miércoles, 26 de diciembre de 2018

El veneno de la cobra


El sargento Jason Mitchell McClary, de 24 años, natural de Export (Pensilvania), un pueblo de nombre equívoco en la órbita metropolitana de Pittsburgh, murió el domingo 2 de diciembre en un hospital militar de Landstuhl (Alemania) a consecuencia de las heridas que había recibido cinco días antes en un atentado de los talibanes contra un convoy militar norteamericano en las afueras de la ciudad de Ghazni, en la peligrosa ruta que une Kabul con Kandahar. Procedente de Irak, llevaba ocho meses en Afganistán. El martes 27 de noviembre, el vehículo blindado en el que viajaba fue destruido por una potente bomba trampa de los talibanes. Tres de sus compañeros, miembros de las fuerzas especiales, murieron en el acto. El sargento McClary, de la 4.ª División de Infantería con base en Fort Carson (Colorado), resultó gravemente herido y acabó sucumbiendo muy poco después. Casado con su novia del instituto –Lilly– y padre de dos hijos de corta edad, Jett (3 años) y Jason James (11 meses), Jason Mitchell McClary es el último soldado de Estados Unidos caído en Afganistán. Hasta el momento...

En los 17 años que hace que dura esta guerra interminable, la más larga ya de la historia de Estados Unidos, han muerto más de 2.400 militares estadounidenses, además de otros 1.100 de la treintena de países aliados (la mayoría británicos y canadienses, así como 34 españoles). Pero la factura más grave en vidas humanas la ha pagado el propio país: en este tiempo han perecido del orden de 38.000 civiles y 58.600 soldados y policías. Sólo en el 2017 murieron o resultaron heridos 10.000 civiles a causa fundamentalmente de los atentados indiscriminados de los talibanes y del Estado Islámico –recién llegado procedente de Siria–, según un informe de la ONU.

 El sargento McClary tenía 7 años cuando el presidente George W. Bush ordenó en octubre del 2001 lanzar un ataque militar, con el apoyo de la OTAN, contra el Gobierno talibán de Afganistán por su complicidad en los atentados del 11 de septiembre, al proteger a Osama Bin Laden y la dirección de Al Qaeda. El régimen medieval y oscurantista de los Talibán se derrumbó inmediatamente –Bin Laden tardaría muchísimo tiempo más en caer,  diez años, en el 2011–, pero ni Estados Unidos ni sus aliados han llegado jamás a sofocar la resistencia ni dominar el país. No lo consiguieron los británicos en el siglo XIX ni los soviéticos a finales del siglo XX. ¿Por qué iba a ser diferente con EE.UU. en el siglo XXI? Tomar el poder en la capital, Kabul, es relativamente fácil. Domeñar a las tribus de las montañas es otra cosa.

En el 2014, el entonces presidente Barack Obama –quien había prometido acabar con la guerra de Afganistán– decidió poner oficialmente fin a las operaciones de combate, repatriar a la mayor parte de los más de 80.000 soldados estadounidenses desplegados en el país y poner velas a todos los santos para conseguir que el régimen de Kabul y el ejército regular afgano se demostraran capaces de controlar la situación, con el objetivo de retirar al último soldado en el 2016. No lo pudo cumplir. Su sucesor, Donald Trump, se planteó un objetivo similar, antes de verse forzado por la dura realidad a autorizar el año pasado el envío de entre 3.000 y 4.000 soldados suplementarios, hasta los 14.000 que aproximadamente hay ahora. Quien se lo puso sobre la mesa fue el general Jim Mattis, secretario de Defensa dimisionario y veterano de la guerra de Afganistán –dirigió como coronel los primeros combates sobre el terreno en el otoño del 2001 al frente del 7.º Regimiento de Marines–, quien ha renunciado ante la negativa del presidente de EE.UU. a tener en cuenta sus opiniones sobre Afganistán y sobre Siria. Así como respecto al trato con la OTAN –“No podemos proteger nuestros intereses (...) sin mantener fuertes alianzas y mostrar respeto por nuestros aliados”, declara en su carta de dimisión– y hacia los adversarios de Estados Unidos en el mundo, particularmente Rusia y China, con quienes defiende mostrarse “resolutivos e inequívocos”.  Algo que Trump evidentemente no ha hecho. Ni lo uno ni lo otro.

En un arranque de su imprevisible y caprichoso carácter, el presidente de EE.UU. ha decidido  una retirada repentina de Afganistán que puede acabar teniendo consecuencias catastróficas. El inminente nuevo jefe del Comando Central, el general Kenneth McKenzie, advirtió en su comparecencia ante el Senado el pasado día 4 que  las fuerzas afganas  no son capaces de garantizar la seguridad sin  la ayuda norteamericana. “Si nos vamos precipitadamente ahora mismo, no creo que sean capaces de defender su país”, advirtió. Trump, como si oyera llover.

Las estrategia llevada a cabo en Afganistán por EE.UU. desde que sus soldados pasaron a segundo plano hace cuatro años  –consistente en realizar bombardeos aéreos intensivos contra los combatientes talibanes y  sus plantas de elaboración de opio, para cortar sus fuentes de financiación–  apenas han logrado contener la situación. Según el último informe del Sigar (Special Inspector General for Afghan Reconstruction), en el 2017 los talibanes no sólo no recularon en el negocio del narcotráfico sino que aumentaron la exportación de opio un 65%, al igual que la superficie cultivada, mientras sus combatientes –de 40.000 a 60.000, según diferentes estimaciones– han extendido sus acciones a la mayor parte del país. Y no sólo a través de atentados terroristas, como demostró la ofensiva militar de este verano sobre Ghazni, rechazada gracias a la aviación y las fuerzas especiales de EE.UU. Hoy, el Gobierno afgano controla plenamente poco más de la mitad del territorio.
Ante esta situación, Washington decidió hace unos meses buscar una vía de negociación con los talibanes para poner fin al conflicto. Y en julio pasado  representantes norteamericanos y talibanes se reunieron cara a cara en Qatar para explorar la posibilidad de un diálogo...  Sólo con anunciar una retirada inminente, unilateral e incondicional, Trump ha arruinado ahora esta vía.

Si quiere aprender de la historia reciente, debería recordar que tres años después de la retirada de la URSS de Afganistán, en 1989, los muyahidines derribaron el régimen aliado de Moscú y cuatro años más tarde los talibanes se hicieron con el poder. Afganistán no es una tierra fácil de doblegar. A Alejandro Magno, que hace más de dos mil años extendió su imperio hasta los confines de la India, se le atribuye esta sentencia: “Que los dioses nos libren del veneno de la cobra, de los colmillos del tigre y de la venganza de los afganos”.


lunes, 10 de diciembre de 2018

Revuelta contra Júpiter


Philippe y Nathalie, provinciales de nacimiento y parisinos de vocación, abandonaron hace años el popular distrito XV de París hartos de la falta de espacio y la incuria del propietario del inmueble donde vivían –que no gastaba un céntimo en el mantenimiento del edificio– para instalarse en un piso de propiedad en una gris y fea ciudad de la banlieue sur de la capital, donde contaban con el doble de espacio y había una estación de metro al alcance de la mano. No duraron mucho allí.  El día en que cerró la última carnicería no halal del barrio, Nathalie –una mujer profundamente de izquierdas y ecologista– decidió que no podía seguir viviendo  en un lugar donde una religión invasiva imponía sus normas a todo el mundo. Aprovechando la jubilación de Philippe, la pareja y sus gatos se instalaron entonces en un pueblo de la campiña, en el Mediodía francés. En esa Francia que hoy se levanta airada contra el Gobierno del presidente Emmanuel Macron.

Philippe y Nathalie, que se definen como “ferozmente anti neoliberales”,  no se han calzado el chaleco amarillo ni han integrado ninguno de los piquetes que desde hace semanas cortan el tráfico en las rotondas y los peajes de las autopistas de todo el país. Pero apoyan decididamente el movimiento. “Están desmantelando los servicios públicos en todas partes, cierran hospitales, estaciones de tren, oficinas de correos... amenazan con convertir a Francia en un desierto”, denuncia Philippe, quien considera más que justificado que la gente haya acabado explotando  (no así la violencia, de la que abomina)

Francia arde, y esta vez no son las temidas banlieues, los guetos –la palabra la utilizó Manuel Valls siendo primer ministro– de los grandes suburbios urbanos donde se concentra la población extranjera y de origen inmigrante, y que acumulan los más graves problemas de exclusión social. Una explosión ahí, como la del 2005, es posible en cualquier momento. Pero no es esa Francia la que, esta vez, ha salido a la calle y se está dejando llevar por al embriaguez de la insurgencia. Es la Francia rural, la Francia periurbana, la Francia que vive en tierra de nadie, esa que nunca sale en los telediarios –obsesivamente focalizados en París–, la que hoy se hace escuchar a gritos. Quien crea que la protesta se reduce al aumento de varios céntimos en el precio de la gasolina y el gasoil –la polémica ecotasa ahora retirada– no ha entendido nada. El Gobierno ha tardado mucho en entenderlo. Y ha respondido demasiado tarde.

La ecotasa ha sido la gota que ha colmado el vaso de un malestar mucho más profundo. A veces hace falta muy poco, menos que nada, para prender la mecha. Unos céntimos de más en el carburante, una nueva limitación de la velocidad por carretera –a 80 km/h con profusión de radares de control–, y la gente de la tierra de nadie, dependiente del vehículo privado para sus desplazamientos y que a duras penas consigue llegar a fin de mes, se lo acaba tomando como algo personal. Y si además ve que el esfuerzo fiscal no es equitativo –ahí está el caso actual del presidente de Renault, Carlos Ghosn, con sus retribuciones millonarias y sus escaqueos fiscales, para recordarlo– su malestar se convierte en cólera. Que los chalecos amarillos reclamen, entre otras muchas cosas, el restablecimiento del Impuesto de Solidaridad sobre la Fortuna –suprimido por Macron– no es una casualidad. Existe un profundo sentimiento de agravio. Francia, con un potente Estado social, sigue siendo consecuentemente  un país con una elevada presión fiscal. Pero que esta presión siga aumentando para el conjunto del país –Francia ha pasado al primer lugar en la última lista de la OCDE, con un 46,2% del PIB– mientras se regalan alegremente 3.200 millones de euros al año a los más ricos con la supresión del ISF resulta bastante indigesto.

