domingo, 22 de enero de 2023

Los renegados de Schengen


@Lluis_Uria

Una única noticia –junto a las tradicionales informaciones gráficas de la época, en este caso unas estampas de nieve en Saint Moritz– abría la portada de la edición de La Vanguardia del 11 de febrero de 1948. El titular: “El restablecimiento de las comunicaciones hispano-francesas”. La información principal, que abundaba en los efectos económicos y comerciales de la medida, iba acompañada de sendas crónicas sobre la llegada de los primeros trenes franceses a las estaciones españolas de Irún y Portbou. La reapertura ponía fin a casi dos años de cierre de fronteras decidido por el Gobierno francés como sanción contra el régimen de Franco.

El calendario tiene siempre golpes escondidos. Y el azar quiere que el 75º aniversario de la reapertura de la frontera en los Pirineos se produzca sólo unas pocas semanas después de la cumbre hispano-francesa convocada para el 19 de enero en Barcelona, que España desearía aprovechar –¡oh, coincidencia!– para que Francia reabra la media docena de pasos fronterizos (de los 39 existentes) que mantiene cerrados. La medida, justificada por razones de seguridad y de control de la inmigración ilegal, pone en cuestión el principio europeo de la libre circulación , recogido en el tratado de Schengen de 1985.

Francia no es el único país europeo en imponer restricciones y controles en sus fronteras, ni fue el primero en hacerlo. Todo empezó en el 2015, con la enorme avalancha de refugiados –procedentes en su mayoría de Siria y Afganistán– que alcanzaron las fronteras de Europa y a los que la entonces canciller alemana Angela Merkel abrió excepcionalmente las puertas. Pronto se cerraron, sin embargo. Y tras obtener la preceptiva autorización de Bruselas, cinco países derogaron durante dos años los acuerdos de Schengen y restablecieron controles fronterizos con sus vecinos: Alemania, Austria, Dinamarca, Noruega y Suecia. Posteriormente, en el 2016 se añadió Francia. En todos los casos, para justificarlo argumentaron el riesgo de atentados terroristas y la necesidad de controlar la inmigración clandestina, razones a las que temporalmente se añadió la de frenar la pandemia de covid.

La desconfianza mutua ante la cuestión migratoria es la causa de que desde entonces estos países vayan renovando cada seis meses de forma abusiva  las restricciones fronterizas. Y es la razón de que  la UE accediera a integrar en el espacio Schengen a Croacia –que se incorporó el día 1 de enero– y no a Rumanía y Bulgaria, que reciben la presión migratoria de la ruta de los Balcanes. Dicho de otro modo: que cada cual cargue con sus inmigrantes.

Si la preocupación por los flujos migratorios clandestinos es legítima, la suspensión en la práctica de la libre circulación no lo parece tanto. Y así lo apuntaba el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) en un fallo dictado el 26 de abril del 2022. El desencadenante fue el control de identidad en 2019 a un conductor, N.W., que pretendía entrar en Austria por el paso fronterizo de Spielfeld desde Eslovenia. El interpelado se negó y fue multado (con 36 euros), sanción que recurrió ante la justicia.  La corte europea fue muy clara: la reintroducción de controles fronterizos debe ser una medida “excepcional” aplicada sólo como “último recurso”, y no debería exceder una “duración máxima total de seis meses”. Pasado este plazo, dicha medida puede ser aplicada de nuevo ante la existencia de “una amenaza grave al orden público o la seguridad interior” siempre que –y esta precisión es fundamental–  sea “distinta a la inicialmente identificada”. O sea, no vale repetir indefinidamente los mismos argumentos. En el caso juzgado, añadía, “Austria no demostró la existencia de una nueva amenaza”.

