lunes, 22 de marzo de 2021

Votos tirados a la papelera


@Lluis_Uria

¿Cuánto vale un voto? ¿Tienen el mismo peso todas y cada una de las papeletas contadas en la noche electoral? En teoría, sí. Todas las constituciones de los países democráticos así lo proclaman. Un hombre (o una mujer), un voto: el sufragio universal como máxima expresión de la igualdad de todos los ciudadanos a la hora de elegir a sus representantes políticos y determinar la orientación del gobierno. Es el fundamento mismo de la democracia. Y, sin embargo, en la práctica raramente se produce. Muchos votos, miles de ellos –millones incluso–, acaban no valiendo para nada. Meterlos en la urna es prácticamente como tirarlos a la papelera.

La democracia no es un sistema perfecto (mal que les pese a los buscadores de ideales absolutos) ni se reduce tampoco al momento de votar en una urna. Pero el voto es sin duda uno de sus pilares y lo menos que cabe decir es que los sistemas electorales vigentes son todo menos neutros. Todos están, en mayor o menor medida, sesgados.

En Estados Unidos y Francia se está abriendo paso ahora el debate sobre la necesidad de reformar el sistema electoral. En ambos casos, al igual que en el Reino Unido, donde se planteó lo mismo tras las elecciones del 2019, algunos sectores cuestionan la justicia del sistema mayoritario, que aplasta a las minorías, y abogan por implantar total o parcialmente el sistema proporcional. Es un debate recurrente, una vieja aspiración, que choca con el inmovilismo interesado de los grandes partidos.

En España, donde existe un sistema proporcional corregido, el problema radica más en la organización de las circunscripciones electorales: el voto de un barcelonés o un madrileño, por ejemplo, vale mucho menos que el de un leridano o un vallisoletano, cuya representación en el Congreso es desproporcionadamente superior al que les correspondería por población. La ley electoral vigente, aprobada durante la transición, prima la representación  parlamentaria de las zonas rurales –de tendencia tradicionalmente más conservadora– sobre las áreas urbanas, más a la izquierda.

No se trata de una particularidad hispana. Sucede en muchos otros países. En Estados Unidos es conocido el papel determinante que tienen un puñado de pequeños estados de la América profunda. Los defensores del sistema alegan que es necesario para evitar que vastos territorios de un país queden silenciados por el peso demográfico de las grandes áreas urbanas. Sea. El problema viene cuando son las minorías territoriales las que acaban acallando a las mayorías y alterando el sentido del voto de los ciudadanos.  Sucedió en Catalunya en el 1999, cuando el candidato socialista a la presidencia de la Generalitat, Pasqual Maragall, ganó las elecciones pero obtuvo menos escaños que el segundo. O en el 2016, cuando Hillary Clinton sacó tres millones de votos de ventaja a Donald Trump en la carrera a la Casa Blanca... Para perderla.

En EE.UU. es conocido el peso excesivo que algunos estados tienen en la elección presidencial (que es indirecta, a través de delegados) Pero la situación afecta también a las legislativas: ha permitido a los republicanos encastillarse en las últimas décadas en el Senado y sólo por un pelo –quedaron empatados a 50 escaños– los demócratas han conseguido ahora una precaria mayoría (gracias al  voto de calidad de la vicepresidenta Kamala Harris)

La situación política actual ha hecho que hayan empezado a alzarse voces contra el vigente sistema mayoritario, con circunscripciones hechas a medida,  que consolida la existencia de dos únicos grandes partidos y no refleja adecuadamente las sensibilidades del electorado. Y que está en la base de la enorme polarización política que divide al país. Un sistema multipartidista favorecería, argumentan, la negociación y el consenso. “Los incentivos para el compromiso o la cooperación con los rivales políticos no existen en un sistema de dos partidos en que el ganador se lo lleva todo”, sostiene  el politólogo Noam Gidron, citado por el Washington Post. El 62% de los norteamericanos desearían la emergencia de un tercer partido –según un sondeo de Gallup–. Pero no así el establishment...