La Francia que protesta es la Francia periférica, la Francia de abajo. Según un sondeo del instituto Ifop, el movimiento  de los chalecos amarillos es apoyado mayoritariamente en las zonas rurales (57%) –más de tres cuartas partes de la protesta se concentra en poblaciones de menos de 20.000 habitantes–  y por las clases con menor poder adquisitivo: obreros (62%), empleados (56%) y trabajadores autónomos (54%). Justo quienes más han sufrido las consecuencias de la crisis del 2008.  “Para esas personas que trabajan, la ausencia de márgenes de maniobra en el presupuesto familiar es difícilmente soportable, es también fuente de angustia y síntoma de desclasamiento”, sostienen Jérôme Fourquet y Sylvain Manternach en una nota de la Fundación Jean Jaurès titulada Los chalecos amarillos: revelador fluorescente de las fracturas francesas.

Y si la crisis ha llegado al punto en el que está es debido también a la distancia. La inmensa distancia –teñida a veces de desprecio, como cuando Macron riñó a un joven en paro y le animó a encontrar trabajo “con sólo cruzar la calle”– que separa a la élite gobernante de una gran parte de los ciudadanos. Joven, europeísta, dinámico y reformador, Emmanuel Macron logró derrotar a los dos grandes partidos institucionales –socialistas y conservadores– presentándose como alguien nuevo, aún habiendo sido ministro (¡y de Economía!) en el Gobierno saliente. Pero de nuevo no tiene nada. Surgido de la eterna Escuela Nacional de Administración (ENA), el presidente francés forma parte de las élites que han gobernado ininterrumpidamente en Francia en las últimas seis décadas. Y adolece de una misma y común arrogancia. Acaso más acentuada. Sus críticos le reprochan sus aires napoleónicos, cuando no monárquicos, su endiosamiento... El director de Libération, Laurent Joffrin, lo ha resumido dándole un irónico sobrenombre: Júpiter, el dios de los dioses romanos. La revuelta, esta vez, es también contra él.


lunes, 26 de noviembre de 2018

Bill, al teléfono


James O’Brien conduce un programa radiofónico en la emisora británica LBC donde conversa por teléfono con los oyentes sobre temas de actualidad. La semana pasada recibió la llamada de Bill. “Estaba equivocado, estaba equivocado, estaba equivocado...”, repetía como una letanía al otro lado del hilo telefónico. Bill, de quien no sabemos más que su nombre, aunque podemos presumir –por su timbre de voz– un hombre de edad madura, es uno de los numerosos británicos que hace dos años y medio votó a favor del Brexit y luego se ha arrepentido. “Pensaba que estaríamos mejor, pero estaba equivocado, estaba equivocado... Lo siento, ¡lo siento tanto!”, exclamó entre sollozos ante la creciente irritación de O’Brien, enojado porque el pobre Bill cargara sobre sus hombros con el desastre en lugar de derivar la culpa hacia los políticos que urdieron una montaña de mentiras. Y que hoy siguen mintiendo.

El 23 de junio del 2016 los británicos votaron mayoritariamente en referéndum por abandonar la Unión Europea, señalada por los brexiters como la causa de todos los males del Reino Unido. Fue una mayoría clara, legalmente inapelable, pero escasa: 17,4 millones (51,9%) contra 16,1 millones (48,1%). Y socialmente  insuficiente: votó por el leave un 37% del electorado, contando a los abstencionistas (“El 37% no es mayoría”, rezaba la pancarta de dos tristes y decepcionadas europeístas). Hoy los sondeos –dicho sea con toda la cautela– indican que, de celebrarse un nuevo referéndum, serían esta vez los partidarios de permanecer en Europa quienes se llevarían el gato al agua. Y por una diferencia mayor. No son pocos quienes lo reclaman. Bill, en este sentido, no está solo.

En las redes sociales –como en la cuenta RemainerNow, en Twitter–, proliferan los testimonios de arrepentidos. Uno de ellos envió una carta a los parlamentarios británicos pidiendo una nueva votación: “El referéndum fue construido sobre promesas destinadas a ser rotas y eso mancha nuestra democracia”, argumentaba. Y añadía: “Soy uno de los votantes que ha cambiado de opinión. Y no estoy solo”. Pero no hay cuidado, salvo que medie una catástrofe política o económica, no habrá una nueva consulta. (Por cierto, cabría preguntarse por qué los promotores de referéndums de secesión –así en Quebec como en Escocia– consideran democráticamente impecable volver a repetirlos tantas veces como sea necesario mientras pierden, pero –como los brexiters– lo rechazan cuando ganan)

En cualquier caso, si algo ha quedado claro en el caso del Brexit es que la victoria del leave sobre el remain se fraguó sobre una estafa monumental. Nunca nadie mintió tanto ni con tanto descaro. Probablemente porque nunca pensaron seriamente que llegarían a ganar. La mentira más emblemática –la de que el Reino Unido se ahorraría 350 millones de libras semanales que podría dedicar a su deshecho sistema de salud– fue reconocida como una falsedad por su propios promotores, Boris Johnson y Nigel Farage, apenas una semana después de la consulta. Pero mentiras hubo muchas más: desde que, tras el Brexit, el resto del mundo haría cola para suscribir suculentos acuerdos comerciales con el Reino Unido, que retornaría a los gloriosos y prósperos tiempos imperiales, hasta que, en caso contrario, la previsible entrada de Turquía en la UE provocaría una invasión de inmigrantes turcos en las islas británicas. Un blog de la oficina de la Comisión Europea en Londres detectó –y trató de desmentir– a lo largo de una década cerca de 700 mentiras destinadas a enturbiar la realidad de Europa. El catálogo de partida era, pues, inagotable.

Las falsedades han seguido después, cuando se ha tratado de vender a la opinión pública que la salida de la UE no sólo sería beneficiosa, sino fácil e indolora. No lo era, no podía serlo y no lo será. De ahí que la primera ministra británica, Theresa May, haya acabado suscribiendo un acuerdo con Bruselas  que, en la práctica, desnaturaliza el sentido del  Brexit, puesto que mantendrá durante largo tiempo –dos años para empezar, pero por un plazo indefinido–  al Reino Unido sometido a las normas europeas y  contribuyendo a su presupuesto, pero sin tener ni voz ni voto. ¡Una auténtica hazaña! El penúltimo negociador británico del Brexit, el dimitido Dominic Raab, consideró ayer que este trato es “incluso peor” que seguir en la UE. Probablemente sea un juicio justo...

El problema es que la alternativa es catastrófica. Una ruptura sin acuerdo con Europa castigaría sobre todo a los británicos, el 44% de cuyas exportaciones van al continente, mientras que sólo el 8% de los intercambios se produce en sentido contrario, y  sería un golpe serio para una economía que ya está sufriendo una notable desaceleración –un 1,6% de crecimiento medio anual desde el 2016 frente al 3% del periodo 1995-2007, según un estudio del grupo financiero sueco SEB– a causa del Brexit, junto a una notable depreciación de la libra esterlina. En caso de salida abrupta, las previsiones son sombrías. La Confederación de la Industria Británica prevé, en tal caso, un encarecimiento y escasez de algunos productos de consumo, el colapso de los  transportes, el hundimiento del sector del automóvil, el desplome del mercado inmobiliario y la contracción del poderoso sector financiero de la City, con la consecuente pérdida de miles de empleos. Para May no hay duda: es mejor un mal acuerdo que una ausencia de acuerdo, por más que sigan gritando sus mentiras los Johnson y los Farage de turno.

La opinión pública parece estar respaldando la vía pragmática de May. Pero el riesgo sigue ahí. El expresidente francés Jacques Chirac, en un ejercicio no exento de cinismo, dijo una vez: “Las promesas sólo comprometen a quienes las escuchan”. De las mentiras, no son culpables únicamente quienes las profieren. También los crédulos son –somos– responsables.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Un país, dos mundos


Dennis Hof, muerto a sus recién cumplidos 72 años tras una larga –y se supone que agitada– fiesta de cumpleaños en uno de los clubs de su propiedad, The Love Ranch, en Nevada, era un rendido admirador de Donald Trump. Tras militar en  el movimiento libertario –en el sentido que este concepto político tiene en Estados Unidos, esto es, una corriente de derechas que propugna la reducción a la mínima expresión de la intervención del Estado en la economía y en la vida de las personas–, Hof quedó encandilado con el triunfo hace dos años del actual inquilino de la Casa Blanca y se apuntó como tantos otros a la corriente del trumpismo. Hasta lograr presentarse como candidato del partido republicano en las elecciones legislativas por el estado de Nevada. Pero Hof no se quedó ahí. Como bien explicaba en estas páginas la corresponsal de La Vanguardia en Washington, Beatriz Navarro, el  empresario reconvertido en político llegó a identificarse con su ídolo e incluso  tituló un libro autobiográfico inspirándose en otro del propio Trump: The art of the pimp (El arte del macarra) por The art of the deal (El arte del trato)

Entre ambos personajes hay no pocas similitudes –su narcisismo, el gusto por el dinero, un ostensible menosprecio por las mujeres y una moralidad acomodaticia–, pero sus sectores de negocio eran muy diferentes: el inmobiliario –fundamentalmente– en el caso de Trump, el de la prostitución en el de su presunto sosias. Porque Dennis Hof, que se reivindicaba públicamente como proxeneta, era el propietario de media docena de burdeles en Nevada, donde este tipo de establecimientos es legal.
Si Dennis Hof ha sido noticia estos días no es, sin embargo, por sus controvertidos negocios, sino por haber resultado ganador en las elecciones del 6 de noviembre –¡con el 63% de los votos!– tres semanas después de haber fallecido. La autoridad electoral adujo que era ya tarde para cambiar las papeletas y ahora habrá que encontrarle un sustituto. Un problema menor...

El problema mayor es que la elección una vez muerto de Hof, un hombre cuya vida y moralidad chocaban además abiertamente con los supuestos principios ideológicos de los conservadores,  demuestra hasta qué punto en estas elecciones lo de menos eran las personas y sus ideas o principios, sino su alineamiento en uno de los dos campos en liza. “Esto es el movimiento de Trump –argumentaba el propio Hof antes de sucumbir a sus excesos–, la gente pone a un lado sus creencias morales y religiosas por tener a alguien honesto en el cargo”. Que la segunda aserción sea discutible no invalida la primera... La gente vota incluso en contra de sus propios intereses, como se ha visto con los productores de soja, los principales perjudicados por la guerra comercial de Trump con China, que pese a todo mantienen su fe en el presidente –de eso se trata justamente, de fe– y le han renovado su apoyo en las urnas. Trump sigue arrastrando y genera tantas fobias como adhesiones. Es enormemente sintomático que los candidatos republicanos apoyados por Trump hayan tenido más éxito que quienes se apartaron del personaje para evitar su toxicidad...

