domingo, 26 de junio de 2022

Francia estremece a Europa


@Lluis_Uria

Europa no recibía un susto parecido de Francia desde hace diecisiete años. El 29 de mayo del 2005, el referéndum convocado por el entonces presidente Jacques Chirac para aprobar el proyecto de Constitución Europea se saldó con una derrota en toda regla de los europeístas: el tratado fue rechazado por casi el 55% de los franceses y la construcción europea sufrió un fuerte parón. El resultado de anoche de la segunda vuelta de las elecciones legislativas francesas, con la pérdida de la mayoría absoluta del presidente Emmanuel Macron, que se queda con 245 o 246 de los 577 escaños en juego (según diferentes conteos), y el ascenso de las fuerzas euroescépticas, es un seísmo comparable.

En la agitada campaña del referéndum del 2005 en Francia sobresalió un nombre hasta entonces prácticamente desconocido, Jean-Luc Mélenchon, quien capitaneó –junto al ex primer ministro Laurent Fabius- a un grupo de disidentes del Partido Socialista que, contraviniendo la posición oficial del partido, hicieron propaganda en favor del no.

Jean-Luc Mélenchon, miembro del ala izquierda del PS, en el que había ingresado en 1976 y por el cual fue senador y ministro, acabó abandonado su militancia en el 2008 en desacuerdo con las tesis triunfantes en el congreso de Reims –que abogaban por buscar líneas de acuerdo con los centristas- y fundó el Partido de Izquierda, embrión de lo que se ha convertido hoy en la fuerza central de la izquierda francesa.

El espectacular avance de Mélenchon en las elecciones presidenciales de abril, donde quedó tercero con casi el 22% de los votos, se vio coronado anoche en la segunda vuelta de las legislativas, en las que la coalición formada con socialistas, comunistas y ecologistas se ha llevado entre 131 y 142 escaños, convirtiéndose en el segundo grupo (bien que un tanto dispar) de la Asamblea Nacional.

La otra gran triunfadora de la noche, más aún si cabe que Mélenchon, fue la líder del Reagrupamiento Nacional (RN), Marine Le Pen, quien por primera vez ha logrado traducir en unas legislativas su éxito en las presidenciales (en las que quedó en segundo lugar en el 2017 y ahora en el 2002). Con 89 diputados, la ultraderecha francesa nunca había obtenido semejante representación (ni siquiera en las particulares elecciones de 1986, en que François Mitterrand, para debilitar a la derecha, introdujo el escrutinio proporcional)

El resultado de anoche indica que Le Pen ha roto definitivamente el muro que le imponía el sistema mayoritario a dos vueltas –que le penalizaba, como a todos los partidos minoritarios- y ha enviado el llamado frente republicano, que le cerraba sistemáticamente el paso, al baúl de los recuerdos. La ultraderecha se ha normalizado y ha venido para quedarse.

El resultado de anoche debilita enormemente a Macron, que se verá obligado a apoyarse –si se dejan y habrá que ver a qué precio- en los restos del antaño principal partido de la derecha, Los Republicanos, que con entre 61 y 64 diputados adquieren un papel de bisagra con el que nunca habían podido ni soñar. Y es que la fragmentación del parlamento con la aparición de tres o cuatro bloques –en lugar de los dos tradicionales- ha destrozado la arquitectura de la V República fundada por De Gaulle.

La debilidad de Macron, el principal adalid de la construcción europea, llamado a erigirse en el líder natural de la Unión –dada la inhibición que muestra el canciller alemán, Olaf Scholz-, representa un golpe para la UE. Tanto más cuanto que sus verdugos, desde la izquierda radical y la extrema derecha, son euroescépticos militantes.

Es cierto que la heterogénea coalición de izquierdas de Mélenchon, la Nueva Unión Popular Ecologista y Social (Nupes), que además se disgregará en varios grupos en la Asamblea, está lejos de compartir la misma eurofobia de su líder. Pero no es menos cierto que el suyo ha sido el discurso dominante, mientras que el resto ha tenido un papel oscurecido y subalterno.

El programa presidencial de Mélenchon –nadie puede decir que no sea coherente con las posiciones expresadas en el 2005- era muy combativo con la Unión Europea. El líder de la izquierda francesa defendía “romper” con los actuales tratados europeos y devolver a los Estados miembros su plena soberanía presupuestaria. Y, en caso de no obtener la aquiescencia del resto de socios comunitarios, apostaba por “desobedecer” todas aquellas reglas que entraran en contradicción con su programa de gobierno, rechazar las normas europeas que a sus ojos fueran menos ambiciosas que las nacionales y suspender la participación de Francia (opt-out) en algunos programas.

