martes, 25 de julio de 2017

La chispa olímpica

Lo primero que llamaba la atención en Pasqual Maragall, y quizá todavía lo hace en algún instante, era su mirada. Una mirada viva, inquieta, inteligente, atrevida, sonriente, tenaz. En esa mirada centelleante se esconde uno de los grandes secretos del éxito de los Juegos Olímpicos de 1992. En ella estaban la determinación, la osadía, la ambición que los hicieron posible.

La idea no fue suya, ni estuvo en el embrión de la iniciativa. Sus urdidores fueron Juan Antonio Samaranch y Narcís Serra, dos hombres en claroscuro a quienes posiblemente haya tanto que agradecer como reprochar. Pero Maragall, sin duda uno de los grandes alcaldes de la historia de Barcelona (1982-1997), acabó siendo el alma de los Juegos. Sin Maragall, sin su audacia, sin su perseverancia, rayana en la obstinación, los Juegos no hubieran sido lo que fueron. Ni hubieran representado para Barcelona lo que significaron. Frente a todos y contra todos, el entonces alcalde logró que la ciudad mantuviera en todo momento el timón.

Hoy Maragall no recuerda nada, no se recuerda ni a sí mismo. El alcalde olímpico ya no está. Bajo las mismas facciones, hay otra persona, sin memoria, sin recuerdos. Compañera antaño de aventuras políticas y hoy de paseos semanales, Àngela Vinent, su fiel Àngela, le puso recientemente en las manos una réplica de la antorcha olímpica de 1992. Pasqual Maragall la miró sin comprender. Su mirada ya no es la misma. Pero, de vez en cuando, del fondo de la oscuridad emerge aún una chispa.







sábado, 8 de julio de 2017

Más allá del número 78651

Cuando, el 15 de abril de 1944, la joven Simone Jacob, judía francesa de 16 años arrestada en Niza por los alemanes con casi toda su familia, descendió del tren de deportados que acababa de detenerse en la estación del campo de Auschwitz-Bikernau, alguien a su espalda le preguntó en voz baja por su edad. Tras escuchar su respuesta, la voz le conminó: “Di que tienes 18 años”. Esta instrucción le salvó la vida, porque los nazis enviaban directamente a todos los menores a la cámara de gas nada más llegar. Su segunda salvadora tenía rostro y nombre: se llamaba Stenia y era una antigua prostituta polaca erigida en la jefa del campo donde estaban recluidas las mujeres. Por una razón inexplicada –¿inexplicable?– esta mujer brutal la protegió por dos veces –a ella, a su madre y a su hermana–, enviándolas primero a uno de los destinos menos duros de Auschwitz –el subcampo de Bobrek, donde fabricaban piezas para la compañía Siemens– y, cuando ya habían sido trasladadas al campo de Bergen-Belsen, en plena retirada alemana, colocándola en las cocinas de las SS, lo que evitó que murieran de hambre (aunque eso no salvó a su madre del tifus). Sin Stenia, ejecutada en la horca por los británicos tras la liberación, la joven Simone Jacob, deportada número 78651 –tal como le fue tatuado en su brazo izquierdo–, nunca hubiera devenido Simone Veil, una de las más notables figuras políticas contemporáneas de Francia y de Europa. Y una referencia moral de primer orden.

En Auschwitz, Simone Veil vivió el horror y vio la cara más oscura y terrible del ser humano. Aprendió que no hay buenos ni malos de una pieza. Que la culpa siempre es individual. Y forjó una personalidad fuerte y combativa, insobornablemente independiente –la independencia es sobre todo un valor personal–, que nunca trocó a cambio de prebendas o menoscabó amoldándose a la corriente. “Soy incapaz de travestir mis convicciones” decía. Con su muerte, el 30 de junio en París a los 89 años, ha desaparecido un triple símbolo: de la gran tragedia del siglo XX, de la lucha por la emancipación de la mujer y del sueño de la  unificación de Europa.

Supervivientes del Holocausto ha habido otros y, aunque Simone Veil acabó al final de su carrera presidiendo la Fundación para la Memoria de la Shoah, no es por la trágica historia de la deportación –en la que perdió a sus padres y un hermano– por lo que es más conocida y valorada. A fin de cuentas, la persecución nazi la sufrió sin buscarla, mientras que sus otros combates siempre lo fueron por elección, empezando por el de los derechos de las mujeres.

A Simone Veil le quedó grabada desde la infancia la enseñanza fundamental de su madre sobre la imperiosa necesidad de alcanzar la independencia económica: “No sólo hay que trabajar, sino tener una verdadera profesión”, les dijo a sus hijas, según rememoraba la política francesa en sus memorias, Une vie (Una vida, 2007). Así se lo propuso, y llegado el momento no dudó en enfrentarse a su marido, Antoine Veil, quien prefería tener una esposa ama de casa. Simone no lo aceptó y  únicamente transigió en dedicarse a la magistratura en lugar de a la abogacía (que su marido consideraba poco adecuada para una mujer). Fue por esta vía que acabó en la Dirección de Administración Penitenciaria y, más tarde, en 1974, como ministra de Salud, siendo presidente Valéry Giscard d’Estaing y primer ministro, Jacques Chirac.

El apoyo de ambos y, sobre todo, su determinación y coraje le permitieron llevar a buen puerto su gran legado político: la ley de despenalización del aborto, promulgada el 17 de enero de 1975 después de un durísimo combate político y una agria controversia social. Veil no sólo sacó la ley adelante sino que consiguió que en lo concerniente a la interrupción del embarazo la última palabra la tuviera la mujer.

En una época sin Twitter ni otras redes sociales, las campañas de odio se vehiculaban de otro modo y Simone Veil recibió en el Ministerio miles y miles de cartas insultantes, “de contenido abominable e inaudito”, procedentes de la ultraderecha católica –cuya destrucción lamentaría después–, además de pintadas con cruces gamadas. Un diputado tuvo incluso el mal gusto de espetarle que estaba enviando miles de fetos “al horno crematorio”... Pero Simone Veil, procedente de una familia judía radicalmente laica que nunca profesó la religión, feminista sin realmente alardear de tal, se mantuvo firme sin tambalearse hasta el final. Para ella, lo importante era la suerte de las 300.000 mujeres francesas que  cada año abortaban clandestinamente, en Francia o fuera, arriesgando su libertad y su vida.

Tras esta batalla, Simone Veil iba a seguir abriendo camino. Convencida europeísta, para quien la reconciliación con Alemania era un imperativo moral –salvo a arriesgarse a “un conflicto aún más devastador que los precedentes”–, en 1979 encabezó la lista electoral del centroderecha en las elecciones que iban a alumbrar el primer Parlamento Europeo surgido del sufragio universal y acabó siendo elegida la primera presidenta de la Eurocámara. Veil, que abominaba de los nacionalismos y soñaba con una Europa federal, siempre juzgó duramente la ambigüedad europeísta de su país –y aún más de los primeros gaullistas, que la acusaron de integrar “el partido del extranjero”–, y en los últimos años no podía sino lamentar la deriva del continente hacia el repliegue identitario.

Simone Veil fue mucho más que una superviviente de los campos de exterminio nazis. Y sin embargo, la sombra del horror la persiguió toda su vida. “Tengo la sensación de que el día en que muera, es en el Holocausto en lo que pensaré”, confesó hace unos años. Cuando en el 2010 ingresó como miembro permanente de la Academia Francesa, en su espada hizo grabar su número de deportada: 78651.