Las elecciones del día 6 han cambiado el panorama político en Estados Unidos: las fuerzas se han reequilibrado un poco –la presidencia de Trump estará ahora mucho mas fiscalizada con la nueva mayoría obtenida por los demócratas en la Cámara de Representantes– y ha emergido una nueva generación de políticos, con una creciente presencia de mujeres y representantes de las minorías. La oposición progresista tiene hoy más motivos que hace una semana para encarar con más confianza la batalla de las presidenciales del 2020, pero no la tiene ganada. Ni de lejos. El huracán azul –por el color de los demócratas– se ha quedado en una tormenta tropical y el trumpismo ha resistido bastante bien.

Lo más significativo, y preocupante, del momento político actual es la profunda división –política, social y territorial– de Estados Unidos. Es más evidente que nunca que hay dos Américas que se miran cara a cara, cada vez más profundamente alejadas. Los resultados del 6-N arrojan una  neta fractura entre hombres y mujeres, entre mayores y jóvenes, entre blancos y miembros de otras minorías, entre personas sin formación y con estudios, entre el campo y la ciudad. Los primeros votaron mayoritariamente por los republicanos, los segundos, por los demócratas. La tendencia ya se produjo en la elección presidencial del 2016. Pero ahora se ha agravado. Trump y el nuevo partido republicano que está modelando a su imagen y semejanza han conseguido aumentar todavía  sus apoyos entre los trabajadores blancos, mientras los demócratas en fase de virar a la izquierda han acentuado su presencia entre las clases medias de los suburbios con educación universitaria.

El voto es el reflejo de un alejamiento cada vez mayor de las dos mitades de la población norteamericana respecto a valores y principios: según un estudio del Pew Research Center, las distancias se han incrementado considerablemente entre un campo y el otro, desde mediados de los noventa hasta hoy, respecto a asuntos capitales como la inmigración (42 puntos de diferencia sobre cómo abordar el problema), la discriminación racial (50 puntos), las ayudas públicas a los más necesitados (47 puntos) y el talante –pacifista o militarista– de la política exterior (50 puntos)

En EE.UU. hay dos mundos que conviven en el mismo espacio pero habitan universos completamente separados. Y nada indica que la brecha vaya a disminuir. Por el contrario, el viraje populista e identitario de la derecha no hace más que ahondarla. Basta mirar hacia Europa, a nuestro propio vecindario, para comprobar que este fenómeno está lejos de representar una particularidad americana.


martes, 30 de octubre de 2018

Khashoggi (el tío) lo habría entendido


En los años ochenta,  Khashoggi no se llamaba Jamal, sino Adnan. Hoy todo el mundo habla del periodista Jamal Khashoggi, malogrado colaborador del Washington Post y voz crítica –desde el corazón de la clase dirigente saudí– de la deriva del príncipe heredero, Mohamed bin Salman, y por ello brutalmente asesinado en el consulado de Arabia Saudí en Estambul por esbirros del régimen. Pero hace treinta años, quien acaparaba la atención del mundo, quien ocupaba las portadas de papel couché, se rodeaba de jefes de Estado –fue amigo de Richard Nixon–, mandatarios, artistas y famosos, y gastaba dinero a espuertas en fastuosas fiestas, era su tío, Adnan Khashoggi, multimillonario hombre de negocios fallecido en Londres en el 2017.

En los ochenta, y a rebufo de la familia real saudí, Adnan Khashoggi, perteneciente a una influyente familia en Riad –su padre había sido el médico personal del rey Abdulaziz al Saud, el fundador de la dinastía– y dueño ya en la época de una inmensa fortuna, aterrizó en Marbella. Se hizo construir una fabulosa y ostentosa mansión en las colinas,  Al Baraka, mientras su inmenso yate Nabila, el más grande del mundo en aquel entonces, yacía amarrado en Puerto Banús (un buque, por cierto, cedido en 1983 para el rodaje de la película Nunca digas nunca jamás de la serie de James Bond y que –paradojas de la vida– acabaría poco después en manos de otro multimillonario norteamericano llamado Donald Trump...)

Adnan Khashoggi hizo su fortuna actuando como intermediario –comisionista, “facilitador”... llámesele como se quiera, algunos prefieren traficante– en negocios muy diversos, pero particularmente en uno: el de las armas. Él era el encargado de poner en contacto a vendedor y comprador, y a facilitar el buen desarrollo del negocio –un negocio que habitualmente circula por canales oscuros–. Uno de sus primeros hechos de armas fue suministrar material a David Stirling –fundador de la unidad de fuerzas especiales  SAS– para afrontar en 1963 la revuelta de los nacionalistas árabes en la entonces colonia británica de Aden. Lo que hoy es Yemen... Una nueva paradoja. Entre los principales clientes de Khashoggi estaban grandes firmas del armamento como  Lockheed Martin o Marconi, y entre sus intervenciones más comprometidas destaca la del caso Irán-Contra (operación del Gobierno de Estados Unidos para vender armas bajo mano a Irán, que estaba entonces en guerra contra Irak, y con los beneficios financiar clandestinamente a la Contra, la guerrilla que combatía al Frente Sandinista, en el poder en Nicaragua)

En sus últimos años, quizá por mala conciencia –con la edad, los negociantes de armas y los especuladores financieros se descubren filántropos–, Khashoggi se dedicó a financiar algunas oenegés, como The Children for Peace, a cuyo comité internacional pertenecía junto a otras personalidades como Ivana Trump, ex mujer del actual presidente de Estados Unidos. Pero siempre fue esencialmente un pragmático, para quien una guerra era una inmensa oportunidad de hacer negocio.

Adnan Khashoggi, conocedor como pocos de los entresijos más oscuros del poder, probablemente sonreiría con ironía ante los llamamientos a aplicar un embargo a la venta de armas a Arabia Saudí que se profieren en todo el mundo en represalia por el asesinato de su sobrino Jamal. Hay demasiado dinero en juego, demasiados intereses. No en vano Riad es uno de los mejores clientes del  planeta en el comercio de la muerte. Y parece difícil que lo que no ha conseguido la sangrienta guerra del Yemen, que ha causado ya más de 50.000 muertos y en la que Arabia Saudí y sus socios de la coalición árabe no se han andado con paños calientes, vaya a lograrlo el caso Khashoggi. Podrá desestabilizar –acaso arruinar la carrera política– del príncipe heredero. Pero no acabar con los suculentos negocios con el régimen saudí.

En el 2016, tras varios años de parón, las ventas mundiales de armamento se dispararon de nuevo y en el 2017 la tendencia se ha mantenido: el mundo se gastó 1,7 billones de dólares, según datos del Sipri. EE.UU. es el país que más gasta (610.000 millones), seguido de China (228.000 millones) y de ¡Arabia Saudí! (69.400 millones). Los saudíes  aumentaron el año pasado su gasto de defensa en un 9,2% hasta alcanzar el 10% de su riqueza nacional (baste recordar cómo los países de la OTAN sufren para llegar al 2% que les exige Washington para tener una idea de la proporción) Es un  pastel demasiado goloso...

Los norteamericanos son, de lejos, los principales proveedores de Riad, con una facturación el año pasado de  6.980 millones de dólares, seguidos por el Reino Unido (2.029), Francia (291), España (254) e Italia (226). Y ninguno de ellos está dispuesto a ceder por razones éticas para que otro ocupe su lugar. Donald Trump lo dejó claro desde el principio y ha subrayado en varias ocasiones que Arabia Saudí es un socio comercial imprescindible para la industria militar norteamericana. La británica Theresa May se ha puesto de perfil; el presidente francés, Emmanuel Macron, ha acusado implícitamente a su querida Angela Merkel de “demagogia”  –la canciller de Alemania ha sido la única en pedir un embargo de armas europeo–, y el presidente español, Pedro Sánchez, ha tenido que admitir en el Congreso que el corazón casa mal con la cartera.  El líder del PSOE ya tuvo que dar marcha atrás en la suspensión de la venta de 400 bombas inteligentes tras la amenaza de Riad de suspender un contrato de cinco fragatas que se construyen en Cádiz (como también el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, tuvo que desdecirse de la suspensión de la venta de 928 carros blindados ligeros tras comprobar que debería pagar a Riad una indemnización de casi 1.000 millones de dólares)

Parece harto improbable, pues, a pesar del pronunciamiento mayoritario del Parlamento Europeo, que vaya a aprobarse embargo alguno. Ni siquiera Alemania acabará yendo hasta el final. Lo dijo con claridad meridiana el ministro de Economía, Peter Altmaier: “Sólo si todos los países europeos se ponen de acuerdo, la medida impresionará a Riad.  No habrá ningún efecto positivo si nos quedamos solos a la hora de parar las exportaciones y otros países tapan el agujero”. Adnan Khashoggi no podría haber estado más de acuerdo.


martes, 16 de octubre de 2018

La amenazadora ‘Estrella de la Muerte’


¿Quién está detrás de las manifestaciones de mujeres en Estados Unidos contra el nuevo juez del Tribunal Supremo, Brett Kavanaugh, acusado de agresión sexual? ¿Quién maniobra contra Donald Trump en la sombra? ¿Quién alentó la campaña de protesta contra el himno de EE.UU. que llevó a cabo el jugador de fútbol americano Colin Kaepernick por la brutalidad policial contra los negros? ¿Quién movió sus hilos contra el Brexit y promueve ahora un segundo referéndum para que el Reino Unido dé marcha atrás? ¿Quién busca con artimañas llenar Europa de inmigrantes, desde Hungría a Italia? ¿Quién trata de socavar el poder de Vladímir Putin en Rusia? ¿Y  de Viktor Orbán en Hungría? ¿Quién pagó a los manifestantes de este verano contra el Gobierno  de Viorica Dancila en Rumanía? ¿Quién apoyó la revolución de las rosas en Georgia? ¿Quién actuó bajo mano en la revolución del Maidán en Ucrania? ¿Quién activó las redes sociales con fake news y agitadores de todo tipo en favor de la secesión de Catalunya?

