domingo, 20 de marzo de 2022

El futuro ya no es el que era

@Lluis_Uria

Una nueva era de glaciación se abate sobre el mundo. La guerra de Ucrania ha puesto fin al paréntesis de distensión abierto con el hundimiento de la URSS y el fin de la guerra fría. La Rusia de Putin ha decidido romper con Occidente.


Yaroslav y Olga, una pareja de recién casados de la ciudad ucraniana de Sloviansk, celebraban despreocupadamente su banquete nupcial dos días antes de que el ejército ruso invadiera Ucrania. Lo explicaba nuestro enviado especial Félix Flores en una de sus excelentes crónicas desde la república exsoviética. La guerra era inminente, pero nadie lo quería  creer. Porque era inconcebible. “¿La guerra? ¡Qué importa! Debemos pensar en nuestro futuro”, respondían ingenuamente. Y de repente, el futuro que imaginaban se esfumó. En un instante, el futuro dejó de ser el que era. Para  Olga y Yaroslav, por supuesto, y para su país. Pero también para Europa y para el mundo.

Hace justo treinta años, en una cumbre con su homólogo estadounidense George Bush (padre) en febrero de 1992 en Camp David, el entonces presidente de Rusia, Borís Yeltsin, proclamó el fin de la guerra fría. El muro de Berlín había caído en 1989 y la Unión Soviética se había desplomado en 1991. El mundo dividido en dos bloques parecía ya ser cosa del pasado. En el siglo XXI, una nueva guerra fría iba a esbozarse en el horizonte del Pacífico entre Estados Unidos y China, la nueva superpotencia asiática, mientras Rusia pasaría a ser –eso se creyó– un actor secundario. Hasta que la invasión de Ucrania ordenada por el presidente ruso, Vladímir Putin, ha vuelto a hundir al mundo en la vieja guerra fría y Moscú –con un arsenal de más de 6.000 ojivas atómicas– esgrime sin ambages la amenaza de una hecatombe nuclear.

Vladímir Putin vivió en carne propia el hundimiento de la URSS. Joven admirador del espía Stirlitz, el James Bond soviético (personaje de una popular serie de televisión rusa de los años setenta, Diecisiete instantes de primavera), el presidente ruso era agente del KGB en Dresde, en la antigua RDA, cuando se derrumbó el telón de acero y con él todas sus certitudes.

Su salto a la política en la nueva Rusia poscomunista lo hizo de la mano del alcalde de San Petersburgo, Anatoli Sobchak, un aliado de Yeltsin, que en 1996 le llevaría al Kremlin. Putin ascendió rápidamente a jefe del Servicio Federal de Seguridad (FSB), el antiguo KGB remozado. Y sus servicios fueron agradecidos por  Yeltsin –salvado de una investigación por corrupción gracias a la oportuna difusión de un vídeo del fiscal general, Yuri Skurátov, con dos prostitutas (el método del kompromat)– nombrándole primer ministro y, después, su sucesor como candidato a la presidencia. En el 2000,  Putin alcanzó el poder máximo. Y desde entonces no ha hecho más que reforzarlo y endurecerlo.

El hoy presidente ruso había visto de cerca cómo Bill Clinton, en 1997, acordaba abrir la OTAN a los antiguos países del Pacto de Varsovia, algo que George Bush se había comprometido a no hacer: “Ni una pulgada hacia el Este”, habría prometido verbalmente a través del entonces secretario de Estado, James Baker, en 1990 a Mijaíl Gorbachov a cambio de que éste aceptara la reunificación de Alemania. Los primeros en adherirse serían en 1999 Polonia, Hungría y la República Checa...

Gorbachov, padre de la perestroika –el conjunto de reformas con el que pretendía liberalizar el régimen comunista y que acabaría con el derrumbe de la URSS– aspiraba a superar el mundo de la guerra fría y proponía establecer un nuevo sistema de seguridad y cooperación integrado por los antiguos enemigos, construyendo lo que él llamó “el hogar común europeo”.

La Historia, como es sabido, no fue por aquí. Hundido el adversario, la única cesión que Occidente hizo a Moscú, a través del Acta Fundacional Rusia-OTAN de 1997, fue comprometerse a no desplegar armas nucleares ni tropas de combate permanentes en los nuevos países miembros de la Alianza, así como a crear un consejo conjunto con Rusia. Para Andrés Ortega, investigador del Real Instituto Elcano, la decisión de dejar a Rusia en la periferia de la seguridad europea “probablemente fue un error estratégico” (¿Qué le prometió la OTAN a Gorbachov?, 2014).

