@Lluis_Uria
Cuando era un niño, en el modesto barrio de San Petersburgo –ex Leningrado– donde se crió, Vladímir Putin aprendió una cosa: un animal acorralado es peligroso, porque se revuelve y ataca. Él lo experimentó en persona con una rata que con sus amigos había perseguido por el vecindario. También aprendió que en la calle se impone el más fuerte.
Hay quien cree que la amenaza
del presidente ruso de recurrir a las armas nucleares en el contexto de la
guerra de Ucrania no son más que bravuconadas, una forma de extorsionar a
Occidente a través del miedo. Pero hay analistas que se las toman muy en serio.
Y temen que si Putin se siente en algún momento acorralado, abocado a una
derrota humillante o en riesgo de perder el poder, podría desencadenar una
escalada militar de efectos potencialmente catastróficos.
La primera advertencia del
jefe del Kremlin en este sentido fue el anuncio de que había ordenado poner en
estado de alerta a las fuerzas rusas de disuasión nuclear. Fue el domingo 27 de
febrero, cuatro días después de iniciada la invasión de Ucrania, y su objetivo
evidente era frenar toda tentación occidental de una acción militar. La
decisión de Putin fue acompañada, antes y después, de amenazas implícitas pero
inequívocas de consecuencias graves –“nunca vistas”– en caso de que la OTAN decidiera intervenir
directamente en auxilio de Kyiv: “Quienes amenazan a Rusia deben saber que
nuestras represalias serán rápidas como el rayo; tenemos para ello instrumentos
en los que nadie puede ni soñar y los utilizaremos si es necesario”, dijo.
Desde entonces, y al calor de
las sanciones occidentales y la ayuda militar a Ucrania, la retórica alrededor
de un posible enfrentamiento nuclear no ha hecho más que subir en intensidad y
desparpajo. El ministro ruso de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, ha aludido
en varias ocasiones al riesgo de una Tercera Guerra Mundial. Y la televisión
rusa se recrea con pasmosa ligereza en el tema, especulando sobre cuánto tiempo
tardarían en alcanzar las principales capitales europeas las ojivas nucleares
rusas –unos 200 segundos como máximo– o lo que haría falta para borrar del mapa
al Reino Unido.
Las imágenes emitidas por el
canal de televisión Channel 1 simulando el lanzamiento de misiles sobre
Londres, Berlín y París, con su trayectoria marcada sobre un mapa de Europa,
evocaban de modo escalofriante las del momento de la conflagración definitiva
en la ácida parodia de Stanley Kubrick Dr. Strangelove (en España, ¿Teléfono
rojo?, volamos hacia Moscú), en la que un general estadounidense enloquecido,
Jack D. Ripper (interpretado por Sterling Hayden), lanzaba un ataque nuclear
preventivo sobre la entonces Unión Soviética. La película, de 1964, se estrenó
sólo dos años después de la crisis de los misiles de Cuba, que había puesto al mundo al borde de una guerra
atómica entre Estados Unidos y la URSS. Pero, en esa ocasión, de forma real.
La crisis de octubre de 1962
demostró el enorme peligro al que estaba abocada la humanidad a causa de la
proliferación nuclear y afianzó la conciencia de que en un enfrentamiento
atómico nadie podría resultar vencedor. De esa época es la doctrina militar de
la Mutual Assured Destruction (MAD, siglas que en inglés significan “loco”),
según la cual la certeza de resultar aniquilado en una guerra nuclear
garantizaría que nadie tome la iniciativa de utilizar este tipo de armas para
atacar al enemigo. Sobre este principio, fundamento de la disuasión, se basó el
equilibrio de terror durante la guerra fría. Hasta ahora.
Rusos y norteamericanos
empezaron a buscar la forma de atenuar el peligro y al inicio de la década de
los setenta firmaron los primeros tratados para limitar el desarrollo de nuevas
armas nucleares y reducir sus arsenales. Pero en los últimos veinte años se han
dado pasos atrás, en medio de acusaciones mutuas de incumplimiento. La semana
que viene se conmemora el 50º. aniversario de la firma de los tratados ABM
(Anti-Ballistic Missile) y SALT-1 (Strategic Arms Limitation Talks) entre
Richard Nixon y Leonid Brezhnev, pero hay poco que celebrar. En el 2002 George W.
Bush decidió el abandono unilateral del tratado ABM y después han seguido más
desistimientos, por un lado y por el otro, hasta llegar a la retirada decidida
en el 2019 por Donald Trump del tratado sobre misiles de alcance medio (INF)
firmado en 1987 por Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov. La guerra de Ucrania ha
cogido a las dos superpotencias –con
unos arsenales de 5.550 armas atómicas en el caso de EE.UU. y de 6.255 en el de
Rusia, según el Instituto Internacional de Investigación de la Paz de
Estocolmo– en un momento de grave degradación de la confianza.
¿Podría la situación en Ucrania, donde Rusia choca con una fuerte resistencia, empujar a Putin a utilizar armas nucleares tácticas? ¿Podría producirse una escalada que condujera a un enfrentamiento directo entre Rusia y la OTAN? El mero hecho de formular tales preguntas da la medida de la gravedad del momento. La primera posibilidad la han juzgado verosímil el director de la CIA, William J. Burns, y la directora de Inteligencia Nacional de EE.UU., Avril Haines, quien en el Senado expresó su convicción de que el presidente ruso podría recurrir a las armas nucleares si percibe una “amenaza existencial” para su país o su régimen. Hay analistas que lo ven muy improbable. Pero no imposible. En un artículo publicado en Foreign Policy, el profesor de Harvard Stephen M. Walt pedía tomar muy en serio las amenazas rusas. Y subrayaba: “Putin tiene un amplio historial de advertencias que después ha cumplido”.