domingo, 29 de mayo de 2022

La tentación de la bomba


@Lluis_Uria

Cuando era un niño, en el modesto barrio de San Petersburgo –ex Leningrado– donde se crió, Vladímir Putin aprendió una cosa: un animal acorralado es peligroso, porque se revuelve y ataca. Él lo experimentó en persona con una rata que con sus amigos había perseguido por el vecindario. También aprendió que en la calle se impone el más fuerte.

Hay quien cree que la amenaza del presidente ruso de recurrir a las armas nucleares en el contexto de la guerra de Ucrania no son más que bravuconadas, una forma de extorsionar a Occidente a través del miedo. Pero hay analistas que se las toman muy en serio. Y temen que si Putin se siente en algún momento acorralado, abocado a una derrota humillante o en riesgo de perder el poder, podría desencadenar una escalada militar de efectos potencialmente catastróficos.

La primera advertencia del jefe del Kremlin en este sentido fue el anuncio de que había ordenado poner en estado de alerta a las fuerzas rusas de disuasión nuclear. Fue el domingo 27 de febrero, cuatro días después de iniciada la invasión de Ucrania, y su objetivo evidente era frenar toda tentación occidental de una acción militar. La decisión de Putin fue acompañada, antes y después, de amenazas implícitas pero inequívocas de consecuencias graves –“nunca vistas”–  en caso de que la OTAN decidiera intervenir directamente en auxilio de Kyiv: “Quienes amenazan a Rusia deben saber que nuestras represalias serán rápidas como el rayo; tenemos para ello instrumentos en los que nadie puede ni soñar y los utilizaremos si es necesario”, dijo.

Desde entonces, y al calor de las sanciones occidentales y la ayuda militar a Ucrania, la retórica alrededor de un posible enfrentamiento nuclear no ha hecho más que subir en intensidad y desparpajo. El ministro ruso de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, ha aludido en varias ocasiones al riesgo de una Tercera Guerra Mundial. Y la televisión rusa se recrea con pasmosa ligereza en el tema, especulando sobre cuánto tiempo tardarían en alcanzar las principales capitales europeas las ojivas nucleares rusas –unos 200 segundos como máximo– o lo que haría falta para borrar del mapa al Reino Unido.

Las imágenes emitidas por el canal de televisión Channel 1 simulando el lanzamiento de misiles sobre Londres, Berlín y París, con su trayectoria marcada sobre un mapa de Europa, evocaban de modo escalofriante las del momento de la conflagración definitiva en la ácida parodia de Stanley Kubrick Dr. Strangelove (en España, ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú), en la que un general estadounidense enloquecido, Jack D. Ripper (interpretado por Sterling Hayden), lanzaba un ataque nuclear preventivo sobre la entonces Unión Soviética. La película, de 1964, se estrenó sólo dos años después de la crisis de los misiles de Cuba, que  había puesto al mundo al borde de una guerra atómica entre Estados Unidos y la URSS. Pero, en esa ocasión, de forma real.

La crisis de octubre de 1962 demostró el enorme peligro al que estaba abocada la humanidad a causa de la proliferación nuclear y afianzó la conciencia de que en un enfrentamiento atómico nadie podría resultar vencedor. De esa época es la doctrina militar de la Mutual Assured Destruction (MAD, siglas que en inglés significan “loco”), según la cual la certeza de resultar aniquilado en una guerra nuclear garantizaría que nadie tome la iniciativa de utilizar este tipo de armas para atacar al enemigo. Sobre este principio, fundamento de la disuasión, se basó el equilibrio de terror durante la guerra fría. Hasta ahora.

Rusos y norteamericanos empezaron a buscar la forma de atenuar el peligro y al inicio de la década de los setenta firmaron los primeros tratados para limitar el desarrollo de nuevas armas nucleares y reducir sus arsenales. Pero en los últimos veinte años se han dado pasos atrás, en medio de acusaciones mutuas de incumplimiento. La semana que viene se conmemora el 50º. aniversario de la firma de los tratados ABM (Anti-Ballistic Missile) y SALT-1 (Strategic Arms Limitation Talks) entre Richard Nixon y Leonid Brezhnev, pero hay poco que celebrar. En el 2002 George W. Bush decidió el abandono unilateral del tratado ABM y después han seguido más desistimientos, por un lado y por el otro, hasta llegar a la retirada decidida en el 2019 por Donald Trump del tratado sobre misiles de alcance medio (INF) firmado en 1987 por Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov. La guerra de Ucrania ha cogido a las dos  superpotencias –con unos arsenales de 5.550 armas atómicas en el caso de EE.UU. y de 6.255 en el de Rusia, según el Instituto Internacional de Investigación de la Paz de Estocolmo– en un momento de grave degradación de la confianza.

