domingo, 25 de febrero de 2024

Una guerra imposible de ganar y fácil de perder


@Lluis_Uria

Diana Wagner tenía 36 años y soñaba con el día en que Ucrania fuera liberada de la ocupación rusa. Nacida en Alemania, se había presentado voluntaria para ayudar a su nuevo país de adopción en las trincheras como oficial médico. Murió el 30 de enero mientras trataba de rescatar a un soldado herido en la zona de Svatove, en el frente del este. El miércoles de San Valentín fue enterrada en Kyiv. Y, con ella, sus sueños.

Decenas de miles de soldados y –en menor medida– civiles han perdido la vida en Ucrania desde la invasión rusa, de la que se cumplirán dos años el próximo día 24. No hay cifras oficiales, pero los expertos estiman el número de bajas total, contando muertos y heridos, en 170.000. Un sacrificio terrible en una guerra cuyo desenlace no puede ser más incierto.

En el primer año de la guerra, el rechazo de la ofensiva rusa sobre Kyiv y la exitosa contraofensiva ucraniana de finales de verano en el este y el sur, con la reconquista de Járkiv y Jersón, alimentaron la esperanza de que David podía vencer a Goliat. Gracias a la ayuda occidental, y a la motivación y acierto estratégico del ejército ucraniano, el agresor podía ser rechazado. Rusia parecía un gigante con los pies de barro, fácil de tumbar. Tal era el entusiasmo que ya no se pensaba solo en recuperar las regiones orientales ocupadas de Donetsk y Luhansk, sino en llegar a la península de Crimea, anexionada por Moscú en 2014.

Tras la parálisis invernal, llegó el momento de la gran contraofensiva que –se confiaba– debía dar un vuelco al curso de la guerra. Lanzada en junio del 2023, fue un fracaso total. Después de varios meses de combate, el frente se mantuvo prácticamente inalterado. Y así sigue hoy, con una presión creciente del ejército ruso, que ha movilizado grandes fuerzas para hacerse con la ciudad de Avdíyivka, en el extrarradio de Donetsk, un punto clave que finalmente cayó en sus manos ayer.

La consigna ahora en Kyiv es resistir. El nuevo jefe del Estado mayor ucraniano, el general Oleksandr Sirski –nombrado por el presidente Volodímir Zelenski hace poco más de una semana en sustitución del general Valeri Zaluzhni–, lo ha expresado sin ambages: “Estamos en una nueva etapa de la guerra, hemos pasado de las acciones ofensivas a las defensivas”.

El ensueño de una fácil victoria se ha esfumado. Ucrania se enfrenta a la evidencia de que la guerra, salvo a muy largo plazo y con el concurso de circunstancias extraordinariamente favorables, es imposible de ganar y, en cambio, es muy fácil de perder. Solo hace falta que el esencial apoyo económico y militar occidental desfallezca para que todo se desmorone.

Enfrente, la Rusia de Vladímir Putin, que teóricamente debería haberse hundido a causa de las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos y la Unión Europea –de un alcance nunca visto–, muestra una insolente robustez. Dopada por el gasto militar y financiada con los ingresos del petróleo y el gas –la reducción de las exportaciones a los países occidentales se ha compensado en otros mercados–, la economía rusa creció el año pasado un 3,5% y el paro bajó a un 2,9%. Esta aparente bonanza esconde desequilibrios que pesarán en el futuro, pero ahora y aquí la situación es más que llevadera.

En el campo de batalla, las cosas también han mejorado para los rusos. Entre el 2022 y el 2023 ha habido un cambio fundamental, según han observado los analistas militares. El ejército ruso, deficiente al principio, ha corregido sus errores, se ha adaptado a la moderna dinámica de la guerra, combate con más convicción y ha consolidado una sólida línea de defensa muy difícil de quebrar. Sus fuerzas son numéricamente superiores y no tiene problemas de suministro de armamento.

Frente a ello, el ejército ucraniano sufre de escasez de municiones y necesita urgentemente la incorporación de nuevos contingentes de tropas para  relevar a las que llevan dos años combatiendo –sin apenas permisos– y cubrir las bajas. El ejército ha planteado la necesidad de movilizar a 500.000 soldados más.

Así las cosas, el respaldo occidental es fundamental. Si no para ganar, al menos para resistir. La UE aprobó este mes –tras superar el veto de Hungría– una ayuda de 50.000 millones de euros, y Alemania y Francia se comprometieron este viernes con la seguridad de Ucrania en sendos acuerdos bilaterales. Pero el bloqueo de nuevos fondos de EE.UU. a causa de la guerra de los republicanos contra el presidente Joe Biden en el Congreso es harto inquietante.

“El pronóstico para Ucrania depende mucho del futuro de la ayuda occidental, pero incluso si esta continúa, el conflicto seguirá probablemente como una guerra de desgaste durante mucho tiempo, a falta de un colapso de la voluntad de luchar en Rusia o un golpe en Moscú”, opinaba en Foreign Affairs Stephen Biddle, profesor de la Columbia University y miembro del Council of Foreign Relations. Superado el desafío que supuso la rebelión del Grupo Wagner, no parece que el régimen ruso, que ha aniquilado físicamente toda oposición,  vaya a derrumbarse próximamente. De modo que el riesgo más probable es que el conflicto quede en estado de congelación.