Marine Le Pen, otra veterana euroescéptica, no le va a la zaga, aunque en los últimos años ha moderado considerablemente algunas de sus tesis (la idea de abandonar el euro, por ejemplo, fue arrinconada hace tiempo). La líder de la ultraderecha también proponía, en su programa presidencial, acabar con los tratados actuales y constituir una Asamblea de las Naciones que sustituyera a la UE. Y exponía toda una serie de medidas que se enfrentaban directamente con los acuerdos europeos, como la primacía de la jurisdicción nacional sobre la europea, la “preeminencia nacional” en el acceso a las ayudas sociales, el empleo y la vivienda, o el “patriotismo económico”.

Las posiciones de Mélenchon y Le Pen –tan distantes en algunos aspectos y tan próximas en otros- no son testimoniales, si es que alguna vez llegaron a serlo. En esta ocasión, ambos grupos suman cerca de la mitad de la Asamblea Nacional. Diecisiete años después, en la política francesa Europa vuelve a cotizar a la baja.



El espejismo francés


@Lluis_Uria

En ocasiones, la luz puede ser tan deslumbrante que impide ver con claridad. La realidad aparece entonces borrosa, deformada... Algo así está pasando con la política francesa. Los resultados de las elecciones presidenciales del mes de abril y de la primera vuelta de las elecciones legislativas –la semana pasada– han evidenciado el despegue de una figura política hasta ahora marginal, Jean-Luc Mélenchon, líder radical de una nueva y amplia coalición de izquierda que el día 12 igualó en votos (alrededor del 26%) al partido del presidente Emmanuel Macron. Y a quien en la segunda vuelta que se celebra hoy amenaza con dejar sin mayoría absoluta en la Asamblea Nacional.

La luz que irradia Mélenchon, cruda y a veces violenta, unida al calculado oscurecimiento de Macron en la campaña, puede haber dado la impresión de que el empuje de la izquierda era irresistible y que podría acabar imponiéndose, llevando a su líder al palacio de Matignon. El propio Mélenchon ha cultivado esta idea, presentando las legislativas como una suerte de tercera vuelta de las presidenciales y presintiéndose ya primer ministro de un gobierno de cohabitación. Pero no es probable que esto llegue a suceder. No con los ajustados resultados de hace siete días.

El sistema electoral francés, mayoritario a dos vueltas, con 577 pequeñas circunscripciones donde se elige a un único diputado, premia a quienes pueden captar votos adicionales en el segundo turno, al que sólo llegan dos finalistas (y ocasionalmente tres)

Los candidatos del partido de Macron, por ejemplo, enfrentados a un oponente de la izquierda, pueden atraer el voto útil de los electores conservadores que apoyaron en la primera vuelta a  Los Republicanos –el antiguo y rebautizado partido de Jacques Chirac y Nicolas Sarkozy– e incluso a parte de los votantes de Marine Le Pen. Pero a la coalición de Mélenchon, que ha reunido a casi todas las fuerzas de izquierda –del Partido Socialista al PCF, pasando por los ecologistas–, ya no le queda apenas dónde rebuscar votos.

Así que la posibilidad de que la NUPES (Nueva Unión Popular Ecologista y Social) pueda convertirse en la primera fuerza parlamentaria parece muy remota. Ya hará mucho Mélenchon si rompe la mayoría absoluta de Macron, algo impensable mientras funcionó el bipartidismo derecha-izquierda, pero que ahora, con un mapa político más fragmentado, es más que posible.

Por más que se insista en las –presuntas– posibilidades de Mélenchon de convertirse en jefe del Gobierno, la realidad es inapelable. La idea de que la izquierda puede acabar siendo la fuerza política mayoritaria no es más que  un espejismo. Francia, en realidad, es tan de derechas como siempre. O más.

El porcentaje de votos conseguido por el partido de Mélenchon en la primera vuelta de las elecciones legislativas, más algunos votos dispersos entre otras candidaturas de extrema izquierda, apenas supera el 30%. Lo cual está bastante por debajo de lo acumulado por toda la izquierda en las elecciones legislativas del 2012 (la comparación se hace difícil con el 2017, año en que el seísmo provocado  por Macron destrozó el mapa de partidos tradicional). Hace diez años, pues, el Partido Socialista –capitaneado por François Hollande– ya rozó por sí solo el 30%, mientras que toda la izquierda sumada se acercó al 48% de los sufragios. Mélenchon y los restos del naufragio socialista y ecologista han quedado ahora muy por detrás. Y en términos de votos absolutos –dada la enorme abstención del 52%, un récord– la comparación es aún  más lacerante.  No hay pues ninguna revolución a la vista.