También en el Reino Unido, donde sólo se elige un diputado por distrito, el que gana se lo lleva todo. Es el sistema del first-past-the-post. De haber un sistema proporcional, según una proyección realizada en el 2019 por la Electoral Reform Society, emergería con más fuerza el tercer partido –en este caso, el Liberal Demócrata– y Boris Johnson no tendría mayoría absoluta.

Tampoco Emmanuel Macron en Francia... El presidente francés prometió en la campaña del 2017 introducir “una dosis” de proporcionalidad en las elecciones a la Asamblea Nacional, con el fin de corregir lo que su socio centrista François Bayrou califica de “brutalidad” electoral. Pero al final, y a pesar de las presiones de las últimas semanas, el Gobierno sigue dando largas...

El sistema electoral francés, mayoritario a dos vueltas, con 577 circunscripciones en las que se elige un solo diputado, beneficia claramente a los grandes partidos. Instaurado por la Constitución de 1958,  es uno de los signos distintivos de la V República fundada por Charles de Gaulle, que quiso huir como de la peste de la inestabilidad política de la IV República. Aquí, el partido ganador tiene siempre asegurada la mayoría absoluta y los gobiernos son estables, sin duda. Pero a costa de falsear la representación política. La desproporción es enorme: en el 2017, con 6,4 millones de votos (el 28,2%), el partido de Macron se hizo con 308 diputados. El FN de Marine Le Pen, que obtuvo casi la mitad (2,9 millones de sufragios, el 13,2%), se quedó con ocho.

Cabría preguntarse hasta qué punto la polarización política y la tendencia a dirimir las diferencias de forma violenta –asalto al Capitolio, chalecos amarillos...– es o no ajena a este déficit democrático.


lunes, 8 de marzo de 2021

París vuelve a sangrar


@Lluis_Uria


Ascender por las empinadas calles de Montmartre hacia lo alto de la colina, La Butte, es un deber inexcusable de cualquier visitante de París. La vista sobre la ciudad es impagable, sobre todo a la puesta del sol. En la cima se yergue la basílica del Sacré-Coeur, un edificio extraño, de estilo vagamente bizantino, que los turistas recorren ignorantes, en general, del pasado de violencia que esconden sus muros blancos.

El templo, visible desde toda la ciudad, se ha acabado convirtiendo en un icono de postal de París, un monumento más. Pero lo cierto es que su significado no es en absoluto neutro: una ley acordó erigirlo en 1873 como un gesto para “expiar los crímenes” de los revolucionarios de La Comuna.

Han pasado 150 años desde el levantamiento de los communards, en 1871, y la herida todavía sangra. La proximidad del aniversario, el 18 de marzo, ha vuelto a despertar los viejos demonios y revelado las fracturas ideológicas que siglo y medio después todavía dividen a los franceses.

Los primeros movimientos de incomodidad se produjeron en octubre pasado, cuando una comisión especial acordó –con el aval del Ayuntamiento de París, gobernado por la socialista Anne Hidalgo– iniciar los trámites para clasificar el Sacré-Coeur como monumento histórico. Un sector de la izquierda se sintió ultrajado y consideró la iniciativa un “insulto” a los 20.000 communards muertos por la represión. Para templar los ánimos, y conmemorar en paz el 150 aniversario de la Comuna, la alcaldía decidió aplazar el debate al año 2022.

La maniobra apaciguó a la izquierda, pero la organización de los actos de conmemoración ha sublevado a la derecha, que ha acusado a Hidalgo de pretender glorificar un “triste momento de guerra civil” y transformar a unos asesinos en héroes. Ciento cincuenta años después, Francia es todavía incapaz de ofrecer una memoria común sobre los sucesos que se desarrollaron en París entre marzo y mayo de 1871. Hay dos mitos enfrentados. Y ahí siguen.

