El Gobierno Abe busca recuperar peso en el terreno económico y militar
Con el restablecimiento del
poder imperial en Japón en 1868 y el fin del régimen feudal de los samurais,
los nuevos gobernantes tuvieron que afrontar el desafío de la perentoria
presencia de las potencias occidentales en Asia. Para no sucumbir a sus ansias
colonialistas, se marcaron una doble divisa que era también un doble objetivo:
“Nación rica y ejército fuerte”, en japonés f ukoku kyohei. Aquel cambio marcó
el inicio de la modernización acelerada de Japón, que se convirtió en una
potencia económica y militar. La situación actual tiene muy poco que ver con la
de finales del siglo XIX y el Gobierno del conservador Partido Liberal
Democrático (PDL) no se parece en nada al del emperador Meiji, pero en cierto
modo la política del primer ministro Shinzo Abe, empeñado en revitalizar la
aletargada economía japonesa y recuperar para Japón un mayor papel
internacional –a base, entre otras cosas, de abrir la puerta a mayores
compromisos militares en el exterior–, parece responder al mismo principio del
fukoku kyohei. Japón quiere regresar a la primera línea, ser tenido de nuevo en
cuenta, pero afronta dificultades importantes.
El 2010 marcó un punto de
inflexión: China desbancó ese año a Japón como segunda potencia económica
mundial y, por ende, como país hegemónico en Asia. No fue un hecho casual.
Después de varias décadas de crecimiento acelerado, el estallido de la burbuja
financiera e inmobiliaria a principios de los años 90 arrojó a Japón en la
recesión. Desde entonces, el país ha sufrido un prolongado periodo de débil
crecimiento que el primer ministro Abe se propuso combatir, tras su primera
elección en el 2012, a
través de un programa de choque internacionalmente conocido como Abenomics. El
plan tenía tres ejes o flechas, por utilizar la jerga gubernamental: una
política monetaria destinada a salir de la deflación, un programa de
inversiones públicas para relanzar la actividad económica y una serie de
reformas estructurales para aumentar la competitividad. Sin embargo, lastrados
también por una economía mundial poco animosa, los resultados han sido hasta
ahora más bien magros. El crecimiento sigue átono –eso sí, especificidad
japonesa donde las haya, el paro se mantiene en el 3,1%– y el objetivo de
inflación parece inalcanzable, así que en junio el Fondo Monetario
Internacional instó al Gobierno japonés a revisar su plan.
“ Abenomics lleva tres años
y medio en marcha y se renueva cada año, el pasado mes de junio se aprobó la
cuarta versión”, explica Takeshi Komoto, director de la Oficina de
Revitalización Económica, quitando hierro a las admoniciones exteriores. En
esta cuarta versión el proyecto estrella es la reforma laboral, que el Gobierno
confía en poder enviar al parlamento en marzo del año que viene, aunque las
medidas más prioritarias podrían avanzarse a este año. El plan gubernamental no
busca únicamente flexibilizar el mercado del trabajo como se ha hecho en otros
países, sino “cambiar la forma de trabajar”. Su doble gran objetivo es impulsar
un mayor acceso de la mujer al mercado laboral –a través de la reducción de las
largas jornadas de trabajo y de ayudas para el cuidado de niños y ancianos–,
como vía para prevenir una futura penuria de mano de obra, y equiparar
salarialmente a los trabajadores “no formales” –temporales, que representan un
tercio del total– con los fijos, una medida que busca revitalizar el consumo,
el gran talón de Aquiles de la economía japonesa. “Es necesario cambiar la
forma de trabajar, no sólo desde una perspectiva económica, sino también
social”, concluye Komoto.
Las largas jornadas de
trabajo se han convertido en un verdadero problema de salud social. La
legislación japonesa establece una semana laboral de 40 horas, pero ésta puede
aumentar fácilmente a 60 si hay un acuerdo al respecto y superar aún esa cifra
en caso de que haya un “acuerdo especial”. “En algunos estratos laborales hay
claramente un exceso de trabajo y en algunas empresas se están llegando a
acuerdos para poner un límite”, constata el profesor Koichiro Imano, de la
Universidad de Gakushuin. Estos días la sociedad japonesa asistía en la prensa
a nuevas revelaciones sobre la muerte de una empleada de la empresa Dentsu,
Matshuri Takahasi, una joven de 24 años en estado de depresión que se suicidó
después de haberse visto obligada a trabajar 105 horas extras al mes. La
presión laboral no es la única causa, pero los expertos apuntan al incremento
de la precariedad laboral como una de las razones de que Japón se haya
convertido en el país desarrollado con más suicidios del mundo: más de 25.000 casos
al año.