La lista de acusaciones  da vértigo. Y la sola idea de que un personaje todopoderoso pudiera actuar en todos estos frentes desde la sombra suscita incredulidad. Sin embargo, las redes sociales van llenas. Y, más llamativo todavía, importantes dirigentes políticos en Europa y en Estados Unidos las avalan (o sugieren) personalmente. Todos los dedos señalan a una persona: el multimillonario norteamericano de origen húngaro George Soros, antiguo buitre de Wall Street reconvertido en filántropo mundial a través de su fundación Open Society. Según este relato, difundido activamente desde la extrema derecha y las corrientes políticas iliberales y autoritarias, Soros sería un híbrido entre el profesor Moriarty, el gran criminal internacional de las novelas de Arthur Conan Doyle, y Ernst Stavro Blofeld, el líder de la siniestra organización Spectre, que Ian Fleming imaginó como un megalómano que ambicionaba dominar el mundo (salvo que ahí estaba James Bond, el agente 007, para impedirlo). O sea, el enemigo público número uno.

La comparación suena a caricatura, pero no lo es más que al apodo que le dedica a Soros el portal norteamericano de extrema derecha Breitbart –fundado por Steve Bannon, el otrora gurú personal de Trump reciclado hoy en profeta de un movimiento ultra europeo a través de The Mouvement–, y que alude al arma definitiva del maligno imperio de La guerra de las galaxias: Death Star, la Estrella de la Muerte...

Naturalmente, George Soros –quien, por otra parte, nunca ha sido una hermanita de la caridad– reúne los elementos necesarios para alimentar toda suerte de tesis conspiracionistas: tiene un pasado oscuro como tiburón de las finanzas, mueve presupuestos milmillonarios, está al frente de una organización tentacular con presencia en 140 países... y es judío.  Un dato, este último, que encuentra notable eco en los países del Este de Europa, donde el antisemitismo aún está fuertemente arraigado.

¿Pero quién es George Soros? Nacido en Budapest en 1930 bajo el nombre de György Schwartz, el futuro magnate y su familia lograron escapar a la persecución nazi cambiando su identidad. En 1947, bajo la ocupación soviética, Soros abandonó Hungría y se trasladó a Londres, estudiando en la London School of Economics, donde tuvo como profesor e inspirador al filósofo Karl Popper (de quien tomaría la idea de la open society, la sociedad abierta, para dar nombre a su fundación). A finales de los 50 emigró de nuevo a Estados Unidos y empezó una carrera ascendente en Wall Street que le llevó a crear en 1970 su propio fondo de inversión, el Soros Fund Management, que sería la base de su fortuna, construida y multiplicada a base de especular en los noventa contra la libra esterlina (en sólo un día de 1992  doblegó al Banco de Inglaterra y ganó 1.000 millones dólares) y contra otras monedas asiáticas.

En 1979 dio un giro a su trayectoria y con el dinero ganado creó la Fundación Open Society, que se estrenó ayudando a la escolarización de los niños negros en la Sudáfrica del apartheid. Muy activa en los países del bloque soviético a partir de los años 80, la fundación de Soros se fijó como objetivo promover la democracia, el libre intercambio de ideas y la defensa de los derechos individuales en todo el mundo, sobre todo a través de la educación: en 1991 fundó en Budapest la Universidad  de Europa Central  (cuya sede ha sido recientemente trasladada a Viena a causa del hostigamiento legal del Gobierno húngaro). El año pasado Soros, que  ya tiene 88 años, transfirió 18.000 millones de dólares (casi la totalidad de su fortuna personal, que  según la revista Forbes ha quedado reducida tras ese traspaso a 8.300 millones) a la fundación para garantizar su futuro.

El ruso Vladímir Putin fue uno de los primeros en actuar contra el proselitismo liberal de Soros. Tras aprobar en el Senado una ley de Organizaciones Indeseables Extranjeras, en el 2015 la fiscalía instó la prohibición de toda actividad de la fundación Open Society y sus filiales en Rusia por considerarla una “amenaza para los fundamentos del sistema constitucional de Rusia y para la seguridad del Estado”. Pero sin duda el más beligerante ha sido el primer ministro húngaro, el nacionalista Viktor Orbán (quien curiosamente estudió en el extranjero gracias a una beca de la fundación Soros), que también ha llevado su batalla al terreno legal. No sólo ha aprobado un cambio legislativo que pone trabas a la acción de su Universidad, sino que este verano dio luz verde a la denominada ley Stop Soros, que criminaliza a toda oenegé que ayude a los inmigrantes (lo cual le ha valido que Bruselas le haya abierto un expediente). Orbán acusa a Soros de pretender abrir las fronteras europeas a la inmigración masiva, una idea retomada ahora por el ministro italiano del Interior y líder de la ultraderechista Liga, Matteo Salvini: “Soros quiere llenar Italia y Europa con migrantes porque les gustan los esclavos”.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha sido el último en subirse al carro y hace una semana, retomando las informaciones de Breitbart, acusó a las mujeres que se manifestaban frente al Capitolio de Washington contra la nominación del juez Kavanugh de ser “profesionales pagadas por Soros”.

Se dirá, no sin razón, que la injerencia directa o indirecta de las organizaciones de Soros en la política interna de algunos países –él mismo reconoció en su día haber apoyado a Saakashvili en Georgia, lo que consideró después un “error”– pone sobre la mesa una delicada cuestión de legitimidad. A fin de cuentas, a Soros nadie lo ha elegido y no responde ante nadie. Aunque la identidad de sus críticos –Putin, Orbán, Salvini, Trump– es aún más inquietante.


lunes, 1 de octubre de 2018

Mirando a Menton


La primera playa mediterránea de Francia, entrando desde la frontera italiana, recibe el rimbombante nombre de Hawaï. No justamente por sus palmeras, que no tiene –aunque haberlas haylas en abundancia en el pueblo de Menton, en cuyo término municipal está enclavada–, sino probablemente por su oleaje. Es una estrecha lámina de piedras y rocas, con apenas arena, donde no es extraño encontrar algún que otro surfista local. Al fondo se recorta Menton,  vanidoso con sus casas de vivos colores ocres y sus voluptuosos jardines. Ciudad de adopción del poeta y pintor  Jean Cocteau –que tiene dedicado un museo–, durante cuatro siglos perteneció al cercano Principado de Mónaco y hoy es una de las joyas de la Costa Azul, la riviera francesa.

Menton es la imagen de postal que ven –impotentes– desde el otro lado de la frontera los inmigrantes africanos que se agolpan en la cercana ciudad italiana de Ventimiglia, uno de los cul-de-sac de la Europa que se jacta de la libre circulación de personas. Los gendarmes no les dejan pasar (suponiendo que los carabinieri no los hayan interceptado antes). Los franceses hacen lo mismo –de tapón– en Calais con los migrantes que quieren alcanzar el Reino Unido. La diferencia es que los británicos nunca llegaron a adoptar la Europa sin fronteras del tratado de Schengen. Francia e Italia, sí.

El problema de Ventimiglia, ciudad balnearia que en otras circunstancias hubiera sido como Menton –Cocteau aparte– y ahora ha perdido a los turistas, viene de lejos. Se arrastra desde hace más de una década. La crisis de Ventimiglia, que no es sino la crisis de Schengen, arrancó en un ya lejano 2011 cuando la primavera árabe arrojó a  las costas italianas a miles de tunecinos. Ante el alud que se avecinaba –y en una actitud muy lejana de la que adoptaría la canciller alemana, Angela Merkel, con la crisis siria en el 2015–, el Gobierno francés de la época suspendió el servicio ferroviario entre ambos países durante horas y planteó suspender temporalmente el tratado de Schengen. El presidente francés era entonces Nicolas Sarkozy. Y las medidas excepcionales que se adoptaron han acabado por enquistarse de forma provisionalmente permanente... Siguieron con François Hollande y ahora con Emmanuel Macron.

Francia no se ha andado con paños calientes a la hora de sellar su frontera sur. La justicia ha actuado contra todos aquellos ciudadanos franceses que, por convicciones, han ayudado a los migrantes a pasar la frontera francoitaliana (en el 2017 el agricultor Cédric Herrou fue condenado a cuatro meses de prisión por ello, antes de que este mes de julio el Consejo Constitucional le absolviera en nombre del “principio de fraternidad”). Y las fuerzas de seguridad muestran un celo extremo en el cumplimiento de su misión: el pasado mes de abril se desencadenó una pequeña crisis diplomática entre París y Roma después de que gendarmes franceses armados irrumpieran en un centro de acogida de inmigrantes en la localidad de  Bardonecchia, en la frontera alpina.

Todo esto ha ido sucediendo bajo la presidencia del europeísta Emmanuel Macron, quien no he tenido empacho en criticar ásperamente la nueva actitud de dureza del Gobierno populista italiano de la Liga y los grillini con la inmigración. El presidente francés acusó de “cinismo” e “irresponsabilidad” al Gobierno italiano por negarse el pasado mes de junio a que el buque Aquarius –con más de 600 inmigrantes rescatados a bordo– atracara en un puerto italiano. A lo que el ministro italiano del Interior, el ultraderechista Matteo Salvini, a quien se puede criticar –y mucho– por su política xenófoba y sus tics racistas, respondió en este caso no sin razón: “Desde principios del 2017 hasta hoy la Francia del valiente Macron ha rechazado más de 48.000 inmigrantes en la frontera con Italia (...) En lugar de dar lecciones a los otros, invitaría al hipócrita presidente francés a reabrir las fronteras”, escribió en las redes sociales.

Lo cierto es que el Aquarius, que acabó en Valencia a invitación del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, pudo haberse quedado en Ajaccio –como proponían las autoridades corsas, no en vano costeó el sur de la isla de Córcega– pero París lo rechazó. Como lo ha negado esta semana otra vez. Fletado por dos oenegés francesas, Médicos sin fronteras (MSF) y SOS Mediterranée, el Aquarius pidió desembarcar en Marsella a los 58 inmigrantes que llevaba, pero el Gobierno francés no quiso saber nada: forzó que atracara en Malta y que los rescatados sean repartidos entre tres países europeos. ¡Son tantos!

“Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, reza un dicho castellano. “Sempre t’enmascararà el drap brut de la cuina”, dice otro catalán. Francia,  que se enorgullece de presentarse como   patria de los Derechos del Hombre –nada de Humanos, del Hombre–, da a veces más lecciones de las que realmente está en posición de poder dar.

