que llevan largo tiempo en el poder tienden a perderlos más frecuentemente: de media pierden un 1,5% de apoyos por año de gobierno”. Si hubieran tenido presente este cálculo acaso ni el británico David Cameron ni el colombiano Juan Manuel Santos –que perdió el referéndum del pasado 2 de octubre para ratificar los acuerdos de paz con las FARC– se hubieran aventurado por este camino. No son las únicas consultas fallidas realizadas este año: en abril, los holandeses tumbaron en referéndum el acuerdo de asociación de la Unión Europea con Ucrania, y en octubre –mediante una abstención masiva– los húngaros infligieron un serio correctivo al primer ministro Vitkor Orbán... El premier  Matteo Renzi, que someterá el 4 de diciembre al plebiscito de los italianos su reforma electoral y del Senado, puede empezar a prepararse, porque los sondeos le vaticinan un fracaso similar al del resto de sus homólogos... “La paradoja es que cuantos más gobiernos pierden sus referéndums, más  parecen dispuestos a convocarlos”, se exclamaba Rosa Balfour, de la Fundación Marshall, en un intercambio con Judy Dempsey, del think tank Carnegie Europe. Es como el suicidio del escorpión. No lo pueden evitar.

Imbuido de esta fiebre del referéndum, como la calificó recientemente con sarcasmo la agencia oficial china de noticias Xinhua, el expresidente francés Nicolas Sarkozy –candidato a la reelección en el 2017– ha hecho bandera electoral de  las consultas populares y, presentándose como heredero de De Gaulle, promete convocar al menos dos: para recortar derechos a los inmigrantes y para reforzar el control de  los sospechosos de terrorismo. Populismo más descarado, imposible.

Quienes invocan  el referéndum como la quintaesencia de la democracia y hacen ostentación de su voluntad de dar voz al pueblo  son frecuentemente los primeros en desconfiar  de la opinión de ese pueblo y en estar dispuestos a corregir el tiro si el resultado no es el esperado.

En el 2005, los franceses tumbaron el proyecto de Constitución Europea. Pero en el 2007, buena parte de lo previsto en el proyecto fue incorporado al Tratado de Lisboa sin pasar de nuevo por las urnas (siendo presidente un tal Sarkozy, por cierto). A los holandeses, que les secundaron, les sucedió algo similar. En julio del 2015, el primer ministro griego, Alexis Tsipras, logró que sus conciudadanos rechazaran en referéndum las condiciones de la UE para el rescate financiero de su país, para acto seguido acatar todas y cada una de ellas (bajo amenaza de expulsión). El referéndum convocado por el jefe de gobierno húngaro, Viktor Orbán, para bloquear las cuotas europeas de refugiados en su país resultó inválido por falta de quórum, lo cual no le ha impedido empezar a tramitar una reforma constitucional en este sentido. Juan Manuel Santos, ahora con el concurso del líder opositor Álvaro Uribe –adalid del no–, intenta salvar el proceso de paz en Colombia pese al rechazo de los colombianos. Y ya veremos qué acaba pasando con el Brexit...

No es no... pero más o menos, a veces. Sí es sí... pero depende, no siempre.

sábado, 1 de octubre de 2016

El país de nunca jamás

Pequeño y enjuto, Muhamed Kresevljakovic, tenía 53 años cuando aterrizó en Barcelona en julio de 1992, en vísperas de los Juegos Olímpicos. Pero parecía mayor. Antiguo profesor de historia, su larga carrera como experto en la conservación del patrimonio no le había preparado para la carga que en aquellos momentos tenía que soportar. Elegido alcalde de Sarajevo en 1991, desde hacía tres meses tenía que hacer frente al drama de una ciudad asediada y bombardeada por las milicias serbobosnias y el ejército federal yugoslavo, cuyos habitantes eran cazados como ratones por los francotiradores chetniks apostados en la ribera sur del río Miljacka.

Animado por el entonces alcalde Pasqual Maragall, Kresevljakovic vino a Barcelona a llamar la atención del mundo y pedir ayuda internacional para la capital de Bosnia-Herzegovina. “Sarajevo ha sido totalmente destruida. Sus escuelas, sus fábricas, sus casas, sus industrias. Pero la mayor catástrofe que nos puede ocurrir es que pierda su espíritu de convivencia”, declaró en una entrevista con La Vanguardia. En una conferencia de prensa en el Ayuntamiento de Barcelona, el alcalde de Sarajevo –de confesión musulmana– compareció flanqueado por dos miembros de su gobierno, serbio uno, croata el otro, en un intento de demostrar que la guerra no había acabado con la realidad multiétnica y la tradición de tolerancia de Sarajevo, y subrayar que los únicos culpables eran los extremistas, fueran del signo que fueran. “Si un día Sarajevo se rompe en pedazos, renunciaré”, aseguró un año después. En 1994 había dejado ya la alcaldía...

