domingo, 17 de abril de 2022

Suicidio socialista (y asfixia de la derecha)



@Lluis_Uria

Hay decisiones que equivalen a dispararse un tiro en el pie. La dirección del Partido Socialista francés lo hizo el 18 de junio del 2016. Ese día, el consejo nacional del partido decidió por unanimidad que su candidato al Elíseo en las elecciones del 2017 sería elegido en unas primarias abiertas a todo el electorado de izquierdas y no exclusivamente por sus militantes. No se sabía aún, pero el partido se acababa de suicidar.

François Hollande era en aquel momento presidente de la República, tras haber batido en el 2012 al gran peso pesado de la derecha, Nicolas Sarkozy. El dirigente socialista era, en consecuencia, el candidato natural a la reelección. Sin embargo, las malas perspectivas electorales y la traición de los suyos le llevaron, en diciembre del 2016, a renunciar. Dos figuras iban a disputarse su legado.

El primero en lanzarse a la arena fue su ministro de Economía, Emmanuel Macron, que en agosto había abandonado el Gobierno con el fin de presentarse candidato –contra su propio mentor– al frente de un nuevo movimiento político. Su principal rival interno, el primer ministro Manuel Valls, se disponía a hacerlo como candidato del PS. Ambos jugaban en el mismo campo, en el área del centro y el centroizquierda.

Pero Manuel Valls fue derrotado en las primarias del PS, cuyo resultado se escoró a la izquierda. En la segunda vuelta, el entonces primer ministro cayó (por 41% a 58%) frente al candidato del ala más radical del partido, Benoît Hammon, un hombre gris y falto de carisma, cuyo perfil auguraba una debacle electoral. Antes de producirse –agravándola–, numerosos cargos socialistas abandonaron el barco en estampida para buscar abrigo junto a Macron. Entre ellos, un amigo íntimo de Hollande, Jean-Yves Le Drian, hoy ministro de Exteriores.

El resultado es conocido. Allí donde Hollande había recolectado el 28% de los votos, Hammon se quedó con el 6%, dejando al PS en estado de muerte cerebral. El hundimiento definitivo de este domingo –en el que Anne Hidalgo obtuvo el 1,7%– es la constatación de que los médicos le han desconectado el respirador artificial.

Si Valls hubiera sido el candidato del PS en el 2017 difícilmente habría ganado. Pero probablemente tampoco Macron. Ambos se habrían neutralizado mutuamente, y quizá quien estaría ahora presentándose a la reelección sería el ex lugarteniente de Sarkozy, François Fillon (que hace cinco años obtuvo el 20% de los votos y quedó tercero tras Macron y Le Pen). Pero la historia fue de otra manera.

Macron no sólo succionó a gran parte del establishment socialista, sino que entró a saco también en los cuarteles de la derecha republicana y se llevó importantes trofeos del ala moderada, como el hoy ministro de Economía, Bruno Le Maire. De hecho, sus primeros ministros (de Édouard Philippe a  Jean Castex) han venido de ahí.

No se trata sólo de nombres. Macron ha ocupado ampliamente el terreno del centro y centroderecha, lo que combinado con el ascenso de la reconstituida –y maquillada– ultraderecha de Marine Le Pen ha condenado al histórico partido de Chirac y Sarkozy a la muerte por asfixia. Con un 4,8% de los votos, la derecha  se ha quedado definitivamente sin aire.


La anomalía


@Lluis_Uria 

Emmanuel Macron nunca debería haber sido elegido presidente de Francia en el 2017. Sobre el papel, el sistema político francés de la V República, fundado por el general De Gaulle en 1958, no lo permitía. Toda la arquitectura electoral estaba –y está- pensada para reforzar a los grandes partidos y garantizarles mayorías de gobierno sólidas. En teoría, no había espacio alguno para aventuras personales y partidos bisagra. Y, sin embargo, Macron rompió el molde y llegó al Elíseo. El equilibrio de fuerzas políticas de los últimos 25 años saltó por los aires. Fue una anomalía. Cinco años después, ya no lo es. Las votaciones de este domingo en la primera vuelta de la elección presidencial francesa han consolidado el mapa político surgido en el 2017.

