@Lluis_Uria
Una nueva era de glaciación se abate sobre el mundo. La guerra de Ucrania ha puesto fin al paréntesis de distensión abierto con el hundimiento de la URSS y el fin de la guerra fría. La Rusia de Putin ha decidido romper con Occidente.
Yaroslav y Olga, una pareja de recién casados de la ciudad ucraniana de Sloviansk, celebraban despreocupadamente su banquete nupcial dos días antes de que el ejército ruso invadiera Ucrania. Lo explicaba nuestro enviado especial Félix Flores en una de sus excelentes crónicas desde la república exsoviética. La guerra era inminente, pero nadie lo quería creer. Porque era inconcebible. “¿La guerra? ¡Qué importa! Debemos pensar en nuestro futuro”, respondían ingenuamente. Y de repente, el futuro que imaginaban se esfumó. En un instante, el futuro dejó de ser el que era. Para Olga y Yaroslav, por supuesto, y para su país. Pero también para Europa y para el mundo.
Hace justo treinta años, en
una cumbre con su homólogo estadounidense George Bush (padre) en febrero de
1992 en Camp David, el entonces presidente de Rusia, Borís Yeltsin, proclamó el
fin de la guerra fría. El muro de Berlín había caído en 1989 y la Unión
Soviética se había desplomado en 1991. El mundo dividido en dos bloques parecía
ya ser cosa del pasado. En el siglo XXI, una nueva guerra fría iba a esbozarse
en el horizonte del Pacífico entre Estados Unidos y China, la nueva
superpotencia asiática, mientras Rusia pasaría a ser –eso se creyó– un actor
secundario. Hasta que la invasión de Ucrania ordenada por el presidente ruso,
Vladímir Putin, ha vuelto a hundir al mundo en la vieja guerra fría y Moscú
–con un arsenal de más de 6.000 ojivas atómicas– esgrime sin ambages la amenaza
de una hecatombe nuclear.
Vladímir Putin vivió en carne
propia el hundimiento de la URSS. Joven admirador del espía Stirlitz, el James
Bond soviético (personaje de una popular serie de televisión rusa de los años
setenta, Diecisiete instantes de primavera), el presidente ruso era agente del
KGB en Dresde, en la antigua RDA, cuando se derrumbó el telón de acero y con él
todas sus certitudes.
Su salto a la política en la
nueva Rusia poscomunista lo hizo de la mano del alcalde de San Petersburgo,
Anatoli Sobchak, un aliado de Yeltsin, que en 1996 le llevaría al Kremlin.
Putin ascendió rápidamente a jefe del Servicio Federal de Seguridad (FSB), el
antiguo KGB remozado. Y sus servicios fueron agradecidos por Yeltsin –salvado de una investigación por
corrupción gracias a la oportuna difusión de un vídeo del fiscal general, Yuri
Skurátov, con dos prostitutas (el método del kompromat)– nombrándole primer
ministro y, después, su sucesor como candidato a la presidencia. En el
2000, Putin alcanzó el poder máximo. Y
desde entonces no ha hecho más que reforzarlo y endurecerlo.
El hoy presidente ruso había
visto de cerca cómo Bill Clinton, en 1997, acordaba abrir la OTAN a los
antiguos países del Pacto de Varsovia, algo que George Bush se había
comprometido a no hacer: “Ni una pulgada hacia el Este”, habría prometido
verbalmente a través del entonces secretario de Estado, James Baker, en
Gorbachov, padre de la
perestroika –el conjunto de reformas con el que pretendía liberalizar el
régimen comunista y que acabaría con el derrumbe de la URSS– aspiraba a superar
el mundo de la guerra fría y proponía establecer un nuevo sistema de seguridad
y cooperación integrado por los antiguos enemigos, construyendo lo que él llamó
“el hogar común europeo”.
La Historia, como es sabido,
no fue por aquí. Hundido el adversario, la única cesión que Occidente hizo a
Moscú, a través del Acta Fundacional Rusia-OTAN de 1997, fue comprometerse a no
desplegar armas nucleares ni tropas de combate permanentes en los nuevos países
miembros de la Alianza, así como a crear un consejo conjunto con Rusia. Para
Andrés Ortega, investigador del Real Instituto Elcano, la decisión de dejar a Rusia
en la periferia de la seguridad europea “probablemente fue un error
estratégico” (¿Qué le prometió la OTAN a Gorbachov?, 2014).
Un hombre como Putin no podía
vivir esto sin rencor. Con todo, en el 2001 coqueteó –por convicción o
conveniencia– con la posibilidad de solicitar la adhesión a la OTAN, una
organización que según declaró no juzgaba hostil. El acercamiento, sin embargo,
duró poco. Y, entre otros factores, la incorporación a la Alianza en el 2004 de
siete países más –incluidos los tres bálticos– instaló definitivamente en Rusia
la idea de estar sometida a asedio.
La invasión de Georgia en el
2008, la primera ofensiva contra Ucrania en el 2014 –con la anexión de Crimea y
la ocupación del Donbass–, las operaciones militares de apoyo a los regímenes aliados
de Bielorrusia y Kazajistán, y la guerra desencadenada contra Ucrania el pasado 24 de febrero han sido la respuesta
–despiadada, cínica, brutal– de Putin a esa situación. Y una ruptura definitiva
con la aspiración de consolidar un marco de paz y cooperación entre los
antiguos bloques.
En un artículo publicado al
día siguiente del ataque a Ucrania, Fyodor Lukianov, director de la revista
Russia in Global Affairs y presidente del Presidium del Consejo de Política
Exterior y de Defensa de Rusia, argumentaba que durante mucho tiempo Rusia
había tratado de “encontrar un lugar digno” en el nuevo orden mundial liberal
impuesto por EE.UU. y sus aliados tras la caída de la URSS, pero que “el
sistema demostró ser inflexible”. Ahora –proseguía–, Rusia había decidido
“girar la página de la cooperación con Occidente” y afrontar en Ucrania la
defensa de “una línea de frente
decisiva”. “La guerra fría ha llegado para quedarse”, concluía.
Una nueva era de glaciación se abate sobre el mundo. Y, como en la vieja guerra fría, lo cubre con la permanente amenaza de una confrontación nuclear. El futuro ya no es el mismo desde el 24 de febrero.