domingo, 19 de febrero de 2023

ChatGPT se confiesa: “La IA puede socavar la democracia”


@Lluis_Uria

Los robots vienen obsesionando –cuando no angustiando– a los seres humanos desde hace un siglo. El primero que utilizó la palabra ‘robot’ para designar a un ser artificial dotado de cualidades casi humanas fue el escritor checo Karel Capek, quien en 1921 estrenó en Praga una obra de teatro –R.U.R. (Robots Universales Rossum)– donde aparecían unos humanos artificiales, fabricados para trabajar, que acababan rebelándose contra sus creadores. Los robots, como peligro para la  existencia de la humanidad.

Desde entonces, los robots han poblado la literatura y el cine. En la película Metrópolis (1927), Fritz Lang puso en el celuloide una distópica ciudad-estado en el entonces lejano año 2026, segregada entre una clase dirigente todopoderosa y una clase obrera esclavizada, donde un robot humanoide era utilizado para suscitar una rebelión violenta. El primer encuentro de mi generación con otro robot cinematográfico, dotado de inteligencia y libre albedrío –y también de doblez y maldad–, fue con el supercomputador HAL 9000 que gobernaba la nave Discovery en la película de Stanley Kubrick 2001, una odisea en el espacio, estrenada en 1968. HAL, que incluso recordaba una canción de su infancia en Chicago (“Daisy, Daisy...”), entablaba una lucha a muerte con los astronautas a quienes en principio debía servir y obedecer.

El fulgurante desarrollo de la inteligencia artificial (IA), con la reciente y espectacular aparición del bot conversacional ChatGPT de OpenAI –detrás del cual está Microsoft– y el anuncio del que será su próximo competidor –Bard, de Google–, es una auténtica revolución que abre la puerta a cambios trascendentales en nuestras sociedades. Y pone de nuevo sobre la mesa los riesgos de una tecnología cada vez más poderosa. ChatGPT, que almacena y procesa miles de millones de datos, es capaz de elaborar textos sobre cualquier tema y en todo tipo de estilos, resolver problemas y conversar con el usuario casi como si fuera una persona. Su potencia, todavía en desarrollo, suscita numerosos interrogantes en todos los dominios humanos. Incluida la política.

¿Qué función puede tener la IA en la gestión de los asuntos públicos? ¿Hasta dónde debería llegar su papel? ¿Quién controlaría su actuación? ¿Qué riesgo hay de que interfiera y desnaturalice el debate político? ¿Podría en un futuro acabar tomando decisiones en lugar de un ser humano?  Parece ciencia ficción, pero sondeos realizados  en diferentes países europeos indican que entre un 25% y un 40% de los ciudadanos podrían llegar a aceptar la sustitución de los políticos por una IA.

Hay quien ha jugado ya con esta posibilidad. En el 2018, en la ciudad japonesa de Tama (periferia de Tokio), dos gurús de la tecnología presentaron a un robot de aspecto femenino –bautizado con el nombre de Michihito Matsuda–  a las elecciones locales, prometiendo que una IA podría gestionar los asuntos locales de forma más fiable y justa que los políticos al uso. La robot acabó obteniendo el 9% de los votos, quedando en tercer lugar. Y en las elecciones legislativas danesas del pasado noviembre un colectivo de artistas intentó presentar –sin éxito– una nueva fuerza política, el Partido Sintético, con un robot como cabeza de cartel, un chatbot de nombre Leader Lars al que introdujeron las reivindicaciones de los partidos minoritarios daneses desde 1970 hasta hoy (lo que dio lugar a propuestas inverosímiles como establecer una renta mínima universal de 13.440 euros al mes)

Más allá de las bromas, el asunto es extremadamente serio y las advertencias sobre los riesgos, numerosas. La comisaria de derechos humanos del Consejo de Europa, Dunja Mijatovic, resumió en  junio del 2021 las amenazas en el terreno político en una: la “manipulación de la opinión pública”. Mijatovic recordó que las nuevas tecnologías digitales y las redes sociales han propagado la desinformación e incitado al odio y la violencia, “infundiendo miedo en la población y fomentando los movimientos antidemocráticos de extrema derecha”. Y llamó a aprobar una regulación para que las grandes tecnológicas actúen de acuerdo con el marco legal de los derechos humanos.

¿Qué piensan de todo esto los propios robots? Preguntado directamente sobre la cuestión, ChatGPT considera que, por un lado, la inteligencia artificial puede ser de gran ayuda  –mediante el análisis de grandes cantidades de datos y de información– para fundamentar las decisiones políticas. Pero advierte asimismo de sus peligros: “La IA también tiene el potencial de socavar la democracia si no se regula adecuadamente y se usa de manera ética. Por ejemplo, la IA se puede utilizar para manipular la opinión pública, suprimir las voces disidentes y socavar la privacidad y las libertades civiles”.

ChatGPT parece, hoy por hoy, apegado a los principios democráticos. Y no cree que la IA pueda llegar a sustituir a los políticos: “Carece de la capacidad de empatía, creatividad y juicio moral que son fundamentales para tomar decisiones políticas y éticas complejas”. “La idea de que los sistemas de IA podrían tomar decisiones en nombre de los ciudadanos, sin ninguna supervisión o responsabilidad humana significativa, socavaría los cimientos de la gobernabilidad democrática”, añade.

Pero, ¿hasta dónde llegan las convicciones de un  chatbot que  reconoce “no tener creencias u opiniones personales”? No muy lejos. Todo depende de quién esté detrás de su programación. “Si estuviera programado con otra orientación ideológica –admite–, sería capaz de generar respuestas consistentes con esa ideología”. No hay más preguntas, señoría.