Lo más sustantivo de esta nueva geografía es la confirmación de la aniquilación de los dos grandes partidos tradicionales, de los que habían surgido la práctica totalidad de los presidentes de la V República. Particularmente grave es el caso del Partido Socialista (PS), literal y definitivamente borrado del mapa. Ni la figura de la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, ha conseguido salvarlo. La derecha tradicional, ahora bajo el nombre de Los Republicanos (LR), lo tendrá difícil también para eludir el camino de la extinción.

Los nuevos dos polos políticos asentados en la Francia del 2022 son ahora el partido de Emmanuel Macron, La República en Marcha (LREM), una fuerza liberal de centroderecha con un fuerte componente socialdemócrata en su interior, y la extrema derecha formalmente suavizada y digerible de Marine Le Pen y su Reagrupamiento Nacional (RN). Entre ambos polos se jugará la segunda vuelta el próximo 24 de abril.

Los sondeos al cierre de los colegios electorales confirman la ventaja de Macron, que con un 28% de apoyo mejora los resultados del 2017 (24%), sobre una Marine Le Pen que con el 23% también avanza respecto al apoyo recibido hace cinco años (21%) y pasa una vez más a la segunda vuelta. La sorpresa más acusada de la noche ha sido el salto del líder de la izquierda radical, Jean-Luc Mélénchon, que con un 20% de los votos ha quedado muy cerca de la segunda clasificada y se convierte en el único referente de la izquierda en Francia. Muy alejado del centro.

El extremista Éric Zemmour, abiertamente racista y xenófobo, se ha quedado finalmente bastante corto respecto a sus expectativas iniciales (7%). Su aparición en el escenario político al final no sólo no ha erosionado a Marine Le Pen sino que ha contribuido a otorgar a la candidata del RN una pátina de aparente respetabilidad. Las candidatas de la derecha republicana, Valérie Pécresse (4%), y socialista, Anne Hidalgo (2%), se han quedado completamente fuera de órbita y la continuidad de sus partidos es un misterio. Si François Mitterrand y Jacques Chirac levantaran la cabeza, no creerían lo que ven.

Dentro de dos semanas, Macron y Le Pen volverán a verse las caras. Hace cinco años, el hoy presidente se impuso con contundencia (aunque sin la distancia estratosférica con que su padre, Jean-Marie le Pen, fue batido en el 2002) por 66% a 33%. Los últimos sondeos para la segunda vuelta muestran que la distancia entre ambos es hoy más corta que nunca: apenas dos puntos de diferencia. La posibilidad de que una candidata de ultraderecha pueda alcanzar el Elíseo puede parecer una pesadilla pero ha dejado de ser una entelequia. De producirse, sería una nueva –y peligrosísima- anomalía.


‘Továrisch’ Donald... y los otros

A Vladímir Putin no le faltan camaradas en Occidente. La difícil situación actual del presidente ruso en el mundo podría  cambiar si, tras Orbán en Hungría, Le Pen llegara al poder en Francia y sobre todo si Trump volviera a la Casa Blanca.


@Lluis_Uria

"Ha llegado el momento de que nosotros, nuestro pueblo, hagamos un llamamiento al pueblo de Estados Unidos para que cambie el régimen de su país  pronto y ayude otra vez a nuestro socio, (Donald) Trump, a ser presidente”. Podría parecer el comentario de un parroquiano acodado en la barra de un bar de la calle Nikólskaya de Moscú frente a un vaso de vodka. Pero no lo es. Lo hizo el 29 de marzo en el Canal 1 de la televisión estatal rusa el presentador del programa 60 Minutos, Evgeny Popov, quien –obsérvese– no aludía a las elecciones presidenciales del 2024, sino a un calendario más apremiante y a medios más expeditivos: ¿a la manera de los asaltantes del Capitolio el 6 de enero del 2021?

Los sondeos dan hoy a Trump una ventaja sobre Biden de 47% a 41%, pero las elecciones quedan aún muy lejos. Sobre todo para los intereses del Kremlin.

