El sargento Jason Mitchell McClary, de 24 años, natural de
Export (Pensilvania), un pueblo de nombre equívoco en la órbita metropolitana
de Pittsburgh, murió el domingo 2 de diciembre en un hospital militar de
Landstuhl (Alemania) a consecuencia de las heridas que había recibido cinco
días antes en un atentado de los talibanes contra un convoy militar
norteamericano en las afueras de la ciudad de Ghazni, en la peligrosa ruta que
une Kabul con Kandahar. Procedente de Irak, llevaba ocho meses en Afganistán.
El martes 27 de noviembre, el vehículo blindado en el que viajaba fue destruido
por una potente bomba trampa de los talibanes. Tres de sus compañeros, miembros
de las fuerzas especiales, murieron en el acto. El sargento McClary, de la 4.ª
División de Infantería con base en Fort Carson (Colorado), resultó gravemente
herido y acabó sucumbiendo muy poco después. Casado con su novia del instituto
–Lilly– y padre de dos hijos de corta edad, Jett (3 años) y Jason James (11
meses), Jason Mitchell McClary es el último soldado de Estados Unidos caído en
Afganistán. Hasta el momento...
En los 17 años que hace que dura esta guerra interminable,
la más larga ya de la historia de Estados Unidos, han muerto más de 2.400
militares estadounidenses, además de otros 1.100 de la treintena de países
aliados (la mayoría británicos y canadienses, así como 34 españoles). Pero la
factura más grave en vidas humanas la ha pagado el propio país: en este tiempo
han perecido del orden de 38.000 civiles y 58.600 soldados y policías. Sólo en
el 2017 murieron o resultaron heridos 10.000 civiles a causa fundamentalmente
de los atentados indiscriminados de los talibanes y del Estado Islámico –recién
llegado procedente de Siria–, según un informe de la ONU.
El sargento McClary
tenía 7 años cuando el presidente George W. Bush ordenó en octubre del 2001
lanzar un ataque militar, con el apoyo de la OTAN, contra el Gobierno talibán
de Afganistán por su complicidad en los atentados del 11 de septiembre, al
proteger a Osama Bin Laden y la dirección de Al Qaeda. El régimen medieval y
oscurantista de los Talibán se derrumbó inmediatamente –Bin Laden tardaría
muchísimo tiempo más en caer, diez años,
en el 2011–, pero ni Estados Unidos ni sus aliados han llegado jamás a sofocar
la resistencia ni dominar el país. No lo consiguieron los británicos en el
siglo XIX ni los soviéticos a finales del siglo XX. ¿Por qué iba a ser
diferente con EE.UU. en el siglo XXI? Tomar el poder en la capital, Kabul, es relativamente
fácil. Domeñar a las tribus de las montañas es otra cosa.
En el 2014, el entonces presidente Barack Obama –quien había
prometido acabar con la guerra de Afganistán– decidió poner oficialmente fin a
las operaciones de combate, repatriar a la mayor parte de los más de 80.000
soldados estadounidenses desplegados en el país y poner velas a todos los
santos para conseguir que el régimen de Kabul y el ejército regular afgano se
demostraran capaces de controlar la situación, con el objetivo de retirar al
último soldado en el 2016. No lo pudo cumplir. Su sucesor, Donald Trump, se
planteó un objetivo similar, antes de verse forzado por la dura realidad a
autorizar el año pasado el envío de entre 3.000 y 4.000 soldados
suplementarios, hasta los 14.000 que aproximadamente hay ahora. Quien se lo
puso sobre la mesa fue el general Jim Mattis, secretario de Defensa
dimisionario y veterano de la guerra de Afganistán –dirigió como coronel los
primeros combates sobre el terreno en el otoño del 2001 al frente del 7.º
Regimiento de Marines–, quien ha renunciado ante la negativa del presidente de
EE.UU. a tener en cuenta sus opiniones sobre Afganistán y sobre Siria. Así como
respecto al trato con la OTAN –“No podemos proteger nuestros intereses (...)
sin mantener fuertes alianzas y mostrar respeto por nuestros aliados”, declara
en su carta de dimisión– y hacia los adversarios de Estados Unidos en el mundo,
particularmente Rusia y China, con quienes defiende mostrarse “resolutivos e
inequívocos”. Algo que Trump evidentemente
no ha hecho. Ni lo uno ni lo otro.
En un arranque de su imprevisible y caprichoso carácter, el
presidente de EE.UU. ha decidido una
retirada repentina de Afganistán que puede acabar teniendo consecuencias
catastróficas. El inminente nuevo jefe del Comando Central, el general Kenneth
McKenzie, advirtió en su comparecencia ante el Senado el pasado día 4 que las fuerzas afganas no son capaces de garantizar la seguridad sin la ayuda norteamericana. “Si nos vamos
precipitadamente ahora mismo, no creo que sean capaces de defender su país”,
advirtió. Trump, como si oyera llover.
Las estrategia llevada a cabo en Afganistán por EE.UU. desde
que sus soldados pasaron a segundo plano hace cuatro años –consistente en realizar bombardeos aéreos
intensivos contra los combatientes talibanes y
sus plantas de elaboración de opio, para cortar sus fuentes de
financiación– apenas han logrado
contener la situación. Según el último informe del Sigar (Special Inspector
General for Afghan Reconstruction), en el 2017 los talibanes no sólo no
recularon en el negocio del narcotráfico sino que aumentaron la exportación de
opio un 65%, al igual que la superficie cultivada, mientras sus combatientes
–de 40.000 a
60.000, según diferentes estimaciones– han extendido sus acciones a la mayor
parte del país. Y no sólo a través de atentados terroristas, como demostró la
ofensiva militar de este verano sobre Ghazni, rechazada gracias a la aviación y
las fuerzas especiales de EE.UU. Hoy, el Gobierno afgano controla plenamente
poco más de la mitad del territorio.
Ante esta situación, Washington decidió hace unos meses
buscar una vía de negociación con los talibanes para poner fin al conflicto. Y
en julio pasado representantes
norteamericanos y talibanes se reunieron cara a cara en Qatar para explorar la
posibilidad de un diálogo... Sólo con
anunciar una retirada inminente, unilateral e incondicional, Trump ha arruinado
ahora esta vía.
Si quiere aprender de la historia reciente, debería recordar
que tres años después de la retirada de la URSS de Afganistán, en 1989, los
muyahidines derribaron el régimen aliado de Moscú y cuatro años más tarde los
talibanes se hicieron con el poder. Afganistán no es una tierra fácil de
doblegar. A Alejandro Magno, que hace más de dos mil años extendió su imperio
hasta los confines de la India, se le atribuye esta sentencia: “Que los dioses
nos libren del veneno de la cobra, de los colmillos del tigre y de la venganza
de los afganos”.