¿Podría la situación en Ucrania, donde Rusia choca con una fuerte resistencia,  empujar a Putin a utilizar armas nucleares tácticas? ¿Podría producirse una escalada que condujera a un enfrentamiento directo entre Rusia y la OTAN? El mero hecho de formular tales preguntas da la medida de la gravedad del momento. La primera posibilidad la han juzgado verosímil el director de la CIA, William J. Burns, y la directora de Inteligencia Nacional de EE.UU., Avril Haines, quien en el Senado expresó su convicción de que el presidente ruso podría recurrir a las armas nucleares si percibe una “amenaza existencial” para su país o su régimen. Hay analistas que lo ven muy improbable. Pero no imposible. En un artículo publicado en Foreign Policy, el profesor de Harvard Stephen M. Walt pedía tomar muy en serio las amenazas rusas. Y subrayaba: “Putin tiene un amplio historial de advertencias que después ha cumplido”.


martes, 17 de mayo de 2022

Alemania, ¿a dónde vas?


@Lluis_Uria

¿Tontos útiles, los alemanes? La expresión, cruda y despiadada, la utilizó a los pocos días de iniciada la guerra en Ucrania el jefe de la delegación europea de Politico, Matthew Karnitschnig, al enjuiciar a los dirigentes alemanes y su condescendencia para con la Rusia de Vladímir Putin. No es una voz aislada. Las críticas caen como dardos desde hace semanas sobre Berlín. Vienen de todas partes, incluida la propia Alemania. Y no salvan a nadie. En el punto de mira se encuentra toda una generación de políticos, sin distinción de siglas –de democristianos a socialdemócratas–, que han fomentado y apadrinado el acercamiento hacia Moscú y que han dejado al país como rehén del Kremlin. Empezando por la hasta hace poco indiscutida excanciller Angela Merkel. Y acabando por su sucesor en la cancillería, Olaf Scholz.

La guerra de Ucrania ha destrozado muchas cosas y arruinado muchas certezas. Y si hay un país en Europa que ha quedado completamente desarbolado, este es Alemania. Una pieza fundamental de su política exterior se ha venido estrepitosamente abajo. Su política energética también. Y, con ella, un modelo económico que ahora está en cuestión. Las palabras “error” y “equivocación” son hoy las más repetidas por políticos y empresarios, en un acto de contrición colectivo que no por necesario es en sí mismo suficiente.

“(Putin) cuenta con expresión seria las mentiras más burdas y, cuando se le acusa de agresión, imputa la responsabilidad a la víctima”, escribió la desaparecida Madeleine Albright, que conoció al presidente ruso cuando era secretaria de Estado con Bill Clinton, en su libro Fascismo, publicado en el 2018. Parecía una premonición. Estados Unidos llevaba tiempo advirtiendo a Alemania sobre el peligro de confiar en la palabra de Putin y depender energéticamente de Moscú, lo que consideraba un error geoestratégico mayúsculo. Washington llegó a presionar fuertemente a Berlín –Donald Trump el que más, con sanciones de por medio incluidas– para que paralizara el segundo gasoducto con Rusia a través del Báltico, el Nord Stream 2, cuya construcción fue decidida después –y a pesar de– la anexión rusa de Crimea y la invasión del Donbass en el 2014. Inasequible, Merkel no varió su rumbo. Y su ex ministro de Finanzas, el actual canciller Scholz, aún se resistía a suspenderlo cuando ya habían empezado los bombardeos sobre Ucrania el pasado 24 de febrero. Al final, se avino.

La invasión de Ucrania por las tropas rusas derrumbó en un instante una política de décadas: conocida como Wandel durch Handel (el cambio a través del comercio), partía de la convicción –interesada o no– de que la profundización de los lazos económicos y comerciales con Rusia favorecería la evolución democrática del país y reforzaría la seguridad común en Europa. Para nada ha sido así. Y ahora Alemania se ve forzada a dar un giro de 180 grados. Zeitenwende es la expresión de moda para subrayar este punto de inflexión... Por palabras no quedará.