Para eso, en todo caso, sigue siendo imprescindible que Occidente esté a la altura. Poco optimista, el general australiano retirado Mick Ryan, del Center for Strategic and International Studies, advertía por su parte: “Si la ventaja de Rusia en adaptación estratégica persiste sin una apropiada respuesta de Occidente, lo peor que puede pasar en esta guerra no es el estancamiento, es una derrota de Ucrania”. Que es lo que podría ocurrir si Donald Trump regresara a la Casa Blanca.


domingo, 18 de febrero de 2024

Redes asociales


@Lluis_Uria

Mark Zuckerberg, el gran señor de internet, se levantó de su asiento, se giró hacia el público congregado a sus espaldas y pidió perdón: “Lo siento, siento por todo lo que han tenido que pasar”. Sus disculpas, dirigidas a un grupo de familiares de niños y adolescentes que se habían suicidado tras ser víctimas de acoso y chantajes sexuales en las redes sociales, no fue espontánea, sino inducida por el congresista republicano Josh Hawley, que le había interrogado durante una audiencia pública celebrada en el Senado de EE.UU. este miércoles.

El presidente del grupo Meta (Facebook, Instagram, WhatsApp, Threads), visiblemente incómodo, estaba sentado junto a los máximos directivos de X (antes, Twitter), TikTok, Snap y Discord, citados para explicar las medidas que sus empresas adoptan para proteger a los menores. Zuckerberg se disculpó por el impacto indeseado de las redes sobre niños y jóvenes. Ninguno de sus colegas lo hizo. Todos, en mayor o menor medida, intentaron justificarse, cuando no lanzar balones fuera. Al concluir la sesión, otro senador republicano, Lindsey Graham, remachó el clavo: “Si esperamos que estos tipos resuelvan el problema, vamos a morir esperando”.

El gran debate de fondo –lo ha sido casi desde el primer momento de su existencia– es hasta dónde puede imputarse a las plataformas de internet la responsabilidad por los contenidos difundidos por terceros a través de sus redes. ¿Toda? ¿ninguna? La industria, que protege sus intereses por encima de cualquier otra consideración –el negocio es el negocio–, defiende la mínima intervención. Y los más radicales, como el nuevo amo de Twitter (ahora, X), el megalómano Elon Musk, asimilan cualquier restricción a la censura. El equilibrio entre el necesario control de los contenidos y la libertad de expresión es difícil. Pero no hay que dejar de buscarlo. Lo contrario es la selva.

Sin filtros ni controles, la libertad de expresión se convierte en libertad de manipulación y engaño. Un ejemplo extremo lo tenemos en la campaña de las elecciones presidenciales estadounidenses del 2016, cuando la sociedad Cambridge Analytica –vinculada al ultraderechista Steve Bannon, exasesor de Donald Trump– utilizó los datos de 80 millones de usuarios de Facebook para realizar una campaña selectiva con informaciones falsas tendente a desincentivar el voto de determinados sectores (en particular la comunidad negra, mayoritariamente demócrata). Facebook, como responsable de la venta de esos datos, fue condenada a pagar una multa de 5.000 millones de dólares. Es la punta de un iceberg donde operan actores como Rusia y China.

El advenimiento de las redes sociales a principios de este siglo fue saludado como un avance formidable en el camino de la libertad y la democracia. Entrábamos en la época del diálogo universal, donde el libre intercambio de ideas enriquecería el debate mundial. Eso se pensaba o se quería creer. No ha sido así, o solo en parte. Hoy, la conversación está preñada de falsedades y bulos, que la inteligencia artificial (IA) promete agravar hasta límites insospechados. Las redes se han convertido en el reino de la mentira y la desinformación, propagadoras de conspiraciones inverosímiles, altavoces del odio.

La verdad ya no existe. Cada cual tiene la suya. Consciente o inconscientemente, nos encerramos gregariamente en nuestra burbuja ideológica, aislándonos obstinadamente de las opiniones contrarias o divergentes, a no ser para mejor denigrarlas con los peores exabruptos. Los otros son percibidos como adversarios, cuando no enemigos existenciales, y la sociedad se va fragmentando en compartimientos estancos, crecientemente incomunicados, en los que las voces extremas silencian a las moderadas. Las redes sociales y sus algoritmos así lo propician. ¿Diálogo universal? Es una broma...

Este proceso de cantonalización ha favorecido una polarización política extrema en muchos países. Y las redes sociales –básicamente Facebook y X– han tenido, en opinión de los expertos, un claro papel amplificador. Son también un escaparate inmejorable. Un estudio de la Universidad Carlos III de Madrid, realizado a partir de los mensajes de los partidos políticos de la UE y el Reino Unido en Facebook, ha permitido establecer un barómetro de la polarización en Europa: de acuerdo con el llamado índice Dalton (de una escala de 10), dos países sobresalen, Francia (5,77) y España (5,17). En el último Edelman Trust Barometer, por otro lado, el país occidental con mayor polarización es EE.UU. –donde Donald Trump es el gran factor de división–, seguido otra vez de España. Lo cierto es que no hace falta recurrir a los investigadores sociales para constatar la extrema crispación política que se da en nuestro país, donde existe una práctica de la tensión bien rodada desde la época de Aznar.

La intransigencia y el rechazo a todo compromiso –sobre el que se basa la vida democrática– son los síntomas de un clima político malsano que se extiende a la población y puede conducir a que las diferencias ideológicas deriven, según el concepto acuñado por el filósofo neerlandés Bart Brandsma, en una “polarización afectiva”, donde se impongan la hostilidad y el odio.