Adalid de la lucha mundial contra el cambio climático, Emmanuel Macron obtuvo esta semana en la ONU el reconocimiento a su labor internacional en este terreno al ser galardonado por el foro One Planet Summit con el grandilocuente título de “Capitán de la Tierra”. No está claro que su dimitido ministro para la Transición Ecológica, Nicolas Hulot –el auténtico Capità Enciam de allende los Pirineos–, quien tiró la toalla ante las renuncias de su presidente en materia de medio ambiente, esté del todo de acuerdo.


martes, 18 de septiembre de 2018

Yo, el pueblo


"Tantos enemigos, tanto honor!” (Tanti nemici, tanto onore!), tuiteó el ministro italiano del Interior y líder de la ultraderechista Liga, Matteo Salvini, el pasado 29 de julio, encantado en el fondo de estar en el centro del escenario, aunque sea para ser atacado. Es lo que busca desde que, hace poco más de cien días, formó gobierno con los grillini de Luigi di Maio, a quien –pese a ser el socio mayoritario de la coalición antisistema italiana– ha logrado ya ensombrecer y sobrepasar en los sondeos de intención de voto. La frase podría haber pasado sin pena ni gloria, como uno más de los 27.000 tuits que ha lanzado desde el 2011 –lejos, pero no tanto, de los 38.900 de su admirado Donald Trump, que empezó dos años antes–,  si no fuera porque parafraseó una sentencia de Benito Mussolini, que éste hizo grabar en piedra en el Foro Itálico: “Molti nemici, molto onore”.  Por si fuera poco, Salvini tuvo la ocurrencia –pura casualidad, sostiene, aunque la duda es más que legítima– de escribir el tuit el mismo día en que se cumplía el 135º aniversario del nacimiento del dictador fascista (el 29 de julio de 1883)

Preguntado esta semana por esta polémica, y por su  eventual proximidad ideológica con el fascismo, en el programa de entrevistas de la BBC Hard Talk, conducido por el periodista Stephen Sackur, Matteo Salvini contestó: “Ya no estamos en la época del comunismo contra el fascismo, ni de la izquierda contra la derecha, hoy es el pueblo contra las élites”. Y del pueblo, por supuesto, es él su más genuino representante, su defensor.

El pueblo contra las élites, el pueblo contra el establishment, el pueblo contra los poderes establecidos –ocultos o no–, contra la clase política tradicional, contra los jerarcas económicos, contra las instituciones –entre ellas, la justicia–, contra los medios de comunicación... Es algo más que el nuevo mantra. Es un clima que se va extendiendo en la política europea y norteamericana y que parece calcado, en no pocos aspectos, del que se difundió en Europa en el periodo de entreguerras y que alumbró ideologías totalitarias como el nazismo en Alemania y el fascismo en Italia, y cobijó entre los años treinta y cuarenta regímenes autoritarios en muchos otros países, desde España a Francia –no se olvide el Gobierno de Vichy–, pasando por Austria,  Eslovaquia, Grecia, Hungría, Noruega, Portugal o Rumanía.

Como Mussolini en los años treinta, los nuevos populistas apelan al pueblo en su oposición a los poderes establecidos. Y atacan a  todos los contrapesos democráticos que puedan obstaculizar sus objetivos con el fin de deslegitimarlos. Lo hace Matteo Salvini en Italia, Jarosław Kaczynski en Polonia, Viktor Orbán en Hungría, Donald Trump en Estados Unidos... Y otros muchos aspiran a hacerlo en toda Europa, donde las fuerzas de ultraderecha van avanzando posiciones: la última, los Demócratas de Suecia (SD) –equívoco nombre para un partido de orígenes neonazis–, que obtuvieron un 17,6% de los votos el domingo pasado... Quienes están ya en el gobierno, en los antiguos países del Este y en Italia –por su peso político y económico, sin duda el caso más preocupante–, y quienes lo acechan se preparan para dar una batalla crucial en las elecciones europeas de mayo del año que viene, en las que aspiran a entrar como caballo de Troya en la Eurocámara para desmontar la UE.

¿Su fuerza? La gente... Como en el siglo  pasado, los populistas crecen en el desconcierto, la angustia y el resentimiento de una parte de los ciudadanos, desorientados y castigados por la globalización, a quienes ofrecen un cóctel de demoledora eficacia: prometen soluciones simples para problemas complejos,  ofrecen protección y orden, exacerban el sentimiento identitario y buscan un enemigo exterior (un país tercero, los inmigrantes extranjeros, Bruselas, todo a la vez...) que asuma la culpa de todos los males.  “Así es como los tentáculos del fascismo se extienden en el seno de una democracia. A diferencia de la monarquía o de una dictadura militar impuesta desde arriba, el fascismo obtiene energía de los hombres y las mujeres que están descontentos por una guerra perdida, un empleo perdido, el recuerdo de una humillación o la idea de un país que está en declive”,  subraya la ex secretaria de Estado norteamericana Madeleine Albright en su reciente libro Fascismo. Una advertencia (Paidós, 2018) Para la responsable de la diplomacia estadounidense  con Bill Clinton, la democracia está hoy amenazada en todo el mundo, empezando por Estados Unidos: “Si consideramos el fascismo como una herida del pasado que estaba prácticamente curada, el acceso de Donald Trump a la Casa Blanca sería algo así como arrancarse la venda y llevarse con ella la costra”.

Ésta es quizá, y en cierto sentido, la principal diferencia  con los años treinta: en esta ocasión, EE.UU. no aparece como el salvador, sino como la punta de lanza del ataque contra la democracia. Trump arremete día sí, día también, contra los pilares del sistema democrático, contra la Constitución y las leyes, contra la justicia independiente, contra la libertad de información... y siempre en nombre de un pueblo que en una parte no desdeñable sigue aplaudiéndole. En su obra El pueblo contra la democracia (Paidós, 2018), el politólogo Yascha Mounk, profesor de Harvard, describe cómo los norteamericanos se están alejando del ideal democrático, especialmente los más jóvenes –un apoyo de sólo el 29% entre los nacidos en la década de los 80– y se inclinan cada vez más hacia posiciones autoritarias –un 24% de los jóvenes de 18 a 24 años apoyarían un gobierno militar–. Una base sobre la que puede germinar la idea de la necesidad de un hombre fuerte, libre de todos los contrapoderes que puedan impedirle “llevar a cabo la voluntad del pueblo”.

Mounk, que sin embargo se muestra esperanzado en la posibilidad de revertir esta deriva –si se lucha por ello, claro está–, advierte que la predominancia de la democracia liberal como sistema político en buena parte del mundo “podría estar tocando ahora a su fin”. Y alerta de cómo cayó la república de Roma, lentamente, a pequeños pasos: “Cuando los romanos corrientes tomaron por fin conciencia de que habían perdido la libertad de autogobernarse, hacía ya mucho tiempo que la República estaba perdida”. Y llegó el Imperio.


miércoles, 12 de septiembre de 2018

A solas en el ‘taller del diablo’


Hay que imaginarse la escena. Donald Trump, recién levantado de la cama pero todavía en el dormitorio principal de la Casa Blanca –lo que algunos de sus colaboradores han bautizado ácidamente como el taller del diablo–. Conecta la televisión y ve las noticias de la ultraconservadora Fox News –la cadena amiga–, se calienta, se enerva, coge el móvil y empieza a tuitear. Son las 7 de la mañana –a veces las 6, a veces antes, depende del grado de insomnio–, la hora bruja, el momento en que el presidente de Estados Unidos  entra en su cuenta personal de Twitter –@realDonaldTrump, no la oficial, @POTUS– y empieza a dar rienda suelta a sus demonios. Sin consultar a nadie. Sin pararse a pensar un minuto. Atacando a diestro y siniestro las más de las veces. Marcando, otras,  los sesgos de la política exterior sin que nadie pueda frenarle (o sustraerle directamente los papeles de la mesa de su despacho) Lo cual es mucho más problemático.

Jueves 6 de septiembre, 6.58 de la mañana. Extasiado por los elogios que le dedica el dictador norcoreano Kim Jong Un, mientras el país digiere los primeros y demoledores avances del libro de uno de los dos periodistas del Washington Post que destaparon el caso Watergate y hundieron a Richard Nixon, Bob Woodward –Fear, Donald Trump in the White House (Miedo, Donald Trump en la Casa Blanca)–, el presidente norteamericano escribe: “Kim Jong Un de Corea del Norte proclama su ‘inquebrantable fe en el presidente Trump’. Gracias, presidente Kim. ¡Juntos lo conseguiremos!”.

Para nadie es un secreto la fascinación que el joven y astuto tirano norcoreano ejerce sobre Donald Trump –como otros líderes fuertes a los que les gustaría parecerse, de Vladímir Putin a Recep Tayyip Erdogan–, hasta el punto de que el brillante camarada se llevó descaradamente el gato al agua en la histórica cumbre que ambos celebraron el 12 de junio en Singapur. Fiel a su carácter, Trump celebró por todo lo alto los resultados del encuentro, pese a ser más que inconcretos, y vaticinó el inicio de una nueva era de paz. El hecho es que apenas dos meses después tanto los servicios de inteligencia norteamericanos como la Agencia internacional de la energía atómica (OIEA) constataron que Corea del Norte  seguía adelante con su programa nuclear... Todas las bravuconadas y amenazas con destruir el país y a su líder, al que despectivamente llamó hombre cohete, se fundieron en unos sorprendentes 45 minutos de tête-à-tête sin más compañía que los intérpretes.

Lunes 4 de septiembre, día festivo en Estados Unidos (Labour Day), 18.20h, Trump tuitea: “El presidente Bashar el Asad de Siria no debe atacar temerariamente la provincia de Idlib. Rusos e iraníes cometerían un grave error humanitario si toman parte en esta potencial tragedia humana. ¡No dejemos que suceda!”. Parece una amenaza, pero no lo es. Incluso como advertencia es suave. “¡No dejemos que suceda!”: podría escribirlo cualquier tuitero dispuesto a comprar unos gramos de buena conciencia por el módico precio de 280 caracteres. Pero Trump, que se ve a sí mismo –en su inmensa modestia– como “el Shakespeare” de Twitter, no es un tuitero cualquiera. Es el presidente de Estados Unidos, la primera potencia económica y militar –y cada vez menos política– del mundo. Y con su tuit no hacía más que exhibir su impotencia. Igual que cuando fuera de sí –como describe Woodward en su libro– pedía matar a El Asad o acabar con el problema de Afganistán a sangre y fuego... Lo cierto es que  ayer, en Teherán, el ruso Vladímir Putin, el turco Recep Tayyip Erdogan y el iraní Hasan Rohani, se reunieron para decidir el futuro de la provincia de Idlib y, más allá, de la Siria de posguerra, sin contar para nada con Washington, dramáticamente al margen pese a sostener a una de las milicias armadas en juego en el conflicto.