Las tensiones a las que está sometido el espacio Schengen son consecuencia directa de la incapacidad de los 27 países de la UE de acordar una política común en materia de asilo e inmigración, a causa de los egoísmos nacionales. Los sucesivos intentos sólo han alumbrado medidas coyunturales o incompletas. Y cada crisis migratoria que se suscita –como la que enfrentó a Italia y Francia el pasado noviembre– provoca fuertes tensiones y un cuestionamiento de los pactos alcanzados. Todo el mundo está de acuerdo en reforzar las fronteras exteriores y promover las repatriaciones de quienes no tienen derecho a asilo. Pero no tanto en cómo repartirse la carga de los migrantes clandestinos. Y menos aún sobre una política que canalice la inmigración abriendo vías legales (más allá de las existentes, limitadas a familiares, estudiantes, trabajadores altamente cualificados y temporeros)

Pero el problema no va a desaparecer por encantamiento. Al contrario. Los migrantes van a seguir llegando. El número de entradas irregulares en la UE, según datos divulgados el viernes por la agencia europea Frontex, se disparó el año pasado hasta alcanzar el nivel más alto desde el 2016, con 330.000 personas. Casi la mitad entraron por  los Balcanes (145.600, un 136% más que en el 2021) y cerca de una tercera parte por el Mediterráneo (100.000, un 50% más), enfrentándose por el camino a mil penalidades y peligros, y dejando tras de sí un trágico reguero de miles de muertos.

Tarde o temprano, Europa tendrá que abrir un poco más la puerta. Y por propio interés. El retroceso demográfico y el envejecimiento de la población europea harán que en el año 2050, según un estudio del Center for Global Development, haya 95 millones de trabajadores menos que en el 2015, una carencia que sólo podrá ser cubierta por la inmigración. O eso, o acabaremos trabajando más allá de cumplir los 70 años como ya sucede en Japón.


domingo, 8 de enero de 2023

De cañas por Londres


@Lluis_Uria

Cuando se confunde la libertad con cosas como echarle toda suerte de aditivos a las patatas chips  o salir por ahí a tomarse unas cañas (en este caso, unas pintas) pasa lo que pasa. Los británicos creyeron recuperar su libertad votando en el 2016 a favor de abandonar la Unión Europea (UE) y finalmente se han dado cuenta de que el Brexit les ha hecho esclavos de sus más desnortadas ensoñaciones y de los más groseros embustes de sus dirigentes políticos. Dos años después de la salida efectiva del mercado único europeo –el 1 de enero del 2021–, un 56% de los británicos piensa que aquello fue un error y sólo un 32% se aferra todavía a ese ideal. Del juego de palabras del Brexit (con exit, “salida”) parece estarse pasando al Bregret (con regret, “arrepentirse”). Pero para eso ya es demasiado tarde.

Un Reino Unido liberado del corsé europeo, recuperada su plena soberanía –se prometió–, volvería a comerse el mundo, que supuestamente esperaba ansioso el retorno del campeón mundial del libre comercio. Nada de esto se ha producido. Por el contrario, los intercambios comerciales han retrocedido  y el crecimiento económico se ha resentido, agravando los efectos causados por la pandemia y la guerra de Ucrania. El horizonte inmediato no llama precisamente al entusiasmo: según el gobernador del Banco de Inglaterra, Andrew Bailey, el Reino Unido se enfrenta a una larga y difícil recesión en los próximos dos años –en el 2023 la economía caerá un 1,5%–, y se doblará el nivel de paro.

El panorama recuerda vagamente al que había hace casi medio siglo, a causa de la crisis del petróleo, con una recesión que también duró dos años, una inflación disparada –actualmente supera el 10%– y un rosario de huelgas que hoy capitanean  los trabajadores sanitarios. Paradojas del calendario, hace justo cincuenta años, el 1 de enero de 1973, el Reino Unido –junto a Irlanda y Dinamarca– se unió a la entonces Comunidad Económica Europea, con lo que consiguió tener acceso al mercado común. Hoy, consumado el divorcio, las relaciones entre ambas partes se rigen por el Acuerdo de Comercio y Cooperación (TCA, en sus siglas en inglés), que si bien permite a los productos británicos acceder al mercado europeo sin pagar aranceles, impone estrictos controles aduaneros y farragosos trámites administrativos.