Lo que sí se va a producir es una clarificación. La izquierda, por un lado, se ha radicalizado. Y el partido de Macron –un artefacto político liberal con un notable sector interno socialdemócrata, alimentado por los huidos del PS–, que hasta ahora había tratado de navegar entre dos aguas, o de hacerlo ver, acabará anclado definitivamente en el centroderecha, sobre todo si precisa del apoyo parlamentario de Los Republicanos (con el 11,3% de los votos en la primera vuelta)

La capacidad de Mélenchon para acaparar la campaña, reduciéndola a un duelo entre él y el reelecto presidente de la República, ha oscurecido también un dato fundamental: el notable avance del Reagrupamiento Nacional (RN) de Marine Le Pen, que además se ha quedado definitivamente sola como reina de la ultraderecha francesa (con la eliminación en la primera vuelta del sulfuroso Éric Zemmour). La Asamblea Nacional del 2022 se parecerá muy poco, en este sentido, a las de las últimas décadas. El RN ha doblado el número de candidatos que han pasado a la segunda vuelta y las proyecciones le dan una posible representación de entre 15 y 45 diputados que le permitiría tener grupo parlamentario propio, algo nunca visto durante la V República (con la salvedad de 1986, cuando Mitterrand introdujo el escrutinio proporcional)

La gran incógnita de esta noche no es pues si el partido presidencial ganará –eso se da prácticamente por descontado–, sino si será capaz de obtener una mayoría sólida para gobernar. Si no la consigue, con una oposición parlamentaria  dominada por las fuerzas radicales, a Macron le espera un calvario.


domingo, 12 de junio de 2022

Camino de la salida


@Lluis_Uria

Supervivencia, es la palabra. Boris Johnson ha sobrevivido esta noche al voto de censura de su propio partido. Pero su victoria, por 211 votos a 148, frente a los tories que querían echarle del número 10 de Downing Street es demasiado estrecha como para que el primer ministro británico pueda consolidar su posición. No digamos ya reforzarla. Antes al contrario, sale enormemente debilitado. Que 148 parlamentarios de su propio partido (el 42%) piensen que le ha llegado la hora de renunciar da la medida de la amplitud del descontento y de la contestación interna. Johnson ha conseguido mantenerse en el cargo, teóricamente un año más –durante ese tiempo no puede presentarse contra él una nueva moción de censura-, pero no es más que una prórroga.

Theresa May, su antecesora en el cargo, también sobrevivió en diciembre del 2018 a una moción de censura de su partido, que ganó por 200 a 117 votos. No duró más que cinco meses en el cargo. Las tensiones del Brexit –por tres veces vio rechazado en el Parlamento su propuesta de acuerdo con la UE—la forzaron a dimitir en mayo del 2019. Hay todavía otro antecedente. En 1990, Margaret Thatcher fue retada por Michael Heseltine, que le disputó el liderazgo conservador y a quien venció por 204 a 152. Efímera y corta victoria que le llevó un par de semanas después a retirarse de la carrera y abandonar Downing Street. Como premier le sucedería al final John Major. 

Boris Johnson no está mejor. Ni mucho menos. El escándalo del partygate es sólo la guinda del pastel. El primer ministro británico ha mostrado aquí su doblez y su desparpajo en la mentira, pero no es algo que no se conociera. Un rasgo de carácter que había pulido en sus tiempos de corresponsal europeo del Daily Telegraph y que explotó con gran profesionalidad y éxito en el referéndum para la salida de la Unión Europea. 

Es cierto que el partygate ha sido un golpe pata su imagen. Pero no es el único factor, y probablemente tampoco el más importante. La situación económica, con una inflación galopante y una muy acusada pérdida de poder adquisitivo, lastran también su credibilidad. Su nivel de popularidad ha caído al 26% y los sondeos indican que los conservadores estarían perdiendo a marchas forzadas el voto obrero y popular que hizo triunfar al Brexit y dio a los tories la mayoría absoluta en el 2019. Su partido podía perdonar a Johnson su indisciplina, sus payasadas e incluso su heterodoxia económica, siempre que ganara elecciones. Pero su estrella palidece. Y le han marcado ya el camino de salida.

 

El tigre que dormita


@Lluis_Uria

Shanghai vuelve a respirar. Tras más de dos meses encerrados en sus hogares, con las calles cortadas y vallas frente a los edificios para impedir toda entrada o salida, la mayor parte de los 25 millones de habitantes de la gran megalópolis china pueden desde el miércoles volver a hacer vida casi normal.  Hasta nueva orden ¿La causa? La política china de tolerancia cero en la lucha contra la covid.

Mientras la mayoría del mundo ha aceptado convivir con el virus, aprovechando la menor gravedad de la cepa dominante (ómicron), Pekín se mantiene empecinada en erradicar la enfermedad, a pesar de las críticas de los propios epidemiólogos de la OMS. Unas pocas decenas de casos bastan para confinar a miles, e incluso millones, de personas en sus domicilios y a los trabajadores de sectores esenciales en sus centros de trabajo. Los infectados, aún con síntomas leves, son internados manu militari en centros de cuarentena.