La primera señal fuerte de este cambio fue la decisión de Scholz de enterrar la  política pacifista adoptada por la Alemania de posguerra. El canciller alemán anunció el incremento del presupuesto de defensa hasta el 2% del PIB, con una inversión extraordinaria de 100.000 millones de euros, y el levantamiento del veto a  entregar armas a Ucrania (a la que en vez de cascos se acabarán enviando carros y obuses). Espectacular. Salvo que, en la práctica, el aumento del gasto militar era inevitable con guerra o sin guerra, habida cuenta del estado deplorable en que se encuentra el ejército –como alertó un informe del 2019– a causa de la cicatera obsesión alemana por el superávit.

Pero este giro era lo fácil. Lo difícil es desprenderse de la dependencia energética de Rusia, de la que Alemania obtiene hasta ahora el grueso de sus importaciones de carbón, petróleo y, sobre todo, gas (su gran apuesta cuando decidió abandonar la energía nuclear). El Gobierno alemán es consciente de la gravedad de la situación y ha empezado a tomar medidas. Así, ha reducido las importaciones de gas ruso –que de representar el 55% ha pasado al 35%– y ha aprobado un plan de urgencia para conseguir que en el 2030 el 80% de la electricidad provenga de energías renovables. Pero rechaza de plano cortar de golpe la espita del gas.

En la crisis ucraniana, Alemania ha ido arrastrando los pies. Primero, con sus dudas y cautelas iniciales sobre el alcance de las sanciones a Rusia y de la ayuda militar a Ucrania –finalmente despejadas–. Ahora, con la resistencia a aprobar un embargo total sobre las importaciones del gas ruso, la medida que  más daño puede hacer a Moscú. Alemania alega que ello tendría un grave impacto sobre la producción y la economía del país. Y, por extensión, de toda Europa.

No le falta razón. Pero también tienen la suya quienes –como el premio Nobel de Economía Paul Krugman– reprochan a Berlín la autoindulgencia que muestra a la hora de asumir sacrificios por la “innegable irresponsabilidad” de su política energética en comparación con la dureza con que los impuso a los países endeudados de Europa en la crisis del 2008: “Parece que el famoso afán alemán de tratar la política económica como un dilema moral sólo se aplica a otros países”, ha escrito.

La guerra de Ucrania ha puesto en evidencia la fragilidad de Alemania y amenaza con socavar su liderazgo en Europa.  Pero, como en los mejores tiempos de Merkel –siempre dispuesta a postergar las decisiones inevitables ante cada crisis–, en lugar de coger el volante con decisión, avanza recelosa con el pie en el freno.


lunes, 2 de mayo de 2022

Empieza el tercer asalto


@Lluis_Uria

Lo peor no es ineluctable. El riesgo de que Francia se fuera a dormir anoche con los colores de la extrema derecha finalmente no se ha producido. El presidente francés y candidato a la reelección, Emmanuel Macron, se impuso a la líder del Reagrupamiento Nacional (RN), Marine Le Pen, en la segunda vuelta por un resultado claro e indiscutible: 58,2% a 41,8%, según los datos provisionales de los sondeos dados a conocer al cierre de los colegios electorales. Es una diferencia clara, que no admite ninguna duda razonable sobre el resultado definitivo del escrutinio.

Macron ha ganado, y Francia –al menos una parte de ella– respira aliviada. También el resto de Europa. El programa político de Marine Le Pen es una amenaza directa a los fundamentos de la Unión Europea tal cual está concebida y su victoria hubiera gripado el motor francoalemán que la mueve.

Macron ha ganado. Pero el resultado arroja señales alarmantes. Nunca la extrema derecha había obtenido un respaldo electoral tan elevado en Francia. Nunca esta diferencia en una elección presidencial se había visto tan recortada (hasta ahora el margen más estrecho, también entre Macron y Le Pen, se produjo en el 2017, con una diferencia de 66,1% a 33,9%). El radicalismo avanza en Francia, y no está claro que haya alcanzado su techo electoral.

Durante la campaña electoral, Marine Le Pen había amagado con retirarse si volvía a fracasar en su intento de alcanzar el Elíseo. Pero su derrota no ha sido tan aplastante como para verla como un descalabro. De hecho, la líder de RN no ha dudado en calificar su notable resultado electoral de “brillante victoria” y ha avanzado que va a seguir dando la batalla al frente de su partido, para enardecimiento de sus seguidores.

