domingo, 28 de mayo de 2023

El broncas del Kremlin


@Lluis_Uria

Hace un año, a poca gente le decía algo el nombre de Yevgueni Prigozhin, alias el chef de Putin, equívoco apodo que da muy pocas pistas de la verdadera naturaleza y alcance de los oscuros negocios y  servicios de este oligarca próximo al presidente ruso, Vladímir Putin. La guerra de Ucrania y el importante papel que tienen las tropas mercenarias del Grupo Wagner –del que es fundador– le han catapultado ahora al centro del escenario. Y no a disgusto. Después  de años de haberse ocultado discretamente bajo la  capa supuestamente respetable de sus negocios de restauración y catering, Prigozhin parece haber descubierto, a sus 61 años, la fascinación de los focos. Y no hay día en que, revestido de su condición de jefe de guerra, no reparta críticas, admoniciones y amenazas –dirigidas a los responsables del ejército ruso– a través de las redes sociales.

Prigozhin lleva semanas atacando al ministro de Defensa, Serguéi Choigú, y al jefe del Estado Mayor, Valeri Gerásimov, a quienes ha reprochado su presunta vida de lujos –“mientras nuestros soldados mueren en el frente”– y acusado de haber privado deliberadamente a sus hombres de las municiones necesarias.

La semana pasada recriminó a las tropas regulares haber abandonado sus posiciones frente al ejército ucraniano en Bajmut y disimular e incluso mentir al respecto. “El bendito abuelo (dedushka) piensa que todo va bien”, dijo de forma condescendiente en alusión aparente a Putin, pero “los flancos se están desmoronando y el frente está colapsando”, alertó, remarcando una vez más que la “cobardía” del ejército dejaba expuestos a sus soldados, que “mueren por centenares”.

El Grupo Wagner ha actuado en Ucrania como fuerza de choque de las tropas rusas y es quien combate como vanguardia en la feroz batalla de Bajmut, una ciudad que tenía 70.000 habitantes, conocida por la producción de vinos espumosos, que hoy está completamente destruida.

Prigozhin parece un bocazas y, sin duda, un broncas. Pero es mucho más que un charlatán. Se ha convertido en el principal instrumento del presidente ruso para intervenir militarmente en otros países y lanzar campañas de desinformación.

Prigozhin tiene dos importantes cosas en común con Putin: ambos nacieron en Leningrado (hoy San Petersburgo) y ambos se criaron en barrios pobres, donde las bandas callejeras campaban a sus anchas. El presidente ruso salió de ese ambiente –no sin haber aprendido que el más fuerte es quien impone su ley–, pero Prigozhin cayó de bruces. En 1981 fue condenado a 13 años de prisión por robo y atraco.

La URSS estaba a punto de derrumbarse en 1990 cuando Prigozhin salió de prisión y regresó a San Petersburgo, en cuyo gobierno municipal estaba pronto a recolocarse Putin tras su etapa de espía en la RDA. Allí montó un pequeño y próspero negocio de venta de salchichas que le llevó a abrir después un par de restaurantes, entre ellos el lujoso New Island. Todo indica que fue en sus locales donde los dos hombres se conocieron. Fruto de esa relación, Prigozhin se metió en el negocio del suministro de comidas y, con su empresa Concord Catering, fue ganando encargos oficiales –para escuelas, hospitales, cuarteles– que le hicieron de oro.

En el 2014 Prigozhin dio el salto como actor del Kremlin en la sombra con la creación del grupo paramilitar Wagner, que con la guerra de Ucrania ha llegado a acumular decenas de miles de combatientes (muchos de ellos criminales excarcelados a cambio del perdón). Su primera acción fue ese mismo año en Ucrania –Crimea y Donbass–, donde Rusia pretendía falsamente no estar interviniendo. Después vendría Siria –en apoyo de Bashar el Asad–, Libia –junto a la facción del mariscal Jalifa Haftar– y, desde el 2022, de nuevo y abiertamente Ucrania. Al mismo tiempo, el Grupo Wagner ha sido la punta de lanza de la entrada de Moscú en África, fundamentalmente en la zona del Sahel –Sudán, Mali, República Africana, Burkina Faso–, de donde está consiguiendo expulsar a Francia, antigua potencia colonial en horas bajas.

Su modus operandi es siempre el mismo: ofrece ayuda militar y protección al poder establecido –sirviendo de puente, de paso, para contratos de armamento en beneficio de Moscú– a cambio de la explotación de minas de oro y diamantes, petróleo, madera... En todos los países en los que actúan, los mercenarios de Wagner cargan sobre sus espaldas con graves acusaciones de crímenes de guerra, abusos, torturas y asesinatos (la ONU le atribuye la muerte de 500 civiles en Mali)

Paralelamente el grupo empresarial de Prigozhin se ha dedicado, principalmente a través de la sociedad Internet Research Agency –una fábrica de troles–, a lanzar campañas de desinformación y de difamación en favor de los intereses rusos y contra los adversarios de Moscú y sus aliados. Estados Unidos le acusó de intervenir en la campaña de las elecciones presidenciales del 2016 para favorecer a Donald Trump.

Occidente le ha puesto la proa desde hace tiempo y ha aprobado toda una serie de sanciones contra Prigozhin y los suyos. EE.UU. ha designado oficialmente al Grupo Wagner como organización criminal transnacional y París promueve que la UE la declare  organización terrorista.