La política de “cero covid” no sólo tiene un fuerte impacto social y psicológico entre la población –con esporádicos episodios de descontento, acallados por la censura–, sino que está dañando a la economía china. Ha sido así en el caso de Shanghai, epicentro financiero y comercial de China por cuyo puerto –que ha funcionado muy por debajo de su capacidad– pasan el 27% de sus exportaciones. Pero no únicamente. A mediados de mayo, una cuarentena de ciudades chinas –unos 290 millones de personas,  un tercio del PIB nacional– estaban total o parcialmente confinadas.

No es difícil imaginar el resultado de esta parálisis en la economía. Los intercambios comerciales con el resto del mundo han caído a los niveles de lo más duro de la pandemia (finales del año 2020), con los consecuentes efectos negativos en las cadenas de suministro mundiales. Los analistas financieros occidentales creen imposible que China cumpla el objetivo de crecimiento fijado por el Gobierno para este año (un 5,5%) y algunos, como un informe de Bloomberg Economics, calculan que se quedará en un pelado 2%. Si fuera así, sería la primera vez desde 1976 que China crece por debajo de Estados Unidos (cuya previsión es del 2,8%)

Hay quien cree incluso que, a la vista de los factores estructurales de la economía china, este débil de crecimiento (en torno al 2%-3%) va a seguir en las próximas tres décadas. “China acabará convirtiéndose igualmente en la mayor economía del mundo, pero nunca aventajará significativamente a EE.UU.”, concluye un reciente estudio del australiano Lowy Institute.

La situación económica sin duda habrá pesado en la decisión de liberar Shanghai. Pero no es la causa fundamental. Si las vallas han sido retiradas, es porque la incidencia del virus ha caído muy significativamente. Si en algún momento se vuelve a descontrolar, se volverá a aplicar la misma receta... El presidente chino, Xi Jinping, insistió en defender la política de “cero covid” en una reciente reunión  del comité permanente del Politburó del Partido Comunista Chino, donde exhortó a combatir todo intento de “distorsionar, cuestionar o retar” la política oficial. Los débiles índices de vacunación y la endeblez del sistema sanitario en las zonas rurales explican en buena parte esta rigidez.

Pero hay quienes, desde el exterior, la atribuyen también a la proximidad del 20.º congreso del PCCh,  que se celebrará en otoño. Con un poder omnímodo no igualado en China desde los tiempos de Mao, con su pensamiento político inscrito en la Constitución y enseñado en las escuelas, rodeado de una aureola de infalibilidad casi papal, Xi Jinping aspira a consolidar su poder renovando su cargo para un tercer mandato. Y no quiere que nada interfiera en el rumbo marcado.

La nueva ola de covid es una piedra en el camino. Pero no la única. La guerra desatada por Rusia en Ucrania no ha podido ser, en este sentido, más inconveniente. No sólo ha puesto patas arriba la recuperación económica mundial, disparando los precios de la energía y de los alimentos, sino que ha colocado a Pekín en una situación muy incómoda que sin duda hubiera preferido ahorrarse.

Formalmente, China se ha aferrado a su alianza estratégica con Rusia –una “amistad sin límites” reafirmada en la cumbre de Pekín entre Xi y Vladímir Putin poco antes de la guerra– y repite con cadencia monocorde la tesis rusa de la responsabilidad de EE.UU. y la OTAN en el conflicto. Pero, en la práctica, la cooperación económica y militar con Moscú está lejos de responder a estas expectativas, aunque sólo sea por evitar las sanciones con que le amenaza Washington, y que podrían poner a su economía en gravísimas dificultades. China no puede dejar que Rusia pierda su pulso con Occidente, pero el aventurerismo de Putin en Ucrania le complica las cosas.

Y como hay veces en que parece que todo lo que puede ir mal, va mal, China ha sufrido esta semana un serio tropiezo diplomático al ver rechazada por  una decena de pequeñas naciones insulares del Pacífico Sur su propuesta de suscribir un amplio pacto comercial y de seguridad. La iniciativa –ahora frustrada– pretendía ampliar la esfera de influencia china en una zona hasta el momento dominada por Australia y sus aliados, y colocar una pieza más en el tablero para contrarrestar la presencia norteamericana en la región. Mala noticia para Pekín en un momento en que Washington aprieta fuerte con el impulso del foro Quad –con India, Australia y Japón–  y la defensa de Taiwán.

Un proverbio chino recuerda que nadie está libre de contratiempos y errores, ni siquiera los más poderosos: “Hay momentos –dice– en que hasta el tigre dormita”. Habrá que ver cómo despierta.