Macron ha ganado. Pero el panorama que se le abre ahora no puede ser más difícil. Francia está fuertemente dividida y radicalizada, los problemas se le agolpan en el horizonte y su propia posición ha salido debilitada. Macron no ha suscitado una gran adhesión y la movilización del voto útil para frenar a la extrema derecha ha sido suficiente para confirmar su reelección, pero no abrumador (la abstención ha sobrepasado el 28%). El líder de la izquierda radical, Jean-Luc Mélenchon, lo ha dicho crudamente: “Es el presidente peor elegido de la V República”. Con menos apoyo.

Macron ha ganado. Pero no lo tiene todo ganado. Ahora ha de gobernar, y para hacerlo necesita conseguir una mayoría consistente en la Asamblea Nacional en las elecciones legislativas del 12 y 19 de junio. El sistema electoral de la V República, mayoritario y a dos vueltas, otorga una enorme ventaja al partido ganador y castiga fuertemente a las minorías. Pero en esta ocasión, la fragmentación del panorama político y la casi desaparición –que ahora deberá verificarse– de los dos grandes partidos históricos, Los Republicanos y el Partido Socialista, puede alumbrar un panorama electoral inédito.

En las elecciones al parlamento del 2017, el partido de Macron, La República en Marcha, acabó en primer lugar en la primera vuelta con el 28,2% de los votos, lo que tras la segunda le permitió hacerse con 308 de los 577 escaños en juego (en cada circunscripción se elige un único diputado). El entonces Frente Nacional de Le Pen, con el 13,2% se quedó con solamente 8. La Francia Insumisa de Mélenchon, con el 11%, obtuvo 17 escaños. El desequilibrio es evidente. Pero no tiene por qué ser idéntico ahora.

Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon –que en la primera vuelta de las presidenciales lograron cada uno más del 20% de los votos– lanzaron anoche mismo la campaña de las elecciones legislativas, que presentan como la “tercera vuelta” de las presidenciales. Y todo indica que lo van a ser más que nunca.

“La partida no ha terminado”, ha dicho la líder del RN, que cuenta con arrastrar los votos radicales del xenófobo Éric Zemmour (a quien le ha faltado tiempo para llamar a la unidad). El líder de la izquierda radical buscará, por su parte, hacerse con el maltrecho electorado socialista. La apuesta de ambos es ambiciosa: conseguir una victoria electoral que les permita hacerse con el Gobierno y ser designado primer ministro, imponiendo una nueva cohabitación en la cúpula del Estado. Es extremadamente difícil. Más factible es dejar a Macron con una mayoría insuficiente… El tercer asalto acaba de empezar.

Tic tac, tic tac, tic tac...

@Lluis_Uria

El 21 de abril del 2002 –el jueves pasado hizo veinte años–, Francia se asomó al vacío y sintió un vértigo fenomenal. Ese día, el histórico dirigente del ultraderechista Frente Nacional (FN), Jean-Marie Le Pen, pasó a la segunda vuelta en las elecciones presidenciales desbancando a todo un primer ministro, el socialista Lionel Jospin. No había pasado jamás. Nadie lo esperaba. Pero la reacción de los franceses fue fulminante: en la segunda vuelta, su oponente, el conservador Jacques Chirac, fue elegido presidente con el 82% de los votos y una participación masiva e incontestable del 80%.

Dos décadas después, todo es mucho más ambiguo. La extrema derecha ya no da miedo. Incluso hay alguna izquierda que tiene sueños inconfesables al respecto. Marine le Pen, hija del patriarca, al frente de un remozado Reagrupamiento Nacional (RN), ya pasó a la segunda vuelta en el 2017 y lo volvió a hacer hace quince días  sin que ello suscitara una gran emoción, tan por descontado se daba. La reacción que llevó a Chirac al Elíseo en el 2002 no se produjo con la misma fuerza en la elección del presidente Emmanuel Macron hace cinco años (cuando se impuso a Le Pen por 66% a 34%). Y todo indica que hoy aquel empuje está desgastado.  Si Macron es reelegido, será por un margen más estrecho. Si gana... Porque esta tarde, a partir de las 20h, Francia puede asomarse de nuevo al abismo. Pero esta vez sin red.