 

domingo, 5 de febrero de 2023

Vida y muerte en la cocina amarilla


@Lluis_Uria

La cocina, de un vivo color amarillo, quedó casi intacta. Abierta a la vista de todo el mundo a causa de la explosión y el derrumbe parcial del inmueble, la estancia se ofrecía impúdicamente a las miradas ajenas. Salvo algunos pequeños desperfectos, todo estaba como lo habían dejado sus propietarios: una olla sobre los fogones, platos por fregar, una bandeja con manzanas sobre la mesa, las sillas alineadas con la pared ya inexistente...

La vida se interrumpió aquí, en un barrio residencial de la ciudad ucraniana de Dnipró, a primera hora de la tarde del sábado 14 de enero, fiesta de Año Nuevo del calendario ortodoxo. Ese día, poco después de las 15.30h un misil ruso Kh-22 –diseñado originalmente para atacar navíos– impactó sobre un bloque de apartamentos. Ha sido, hasta ahora, el bombardeo contra civiles más mortífero de la guerra: el balance oficial fue de 46 muertos y 80 heridos.

Entre los fallecidos estaba Mykhaylo Korenovsky, un popular entrenador de boxeo. Y propietario de la cocina amarilla... Su mujer y sus dos hijas se salvaron porque  habían salido a dar un paseo. Centenares de personas acudieron a darle el último adiós en su funeral, mientras la familia difundía a través de las redes sociales un vídeo casero con la reciente celebración –en la misma cocina– del cumpleaños de una de las hijas. Escenario de vida convertido en escenario de muerte.

No está claro si el ejército ruso –que por otra parte ha negado ser el autor del ataque– tenía como objetivo militar el bloque de apartamentos de los Korenovsky. Hay quien apunta que el misil iba probablemente dirigido contra una planta eléctrica cercana. De hecho, Rusia lleva a cabo en Ucrania una sostenida campaña de bombardeos contra centrales de energía e infraestructuras. Pero que el edificio de viviendas no fuera su objetivo no enmascara su desprecio por la vida de los civiles.

La Segunda Guerra Mundial supuso el apogeo de los bombardeos masivos e indiscriminados sobre las ciudades.  La Alemania nazi, que ya lo había experimentado durante la guerra civil española, recurrió sistemáticamente a esta práctica en todos los frentes –particularmente en la batalla de Inglaterra– y fue respondida con la misma moneda por los aliados. Sus defensores argumentaban que quebrando la moral de resistencia de la población civil en la retaguardia por la vía del terror podía decantarse el desarrollo de la guerra. El mariscal británico Arthur Harris, jefe del Bomber Command de la RAF, llegó a asegurar con arrogancia que sus bombardeos sobre las ciudades alemanas podían por sí solos precipitar la derrota del enemigo. No fue así, naturalmente.

Lo que hace ochenta años era comúnmente aceptado hoy es considerado un crimen, sin que haya ningún argumento bélico que lo justifique. Rusia niega esta práctica, pero en todo caso ha demostrado no tener ningún miramiento con los civiles. Tras casi un año de guerra, las autoridades ucranianas han cifrado en 9.000 el número de civiles muertos (la ONU calcula al menos 6.000) y en 54.000 los edificios de viviendas destruidos (además de equipamientos, infraestructuras y otros)

El bombardeo y el fuego de artillería indiscriminado en zonas civiles no constituyen actos aislados, sino una práctica común del ejército ruso. Así lo sostiene un informe oficial de la ONU, presentado el pasado mes de octubre, donde se constatan toda una serie de “crímenes de guerra, violaciones de los derechos humanos y de las leyes humanitarias internacionales” por parte de las tropas enviadas por  Vladímir Putin (frente a algunos casos aislados por parte del ejército ucraniano)

El informe es muy limitado, pues se centra sólo en el periodo de dos meses comprendido entre el 24 de febrero y el 31 de marzo del 2022. Pero resulta abrumador. No se trata sólo del bombardeo de civiles, sino de actos de violencia sistemáticos en las zonas ocupadas: “ejecuciones sumarias, tortura, malos tratos, violencia sexual y de género, reclusión y detención ilegal en condiciones inhumanas y deportaciones forzadas”...

Los casos de violaciones y crímenes sexuales –fundamentalmente, aunque no únicamente, contra mujeres– muestran el tenebroso rostro de un ejército de salvajes. El informe relata, entre otros, el caso  de la violación repetida de una joven de 22 años en la región de Kyiv por dos soldados rusos, quienes cometieron también actos de violencia sexual contra su marido,  obligaron a la pareja a mantener relaciones sexuales en su presencia y luego forzaron a tener sexo oral a su hija de cuatro años. “Las víctimas (de la violencia sexual) tenían entre cuatro y más de 80 años”, constata el informe, que sin embargo no se atreve a concluir si detrás hay un patrón de conducta.

Si se observa la Historia, no cabe duda. Parece estar en el mismo ADN del ejército ruso. No hay más que recordar las atrocidades que los soldados soviéticos –con la connivencia de sus superiores– cometieron con las mujeres alemanas en 1945.  No se conoce el número exacto de víctimas, pero se calcula que fueron cientos de miles. En su libro dedicado a La Segunda Guerra Mundial, el historiador británico Antony Beevor, subraya que sólo en Berlín, los rusos violaron a entre 95.000 y 130.000 mujeres, y en Prusia Oriental fue aún mucho peor. Los soldados del Ejército Rojo violaban a toda mujer que se pusiera a su alcance, incluso a recién liberadas de los campos de trabajo y de exterminio nazis. Beevor reproduce en su libro el testimonio inapelable de la corresponsal de guerra soviética Natalya Gesse: “Los soldados rusos violaban a todas las alemanas entre 8 y 80 años. Era un ejército de violadores”. Hoy como ayer.