Sus mayores problemas, sin embargo, no están ahí, sino en las trincheras de Ucrania y los despachos de Moscú. Prigozhin cuenta con algunos apoyos en los aparatos de seguridad rusos. Pero su poder e influencia le viene de Putin. Si este cae, o le deja caer, estará acabado. Enemigos no le faltan. Se los ha ganado a pulso.

domingo, 21 de mayo de 2023

El enemigo de Mickey Mouse


@Lluis_Uria

La democracia americana está llena de agujeros negros. Uno de ellos es conocido bajo el abstruso nombre de gerrymandering, una práctica por la cual los partidos redibujan los distritos electorales para maximizar sus ganancias políticas y minimizar las del rival. Una manipulación partidista que estrenó ya en los albores de la nueva república uno de sus padres fundadores, el vicepresidente Elbridge Gerry, quien siendo gobernador de Massachusetts aprobó en 1812 un nuevo mapa electoral a su medida: fusionó los distritos donde ganaban sus rivales en uno solo para que así obtuvieran menos representantes. El dibujo resultante recordaba vagamente a una salamandra (salamander) y así fue caricaturizado por la prensa, que lo llamó Gerrymander.

En EE.UU., cada diez años los estados pueden revisar sus mapas electorales para adaptarlos a la evolución de la población, ocasión que puede ser aprovechada por quien controle el poder para manipular la composición de los distritos. Los republicanos se han dedicado con fruición al gerrymandering estos últimos tiempos.

Uno de ellos ha sido el gobernador de Florida, Ron DeSantis, presentido rival de Donald Trump por la nominación republicana para las elecciones presidenciales del 2024. En el 2021, aprovechando que Florida ganaba un escaño en la Cámara de Representantes, redibujó los distritos aumentando los de mayoría blanca conservadora, cambiando la configuración de otros y suprimiendo el único de mayoría negra: gracias a esto, la ventaja de los republicanos sobre los demócratas en las elecciones del año pasado pasó de 16-11 a 20-8. Un juez suspendió la reforma, pero el Tribunal Supremo de Florida –tres de cuyos miembros fueron nombrados por DeSantis– la avaló.

Bienvenidos a Florida, The Sunshine State (el estado soleado), bautizado como DeSantislandia, un guiño que alude al parque de atracciones de Disneylandia en Orlando, con quien el político republicano mantiene un duro pulso y a quien ha copiado la grafía. Doctorado en Derecho por Harvard, miembro del servicio jurídico del ejército –donde sirvió en Guantánamo e Irak–, congresista y desde el 2019 gobernador de Florida, Ron DeSantis es a sus 44 años una de las figuras conservadoras ascendentes, a quien algunos sectores de su partido preferirían como candidato a la Casa Blanca el año que viene. Él vende la fórmula política que aplica en Florida como modelo que exportar a todo el país.

Más serio y sólido que Trump, no está claro, sin embargo, que el gobernador de Florida vaya a ser mejor. DeSantis “quizá no sea tan narcisista y sociópata como Trump, es más inteligente y sutil, pero no tiene valores morales”, comentaba el politólogo Norman Orstein, del think tank conservador American Enterprise Institute, en una información de Los Angeles Times. Y añadía que preguntarse si es mejor Trump o DeSantis “es como preguntarse si es mejor la sífilis o la gonorrea”.

La sensibilidad democrática de DeSantis, como se ha visto, es manifiestamente mejorable. Pero hay mucho más. La caracterización del gobernador de Florida, un ultraconservador de ética acomodaticia, no puede ser más sencilla. Sus actos no engañan. En política internacional no ha tenido muchas oportunidades de comprometerse, pero ya ha dejado claro qué pie calza. Los autócratas no deberían sentir mucha inquietud si llegara a la Casa Blanca, empezando por el presidente ruso Vladímir Putin –para DeSantis, la invasión de Ucrania es una “disputa territorial” que no representa un “problema nacional vital” para EE.UU.– y acabando por el premier israelí Beniamin Netanyahu –cuya reforma autoritaria de la judicatura minimiza como un “asunto interno”–.

Pero es en Florida donde DeSantis ha dado preclara muestra de quién es: autoerigido en adalid de una guerra contra la cultura woke –movimiento que lucha contra las discriminaciones raciales y las injusticias y que está detrás de la cultura de la cancelación–, el gobernador de Florida ha prohibido las enseñanzas sobre la historia del racismo y sobre la orientación sexual o identidad de género –la llamada ley no digas gay–, reservándose la potestad de vetar determinados libros; ha recortado a seis semanas el límite para poder abortar libremente (un plazo en el que muchas mujeres ni siquiera llegan a saber que están embarazadas); ha autorizado a todo residente de Florida a llevar armas en cualquier momento y situación; ha enviado a inmigrantes irregulares en vuelos fletados por el estado hasta la isla de Martha’s Vineyard (Massachusetts) –feudo histórico de los Kennedy y referente demócrata donde los haya– para provocar a sus adversarios...

En su cruzada cultural conservadora, DeSantis ha elegido un enemigo de envergadura: nada menos que el grupo Walt Disney –el mayor empleador de Florida–, a quien puso la proa por haber osado criticar su ley no digas gay. El gobernador decidió como represalia recortar la autonomía de la que goza el parque de Orlando y amenazó con subirle tasas e impuestos, además de construir una cárcel en las proximidades de Disneylandia... “No voy a permitir que una corporación woke de California dirija nuestro estado”, tronó, antes de añadir en plan chulesco: “Hay un nuevo sheriff en la ciudad”. El problema, para DeSantis, es que Disney, lejos de amilanarse, ha interpuesto una demanda en su contra por lo que considera una venganza por haber ejercido su libertad de expresión. Los riesgos para el gobernador de Florida, en caso de perder este pulso, son muy altos. Como apuntan algunos críticos: si no puede con Mickey Mouse, ¿cómo va a poder con Putin?