La política de Donald Trump desde su llegada a la Casa Blanca en enero del 2016 ha provocado un auténtico seísmo en la política exterior estadounidense y, en no pocos aspectos, ha arruinado –a golpe de tuit, calentón tras calentón– la labor de años del Departamento de Estado y del servicio diplomático. El presidente, adicto a una determinada manera de enfocar sus negocios,  parece  conocer únicamente el arma de la amenaza y la extorsión. Así sea con sus enemigos –véase la escalada de sanciones económicas a Corea del Norte, Irán , Turquía o China– como con sus aliados de toda la vida –castigos comerciales a la UE, Canadá y México–, sin importarle  el debilitamiento  de la alianza occidental (¡su menosprecio hacia Europa y la OTAN es proporcional a su atracción fatal por los autócratas!)

A tenor de lo visto hasta ahora, y de lo revelado  sobre las interioridades de la actual Administración norteamericana por numerosas fuentes –desde el libro de Woodward al anterior de  Michael Wolff (Fuego y furia), pasando por el anónimo y espeluznante artículo publicado por un “alto cargo” esta semana en The New York Times–, la Casa Blanca es una olla de grillos, donde los más osados intentan frenar o boicotear en secreto –al menos hasta ahora– las iniciativas más desmesuradas e irreflexivas de Donald Trump, al que describen como un ignorante que lo desconoce casi todo del mundo, no se interesa por los informes que requieren una mínima lectura y se aburre con los briefings de sus servicios de inteligencia. Según testimonios recogidos por el periodista del Washington Post, la sumaria opinión del defenestrado secretario de Estado Rex Tillerson  sobre el presidente de EE.UU. no puede ser más diáfana: “Es un imbécil”.



lunes, 3 de septiembre de 2018

Las vacaciones (forzosas) de M. Hulot

Cuando algo no funcionaba, había que llamar a Monsieur Hulot, el arquitecto que había proyectado el inmueble. Jacques Tatischeff, nieto de un general del Zar que en el futuro sería conocido por el nombre artístico de Jacques Tati, se lo escuchó mil veces a la conserje del edificio donde vivía en París cada vez que le iba con algún problema. Hasta el punto de que, convertido en cineasta, decidió adoptar el mismo apellido para crear al torpe, despistado y a la vez entrañable personaje –sombrero, impermeable y pipa– que  encarnaría en sus principales películas:  Las vacaciones de M. Hulot (1953) o Mi tío (1958), que recibiría el Oscar a la mejor película extranjera. Hoy, Monsieur Hulot –el nieto del arquitecto– es el nombre de un ministro dimitido,  de un ecologista decepcionado.

El martes, Nicolas Hulot, de 63 años y aspecto eternamente juvenil, anunció inopinadamente en la radio su dimisión como ministro para la Transición Ecológica y Solidaria del Gobierno francés. No había avisado a nadie. Ni al presidente Emmanuel Macron. Ni siquiera a su familia. “No quiero seguir mintiéndome”, dijo.

Antes de esa teatral renuncia, mucho antes de  soñar con llegar al Gobierno, Nicolas Hulot era sobre todo una estrella de televisión. Una celebridad. Fotógrafo, periodista y presentador, en los años ochenta y noventa logró atraer cada semana a millones de telespectadores a su emisión Ushuaïa, en el canal TF1, desde donde mostraba la compleja diversidad del mundo y concienciaba a la audiencia sobre la necesidad de salvaguardar la naturaleza. Para quienes tengan suficiente memoria televisiva, era la versión francesa del naturalista español Félix Rodríguez de la Fuente, autor del popular programa El hombre y la Tierra, emitido por TVE en los setenta.

Nicolas Hulot se ganó el corazón de los franceses desde la pequeña pantalla. Y también se ganó más que confortablemente la vida. De acuerdo con la declaración de bienes hecha pública cuando accedió al cargo de ministro, era el segundo miembro más rico del Gobierno francés, con un patrimonio estimado oficialmente en 7,2 millones de euros, entre los que se incluyen nueve vehículos de motor... Los ecologistas con pedigrí –que nunca le han acabado de perdonar su advenedizo liderazgo– se lo han reprochado más de una vez. Como el hecho de que su programa, así como su fundación –creada en 1990–, recibiera financiación de firmas a priori tan poco verdes como EDF, Veolia, L’Oréal o Kering, de quienes sigue percibiendo royaltis. Hulot, sin embargo, nunca ha pretendido ser quien no es y fue el primero en reconocer que no nació ecologista, se convirtió.

El caso es que su popularidad acabó siendo un hecho tan incontrovertible que pronto despertó el apetito –y el temor– de los partidos. Hasta el punto de que la sola amenaza de que pudiera presentarse en las elecciones al Elíseo en el 2007 hizo que el resto de candidatos aceptara mansamente –a cambio de su retirada– firmar en actos públicos su “pacto ecológico”. De Nicolas Sarkozy a Ségolène Royal, todos pasaron a rendir pleitesía al astro. Difícil pensar que tamañas reverencias no tuvieran efecto alguno en su ego, como le han reprochado sus adversarios. Tan es así que, tras el mandato de Sarkozy, Hulot intentó encabezar la candidatura de los ecologistas en el 2012. Pero fue batido en las primarias por la exjuez anticorrupción Eva Joly, un severo correctivo que –añadido al fracaso de su documental El síndrome del Titanic (2009)– le dejó a merced de las opas hostiles de la política. La primera le llegó en el 2012 de la mano de François Hollande, que le nombró enviado especial  para la protección del planeta. La segunda y definitiva, en el 2017, cuando  Macron le hizo ministro. Había llegado su gran momento...

Pero la gloria sólo ha durado 15 meses. Quienes le quieren mal  –dentro y fuera de sus filas, a derecha e izquierda– se han apresurado a señalar como causa de su fracaso a él mismo: a su impaciencia, su radicalismo, su tibieza, su individualismo... Pero  no hay más que repasar la fulgurante caída de otros ministros de Medio Ambiente anteriores –de Nicole Bricq a Delphine Batho– para comprender que el problema de fondo trasciende la personalidad de quien ocupe el Hôtel de Roquelaure. Las exigencias de la ecología casan mal con  las políticas de relanzamiento económico que han puesto en práctica los sucesivos gobiernos. Y chocan con los intereses de poderosos grupos de presión con gran entrada en las esferas del poder.

Así, las batallas ganadas por Hulot durante su breve mandato –particularmente la suspensión del proyecto del aeropuerto de Nuestra Señora de las Landas– parecen pírricas al lado de sus  derrotas: así en la ley de Hidrocarburos –considerablemente descafeinada– como ante los intereses de los agricultores en materia de alimentación o de pesticidas.

Probablemente lo que más daño le haya hecho es la política nuclear –“Esta locura económica y técnicamente inútil en la que nos empeñamos”, según sus palabras–, donde ya se había visto obligado a una primera renuncia al aceptar retrasar al menos hasta el 2030 el objetivo de reducir del 75% al 50% la producción eléctrica de origen nuclear. Y todo indica que su empeño en fijar un programa detallado de cierre de centrales iba a acabar del mismo modo, no en vano la industria –que tiene su principal aliado en el propio primer ministro, Édouard Philippe, antiguo directivo del gigante nuclear Areva– ejerce una fuerte presión en contra del cierre e incluso quiere aumentar la construcción de reactores de nueva generación EPR. En su adiós radiofónico, el ministro puso el dedo en la llaga al señalar el peso  de los lobbies en las políticas públicas preguntándose: “¿Quién tiene el poder? ¿Quién gobierna?”.

Amortizado prematuramente, si algo está claro es que ante el próximo problema ya no podrá llamarse a Monsieur Hulot.


lunes, 27 de agosto de 2018

Cuando la verdad no es la verdad


Esta semana las redes se llenaron con la presunta noticia de la supuesta ejecución de la activista chií Israa al Gomgam, detenida en el 2015 por apoyar y difundir las protestas de esta minoría en Arabia Saudí. Los autores de la información habían añadido, como vía para reforzar su veracidad,  las imágenes de la decapitación de una mujer, rubricándola con un latiguillo de probada eficacia: “Silencio absoluto de los medios de comunicación occidentales”. Lamentablemente, la ejecución podría convertirse algún día en realidad, puesto que la fiscalía saudí ha pedido contra Al Gomgam la pena de muerte. Pero, en el momento de ser difundida, la noticia era totalmente falsa. Lo que no impidió que fuera amplia, y tan indignada como irreflexivamente, retuiteada.

Ejemplos como el de la activista saudí hay a cientos en las redes. Uno de los de más éxito –por recurrente– es el del  barco cargado con supuestos refugiados europeos huyendo durante la Segunda Guerra Mundial hacia el norte de África. El autor lo utiliza para afear el egoísmo de Europa hacia los inmigrantes de África y Oriente Medio, y concluye con esta admonición: “Antes de cerrar las fronteras ¡consulten a sus abuelos!”. Sólo que, una vez más, los hechos expuestos son falsos. El barco, identificable en las imágenes, es el Vlora y condujo a miles de refugiados albaneses a las costas italianas en 1991. Nada que ver con lo que se dice.

Nunca antes como ahora se habían difundido tantas noticias falsas y tan rápidamente. Las nuevas tecnologías y modos de intercomunicación social son los detonantes de este fenómeno. Pero la causa principal, como lo ha sido siempre –los rumores son tan antiguos como la humanidad–, es la credulidad.  Y no deja de ser paradójico que sea la desconfianza hacia los medios de comunicación tradicionales la que empuje a mucha gente a entregar alegremente su confianza a cualquier fuente que se aparte de la línea oficial, sin saber quién está detrás y qué oscuros intereses esconde.

Un estudio publicado el año pasado por  la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos sobre 376 millones de interacciones de usuarios de Facebook relativas a 900 noticias confirmó que la gente “sigue la información que se alinea con sus puntos de vista” –sólo escucha lo que quiere oír– y concluyó que ello la hace “más vulnerable a la desinformación”. Otro estudio del Pew Research Center del 2016 demostró a su vez que  el 64% de los adultos se cree las noticias falsas que circulan por las redes... “Por cada hecho hay su contrario, y unos y otros tienen idéntico aspecto online, lo que confunde a la mayoría de la gente”, constataba el año pasado en la BBC Kevin Kelly, fundador y director de la revista Wired, especializada en las nuevas tecnologías.