La opinión de Popov, en cualquier caso, no es gratuita. Expresa fielmente cuál sería el escenario ideal para el presidente ruso, Vladímir Putin, a quien Donald Trump sigue profesando una rendida admiración (“Me llevaba muy bien con él”, “me gustaba, y yo a él”, “tiene mucho encanto y mucho orgullo”, “ama a su país”). Y, con Trump, la extrema derecha norteamericana y europea, que ven en el líder ruso al modelo de hombre fuerte, autoritario, nacionalista, conservador y defensor de la religión con que sueñan para sus propios países.

El interés de Putin en Trump es públicamente conocido. Y las interferencias rusas en la campaña electoral del 2016 para erosionar la candidatura de Hillary Clinton en beneficio del republicano están más que probadas. La investigación del fiscal especial Robert E. Mueller al respecto no consiguió evidencias suficientes para encausar –ni exonerar– a Trump, pero demostró la peligrosa connivencia del equipo de campaña del expresidente con Moscú.

La guerra de Ucrania no ha cambiado esencialmente las cosas. Dos días antes de la invasión del país por el ejército ruso, Donald Trump calificaba públicamente de “genio” a Putin por su maniobra de reconocer la independencia de las prorrusas repúblicas  de Donetsk y Luhansk (en la región oriental del Donbass),  que juzgó “maravillosa”.  Putin lo utilizó dos días más tarde como pretexto para justificar la invasión.

Después, Trump ha frenado las expresiones públicas de entusiasmo hacia su amigo Putin –no sin dejar de subrayar que con él en la Casa Blanca “esto no hubiera pasado”–. Pero se ha dedicado a agitar sospechosamente las mismas aguas turbias que el Kremlin. En otro programa de televisión el mismo día 29, en el canal conservador Just the News, Trump instó a Putin a revelar todo lo que sepa sobre los negocios del hijo de Joe Biden, Hunter, en Rusia y Ucrania: “Yo creo que conoce la respuesta y debería hacerlo público”.

No es la primera vez que Trump se interesa en Hunter Biden, que entre el 2014 y el 2019 formó parte del consejo de administración del grupo energético ucraniano Burisma. En el 2020, siendo presidente, Trump extorsionó a su homólogo ucraniano, Volodímir Zelenski, amenazándole con congelar toda ayuda militar si no reactivaba una investigación sobre los negocios del hijo de su rival. Esta acción le valió en el 2021 un proceso de impeachent (destitución) del que en última instancia le salvó el voto republicano en el Senado.

Volver a remover hoy el nombre de Hunter Biden podría parecer extemporáneo si no fuera porque el Kremlin también lo ha puesto sobre la mesa, acusándole de financiar –a través del fondo de inversiones Rosemont Seneca– a laboratorios supuestamente dedicados a fabricar en Ucrania armas biológicas con el patrocinio del Pentágono. Así lo dijo en una conferencia de prensa en Moscú, el 24 de marzo, el teniente general Igor Kirílov, comandante de las Fuerzas de Protección Radiológica, Química y Biológica del Ejército ruso. Días después, el portavoz del Ministerio de Defensa ruso, el mayor general Igor Konashenkov, volvió a involucrar a Hunter Biden en el tema, a la par que acusaba al gobierno ucraniano de preparar un ataque biológico con drones a la zona prorrusa del Donbass.

Estas acusaciones han tenido cierto eco en medios de la extrema derecha norteamericana, donde a pesar de la guerra Putin mantiene una elevada cotización, incluidos aquí los sectores más ultras del propio Partido Republicano. No se trata sólo de los Steve Bannon de turno, o los seguidores de la red conspiracionista Qanon. Comprensivos con el líder ruso se han mostrado también gente de la antigua administración Trump –como Mike Pompeo o Peter Navarro– y congresistas trumpistas como Marjorie Taylor Greene o Matt Rosendale, entre otros.

Los aliados ideológicos de Putin en Occidente no serán muchos, pero están en todas partes. Una de las pocas buenas noticias para el presidente ruso en las últimas semanas, muy escaso de ellas –vista la desastrosa evolución de la campaña militar en Ucrania y la dureza de las sanciones aplicadas a Rusia–, ha sido la reciente reelección con una mayoría absoluta aplastante del primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, su principal peón en el interior de la Unión Europea.