Un hombre como Putin no podía vivir esto sin rencor. Con todo, en el 2001 coqueteó –por convicción o conveniencia– con la posibilidad de solicitar la adhesión a la OTAN, una organización que según declaró no juzgaba hostil. El acercamiento, sin embargo, duró poco. Y, entre otros factores, la incorporación a la Alianza en el 2004 de siete países más –incluidos los tres bálticos– instaló definitivamente en Rusia la idea de estar sometida a asedio.

La invasión de Georgia en el 2008, la primera ofensiva contra Ucrania en el 2014 –con la anexión de Crimea y la ocupación del Donbass–, las operaciones militares de apoyo a los regímenes aliados de Bielorrusia y Kazajistán, y la guerra desencadenada contra Ucrania el  pasado 24 de febrero han sido la respuesta –despiadada, cínica, brutal– de Putin a esa situación. Y una ruptura definitiva con la aspiración de consolidar un marco de paz y cooperación entre los antiguos bloques.

En un artículo publicado al día siguiente del ataque a Ucrania, Fyodor Lukianov, director de la revista Russia in Global Affairs y presidente del Presidium del Consejo de Política Exterior y de Defensa de Rusia, argumentaba que durante mucho tiempo Rusia había tratado de “encontrar un lugar digno” en el nuevo orden mundial liberal impuesto por EE.UU. y sus aliados tras la caída de la URSS, pero que “el sistema demostró ser inflexible”. Ahora –proseguía–, Rusia había decidido “girar la página de la cooperación con Occidente” y afrontar en Ucrania la defensa de   “una línea de frente decisiva”. “La guerra fría ha llegado para quedarse”, concluía.

Una nueva era de glaciación se abate sobre el mundo. Y, como en la vieja guerra fría, lo cubre con la permanente amenaza de una confrontación nuclear. El futuro ya no es el mismo desde el 24 de febrero.


domingo, 6 de marzo de 2022

Envalentonado por el perejil


@Lluis_Uria

En el verano del año 2002, Marruecos envió a un puñado de soldados a invadir el islote del Perejil, un peñasco situado frente a sus costas, habitado nada más que por un pastor y sus cabras, cuya soberanía se disputaba con España. La maniobra, militarmente insustancial, pretendía únicamente testar la reacción de su vecino. Y la respuesta del Gobierno español de aquel momento, presidido por José María Aznar, fue inequívoca: envió a las fuerzas especiales del Ejército a desalojar la roca. El episodio disparó la tensión entre Madrid y Rabat, y obligó a Estados Unidos a poner paz entre sus dos aliados. El incidente también provocó muchas bromas y chascarrillos, dada la insignificancia del islote, y el halo épico con que algunos pretendieron rodear la operación –“Al alba, con viento fuerte de levante...”– rozó el ridículo. Pero las cosas quedaron claras.

Vladímir Putin tuvo su Perejil en Georgia en el 2008. En agosto de ese año Rusia intervino militarmente en el país vecino, cuyo acercamiento a Occidente irritaba al Kremlin, con el pretexto de defender a dos provincias de mayoría rusa –Abjasia y Osetia del Sur–, que reconoció como independientes (después de que el entonces presidente georgiano, el imprudente Mijaíl Saakashvili, cayera en la trampa que le tendió Moscú e intentara arrebatar por la fuerza el control del territorio a las milicias prorrusas)

El ejército ruso aplastó a las tropas georgianas en cuestión de días y detuvo su ofensiva a las puertas de la capital, Tiflis, tras pactar un alto el fuego con la mediación del entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy. La guerra de Georgia consolidó la ocupación rusa de parte del país y dejó en el aire la amenaza permanente de una nueva intervención. Sin que nadie pestañeara.