En este caldo de cultivo, algunos regímenes autocráticos –con Rusia a la cabeza– y otros grupos de presión se están poniendo las botas difundiendo informaciones falsas. Su objetivo: sembrar la confusión, minar la confianza, desestabilizar al adversario, manipular a la opinión pública... En la campaña de las últimas elecciones presidenciales norteamericanas, la sociedad Cambridge Analytica –detrás de la que se encontraba el ultraderechista Steve Bannon, otrora gurú de Donald Trump– se hizo con los datos personales de 87 millones de usuarios de Facebook y los utilizó para lanzar mensajes selectivos con el objetivo de tratar de influir en el comportamiento electoral.

Facebook dice haber aprendido la lección y prepara ahora salvaguardas cara a las elecciones legislativas de noviembre en EE.UU.: el martes pasado anunció haber cerrado 650 páginas de grupos y cuentas destinadas a manipular a la opinión. La compañía Microsoft, por su parte, anunció el mismo día haber bloqueado varios intentos de crear webs paralelas de algunos senadores norteamericanos y de dos think tanks republicanos por parte de hackers vinculados a los servicios secretos rusos... Hay una guerra en las redes y en esta guerra la principal víctima es la verdad.

El presidente Donald Trump –cuyos problemas con el FBI por el Rusiagate se deben justamente a que su equipo de campaña quiso obtener de los rusos  información para ensuciar la imagen de su rival, Hillary Clinton– ha hecho de la mentira el eje de su política.   Probablemente ningún otro presidente de EE.UU. haya mentido tanto y con tanta desfachatez. Un análisis exhaustivo del New York Times de sus declaraciones públicas detectó en el primer año de su mandato un total de 103 mentiras –descontados errores e imprecisiones–, por sólo 18 de su antecesor, Barack Obama, en el mismo periodo de tiempo.

Ante esto, Trump se defiende atacando: acusa a los medios de comunicación críticos de difundir noticias falsas para desacreditarle –alude a ellos de forma  genérica y despectiva como los Fake news– y frente a toda información negativa esgrime sus “hechos alternativos”, en expresión de la exportavoz de la Casa Blanca Kellyanne Conway. Trump miente con descaro porque sabe que a sus seguidores les da igual. Creen lo que quieren creer.

La teoría de los hechos alternativos la ha llevado esta semana al paroxismo Rudolph Giuliani, exalcalde de Nueva York reconvertido en asesor legal del magnate. En un programa de la NBC expresó su opinión de que Trump no debería testificar ante el fiscal especial del Rusiagate, Robert Mueller, por el riesgo de ser “atrapado en  perjurio”. Y no porque el presidente fuera a mentir en su declaración –argumentó–, sino porque expondría “su versión de la verdad”.

–La verdad es la verdad –objetó el conductor del programa, Chuck Todd.

–No, la verdad no es la verdad –replicó Giuliani para estupefacción general.

Cuando la verdad no es la verdad, lo que está en juego es la supervivencia misma de la democracia. Porque, como decía Albert Camus, “allí donde la mentira prolifera, la tiranía se anuncia o se perpetúa”.



miércoles, 22 de agosto de 2018

El amigo turco


Hace ahora poco más de un año, a principios de julio del 2017, el Gobierno alemán ordenó la evacuación del contingente militar que tenía desplegado en la base aérea de la OTAN de Incirlik, junto a la ciudad turca de Adana, y su traslado a la base militar de Al Azraq, en Jordania. No era un gran contingente: seis aviones Tornado –encargados de misiones de reconocimiento en las operaciones contra el Estado Islámico–, un avión de reabastecimiento y  260 militares. Pero el gesto de la retirada tuvo un fuerte simbolismo político.

Las relaciones entre Ankara y Berlín habían caído a su punto más bajo después de que Alemania aceptara dar asilo a turcos huidos tras la intentona de golpe de Estado del año anterior y vetara los mítines de ministros turcos en el país. Después de que las autoridades turcas negaran por dos veces la visita de parlamentarios alemanes a Incirlik, el Gobierno de Angela Merkel decidió abandonar la base militar.

Un año después, el rifirrafe es con Washington. Y aunque el desencadenante –el mantenimiento en prisión por parte de la justicia turca de un pastor evangélico estadounidense acusado de conexiones golpistas y terroristas– y las circunstancias –la brutalidad de la política exterior de Donald Trump– son diferentes, ambas crisis son el exponente de un mismo problema: la creciente fractura  entre Turquía y sus aliados occidentales de la OTAN.

Algunos observadores empiezan ya a especular con la posibilidad de que el gesto de Alemania de hace un año se pueda acabar convirtiendo en algo general y definitivo. Y que la OTAN decida, en su momento, sustituir Incirlik por la base de Al Azraq... También en ciertos medios se apunta desde hace un tiempo que Estados Unidos estaría preparando en secreto –si no lo hubiera hecho ya– el traslado fuera de Incirlik de su arsenal nuclear táctico, integrado por una veintena de bombas B61-12. La situación de descontrol que se vivió en Incirlik durante la intentona golpista del 16 de julio –el Gobierno turco clausuró la base, desconectó la electricidad, prohibió las operaciones aéreas y acabó deteniendo al coronel al mando– puso de relieve la fragilidad de la situación en Turquía. Pero no se trata sólo de eso, sino de la desconfianza hacia la política de Recep Tayyip Erdogan.

De hecho, las suspicacias occidentales empezaron casi desde el mismo momento en que el líder islamista conservador llegó al poder en Turquía, hace 15 años, y han ido aumentando conforme el régimen iba adquiriendo tintes autoritarios. La distancia quedó crudamente en evidencia con la reacción tibia que tuvieron los países occidentales ante el intento de golpe de Estado del 2016. Wait and see. Esperar y ver... Erdogan no lo ha perdonado. Como no ha perdonado que Estados Unidos mantenga bajo su protección al exiliado teólogo Fethullah Gülen, a quien Ankara responsabiliza de la intentona golpista, así como de dirigir una vasta organización edificada para hacerse con todos los resortes del poder. La negativa de la justicia de EE.UU. a extraditar a Gülen está detrás de la perse­cución contra el reverendo Andrew Brunson en Turquía, desencadenante de la guerra de sanciones mutuas entablada este mes de agosto entre Washington y Ankara.
            
Las purgas y persecuciones desencadenas por Erdogan tras el golpe –contra los gulenistas y, de paso, toda la oposición– creó gran malestar en Europa y Estados Unidos, y el entonces secretario de Estado norteamericano John Kerry llegó a sugerir la posibilidad de excluir a Turquía de la OTAN... Una idea, por cierto, que defienden abiertamente algunos analistas e intelectuales (particularmente en Francia, que nunca ha sido el país más atlantista del mundo). Pero  la cuestión empieza a ser no tanto si Turquía debe ser o no expulsada de la OTAN como si no es justamente Turquía la que ha empezado a irse...

El enfriamiento con sus aliados occidentales ha coincidido con un acercamiento ostensible de Erdogan al presidente ruso, Vladímir Putin, con quien al principio tenía intereses totalmente divergentes en la crisis siria (Turquía quería el desalojo de Bashar el Asad, de quien Rusia se ha erigido en salvador). La tensión entre ambos países llegó al máximo en noviembre del 2015, cuando las fuerzas aéreas turcas derribaron un caza ruso en la frontera con Siria... Pero todo cambió con el golpe. Erdogan se sintió abandonado por Occidente, pero no así por Putin.

Desde entonces,  Ankara y Moscú no sólo se han puesto de acuerdo sobre  la salida que debe darse a la guerra de Siria –con la anuencia de Irán–, sino que han acrecentado su cooperación bilateral. En septiembre del año pasado, el Gobierno turco acordó adquirir sistemas de misiles antiaéreos rusos X-400, y en marzo pasado concedió a un consorcio empresarial ruso la construcción y explotación de su primera central nu­clear. También China ha hecho su aparición, con la concesión, el mes pasado, de un préstamo a Ankara de 3.600 millones de dólares a través del ICBC.

La compra de misiles rusos puso los pelos de punta a la OTAN y ha hecho que EE.UU. haya congelado por el momento la entrega a Ankara de un centenar de aviones de combate F-35A. Pero no inquietó menos el lanzamiento en enero de la ofensiva militar turca –de acuerdo con Moscú– contra las fuerzas kurdas del YPG en Afrin, que acabó con la toma del enclave tres meses después, un ataque directo contra los más firmes aliados de EE.UU. en el teatro de operaciones sirio y que amenazaba con extenderse a la ciudad de Manbij, donde hay fuerzas especiales estadounidenses. Un riesgo por ahora congelado.

En pleno pulso con Trump, cuyas sanciones han puesto a la economía turca contra la pared, Erdogan acusó a Washington de apuñalarle por la espalda y de poner en juego su alianza. Y advirtió que Turquía “buscará nuevos amigos y aliados”. En realidad, ya ha empezado a hacerlo...



lunes, 9 de julio de 2018

No es Europa, somos nosotros


Bruselas tiene las espaldas anchas. Todas las culpas del mundo caben sobre sus hombros. Según la tradición bíblica, en tiempos de Moisés, el Día de la Expiación el sumo sacerdote imponía sus manos sobre un macho cabrío –el chivo expiatorio– y confesaba sobre él todos los pecados y transgresiones del pueblo de Israel. Una vez transferidas todas las culpas al desgraciado animal, éste era enviado al desierto a morir de sed. En la antigua Grecia, el receptáculo de la expiación era una persona, Pharmakos, sacrificada también para sanar las culpas de toda la ciudad. En este siglo XXI, abandonados ya todos los ritos sanguinarios de la Antigüedad, los europeos parecemos haber encontrado en Bruselas al culpable ideal de todas nuestras faltas y carencias. Cuando, en todo caso, no es sino el reflejo.