Orbán ha tratado de guardar las formas sin desmarcarse de las sanciones aprobadas por la UE, pero se ha mostrado comprensivo con Putin –al que siempre ha tratado como aliado, y con cuyas ideas iliberales y autoritarismo comulga–, mientras atacaba de forma vergonzante a Zelenski. El líder húngaro  ha vetado la entrega de armas a los ucranianos a través de su país y bloquea asimismo el embargo europeo del gas ruso (que ha aceptado pagar en rublos como exige Moscú). Muestra de su cercanía, Putin felicitó personalmente a Orbán y declaró que, “pese a la compleja situación internacional, el desarrollo de las relaciones bilaterales responde en su totalidad a los intereses de Rusia y Hungría”.

Putin, sin duda, seguirá asimismo atentamente los resultados de la primera vuelta de la elección presidencial de hoy en Francia, donde Marine le Pen (Reagrupamiento Nacional) pisa los talones del presidente Emmanuel Macron, al que podría incluso llegar a superar en número de votos. La líder de la extrema derecha francesa ha marcado distancias con Moscú desde la invasión de Ucrania, que ha condenado, pero tampoco ha sido de las más críticas con Putin y, como Orbán, se opone al embargo energético hacia Rusia.

Le Pen ha intentado pasar por alto –no sin dificultad– sus relaciones con el presidente ruso, que le recibió calurosamente en el Kremlin durante la campaña electoral del 2017, y el préstamo de 9 millones de euros que su partido recibió ese mismo año de un banco ruso (y que el diario crítico Nóvaya Gazeta vinculó a su apoyo a la anexión rusa de Crimea en el 2014). En el programa presidencial de la líder del RN para estas elecciones, elaborado antes de que estallara la guerra, proponía negociar una “alianza” con Moscú en materia  de seguridad en Europa y lucha contra el terrorismo, así como buscar una “convergencia” de intereses en otras zonas del mundo: del Mediterráneo Oriental a África, de Oriente Medio a Asia. Paralelamente, defendía la inmediata retirada de Francia del mando integrado de la OTAN, en aras de su soberanía...

Si por azar, en la segunda vuelta de la elección francesa del 24 de abril, Marine Le Pen alcanzara el Elíseo –improbable, pero no imposible–, el panorama cambiaría radicalmente para Putin. No digamos ya si además Trump acaba volviendo algún día a la Casa Blanca.


domingo, 3 de abril de 2022

Negras mueven y pierden

Rusia podrá vencer a Ucrania en el campo de batalla –por más que no le esté resultando sencillo–, pero ha perdido ya en todos los demás frentes: el internacional, el económico y hasta el sentimental. El alma ucraniana ya no será rusa.


@Lluis_Uria

La partida aún no ha terminado. Todavía durará, dejando tras de sí un terrible rastro de sufrimiento y de muerte. Pero Putin ya la ha perdido. Y con él, Rusia. De entrada, ha perdido lo que quería amarrar a toda costa: Ucrania. Moscú podrá acabar aplastando la resistencia ucraniana –su ejército no se ha mostrado muy eficaz hasta el momento, pero es muy superior–, podrá imponer una neutralidad forzosa a Kyiv y convertir el país en un ente territorialmente amputado y políticamente tutelado. Pero ha perdido irremisiblemente su alma.

Si Ucrania era un país emocionalmente dividido entre su pulsión proeuropea y sus históricos vínculos con Rusia, gracias a la criminal agresión decidida por el Kremlin se ha convertido en una nación unida contra el invasor. Rusia ha logrado en unas pocas semanas alimentar el nacionalismo ucraniano y enajenarse incluso la simpatía o la solidaridad de la población rusófona del este de Ucrania, castigada también sin piedad por la artillería rusa. “La guerra está dividiendo a ucranianos y rusos para siempre”, constataba en Le Monde el politólogo ucraniano Volodímir Kulyk. El rencor de los ucranianos, inicialmente centrado en Putin, está pasando a dirigirse indistintamente hacia todos los rusos, vistos como cómplices necesarios por su pasiva credulidad.