Para entender la efervescencia que se vivía en la capital francesa en aquellos momentos hay que tratar de imaginar lo que la ciudad había sufrido a causa del aventurerismo bélico de Napoleón III, que el 19 de julio de 1870 había declarado la guerra a Prusia por una disputa sobre la sucesión al trono de España. El emperador francés pagó cara su imprudencia y sólo seis semanas después, el 2 de septiembre, cayó prisionero de las tropas prusianas en la desastrosa batalla de Sedán. Pero Francia no capituló.

Los ejércitos alemanes sometieron entonces a París a un duro asedio, coronado por un bombardeo de tres semanas, hasta que la ciudad se rindió definitivamente el 28 de enero. Hambrientos, los parisinos se vieron obligados a comer todo lo que se movía –en Les Halles se vendía carne de perro y de rata– y los más desesperados hacían caldo con los huesos de cadáveres desenterrados... Para añadir humillación, el káiser Guillermo I se proclamó emperador de Alemania en el palacio de Versalles.

El resentimiento popular no tardó en dirigirse hacia el Gobierno provisional, en manos conservadoras. Y bastó una chispa –el intento gubernamental de incautarse de 200 cañones apostados en La Butte de Montmartre y en manos de la Guardia Nacional (una milicia ciudadana)– para desencadenar la sublevación. Una multitud ebria de ira, apoyada por los guardias, se enfrentó a los militares y abortó el intento, matando a dos generales. El ejército se retiró a Versalles para reorganizarse y los rebeldes se hicieron con el poder en la capital. Diez días después,  el 28, fue proclamada La Comuna, que izó la bandera roja.

Si la guerra de 1870-1871 fue el primer conflicto directo entre Francia y Alemania (suponiendo que no merecieran ese rango las guerras napoleónicas de principios de siglo), el levantamiento de la Comuna fue visto por Karl Marx como la primera insurrección proletaria de la historia. Lo fuera o no –hay quien considera que fue más bien la última revolución decimonónica–, constituyó en todo caso un intento de instaurar una república social.

En apenas diez semanas, los communards aprobaron numerosos decretos con iniciativas de muy diversa índole:  separación de Iglesia y Estado, gratuidad de la educación pública, suspensión del pago de los alquileres,  jornada laboral de 10 horas, prohibición del trabajo nocturno en las panaderías, creación de cooperativas de trabajadores, reconocimiento de las uniones libres, prohibición de la prostitución...

Las mujeres tuvieron un papel de primera línea en el movimiento y en la lucha, y una de ellas se acabó convirtiendo en un icono: la enseñante y escritora anarquista Louise Michel –apodada, a saber por qué fantasma masculino, la Virgen Roja–, que acabó deportada a un penal de Nueva Caledonia. Hoy tiene dedicada una plaza a los pies del Sacré-Coeur.

Los communards desperdiciaron la oportunidad de atacar a las tropas acantonadas en Versalles cuando aún disponían de la ventaja inicial. Cuando lo hicieron, tuvieron que batirse en retirada. Y cuando quisieron darse cuenta –distraídos en medio de grandes festejos– el ejército atacó la capital. Entre el 21 y el 28 de mayo, la semana sangrienta, se combatió calle a calle. Progresivamente acorralados, los revolucionarios ejecutaron a 47 rehenes –entre ellos, el arzobispo de París– y asesinaron a un grupo de dominicos y jesuitas, e incendiaron los grandes edificios de la ciudad (el palacio Real, los palacios de las Tullerías y de Orsay, el Hôtel de Ville, el palacio de Justicia...) En su avance, las tropas gubernamentales no tuvieron piedad. Los combatientes fueron fusilados sobre la marcha, las calles se llenaron de cadáveres.

Los últimos resistentes fueron ejecutados contra un muro del cementerio de Père Lachaise, junto al cual se alinean hoy las tumbas de históricos dirigentes comunistas. Lugar de peregrinación de la izquierda, cada primavera una Francia rinde homenaje a los communards colocando flores junto al muro. La otra mira al Sacré-Coeur.