Para muchas empresas británicas, especialmente las pequeñas y medianas, la nueva realidad se ha convertido en un infierno. Muchas han tenido que asumir un aumento de los costes mientras que otras simplemente han arrojado la toalla y renunciado a exportar a la UE. La Cámara de Comercio británica alertaba en vísperas de Navidad de que el descontento alcanza ya al 75% de las empresas e instaba al Gobierno a tratar de mejorar inmediatamente el acuerdo comercial con la UE (curioso que entre las peticiones esté que el Reino Unido vuelva a aceptar la certificación de calidad europea CE, en lugar de la flamante equivalente británica UKCA)

Los analistas son poco misericordiosos con el Brexit. La economía del Reino Unido no se ha hundido, cierto, pero lejos de recibir un impulso suplementario, ha cargado con nuevos lastres. La Oficina para la Responsabilidad Presupuestaria –un organismo público independiente– considera que el Brexit ha tenido un “impacto adverso” y prevé que la producción británica se reduzca un 4% en los próximos 15 años respecto a la que sería en caso de haber permanecido en la UE, y que el comercio exterior caiga un 15%. Por su parte, la última estimación del Centre for European Reform (CER), que compara el comportamiento actual e histórico de la economía británica con la de otros 22 países desarrollados, indica que la salida de la UE habría significado una pérdida del 5,5% del PIB y de 40.000 millones de libras (unos 45.000 millones de euros) en ingresos fiscales.

Frente a este malestar de fondo, el primer ministro, Rishi Sunak, reiteró recientemente ante un auditorio de industriales su fe en el Brexit: “Puede ofrecer, y ya está ofreciendo, enormes beneficios y oportunidades al país”, dijo. Sin embargo, las únicas oportunidades que se observan hasta ahora son las perdidas. El fantástico tratado comercial que debía acordarse con el gran amigo americano está todavía por verse, mientras que los dos únicos firmados, con Australia y con Japón, han resultado decepcionantes: en el primer caso, apenas ha dado resultados significativos, en el segundo, los intercambios han retrocedido un 5% el primer año.

Que las cosas van torcidas lo demuestra el hecho de que el Gobierno filtrara oficiosamente el globo sonda –para luego desmentirlo– de que estaría valorando una relación más estrecha con la UE siguiendo el modelo de Suiza. Algo que ni Bruselas quiere ni los brexiters podrían aceptar, pues implicaría aportar fondos al presupuesto europeo y aceptar muchas de sus reglas, entre ellas la odiada libre circulación de personas. Antes, sin embargo, de llegar a plantear un horizonte semejante, habría que desencallar el espinoso asunto de Irlanda del Norte, que desde que Londres amenazara con saltarse los acuerdos firmados emponzoña las relaciones con los 27. Significativo es, a este respecto, que el nuevo secretario de Estado para Irlanda del Norte –uno de los más furibundos partidarios en su día de un Brexit duro–, Steve Baker, apueste ahora por abordar este asunto con “humildad”.

Mientras ambas partes negocian desde la nueva libertad adquirida, podrían destensar el ambiente alrededor de unas pintas de cerveza. Eso sí, no en Londres, donde puede costar hasta 8 libras (unos 9 euros), sino en Bruselas, donde con la mitad basta. Y con unas auténticas frites.


domingo, 1 de enero de 2023

Enemigos de Dios


@Lluis_Uria

Mientras en algunos países –verbigracia, España– se discuten acaloradamente los matices legales entre rebelión, sedición y desórdenes públicos agravados, en Irán han hallado el delito definitivo, incontestable, supremo: la “enemistad con Dios”. ¿Qué recurso cabe ante tamaño crimen? ¿Qué defensa? Ninguna. Hallados culpables de moharebeh (término que algunos traducen también como “guerra contra Dios”), los tribunales islámicos iraníes han conducido en los últimos días a la horca a dos jóvenes, Mohsen Shekari y y Majid Reza Rahnavard, ambos de 23 años, detenidos durante las protestas callejeras de los últimos meses contra la gerontocracia clerical que gobierna el país con mano de hierro desde 1979. No les dejaron ni el tiempo previsto por la ley para apelar. ¿Para qué? El objetivo era dar un escarmiento público. Y lo más rápido posible.

El delito de moharebeh está recogido en el artículo 279 del Código Penal Islámico de Irán, donde se incluye cualquier acción que suponga atentar contra la vida, la propiedad o la castidad de las personas, así como causar terror o crear una atmósfera de inseguridad. Lo cual deja un amplio margen de interpretación sobre la gravedad de los hechos a los jueces, quienes tienen también en su mano decidir el castigo: desde el más suave del destierro hasta la pena capital, pasando por el estadio intermedio –de un salvajismo medieval– de cortarle al reo la mano derecha y el pie izquierdo, o a la inversa. En el caso de los dos ejecutados, se les imputaba –además del bloqueo de calles– atentado con arma blanca contra la vida  de milicianos islámicos (basiji), que en el segundo caso acabó en la muerte de dos de ellos.