Lo que aparentemente se había concebido como una operación relámpago, similar a la del 2014 en Crimea y el Donbass, ha devenido una guerra ardua y cruel. Un mes después de lanzada la ofensiva, el pasado 24 de febrero, el ejército ruso sólo ha sido capaz de tomar una ciudad importante –Jersón, en el sur– mientras se le resisten ferozmente Járkiv y Mariúpol, dos urbes rusófonas de las que probablemente esperaba mayor comprensión. Y la capital, Kyiv, que parece fuera de su alcance.

La situación de estancamiento es tan patente y el número de bajas tan elevado –el diario ruso Komsomolskaya pravda publicó la cifra de casi 10.000 soldados rusos muertos y más de 16.000 heridos, antes de retractarse– que el estado mayor ruso decidió el viernes limitar su ofensiva al control del territorio administrativo del Donbass (región limítrofe que las milicias prorrusas sólo dominaban en parte). Su táctica, como se ha visto, consiste en someter a asedio a las ciudades y machacarlas con el fuego de la artillería y los bombardeos aéreos. Como en Grozni (Chechenia) en 1999 y Alepo (Siria) en el 2016.

Los hechos inducen a pensar que el presidente ruso, Vladímir Putin, no calibró bien la situación antes de lanzarse a desencadenar una nueva guerra en Europa. Subestimó la conciencia nacional y el compromiso de los ucranianos con su país, así como su capacidad de resistencia y la eficacia de su ejército. Y subestimó también gravemente la solidez del bloque occidental y el alcance y dureza de las sanciones económicas que le iban a imponer. Probablemente no disponía de una visión aquilatada de la realidad ni nadie alrededor que le sacara de sus ensoñaciones zaristas. Es lo que acaba pasando cuando cualquier voz crítica acaba en Siberia o envenenada con un té al novichok...

Es cierto que Occidente no pasaba  por su mejor momento. Estados Unidos, que se había retirado tarde y mal de Afganistán, ofrecía la imagen de una superpotencia en declive, con un liderazgo –el de Joe Biden– cuestionado y minada por importantes fracturas internas. La OTAN, en palabras del presidente francés, Emmanuel Macron, estaba en estado de “muerte cerebral”. Y las divisiones socavaban la capacidad de respuesta de la Unión Europea, con una Alemania pillada por su dependencia energética del gas ruso. Seguramente Putin pensó que no encontraría mejor momento para actuar. Mal cálculo.

Con la guerra, el presidente ruso ha logrado en cuatro semanas todo lo contrario de lo que había buscado encarnizadamente en los últimos años: ha revitalizado el liderazgo global de EE.UU., resucitado a la OTAN y reforzado la cohesión de los aliados occidentales. El compromiso norteamericano con Europa –muy debilitado con Donald Trump– ha salido vigorizado, como subraya el viaje de Biden a Bruselas y el aumento a 100.000 del número de soldados norteamericanos en el continente.

La aventura bélica de Rusia ha dado asimismo un nuevo y potente impulso a la UE. La reacción occidental, con la aprobación de unas sanciones económicas inéditas por su severidad –que abocan a Rusia a una grave crisis económica–, ha demostrado que Europa, en contra de los cálculos del Kremlin, era capaz de responder unida, con rapidez y sin medias tintas.

Y lo más extraordinario: Alemania, de la mano del canciller Olaf Scholz, ha dado un giro histórico, poniendo fin a décadas de una política de inhibición internacional y militar –herencia del trauma de la Segunda Guerra Mundial– y enfriando la cooperación histórica con Rusia (un legado de la Ostpolitik de Willy Brandt). Sin Berlín, Moscú pierde pie en Europa.

Le queda China, claro. Es su único salvavidas. Pero en esta nueva alianza de circunstancias contra la hegemonía de EE.UU. en el mundo, por muy enmascarada que esté bajo expresiones tan altisonantes como “amistad sin límites”, quien tiene la sartén por el mango –pues dispone de la verdadera potencia económica y demográfica– es Pekín. De modo que el intento del presidente ruso de recuperar para Rusia el estatus de gran potencia perdido con la desaparición de la URSS en 1991 bien podría acabar convirtiéndole en socio subalterno del gigante asiático.

Putin ha dado en Ucrania una patada al tablero porque le disgustaba desde hace tiempo el desarrollo del juego. No está claro, sin embargo, que la futura disposición de las fichas vaya a gustarle mucho más.