El miércoles pasado Barcelona recibió con gran algarabía  a 60 inmigrantes rescatados en el Mediterráneo central por el barco catalán Open Arms cuyo desembarco había sido rechazado por Italia y Malta. Se dijeron grandes palabras y se criticó con dureza  la política migratoria de la Unión Europea.  Como cuando  Valencia recibió –para acabar repartiendo poco después– a los 629 rescatados en el Aquarius, condenados por la nueva política radical del liguista Matteo Salvini a errar por aguas de nadie ante la impotencia de sus socios comunitarios. ¡Qué malvada es Europa! ¡Y qué fácil es ganarse el cielo con un par de bellos gestos, jaleados por quienes se compran una buena conciencia con 140 caracteres! (Poco importa que ya dispongan de 280, a la mayoría de ideas que se expresan les sobran la mitad)

La verdadera gesta, la verdadera audacia –que todavía está pagando, y a cada día que pasa, más cara– es la que protagonizó la denostada canciller Angela Merkel cuando en el 2015, en el peor  y más grave momento de la afluencia masiva de refugiados a Europa –huyendo de la guerra de Siria–, decidió abrir de par en par las puertas de Alemania. Ese sí fue un ejemplo de humanidad, determinación y sangre fría. Sólo en ese año llegaron a Alemania no 60, ni 629 inmigrantes, sino cerca de un millón. Sí, Angela Merkel tiene fama bien ganada de  reaccionar tarde a las crisis. Tarde, mal y nunca, se dice... Salvo en esa ocasión.

No es sólo humanamente encomiable acoger y socorrer a quienes huyen de la guerra, la violencia y la persecución. También es de justicia. Ojalá pudiera hacerse también con quienes buscan escapar al hambre, o a una vida sin horizontes. ¿Quién puede no identificarse con esos jóvenes africanos, muchos de ellos con formación, que aspiran a vivir una vida plena en uno de los continentes más ricos y libres, y con más oportunidades de realización personal,  del mundo? Es comprensible que lo intenten, comprensible y lícito. Pero también es fácil de entender que las sociedades europeas no tienen una capacidad ilimitada para acoger e integrar en su seno a miles o millones de inmigrantes en un pequeño lapso de tiempo. “Francia no puede acoger toda la miseria del mundo”, constató en su día el desaparecido ex primer ministro socialista Michel Rocard. Ni siquiera Alemania, por envejecida y necesitada que esté –demográfica y económicamente– de sangre nueva. Los tiempos en que, como rememoraba Stefan Zweig en El mundo de ayer, era posible viajar y moverse libremente por el mundo sin necesidad de pasaporte se acabaron con la Primera Guerra Mundial. Y nunca más volverán. Somos ya demasiados sobre la Tierra. Y la xenofobia parece desgraciadamente marcada a fuego en el ADN de los Homo sapiens (¿no somos acaso los seres humanos de hoy los supervivientes de quienes exterminaron a todas las otras razas humanas, como los neandertales, hace miles de años, según propone Yuval Noah Harari en  Sapiens?)

Un millón de inmigrantes en un año –da igual si son refugiados o migrantes económicos– no es fácil de digerir para ninguna sociedad. Y más aún si proceden de una cultura y una religión diferentes a la de sociedad de acogida. El primer choque con esta realidad lo tuvo Alemania el mismo año 2015, cuando esa Nochevieja cientos de inmigrantes –algunos de ellos solicitantes de asilo– agredieron sexualmente e incluso violaron a numerosas mujeres en la ciudad de Colonia.  Sabemos lo que ha ocurrido desde entonces. A caballo del estupor general, la extrema derecha de Alternativa por Alemania (AfD) no ha hecho más que crecer elección tras elección, hasta el punto de arrastrar a los conservadores bávaros de la CSU y, de carambola, forzar a Merkel –la estabilidad de su Gobierno dependía de ello– a endurecer su política de inmigración. Parecida evolución ha habido en Hungría, Austria o  Italia.

Que el número de llegadas a las fronteras europeas haya caído considerablemente –este año han entrado a través del Mediterráneo 46.000 personas hasta el 1 de julio, la mitad que el año anterior en el mismo periodo– importa poco. La realidad, últimamente, tiene poco predicamento en el debate político. Los sentimientos, las sensaciones, es lo que cuenta. Y es el fermento donde germina la posverdad, la mentira. El resultado es un ascenso electoral  de las fuerzas populistas y de ultraderecha, que están ya en el gobierno de un número creciente de países europeos y que, desde esta posición, condicionan de forma inquietante la política europea. Y más que lo harán aún si las elecciones de mayo del 2019 les otorgan un mayor peso en el Parlamento Europeo.

Pero no nos engañemos. No estamos ante una conspiración internacional. Bruselas no es la sede de la malvada organización Spectra ni el refugio del perverso profesor Moriarty. Somos nosotros, los europeos, quienes estamos votando a los ultras, quienes nos estamos dejando seducir por sus cantos de sirena. Somos nosotros quienes estamos haciendo bascular la política europea. Nosotros, los responsables de la deriva. Por más que señalemos al chivo...


lunes, 25 de junio de 2018

¡Que vienen los indios!


El vídeo, grabado hace dos semanas y media en el Parlamento neerlandés, ha sido visto cientos de miles de veces en YouTube. En él puede verse al primer ministro, Mark Rutte, vertiendo accidentalmente un vaso de café en las puertas del control de entrada y limpiando él mismo el desaguisado con un mocho, mientras las mujeres de la limpieza –todas inmigrantes– ríen y aplauden. Rutte, consciente de que está siendo grabado, también ríe. Un político a quien no le caen los anillos por coger la fregona... Un spot magnífico.

Mark Rutte (La Haya, 1967), joven, moderno, protestante, conservador –es el líder del derechista Partido por la Libertad y la Democracia (VVD), en el que milita desde siempre–, simpático y bien plantado, es un hombre sencillo y cercano. Vive en el mismo barrio de La Haya en el que creció y, pese a sus responsabilidades de gobierno, sigue dando clases en el instituto de secundaria Johan de Witt de la ciudad.

Rutte proyecta la manida imagen del yerno ideal, un buen partido. Pero toda imagen brillante tiene un reverso en sombra. El premier holandés, a sus 51 años, a saber por qué –es uno de los grandes misterios de la política neerlandesa–, sigue soltero y vive en casa de su madre...

Mark Rutte también pasa por ser un convencido europeísta. Así se declara él mismo. Heredero de la tradición histórica de uno de los países fundadores de la Europa unida, tiene poco que ver en este punto con los nacionalistas euroescépticos del Partido por la Libertad (PVV) de Geert Wilders, con quienes gobernó en coalición durante un breve periodo de tiempo. Y, sin embargo, el primer ministro holandés se está erigiendo en el líder de un pelotón de pequeños países del norte de Europa –la Liga Hanseática 2.0, los han bautizado– que, huérfanos del liderazgo euroescéptico del Reino Unido, se están uniendo para frenar toda profundización de la UE en sentido federal. Un nuevo grupo de irreductibles –junto al frente de los ex miembros de la Europa del Este, reunidos en el grupo de Visegrado– determinado a contrarrestar las veleidades europeístas del presidente francés, Emmanuel Macron, ante la impotencia, o acaso la  complicidad –según los malpensados–, de la canciller de Alemania, Angela Merkel.

El martes 12 de junio, ante un hemiciclo semivacío, Mark Rutte expuso sus ideas sobre la UE en el pleno del Parlamento Europeo en Estrasburgo. No a hacer más cosas, sino a hacerlas mejor, fue su máxima. “En la contención es donde se muestra el maestro”, declaró citando a Goethe, a lo que añadió –por si alguien en el Elíseo no lo había captado– el lema minimalista de “menos es más”. En su opinión, el objetivo primordial de la UE debe ser proteger. Y trazó una metáfora que, pretendiendo ser tranquilizadora, acabó resultado inquietante. “Me gusta comparar (Europa) con las caravanas de las películas de John Wayne que veía de niño –dijo– (...) Cuando caía la noche, o amenazaba el peligro, los colonos disponían sus carretas en círculo. Eso les daba más fuerza, estabilidad y seguridad. Es lo mismo con la Unión Europea”. Difícilmente se puede encontrar una metáfora más triste. Ni, lamentablemente, más idónea para ilustrar el miedo que atenaza a Europa.

La cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la UE que se celebra la semana que viene en Bruselas debía abordar, como tema estrella,  la contestada reforma de la zona euro, para la que la pareja Macron-Merkel encontró el martes una propuesta de compromiso en el palacio de Meseberg, al norte de Berlín (sin por ello asegurarse, todo hay que decirlo, el apoyo de los más renuentes, con Mark Rutte a la cabeza). A día de hoy, sin embargo, el asunto ha quedado totalmente eclipsado por la violencia del debate en torno a la política migratoria y de asilo europea, que será objeto mañana de una minicumbre informal que tiene marcado a fuego el estigma del fracaso.

Acosada por sus propios socios de gobierno en Alemania –la CSA bávara–, Merkel quiere endurecer la política migratoria para zafarse  de la tenaza. Ma non troppo. Así que la solución que pueda impulsar con Francia y –eventualmente– España difícilmente satisfará al bloque del Este, al que se ha asociado ahora Austria,  por un lado, y a Italia por otro, cuyas reclamaciones son totalmente contrapuestas. Todos abogan por el cierre de las fronteras exteriores a cal y canto. Pero unos quieren que los inmigrantes se queden en el país de llegada. Y los otros, que se repartan equitativamente.
Media Europa tiene hoy gobiernos participados o condicionados por las fuerzas populistas y de extrema derecha, una “lepra” –por utilizar la expresión de Macron– que alimenta y se nutre del desconcierto y el miedo de amplias capas de la sociedad europea.  Su propuesta es simple: pongamos las carretas en círculo y cerremos filas ante el enemigo de fuera. ¡Que vienen los indios!, parecen gritar.

Los voceros del apocalipsis migratorio están excitando con gran éxito electoral los temores de los europeos con medias verdades y mentiras groseras. Sin ánimo de minimizar la importancia del flujo migratorio que llega a Europa, ni de negar el potencial desestabilizador que comporta, lo cierto es que el problema, en lugar de agravarse, se ha atenuado. El alud migratorio del 2015 y el 2016 ha sido frenado considerablemente –el año pasado bajó un 44%– pese a los inflamados discursos que proclaman lo contrario. También ha caído la llegada de pateras a Italia –cuatro veces menos entre enero y abril respecto a hace un año– contradiciendo el discurso tremendista del ultra Matteo Salvini. Del mismo modo que apenas hay extranjeros en Hungría –un 5% de la población, sobre todo rumanos, ucranianos y serbios–, lo que no es óbice para que Viktor Orbán clame contra el presunto intento de la UE de cambiar la “composición étnica” del país...

Atrincherados en el círculo de caravanas, mientras discuten si vienen tres o tres mil indios, los europeos amenazan con empezar a dispararse entre sí.