domingo, 27 de marzo de 2016

La caza del oso

31/10/2015

"¡¡La caza del oso ha comenzado!!”. Fue el grito clave, el alarido que desató la caza del extranjero por parte de una turba enfurecida. Las fuerzas de seguridad trataron de proteger a los inmigrantes pero, con escasos medios, no consiguieron evitar el asesinato, a tiros y a golpes, de al menos siete personas. Siete muertos y 50 heridos es el balance –acaso corto– que dieron por bueno las autoridades en su día. El sucinto relato de este suceso, privado de referencias temporales y geográficas, podría pasar por una descripción actual. Hechos así suceden con frecuencia en el mundo. Y podrían producirse también hoy en Europa.

En realidad, pasaron en Europa, pero hace más de un siglo: el 17 de agosto de 1893, una muchedumbre encolerizada de franceses persiguió a muerte a los trabajadores italianos de las salinas de la población camarguesa de Aigües-Mortes. La razón coyuntural de tal desencadenamiento de violencia –una rivalidad laboral– y la chispa que hizo saltar el polvorín –una pelea convenientemente magnificada por los rumores interesados– son casi lo de menos.

Lo de más es el contexto en que se produjo. En el momento de la matanza de Aigües-Mortes, Francia, y con ella todo el mundo occidental, arrastraban desde hacía dos décadas una grave depresión económica. El crack se había producido el 9 de mayo de 1873, cuando la burbuja alimentada por la especulación inmobiliaria y la especulación bursátil –¿les suena de algo el guión?– hundió la bolsa de Viena e hizo saltar la banca. Europa se derrumbó.

Los principales protagonistas del pogromo de Aigües-Mortes –que, por cierto, se saldó sin ninguna condena judicial– no eran sino los más pobres de los pobres, obreros franceses en paro, vagabundos a quienes la crisis había echado a las calles, los llamados trimards, esto es, “los que iban por los caminos”... En ese fin de siglo depauperado, en Francia comenzó a arraigar un sentimiento nacionalista y xenófobo, que tenía como principales objetos de ojeriza a los inmigrantes belgas e italianos. Y no tardarían mucho en aparecer los primeros grupos de extrema derecha, como la Liga de la Patria Francesa, fundada en 1898.

A primera vista no parece que haya grandes diferencias, en lo que a motivaciones se refiere, entre los trimards que perseguían italianos en la Camarga hace 122 años y las de Anton Lundin-Pettersson, el joven sueco de cara aniñada y rasgos vikingos que el pasado día 22 asaltó una escuela de Trollhättan, cerca de Göteborg, y mató a un chaval de 15 años y un profesor sólo por tener una piel más oscura, o de Frank S., que cinco días antes había apuñalado a la hoy alcaldesa electa de Colonia –entonces, candidata–, Henriette Reker, por su posición favorable a la acogida de refugiados.

El miedo, la aversión, el odio hacia los extranjeros –ya sean refugiados o inmigrantes, en esto tanto da– está prendiendo de nuevo en Europa. Los grupos racistas y de ultraderecha crecen por doquier, desde la islamófoba Pegida en Alemania hasta los Demócratas de Suecia, pasando por el Partido de la Libertad (PVV) en Holanda, Jobbik en Hungría o el Partido Popular Danés... El fenómeno es general y va más allá de unas minorías vociferantes. Por el contrario, en los antiguos países de la Europa del Este exsoviética, la élite gobernante –con el inquietante Viktor Orbán en Budapest– defiende sin sonrojo un discurso xenófobo y antieuropeo. Y en Polonia, esta línea acaba de triunfar con la victoria, el ­domingo pasado en las elecciones legislativas, del partido nacionalista, ultracatólico y eurófobo Ley y Justicia, de Jaroslaw Kaczynski. Pero semejante evolución no se limita a los antiguos satélites del Pacto de Varsovia. También se da en Europa occidental: un sondeo de esta misma semana otorga al ultraderechista Frente Nacional (FN) una intención de voto del 28% en las elecciones regionales francesas del próximo mes de diciembre, por delante de la derecha de Nicolas Sarkozy (27%) y los socialistas de François Hollande (21%)

Un reciente estudio realizado por el Centro de Estudios Económicos (CES) y el Instituto Ifo (Information und Forschung) de la Universidad de Munich ha constatado que las crisis de tipo financiero como la del 2008 –no así otras crisis económicas de otra tipología– conllevan “una progresión espectacular de los grupos populistas y de extrema derecha”. “Después de una crisis, los votantes parecen particularmente atraídos por la retórica política de la extrema derecha, que acostumbra a culpar a las minorías y los extranjeros”, concluye. Así pasó con el crack de 1929, que dio el poder al Partido Nacionalsocialista en Alemania y al Partido Fascista en Italia, y espoleó la aparición de grupos similares en España, Bélgica, Dinamarca, Finlandia o Suiza. Y así pasa ahora.
Los autores del informe, titulado Going to extremes: Politics after financial crisis, 1870-2014, han analizado los resultados de las 800 elecciones celebradas en los veinte países económicamente más avanzados en los últimos 122 años, y han constatado que los grupos extremistas, preferentemente de ultraderecha –y sólo muy raramente de extrema izquierda–, aumentan un 30% su apoyo en los cinco años posteriores al estallido de la crisis. También aventuran en sus conclusiones que al cabo de un decenio, las aguas vuelven a su cauce y la moderación, a las urnas. Si la hipótesis se cumple, en un par de años el soufflé debería empezar a bajar...

Sólo que quizá estemos delante de otro tipo de crisis, más profunda, más amplia, en la que se mezclan la regresión económica con el desconcierto identitario y el desarraigo cultural, fruto de una globalización que se vive como una amenaza. Este “populismo patrimonial”, como lo ha calificado el politólogo francés Dominique Reynié –autor de Populismo, la pendiente fatal (2011) y Los nuevos populismos (2014), difícilmente se disipará con los primeros brotes verdes de la economía. 

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