Pasqual Maragall, uno de los políticos europeos –a su nivel– más activos en defensa de Sarajevo, lideró un movimiento solidario de ciudades que desembocó en 1996 en la apertura de una suerte de embajada europea en la capital bosnia. En marzo de ese año, el entonces alcalde de Barcelona encabezó una expedición a Sarajevo para inaugurarla. Apenas tres meses antes, en diciembre de 1995, se habían firmado en París los acuerdos de Dayton, que pusieron fin a la guerra –que había causado 100.000 muertos y dos millones de desplazados– al precio de dividir el país en dos entidades subestatales: la Federación de Bosnia-Herzegovina –compartida por los bosnios musulmanes, que decidieron llamarse a sí mismos bosniacos, y los bosniocroatas, de religión católica– y la República Srpska –donde se agrupó la población serbobosnia, de religión ortodoxa–.
En aquellos días, Sarajevo era todavía una ciudad destruida, física y moralmente, sus edificios se mostraban acribillados por los proyectiles y sus calles seguían sembradas de contenedores dispuestos para proteger a los viandantes de los disparos enemigos...

Cuando, después de un largo viaje en autocar siguiendo la costa croata desde Split y remontando después el río Neretva, Maragall llegó a Sarajevo, se encontró con las puertas del ayuntamiento cerradas y, por toda explicación, el breve mensaje de un seco funcionario gubernamental comunicándole que el municipio había sido disuelto horas antes y el alcalde –su amigo Tarik Kupusovic, que había sido pregonero de las fiestas de la Mercè–, depuesto de su cargo. La destitución del sucesor de Kresevljakovic decretó el fin del sueño de la ciudad abierta y tolerante que ambos habían luchado por salvaguardar y el advenimiento de una era marcada por el establecimiento de compartimentos estancos de carácter étnico-religioso y una nueva hegemonía identitaria islámica.

Han pasado veinte años y nada ha cambiado sustancialmente. Los acuerdos de Dayton detuvieron la guerra de la ex-Yugoslavia, pero no han servido para traer la paz. Ni para hacer de Bosnia-Herzegovina un verdadero país. Las divisiones existentes a principios de los años noventa siguen ahí. Si acaso, corregidas y aumentadas.

La comunidad bosnia musulmana, antaño víctima del fuego cruzado de ultranacionalistas serbios y croatas, se ha radicalizado a su vez. La vieja dominación otomana dio paso en los noventa a la influencia saudí –a través de inversiones y de la construcción de mezquitas y escuelas coránicas– y con ella la difusión de un islam intolerante y ultraconservador. El extremismo islámico encuentra eco en una juventud maltratada por el paro –cerca del 60%–, hasta el punto de que Bosnia es el país con mayor número de yihadistas combatiendo en el exterior en relación con su población.

Los bosniocroatas, unidos a los musulmanes por los acuerdos de Dayton –pese a haber ido a degüello en Mostar y otros enclaves–, sueñan con irse por su cuenta y crear una tercera entidad subestatal. Y la comunidad serbobosnia de la República Srpska, dirigida por un nacionalista radical –Milorad Dodik–, sigue acantonada en sus certidumbres. Sus habitantes ansían desgajarse de Bosnia y reunirse con sus hermanos serbios, y en sus calles el tenebroso Radovan Karadzic –condenado a cuarenta años de prisión por el Tribunal Penal Internacional de La Haya por genocidio y crímenes contra la humanidad– es loado como un héroe y padre fundador.

El referéndum unilateral del pasado 25 de septiembre, por el que los serbobosnios declararon el 9 de enero –fecha de creación de su república– “Día del Estado”, ha crispado las relaciones con el Gobierno central y ha alentado un cruce de acusaciones de una violencia verbal que parecía olvidada. El representante musulmán en la presidencia colegiada de Bosnia-Herzegovina, Bakir Izetbegovic, ha vaticinado al líder serbobosnio que acabará como Gadafi, mientras el ministro de Exteriores de Serbia, Ivica Dacic, advertía que su ejército saldría en defensa de sus hermanos serbios si fueran atacados... El lenguaje bélico vuelve a impregnar los Balcanes.

Muhamed Kresevljakovic ya no está para verlo. Murió, prematuramente, en el 2001. Primer año de un siglo no tan nuevo.