domingo, 27 de marzo de 2016

El eslabón débil

05/03/2016

Después de raptar a la hermosa Europa en una playa de lo que hoy es Líbano –entre Sidón y Tiro–, llevársela a Creta y hacerle tres hijos, el poderoso, iracundo e intratable Zeus, agradecido, le entregó tres presentes: uno de ellos era un gigantesco autómata de bronce, Talos, encargado de proteger la isla y evitar el desembarco de extranjeros en sus costas... La agencia europea Frontex hubiera deseado probablemente un regalo semejante de parte del padre de los dioses para frenar el alud humano que llega a Europa desde hace meses, como un goteo interminable, a través de las islas griegas. Pero se hubiera engañado. Como engañadas –seguramente de forma interesada– están las cancillerías centroeuropeas que señalan con el dedo acusador a Atenas por no proteger suficientemente las fronteras exteriores de la Unión Europea. O lo que es lo mismo, los 11.000 kilómetros de costa de sus numerosas islas. Deberían saber que la misión de Talos estaba irremisiblemente condenada al fracaso, como confirmó la exitosa incursión de los argonautas dirigidos por Jasón en su búsqueda del Vellocino de Oro.

La historia demuestra que no hay fronteras ni alambradas capaces de frenar a quienes huyen de la guerra y del hambre. Y la UE parece haberlo comprendido cuando ha decidido intentar detener no tanto la entrada como la salida de los refugiados desde Turquía, convertida en el portaaviones de la desesperación. Será flagrantemente insolidario –que lo es–, pero si el lunes próximo logra cerrar un acuerdo con Ankara, con miles de millones de euros de por medio, habrá dado un paso importante para aliviar la actual presión migratoria, que ha colocado a Europa al borde de la implosión. Salvo que en medio quedará Grecia...

Grecia es el eslabón débil de la cadena. Lo ha sido en la zona euro, en plena tormenta de la deuda, y lo es ahora en la zona Schengen, con la crisis de los refugiados. En ambos casos, la reacción europea ha sido ejemplarmente lastimosa. El rescate financiero de Grecia –declinado formalmente en tres programas de rescate consecutivos desde el 2010– llegó demasiado tarde a causa del enorme freno de Alemania. Y cuando lo hizo fue acompañado de una amarga penitencia en forma de drásticos recortes que han dejado a la economía griega exangüe. Si se había pecado, razonaba Wolfgang Schaüble desde el todopoderoso Ministerio de Finanzas de Berlín, había que purgar. No porque sí, en alemán, la misma palabra –schuld– significa a la vez deuda y culpa. Seis años después, el producto interior bruto (PIB) de Grecia ha sido amputado en una cuarta parte, el desempleo alcanza el 26,5% y la deuda lejos de reducirse no ha hecho más que crecer, hasta llegar al 180% de la riqueza nacional. Tal ha sido el éxito que el mismísimo Fondo Monetario Internacional (FMI) consideró el año pasado que el nivel de la deuda griega era “insostenible” y llegó a propugnar –en vano– una quita parcial. Si el primer ministro griego, Alexis Tsipras, acabó rindiéndose a los últimos dictados de Bruselas –en contra de sus promesas electorales– fue porque se encontró sobre la mesa una amenaza brutal: un plan concreto y detallado para la exclusión de Grecia de la zona euro.

En esta Grecia dolorida y exhausta es donde han ido desembarcando desde hace un año cientos de miles de inmigrantes, huyendo la mayoría de la guerra de Siria y Afganistán, así como de las precarias condiciones de vida en los campos de refugiados de Turquía y Líbano. Confortada y respaldada esta vez por Alemania, Atenas ha vuelto sin embargo a recibir furibundos ataques y severas amenazas de exclusión, esta vez de la zona Schengen, por su presunta negligencia en el control de sus fronteras. A la cabeza ha estado la derecha europea y, en particular, Austria.
Descartada formalmente esta posibilidad, la imaginativa solución europea ha sido llevarla adelante de todos modos por la vía de los hechos. Es decir, asumiendo en la práctica el cierre de las fronteras balcánicas –particularmente en Macedonia, un país ajeno a la UE– y aceptando que decenas de miles de inmigrantes van a quedarse por tiempo indefinido en Grecia. De ahí los 700 millones de euros en ayuda humanitaria acordados esta semana.

En un reciente artículo publicado en Foreign Policy –significativamente titulado “Welcome to Greece (but not to Europe)”–, el antropólogo Michael Herzfeld, de la Universidad de Harvard, subrayaba que la consecutiva amenaza de expulsión de Grecia de la zona euro primero, y de la zona Schengen después, ha demostrado que esta “lógica excluyente” está en el corazón mismo de las relaciones entre la UE y Grecia, cuyas “credenciales europeas” son sistemáticamente puestas en duda por sus pares, que tratan al país cuna de la democracia y de la civilización occidental como “una anomalía” en el cuerpo político europeo. Lo cual consolida una suerte de “automutilación colectiva” y alimenta entre los griegos un sentimiento de humillación que dará alas –vaticina– a los movimientos fascistas, como el partido neonazi griego Aurora Dorada. Pero las consecuencias de una fractura de la UE por su flanco sudoriental no serían únicamente locales, sino que provocarían un seísmo en todo el continente. Preocupados por la amenaza plausible del Brexit, y los efectos que sobre Europa tendría la eventual salida del Reino Unido –uno de los grandes– de la UE, los dirigentes europeos pueden tener la tentación de minimizar los riesgos de un Grexit (no sería la primera vez). Olvidando la enseñanza extraída de un célebre razonamiento escrito en 1786 por el filósofo escocés Thomas Reid según la cual “una cadena no es más fuerte que el más débil de sus eslabones”.


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