Viernes 21 de octubre, 14.07 de la tarde. Un seísmo de
magnitud 6,6, cuyo epicentro se halla situado diez kilómetros bajo tierra,
sacude la población japonesa de Kurayoshi, en la prefectura de Tottori (oeste).
A 150 kilómetros de allí, en el despacho del profesor Kohei Nishino, de la
Universidad de Kioto Seika, los móviles de varios de los presentes lanzan
una ruidosa alerta: “¡Terremoto! ¡terremoto!”. Segundos después, el suelo
empieza a temblar y el edificio, a tambalearse. El movimiento y el ruido sordo
que surge de la tierra cesan instantes después. En Tottori se cuentan 15
heridos, 165 viviendas dañadas y 2.800 personas refugiadas. Aparte de eso, sólo
un susto, uno más. La vida sigue, sin inmutarse.
En las horas previas al temblor de Tottori, otros dos
seísmos, en este caso de carácter político, habían hecho temblar –de verdad– a
la clase dirigente japonesa: el miércoles, en su último cara a cara con
Hillary Clinton, el candidato republicano a la Casa Blanca, Donald Trump, había
advertido que Japón y Corea del Sur deberían ir pensando en arrimar más el
hombro para su propia defensa y esperar menos de Washington. El jueves, en
visita oficial a Pekín, el impetuoso presidente filipino, Rodrigo Duterte,
había anunciado su intención de poner fin a la alianza militar con Estados
Unidos y acercarse a China. Dos movimientos que, en caso de confirmarse,
alterarían radicalmente el equilibrio geoestratégico en una de las regiones más
calientes del mundo.
El politólogo Ken Jimbo, profesor de la Universidad de Keio
e investigador del Canon Institute for Global Studies (CIGS) no cree en una
victoria de Donald Trump –“Cuanto más habla, menos posibilidades hay de que
gane las elecciones”, opina–, pero sus posicionamientos demuestran, a su
juicio, una nueva y preocupante tendencia en la opinión pública de
Estados Unidos, que puede empujar al país hacia el aislacionismo. “Hasta ahora,
EE.UU. ha actuado como garante del equilibrio global. Si abandona ese papel,
puede ser un desastre”, advierte. Desde luego, lo sería para Japón, de quien
Estados Unidos se ha erigido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en el
protector oficial. Pero también para Corea del Sur y para Filipinas... Mal que
le pese a Duterte. “Si Filipinas fuera atacada, sólo Estados Unidos podría
salir en su defensa”, subraya pensando en China.
El juego de Duterte, que un día afirma una cosa y al día
siguiente la matiza –cuando no la contradice–, es oscuro. Nadie se atreve a
pronunciarse sobre lo que realmente pretende o a adónde se dirige. “Está claro
que no le gusta Estados Unidos, pero tampoco sabemos por qué”, admite Tetsuo
Kotani, del Japan Institute of International Affairs (JIIA), para quien
el giro político de Duterte está en contradicción con la disputa territorial
que su país mantiene con Pekín en el mar de China Meridional por las
islas Spratly, y que el pasado mes de julio suscitó un pronunciamiento
del Tribunal Internacional de La Haya favorable a Manila (que los chinos no
reconocen).
El mar de China Meridional, y en menor medida el mar de
China Oriental, se han convertido en el escenario de un pulso geoestratégico
por la hegemonía en la región Asia-Pacífico, con China y Estados Unidos jugando
a amedrentarse mutuamente con sus fuerzas navales, que lo convierten en un
polvorín. Desde su nueva fortaleza económica y militar, China lleva tiempo
sometiendo a una fuerte presión a sus vecinos del sur con sus reivindicaciones
sobre los archipiélagos intermedios: a Filipinas, Vietnam, Taiwán,
Malasia y Brunei en las islas Spratly –zona donde Pekín ha empezado a construir
islas artificiales–; a Taiwán y Vietnam en las islas Paracelso, y de nuevo a
Taiwán en las islas Pratas. Al este, frente a Japón, las maniobras agresivas de
Pekín se centran en las islas Senkaku. Cada paso de China destinado a
tratar de cambiar por la vía de los hechos el actual statu quo es respondido
por EE.UU. paseando a sus buques de guerra por estas aguas.
“Estados Unidos siempre ha tenido mucha influencia en
esta zona, y ahora China se ve con fuerza militar suficiente para cambiar esta
situación”, opina Tetsuo Kotani, para quien todas estas maniobras en el mar
Meridional y el mar Oriental tienen en última instancia el objetivo de prevenir
un eventual intento de Taiwán de proclamar la independencia.
El otro punto de ignición bélica es Corea del Norte. Desde
que Kim Jong Un asumió las riendas del país, el régimen de Poyngyang ha
aumentado la escalada militar. Sólo en los últimos ocho meses, ha realizado dos
ensayos nucleares y lanzado una docena de misiles balísticos. “Es sin duda la amenaza
más grave en la zona”, considera el profesor Jimbo, puesto que “ya no se trata
de gestos simbólicos como en el pasado, sino que Corea del Norte busca hacer
operativos sus sistemas”. “Es muy serio”, remarca.
Los agoreros de una Tercera Guerra Mundial tienen en el
Pacífico –además de en los diversos escenarios de la confrontación entre Rusia
y EE.UU.– uno de sus focos potenciales más importantes. Los analistas japoneses
no creen en la posibilidad de una conflagración general –“No es probable un
enfrentamiento directo entre China y Estados Unidos, ambos países van con mucho
cuidado”, sostiene Kotani–, aunque el riesgo de un conflicto militar entre el
gigante asiático y alguno de los países de su entorno no es descartable. “Un
conflicto de baja intensidad es posible”, admite Jimbo, pero no una guerra
global: “Sería un desastre humano y económico, el interés común de todos los
países es evitarla”. A diario, sin embargo, se suceden los roces (ayer mismo,
China advirtió a Japón sobre las “peligrosas maniobras” de intercepción de sus
cazas) y cualquier incidente puede desencadenar el mecanismo infernal.
El problema con los seísmos es que nunca se sabe si
constituyen temblores pasajeros o anticipan un terremoto devastador.
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