La noche de la primera vuelta, el 10 de abril, confirmado el pase a la segunda ronda de Macron y Le Pen, y la eliminación por poca diferencia del candidato de la izquierda radical, Jean-Luc Mélenchon (Unidad Popular), uno de los votantes de este último colgó en las redes un vídeo que en las siguientes horas iba a dar la vuelta a toda Francia: cogió su tarjeta de votante y le prendió fuego. Era el director de cine Xavier Beauvois –premiado realizador de la película De dioses y hombres–, que daba a entender así su abstención en la votación de hoy. “Hago como Poncio Pilatos, esto ya no me interesa”, confirmaría poco después.

Beauvois no está solo, ni mucho menos. El propio Mélenchon –quien dice aspirar a primer ministro con una victoria en las legislativas de junio–, llamó en la misma noche electoral a no depositar ningún voto en favor de la ultraderecha. Pero tampoco pidió el voto para Macron. La abstención era casi una invitación... que ha seguido alimentando al asegurar que si su partido gana las elecciones legislativas y forma gobierno, quien haya en el Elíseo será “secundario”.

De hecho, en la consulta informal realizada entre los electores de la izquierda radical el pasado fin de semana –en la que participaron 215.000 personas– una gran mayoría se inclinó por el voto en blanco o la abstención y sólo un tercio por votar a Macron como mal menor. Un estudio demoscópico de Ipsos-Sopra Steria para France 24 TV sobre el posible trasvase de votos entre la primera y segunda vuelta, apuntaba algo parecido, pero añadiendo que hasta un 30% de los votantes de Jean-Luc Mélenchon estarían tentados por votar a Marine Le Pen.

Louis Alliot, alcalde de Perpiñán y portavoz electoral de la líder del RN, lo expresó días atrás de forma límpida: “Hay que contar con la desmovilización del electorado de izquierda, que ha sido amamantado en el odio a Macron durante cinco años”. Ningún presidente antes en la V República, en efecto, había concitado tanto enojo.  Que unos cientos de estudiantes universitarios ocuparan la semana pasada la Sorbona –en un breve y penoso simulacro de la revuelta de Mayo del 68– al grito de “¡Ni Macron ni Le Pen!” muestra el alcance de esta animadversión.

En los últimos años ha arraigado un  profundo malestar –que llega hasta el  resentimiento– en una parte de Francia que se siente olvidada y maltratada. Se trata de una fractura social, pero también en gran medida territorial, como puso de manifiesto el violento movimiento de los chalecos amarillos. Hay zonas del país donde la desertificación industrial, el aumento del paro, el descenso del nivel de vida y la pérdida de servicios públicos ha provocado una cólera sorda (corregida y aumentada por las restricciones por la pandemia de covid) que los aires arrogantes y altivos de Macron no han hecho más que agravar.  Y es esta Francia, la llamada Francia del no –que según cálculos del politólogo Dominique Reynié reúne al 55% de los votantes–, la que puede traducir hoy su ira en un voto de protesta que desencadene un terremoto político. En Francia y en Europa entera.

Le Pen y Mélenchon no son lo mismo, en absoluto. Tienen diferencias abismales en asuntos como la inmigración, el islam o la seguridad. Pero guardan también algunas similitudes llamativas. Su discurso euroescéptico y antiglobalización, por ejemplo. En clave soberanista, ambos ponen en cuestión la Unión Europea –que proponen reformar y jibarizar– y abogan por una salida de Francia del mando integrado de la OTAN (Mélenchon va en esto más allá y defiende el abandono puro y simple a largo plazo de la Alianza Atlántica). En clave populista, ambos plantean también el instrumento del referéndum “de iniciativa ciudadana” como medio para que el pueblo decida directamente, eludiendo al poder legislativo. Ambos quieren, en fin, acabar cada uno a su modo con el sistema político  y el establishment actuales.

Los sondeos dan favorito a Macron frente a Le Pen. Pero las encuestas son un arma de doble filo: tanto pueden motivar como desmovilizar. Y no puede excluirse una sorpresa. El descontento, como se vio en el Brexit o el triunfo de Donald Trump en EE.UU., es una fuerza tan poderosa como impredecible. Mientras se decanta, el reloj avanza inexorablemente hacia las 8 de la tarde. Tic tac, tic tac, tic tac...