sábado, 1 de octubre de 2016

El país de nunca jamás

Pequeño y enjuto, Muhamed Kresevljakovic, tenía 53 años cuando aterrizó en Barcelona en julio de 1992, en vísperas de los Juegos Olímpicos. Pero parecía mayor. Antiguo profesor de historia, su larga carrera como experto en la conservación del patrimonio no le había preparado para la carga que en aquellos momentos tenía que soportar. Elegido alcalde de Sarajevo en 1991, desde hacía tres meses tenía que hacer frente al drama de una ciudad asediada y bombardeada por las milicias serbobosnias y el ejército federal yugoslavo, cuyos habitantes eran cazados como ratones por los francotiradores chetniks apostados en la ribera sur del río Miljacka.

Animado por el entonces alcalde Pasqual Maragall, Kresevljakovic vino a Barcelona a llamar la atención del mundo y pedir ayuda internacional para la capital de Bosnia-Herzegovina. “Sarajevo ha sido totalmente destruida. Sus escuelas, sus fábricas, sus casas, sus industrias. Pero la mayor catástrofe que nos puede ocurrir es que pierda su espíritu de convivencia”, declaró en una entrevista con La Vanguardia. En una conferencia de prensa en el Ayuntamiento de Barcelona, el alcalde de Sarajevo –de confesión musulmana– compareció flanqueado por dos miembros de su gobierno, serbio uno, croata el otro, en un intento de demostrar que la guerra no había acabado con la realidad multiétnica y la tradición de tolerancia de Sarajevo, y subrayar que los únicos culpables eran los extremistas, fueran del signo que fueran. “Si un día Sarajevo se rompe en pedazos, renunciaré”, aseguró un año después. En 1994 había dejado ya la alcaldía...

Pasqual Maragall, uno de los políticos europeos –a su nivel– más activos en defensa de Sarajevo, lideró un movimiento solidario de ciudades que desembocó en 1996 en la apertura de una suerte de embajada europea en la capital bosnia. En marzo de ese año, el entonces alcalde de Barcelona encabezó una expedición a Sarajevo para inaugurarla. Apenas tres meses antes, en diciembre de 1995, se habían firmado en París los acuerdos de Dayton, que pusieron fin a la guerra –que había causado 100.000 muertos y dos millones de desplazados– al precio de dividir el país en dos entidades subestatales: la Federación de Bosnia-Herzegovina –compartida por los bosnios musulmanes, que decidieron llamarse a sí mismos bosniacos, y los bosniocroatas, de religión católica– y la República Srpska –donde se agrupó la población serbobosnia, de religión ortodoxa–.
En aquellos días, Sarajevo era todavía una ciudad destruida, física y moralmente, sus edificios se mostraban acribillados por los proyectiles y sus calles seguían sembradas de contenedores dispuestos para proteger a los viandantes de los disparos enemigos...

Cuando, después de un largo viaje en autocar siguiendo la costa croata desde Split y remontando después el río Neretva, Maragall llegó a Sarajevo, se encontró con las puertas del ayuntamiento cerradas y, por toda explicación, el breve mensaje de un seco funcionario gubernamental comunicándole que el municipio había sido disuelto horas antes y el alcalde –su amigo Tarik Kupusovic, que había sido pregonero de las fiestas de la Mercè–, depuesto de su cargo. La destitución del sucesor de Kresevljakovic decretó el fin del sueño de la ciudad abierta y tolerante que ambos habían luchado por salvaguardar y el advenimiento de una era marcada por el establecimiento de compartimentos estancos de carácter étnico-religioso y una nueva hegemonía identitaria islámica.

Han pasado veinte años y nada ha cambiado sustancialmente. Los acuerdos de Dayton detuvieron la guerra de la ex-Yugoslavia, pero no han servido para traer la paz. Ni para hacer de Bosnia-Herzegovina un verdadero país. Las divisiones existentes a principios de los años noventa siguen ahí. Si acaso, corregidas y aumentadas.

La comunidad bosnia musulmana, antaño víctima del fuego cruzado de ultranacionalistas serbios y croatas, se ha radicalizado a su vez. La vieja dominación otomana dio paso en los noventa a la influencia saudí –a través de inversiones y de la construcción de mezquitas y escuelas coránicas– y con ella la difusión de un islam intolerante y ultraconservador. El extremismo islámico encuentra eco en una juventud maltratada por el paro –cerca del 60%–, hasta el punto de que Bosnia es el país con mayor número de yihadistas combatiendo en el exterior en relación con su población.

Los bosniocroatas, unidos a los musulmanes por los acuerdos de Dayton –pese a haber ido a degüello en Mostar y otros enclaves–, sueñan con irse por su cuenta y crear una tercera entidad subestatal. Y la comunidad serbobosnia de la República Srpska, dirigida por un nacionalista radical –Milorad Dodik–, sigue acantonada en sus certidumbres. Sus habitantes ansían desgajarse de Bosnia y reunirse con sus hermanos serbios, y en sus calles el tenebroso Radovan Karadzic –condenado a cuarenta años de prisión por el Tribunal Penal Internacional de La Haya por genocidio y crímenes contra la humanidad– es loado como un héroe y padre fundador.

El referéndum unilateral del pasado 25 de septiembre, por el que los serbobosnios declararon el 9 de enero –fecha de creación de su república– “Día del Estado”, ha crispado las relaciones con el Gobierno central y ha alentado un cruce de acusaciones de una violencia verbal que parecía olvidada. El representante musulmán en la presidencia colegiada de Bosnia-Herzegovina, Bakir Izetbegovic, ha vaticinado al líder serbobosnio que acabará como Gadafi, mientras el ministro de Exteriores de Serbia, Ivica Dacic, advertía que su ejército saldría en defensa de sus hermanos serbios si fueran atacados... El lenguaje bélico vuelve a impregnar los Balcanes.

Muhamed Kresevljakovic ya no está para verlo. Murió, prematuramente, en el 2001. Primer año de un siglo no tan nuevo.


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