A Shinzo Abe, pese al
optimismo voluntarista de su Gobierno, le queda aún mucho trabajo por delante
para levantar la economía del país y devolverle la potencia de antaño. Las
previsiones de crecimiento de la OCDE para Japón este año son del 0,7% y para
el año que viene del 0,4%, mientras la deuda pública se acerca al nivel
estratosférico del 250% del PIB, y el Banco de Japón ha admitido –ayer mismo–
que no alcanzará el objetivo del 2% de inflación hasta el 2019. Pero si el
horizonte económico es complicado, el panorama internacional todavía lo es más,
a la vista de cómo se han multiplicado las tensiones en el último año en la
región Asia-Pacífico, donde se juega como telón de fondo una lucha feroz por la
hegemonía entre China y Estados Unidos.
China no sólo se ha
convertido en la primera potencia económica de Asia, sino también en la
militar. Y eso es algo que lleva a los japoneses de cabeza. “China y Corea del
Norte acumulan más equipamiento militar que el resto de los países de la zona,
incluyendo EE.UU.”, subraya Norifumi Kondo, subdirector de la División de
Política de Seguridad Nacional del Ministerio de asuntos Exteriores japonés,
quien añade como motivo de inquietud el espectacular aumento del presupuesto de
defensa declarado por el Gobierno chino: “Ha sido del 360% en diez años, y aún
creemos que el gasto real es superior”. La política de reivindicaciones
territoriales de Pekín en el Mar de China Meridional, que Tokio juzga un
intento unilateral de cambiar el statu quo, y sus maniobras en torno a las
islas Senkaku, en el Mar Oriental, constituyen una de las amenazas para la
seguridad que percibe el Gobierno japonés.
Las recientes maniobras del
presidente filipino Rodrigo Duterte, anunciando el final de su alianza militar
con Estados Unidos y su acercamiento a China –pese al contencioso que Manila
mantiene con Pekín en torno a las islas Spratly–, han añadido incertidumbre
sobre una cambio radical en el actual equilibrio estratégico. A Tokio sólo le
faltaría ahora que un Donald Trump presidente de EE.UU. confirmara su intención
de inhibirse en la defensa de Japón y Corea del Sur.
La otra gran amenaza en la
región y probablemente la principal es, naturalmente, Corea del Norte, que en
los últimos meses ha multiplicado sus pruebas militares. “En cinco años
–ilustra Kondo– el líder norcoreano, Kim Jong Un, ha realizado muchos más
ensayos nucleares y lanzamiento de misiles balísticos que su padre en quince
años”, lo que le ha permitido “mejorar su tecnología y su precisión”.
En este contexto, el primer
ministro Abe impulsó el verano pasado la aprobación de un presupuesto de
defensa récord de 50.200 millones de dólares –con el fin básicamente de
desarrollar un sistema de defensa antimisiles– y el año pasado adoptó
probablemente su iniciativa política más controvertida: una reforma legislativa
que, en la práctica, fuerza el espíritu de la Constitución pacifista de 1947
–cuyo artículo 9 proclama la renuncia a la guerra y a la fuerza– para abrir la
puerta a la intervención exterior de las Fuerzas de Autodefensa japonesas.
Tokio sostiene que no abandona ningún principio, que sólo aspira a ser un país
normal, y justifica este cambio asegurando que Japón pretende poder jugar un
papel más activo en misiones internacionales de mantenimiento de la paz.
Pero es igualmente cierto
–y así lo vio buena parte de la sociedad japonesa, que se opuso a la reforma–
que las nuevas cláusulas abren la puerta a una directa implicación militar de
Japón en el caso de una escalada en la región, sin necesidad de ser atacado
directamente. Bastaría que lo fuera su principal aliado y garante de su
seguridad: Estados Unidos.
El país del sol
poniente
Japón, el antiguo
imperio del Sol Naciente, es un país en declive. Demográficamente en declive. Y
este es probablemente el reto más importante que deberá afrontar en los
próximos decenios. De acuerdo con las últimas proyecciones del Ministerio de
Trabajo japonés, en el año 2060 el 40% de la población japonesa tendrá más de
65 años –porcentaje que era del 12% a principios de los años noventa–, siendo
especialmente acusada en la franja de los mayores de 75 años, que serán el 27%.
Semejante panorama augura de entrada fuertes tensiones presupuestarias para el
actual sistema de pensiones, que deberá ser reformado, y para la asistencia
sanitaria de los mayores, ya que se prevé asimismo un aumento proporcional de
los afectados de demencia senil y otras causas de dependencia. Paralelamente,
la población joven e infantil seguirá reduciéndose, lo que augura asimismo un
problema claro de penuria de fuerza laboral. La causa de que Japón sea hoy ya
el país más envejecido del mundo es la baja natalidad. Los bajos salarios y la
precariedad laboral, además de un retraso en la maternidad de las mujeres,
explican según el demógrafo Ryo Oizumi este descenso de la fecundidad. En los
últimos tiempos, ante este panorama y sin duda inhibidos ante la nueva mujer,
algunos hombres jóvenes rechazan casarse y renuncian incluso a mantener
relaciones sexuales. Las chicas les llaman irónicamente “vegetarianos”.
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