El presidente ruso comprendió el mensaje. Y en el 2014 recibió la confirmación. Ese año, tras la caída del gobierno prorruso de Viktor Yanukóvich, Moscú lanzó una primera intervención en otra ex república soviética, Ucrania, cuya aproximación al bloque occidental quería cortar por lo sano. Dio apoyo militar a las provincias separatistas de mayoría rusa de Donetsk y Luhansk, en la región oriental del Donbass, e invadió y se anexionó la península de Crimea, en el Mar Negro, sede de la histórica base naval rusa de Sebastopol. Hubo airadas protestas internacionales y los países occidentales aprobaron un paquete de sanciones, todavía vigentes, que dañaron temporalmente la economía rusa (sin cambiar esencialmente las cosas). Pero Putin comprobó hasta dónde estaban dispuestos a llegar sus adversarios. Y hasta dónde no.

El jefe del Kremlin sabía, pues, perfectamente, que tampoco en el 2022 ni  EE.UU. ni Europa moverían un solo tanque, un solo soldado, para defender a Ucrania –un país ajeno a la OTAN– en caso de ataque. Lo habían declarado públicamente. Y lo habían demostrado con sus acciones. Incluso las amenazas sobre represalias devastadoras en el plano económico y financiero podía el presidente ruso acogerlas con reserva.

Si le cabía alguna duda, la sugerencia de Joe Biden de que una “incursión menor” de Rusia en Ucrania comportaría un nivel de sanciones también limitado debió acabar de convencerle. EE.UU. y sus aliados le castigarían, sin duda. Pero la ambigüedad del presidente norteamericano y las divisiones explícitas de los países europeos –con Alemania e Italia encabezando el grupo de los tibios– mostraban que sus adversarios tampoco querían hacerse mucho daño y que, llegado el caso, administrarían el castigo con mucho tiento.

Envalentonado, Putin decidió poner en práctica el mismo guion que en Georgia. Antes de lanzar el ataque, el presidente ruso reconoció la independencia de las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y Luhansk, y anunció el envío de tropas para “protegerlas” de fantasmagóricas amenazas. Su objetivo, como parece indicar la ofensiva militar iniciada el jueves, no es sólo tomar el control directo de las dos provincias rebeldes –que ya estaban tuteladas de hecho por Rusia desde el 2014–, sino derribar al gobierno del presidente Volodímir Zelenski e imponer un régimen títere.

Las primeras baterías de sanciones anunciadas por Washington y Bruselas tras la invasión aprietan considerablemente las tuercas a Moscú y por primera vez alcanzan al propio presidente ruso. Pero no parecen tan duras como se había anunciado (la desconexión de los bancos rusos del sistema de pagos internacional Swift, por ejemplo, no ha sido adoptada a causa de las reticencias europeas). Y en todo caso, como también apuntaba la investigadora Julia Friedlander, ex consejera de la Casa Blanca, en The Washington Post, “no tendrán un impacto disuasivo inmediato”. Rusia, por otra parte, se ha preparado para ello y, además de reforzar la relación económica y comercial con China, ha constituido una reserva de divisas extranjeras y de oro por valor de 630.000 millones de dólares. Así que puede aguantar el primer tirón.

Putin probablemente gane su apuesta inmediata en Ucrania y consiga imponer el desmembramiento o neutralización del país. Pero esa victoria, a costa de dolor, sangre y destrucción, no hará más fuerte a Rusia –convertida en un paria mundial– sino a sus enemigos de la OTAN, más cohesionados que nunca. Y a la larga puede significar su ruina.

El “derecho a elegir” de Putin

@Lluis_Uria


En el inicio de toda guerra hay un momento en que ya no cabe la marcha atrás. En el caso de la invasión de Ucrania por Rusia, ese momento se produjo a la vista de todo el mundo, cuando el presidente uso, Vladímir Putin, humilló como a un escolar, ante las cámaras de televisión, al director de su Servicio de Inteligencia Exterior, Serguéi Naryshkin, al que obligó a plegarse a sus designios.

Rusia llevaba semanas preparando la guerra, tanto en el terreno militar como en el político, pero hasta ese momento Serguéi Naryshkin aún creía en la posibilidad de llegar a un acuerdo con los países occidentales para evitarla. Así intentó plantearlo en la reunión del Consejo de Seguridad del lunes pasado en el Kremlin, antes de retroceder, balbuceando, ante la presión de Putin. La discusión se había acabado. Había hablado el guía supremo. Punto final. A partir de entonces, solo cabía esperar el día en que los tanques empezarían a rodar.