Desde que hace tres meses se desencadenaran las protestas en Irán, a raíz de la muerte el 16 de septiembre de una joven kurda –Mahsa Amini, de 22 años– cuando estaba bajo custodia de la policía de la moral por no llevar el velo correctamente, el país vive en un estado casi insurreccional que ha costado ya la vida a cerca de 500 civiles –incluidos adolescentes y niños– y más de 60 agentes de las fuerzas de seguridad, según datos de la Human Rights Activists News Agency (HRANA) citados por la BBC. La policía ha practicado al menos 18.000 detenciones y la justicia ha dictado cientos de penas de prisión. Entre los encarcelados, hay una veintena larga que se arriesgan a acabar también en la horca, según ha denunciado Amnistía Internacional. No es del todo excepcional en un país que es el segundo del mundo en aplicar la pena de muerte, sólo por detrás de China. El alto comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, Volker Türk, cifró  en 400 el número de personas ejecutadas en Irán hasta septiembre.

La muerte en la horca de los dos manifestantes ha levantado críticas generales en todo el mundo –así como una nueva tanda de sanciones por parte de la UE– y en el interior del país, incluidos algunos sectores religiosos y medios conservadores afines al gobierno. Pero el régimen liderado por el ayatolá Ali Jamenei, de 83 años, quien sucedió en 1989 al fundador de la República Islámica, el ayatolá Ruhollah Jomeini, apuesta por la línea dura.

Tres meses después de iniciada, y a pesar de la represión –especialmente grave en la región kurda–, la revuelta está lejos de haber perdido fuelle. Frente a otros movimientos de protesta  anteriores –en 2009, 2017, 2019–, el actual ha sido y es fundamentalmente una iniciativa de las mujeres iraníes, que más que nunca son la punta de lanza de la revuelta. Despojándose del velo (obligatorio en Irán desde 1979) o cortándose públicamente el cabello, desafían diariamente a los ayatolás y ponen en tela de juicio los pilares fundamentales del régimen. Su lema –“Mujeres, vida, libertad”– ha sido asumido por todo el movimiento.

Con las mujeres en vanguardia, la protesta se ha extendido a todas las capas sociales –hasta los comerciantes de los bazares se unieron a la reciente huelga general de tres días– y ha alcanzado también a las minorías kurda y suní. La persistencia de las protestas y el encadenamiento de funerales y manifestaciones hacen pensar a algunos en los sucesos que en 1978 condujeron a la caía del sha.

“A causa de la incompetencia de sus dirigentes, Irán está al borde del levantamiento revolucionario desde hace un tiempo”, constata el historiador iraní Ali Ansari –profesor en la Universidad de Saint Andrews, en Escocia– en un artículo publicado en The Spectator, donde asegura que  la situación no es sostenible: “Tarde o temprano, el muro cederá”, vaticina. Antes de eso, sin embargo, los dirigentes iraníes parecen dispuestos a no ahorrar sangre.

La represión acaso pueda ahogar el actual brote de descontento. Pero a costa de agrandar la fractura entre los dirigentes político-religiosos y los ciudadanos. Tras el fracaso del proceso liberalizador intentado por el presidente Mohamed Jatami entre 1997 y 2005, los iraníes ya no confían en la capacidad del régimen para reformarse.

Para los jóvenes, mujeres y hombres, que salen a las calles, la dictadura teocrática de los islamistas es un corsé cada vez más difícil de llevar, agravado por las dificultades que representan para su vida cotidiana las sanciones internacionales contra Irán. Conectados con el resto del mundo y las nuevas tendencias sociales  a través de internet –a pesar de la censura y las restricciones–, las aspiraciones de los jóvenes iraníes tienen  más que ver con la búsqueda del progreso personal y con el concepto occidental de la libertad individual que con los ideales islámicos de sus ancestros. Si eso los convierte en “enemigos de Dios”, el problema lo tiene Dios.