En la Primera Guerra Mundial, las grandes potencias europeas fueron al choque creyendo que era inevitable y que, ya puestos, era mejor lanzarse a ello antes de que el rival fuera demasiado fuerte. Putin ha creído también que su intervención militar en Ucrania era factible ahora y quizá más tarde le sería del todo imposible. Su objetivo es claro desde el principio: neutralizar cualquier posibilidad de que la vecina exrepública soviética se sume al bloque occidental y se integre en la OTAN, y mantener al país bajo su tutela directa o indirecta. Si las preocupaciones de seguridad de Rusia son comprensibles –y la Alianza Atlántica  haría bien en reflexionar sobre su responsabilidad al no haberlas escuchado en los últimos años–, el comportamiento mafioso de Putin es injustificable.

El presidente ruso ha atacado ahora a Ucrania porque ha visto –o creído ver– a Estados Unidos en un momento de gran debilidad, con un cierto repliegue exterior (catastrófica retirada de Afganistán, inhibición en Oriente Medio, conflicto con China…) e internamente dividido e inestable, con un Donald Trump –¡que le aplaude!– que podría regresar a la Casa Blanca en el 2024.

Y porque sabe que Occidente no intervendrá militarmente en defensa de Ucrania. Lo han dicho públicamente sus dirigentes. Y lo demostraron ya en el 2014, cuando Rusia se anexionó Crimea. A  diferencia de hace seis años, sin embargo, Moscú podría enfrentarse a unas sanciones económicas y financieras –esta vez sí–  realmente severas (no como entonces). Pero Putin ya se ha preparado para poder resistir un tiempo (acumulando divisas, reforzando el eje con Pekín). Y aún está por ver hasta dónde llegarán realmente, dadas las divisiones que este asunto suscita en la UE.

Norteamericanos y europeos habían previsto un aumento progresivo de las represalias económicas en función de los pasos que diera Rusia. Formalmente, el objetivo de la intervención de Moscú era la “protección” de las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y Luhansk, las dos provincias separatistas prorrusas de la región oriental ucraniana del Donbass. Pero los movimientos de las tropas rusas indican que la intervención va mucho más allá: la ofensiva no solo pretende consolidar el control del Donbass –ocupando el resto del territorio que aún permanecía bajo control ucraniano–, sino que el avance sobre Kíev parece confirmar la intención d derribar el Gobierno e instalar un régimen títere.

Putin, a la vista está, nunca ha buscado de verdad un arreglo diplomático en la crisis de Ucrania. En las últimas semanas solo ha realizado una puesta en escena y –como se dice ahora– construido un relato. Las exigencias presentadas por el presidente ruso a EE.UU. y la UE eran tan maximalistas que no había posibilidad alguna de que fueran aceptadas. Entre otras cosas, porque implicaban dejar desprotegidos los países de Europa del Este.

Pero Putin no pretendía que fueran atendidas. Solo buscaba poner en evidencia el rechazo occidental. Un argumento más que exhibir para justificar la guerra. Lo mismo que la serie de incidentes fabricados en la línea de contacto –rupturas del alto el fuego, evacuación de civiles…– para aumentar la tensión en el Donbass. El presidente ruso ha añadido alusiones históricas totalmente falseadas sobre la propia existencia de Ucrania y argumentos insostenibles sobre la situación en el este del país, acusando con una desfachatez descomunal al Gobierno de Kíev de perpetrar un “genocidio” contra la población rusa del Donbass, cuando Rusia mantiene el control sobre buena parte de esos territorios desde el 2014. Al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski –de familia judía rusófona– solo le faltaba tener que verse acusado de “nazi”.

Putin, en fin, se ha presentado a sí mismo como el liberador de unos pueblos presuntamente sometidos a los que pretendería restituir su “derecho a elegir”. Como si aquí existiera otro derecho a elegir que el del autócrata del Kremlin a hacer su voluntad.

En el 2003, Estados Unidos fabricó también una gran mentira –la producción de armas de destrucción masiva por el régimen de Sadam Husein– para justificar una invasión de Irak que en realidad solo respondía a sus –mal calculados– intereses geoestratégicos. Con el catastrófico resultado de todos conocido. Pero Washington intentó convencer a la ONU y al resto del mundo, tratando de acomodarse –ni que fuera formalmente– a la legalidad  internacional.

Putin sabe que sus falsedades son tan obvias, tan groseras, que ni lo intenta. Solo busca justificar la guerra ante la domesticada y reprimida opinión pública rusa. Si fuera de Rusia alguien le compra sus argumentos, solo puede ser un incauto.